Hoy tengo ganas de ver de nuevo a María.
Cada vez que tengo un rato libre, me hago una escapada hasta lo de María sólo para verla. Atrás quedó el recuerdo de sexo irrefrenable, a lo animal, donde no teníamos pudor en hacer hasta lo inimaginable. Recuerdo que empezamos como cualquier pareja común: besos, caricias, mordiscones y algún que otro pellizco en alguna zona erógena.
Y en el frágil cuerpo de María, podría decir sin temor a equivocarme… que eran muchas.
Por no decir que todo su cuerpo era una zona erógena en sí.
Si le acariciaba el cuello y le mordía la oreja, ronroneaba como un gatito y se refregaba sobre mí. Si le pasaba las uñas por la espalda, sus pezones parecían a punto de estallar. Rígidos y duros, como cuando pasa alguna ráfaga de aire frío por el pecho de alguna dama desprovista de soutien. Si besaba su concha impecablemente depilada y perfectamente perfumada, cerraba los puños contra las sábanas y daba vuelta los ojos, poniéndolos en blanco. Ni qué decir cuando abría esas piernas perfectas en búsqueda de su clítoris y como por arte de magia, sus labios se abrían como una rosa, esperando mi lengua húmeda, dispuesta a beber todos sus jugos.
Mmmmmm… deliciosos jugos vaginales que a veces, me dejaban los bigotes almidonados y que a escondidas, saboreaba con mi lengua de tanto en tanto.
Otro tanto pasaba conmigo. Esperaba ansioso el momento de tenerla arrodillada, bajándome la bragueta del pantalón con los dientes y hurgueteando con su lengua a través del boxer, buscando mi pija, ya dura y latente. No estaba depilado. No me gustaba.
Y a María tampoco. Siempre se atragantaba con algún pendejo medio suelto y empezaba a hacer arcadas, para largarlo. La mejor manera se sacarse un pendejo atragantado es volver a la noble tarea de chupar la pija, lubricándola cada vez más con saliva. Ahí pueden pasar dos cosas: se traga directamente, o queda pegado alrededor de la cabeza.
Tres veces por semana nos encontrábamos en su departamento para garchar como si fuera la última vez. ¿Por qué no en mi casa? Es simple, mi ex mujer vive en el edificio de al lado y, éticamente hablando, no quedaría bien que me viera la mitad de la semana entrando con una mina, para que saliera sola un par de horas después, si encima recién llevábamos dos meses de divorciados.
Y el divorcio vino por exceso de confianza. De mi parte. Todo empezó cuando conocí a María en el subte A. Viajábamos juntos desde Congreso hasta Plaza de Mayo, en el de las 07:30. Siempre en el tercer vagón, al lado de la puerta. Parecíamos muñequitos de torta: los dos, de trajecito negro, con las credenciales del Ministerio colgando de la solapa izquierda del saco. La ví por primera vez hace tres años, paradita en el andén, seria, pensativa y con cara de culo. Buen lomo, culo firme y tetas paradas, sin necesidad de corpiño armado. El pelo enrulado apenas pasaba sus hombros y si bien se notaba que estaba teñida, el trabajo era imperceptible. ¡Qué aroma tenía a esa hora de la mañana! No estaba bañada en perfume, pero era sutil e intenso. Pispeé su mano izquierda y noté que no tenía alianza. Cuarentona, soltera, divorciada o separada, pensé. Muy pálida, pensé.
No por la ausencia del anillo, sino por la cara de culo.
-A esta mina le falta una buena cogida-, me dijo la voz interior que cree que todo lo sabe. –Porque esa cara de culo denota falta de buen sexo-, se contestó a decir al toque. Confieso que me puse colorado por ese pensamiento… pero me terminó convenciendo.
Le faltaba una buena cogida. Y era yo, un servidor, el que se la debería dar.
El viernes (de la primera semana en la que coincidíamos en el andén), la saludé moviendo la cabeza y susurrando –mmmbndía-. Abrí el diario y me puse a un par de metros de ella, recostado sobre la pared, haciendo que leía. En un momento, se dio vuelta y me enganchó justo, mirándola por encima del papel. Por supuesto, me hice el pelotudo, gracias a Dios vino el tren, subimos y seguí haciendo que leía el diario. Las noticias me importaban lo mismo que el precio del tomate en lata. Quería encararla. Debía encararla.
Pero no sabía cómo.
Llegamos al fin del viaje y ella, con paso apresurado, se perdió entre la muchedumbre que llenaba la escalera mecánica, rumbo a la superficie. ¡Cómo puteé… la había perdido de vista! Y pensé –se avivó-. Apuré el paso esquivando las palomas, crucé Irigoyen y me metí en el Ministerio. Así como abrí la puerta de la oficina, mi jefe me gritó: -¡Pérez, a mi oficina… esto es un quilombo!. Como estaba acostumbrado a los gritos al pedo del viejo, colgué el saco en el perchero, llené la taza de café hirviendo y sacudí mi calva, dispuesto a escuchar las mismas pelotudeces de todos los días. –Ya mismo te vas al 4to. Piso y le decís a María, la secretaria del Dr. Estévez, que te de las estadísticas de este mes. El Presidente quiere saber dónde mierda está parada la economía de este país del orto!
Dijo María. ¿Será mí María, la lejana?. Dejé la taza sobre su escritorio, me iba a poner el saco, pero qué mejor que ir así, canchero, de camisa y corbata, hasta el 4to. a descubrir si esa María era mí María. La misma que hoy a la mañana, me había dejando pagando en la escalera mecánica del subte.
Era ella. Definitivamente, era ella.
Al fin, podíamos mirarnos cara a cara y disfrutarnos. –Vos… ¿no sos la del subte?-, le pregunté. –Y vos… ¿no sos el que se esconde detrás del diario?-. –Sé que no se responde una pregunta con otra… pero… ¿sabés una cosa: tengo lo que venís a buscar… y no soy yo… es este informe de mierda que quiere tu jefe-. –Lástima que sea un rejunte de papeles de mierda y no vos… ¿sabés por qué? (me la jugué), porque a vos no te uso y te tiro… a vos te trato como a una reina… LA REINA. Me dio los papeles y en un descuido, creo, me rozó la mano. Para qué!!!, la erección fue instantánea.
Salí corriendo de su oficina y me zambullí en la mía, tembloroso y con las manos sudando a más no poder. Le tiré la carpeta al viejo y le dije que iba al baño (sin confesar que iba a masturbarme) y cuando acabé (tres veces acabé), me lavé las manos, limpié la pija con papel higiénico y volví a la oficina. Para llamarla por teléfono.
–Salgo a las 17:00 hs…. ¿tomamos un café? –Dale. Confieso que 16:30 todo mi laburo estaba hecho (como hace tantos años que esperaba hacerse), saludé a todos y rajé como el mejor. La esperé en la planta baja y el guardia, después de atender una llamada, me dice: -¿Ud. es el Sr. Pérez, verdad? –Sí, le contesté…¿pasa algo?. –La Srta. María dice que la espere en el bar de enfrente, sobre Balcarce, en la última mesa del fondo. –Ok. Juro que crucé la calle sin mirar (y a esa hora, hacerlo te cuesta la vida) y me metí en el bar La Bologna. Pedí un café, miré los sms en el celular, me comí las uñas, fumé cuatro cigarrillos a las escondidas y de repente la ví entrar.
Majestuosa. Despampanante. Terrible yegua. Venía con el saco en la mano y la camisa desabrochada hasta el tercer botón. Se notaban muy bien el par de tetas que tenía y oh casualidad, se le marcaban los pezones. Todo a mi favor. –Así que vos pensás que estoy mal cogida, no?- me dijo de un saque. –Pues bien: estoy muy mal cogida. –¿Cómo pensás arreglarlo?. Ni lo pensé: me paré, le busqué la boca y las lenguas, como si supieran, se enredaron solas. Charlamos un buen rato, y el café dio paso a un par de whiskies y nos contamos toda la vida hasta que me dice: -¿tu depto. o el mío? –El tuyo… si vamos al mío, mi jermu nos mata de un solo tiro. Ningún reproche. La tenía más que clara. Salimos caminando hasta el subte, ya eran las 19:00 hs. y el vagón estaba vacío. Apenas nos sentamos, me agarró la mano y la metió debajo de su pollera. Mi Dios… qué concha hermosa me esperaba!!! Bajamos en Miserere, hicimos dos cuadras y nos metimos en un edificio viejo, con olor a viejo y lleno de viejos. Subimos tres pisos por escalera y entramos en su depto. Luces tenues, bien amoblado, y un Led tv que nos esperaba para ver la transmisión de Playboy. Estaba loco. Esto no es lo que pensé, pensaba. –Ponete cómodo, me dice, que voy a hacer pis. Creo que fueron dos segundos desde que entró al baño y salió enfundada en un baby doll cortito, transparente, con portaligas rojo. Se acercó como se acercan los gatos, despacito, calculando cada paso y se arrodilló. Fue la primera vez en mi vida que me bajaban la bragueta con la boca. Y esa lengua húmeda y caliente, que buscaba como loca mi pija, la encontró. Y su boca la saboreó hasta el fondo. Dejé que hiciera su trabajo sin interrumpirla (demostrando que estaba más que conforme con su performance), y cuando estaba a punto de acabar, la agarré de los pelos, la obligué a pararse y le mordí las tetas. De ahí a la cama, fue todo demasiado rápido. Abrió las piernas y por primera vez, sentí mi garganta ahogarse en sus jugos. Nunca me había pasado. Ni con mi mujer en la noche de bodas. Gemió cuando le mordí el clítoris y gemió de nuevo, cuando la penetré a lo bestia. Se retorció entre las sábanas de seda hasta que quedó encima de mí. Ahora, era ella la que controlaba la situación. Y cabalgaba como la mejor amazona. No sé cuántas veces acabamos, porque era un enchastre. Mi leche y sus jugos mezclados, chorreando hasta la sábana. Temblamos juntos en el orgasmo final. Nos abrazamos y nos quedamos dormidos.
Sonó el celular: mi mujer. –¿Se puede saber dónde carajos estás? –Se quedó el subte, el centro es un quilombo, los bondis vienen hasta las manos ya Roberto no le arranca el auto. Apenas pueda subirme a un taxi voy para casa.
Así fueron los últimos tres años de mi vida.
Y de la vida de María.
Siempre, los viernes, se quedaba un subte.
Salí del depto. dándole un soberano lengüetazo en el cuello. Sospechaba que me quedaban pocas chances para seguir disfrutando de María. Tenía frente a mí un fin de semana largo para pensar, recapacitar sobre esos últimos tres años de trampa.
Al final me separé. Mi mujer se enteró (por boca de algún compañero buchón) de lo mío con María. No pude dejar de reconocer que en las fotos que me tiró sobre la mesa de la cocina, los protagonistas, éramos María y yo. Prueba irrefutable. Llanto interminable, puteadas, carajeadas varias y la amenaza con perder todo lo poco que teníamos en común.
Desde ése día, dejé de ver a María. Por lo menos, como amante casual.
Estaba al borde de los cincuenta años, divorciado, y sin un perro que me ladrara.
Pero me quedaba el recuerdo imborrable de María.
Por eso, desde ése día, una vez por semana, paso por el Cementerio de la Recoleta para llorar desconsoladamente sobre su tumba.
La tumba de María.
Cada vez que tengo un rato libre, me hago una escapada hasta lo de María sólo para verla. Atrás quedó el recuerdo de sexo irrefrenable, a lo animal, donde no teníamos pudor en hacer hasta lo inimaginable. Recuerdo que empezamos como cualquier pareja común: besos, caricias, mordiscones y algún que otro pellizco en alguna zona erógena.
Y en el frágil cuerpo de María, podría decir sin temor a equivocarme… que eran muchas.
Por no decir que todo su cuerpo era una zona erógena en sí.
Si le acariciaba el cuello y le mordía la oreja, ronroneaba como un gatito y se refregaba sobre mí. Si le pasaba las uñas por la espalda, sus pezones parecían a punto de estallar. Rígidos y duros, como cuando pasa alguna ráfaga de aire frío por el pecho de alguna dama desprovista de soutien. Si besaba su concha impecablemente depilada y perfectamente perfumada, cerraba los puños contra las sábanas y daba vuelta los ojos, poniéndolos en blanco. Ni qué decir cuando abría esas piernas perfectas en búsqueda de su clítoris y como por arte de magia, sus labios se abrían como una rosa, esperando mi lengua húmeda, dispuesta a beber todos sus jugos.
Mmmmmm… deliciosos jugos vaginales que a veces, me dejaban los bigotes almidonados y que a escondidas, saboreaba con mi lengua de tanto en tanto.
Otro tanto pasaba conmigo. Esperaba ansioso el momento de tenerla arrodillada, bajándome la bragueta del pantalón con los dientes y hurgueteando con su lengua a través del boxer, buscando mi pija, ya dura y latente. No estaba depilado. No me gustaba.
Y a María tampoco. Siempre se atragantaba con algún pendejo medio suelto y empezaba a hacer arcadas, para largarlo. La mejor manera se sacarse un pendejo atragantado es volver a la noble tarea de chupar la pija, lubricándola cada vez más con saliva. Ahí pueden pasar dos cosas: se traga directamente, o queda pegado alrededor de la cabeza.
Tres veces por semana nos encontrábamos en su departamento para garchar como si fuera la última vez. ¿Por qué no en mi casa? Es simple, mi ex mujer vive en el edificio de al lado y, éticamente hablando, no quedaría bien que me viera la mitad de la semana entrando con una mina, para que saliera sola un par de horas después, si encima recién llevábamos dos meses de divorciados.
Y el divorcio vino por exceso de confianza. De mi parte. Todo empezó cuando conocí a María en el subte A. Viajábamos juntos desde Congreso hasta Plaza de Mayo, en el de las 07:30. Siempre en el tercer vagón, al lado de la puerta. Parecíamos muñequitos de torta: los dos, de trajecito negro, con las credenciales del Ministerio colgando de la solapa izquierda del saco. La ví por primera vez hace tres años, paradita en el andén, seria, pensativa y con cara de culo. Buen lomo, culo firme y tetas paradas, sin necesidad de corpiño armado. El pelo enrulado apenas pasaba sus hombros y si bien se notaba que estaba teñida, el trabajo era imperceptible. ¡Qué aroma tenía a esa hora de la mañana! No estaba bañada en perfume, pero era sutil e intenso. Pispeé su mano izquierda y noté que no tenía alianza. Cuarentona, soltera, divorciada o separada, pensé. Muy pálida, pensé.
No por la ausencia del anillo, sino por la cara de culo.
-A esta mina le falta una buena cogida-, me dijo la voz interior que cree que todo lo sabe. –Porque esa cara de culo denota falta de buen sexo-, se contestó a decir al toque. Confieso que me puse colorado por ese pensamiento… pero me terminó convenciendo.
Le faltaba una buena cogida. Y era yo, un servidor, el que se la debería dar.
El viernes (de la primera semana en la que coincidíamos en el andén), la saludé moviendo la cabeza y susurrando –mmmbndía-. Abrí el diario y me puse a un par de metros de ella, recostado sobre la pared, haciendo que leía. En un momento, se dio vuelta y me enganchó justo, mirándola por encima del papel. Por supuesto, me hice el pelotudo, gracias a Dios vino el tren, subimos y seguí haciendo que leía el diario. Las noticias me importaban lo mismo que el precio del tomate en lata. Quería encararla. Debía encararla.
Pero no sabía cómo.
Llegamos al fin del viaje y ella, con paso apresurado, se perdió entre la muchedumbre que llenaba la escalera mecánica, rumbo a la superficie. ¡Cómo puteé… la había perdido de vista! Y pensé –se avivó-. Apuré el paso esquivando las palomas, crucé Irigoyen y me metí en el Ministerio. Así como abrí la puerta de la oficina, mi jefe me gritó: -¡Pérez, a mi oficina… esto es un quilombo!. Como estaba acostumbrado a los gritos al pedo del viejo, colgué el saco en el perchero, llené la taza de café hirviendo y sacudí mi calva, dispuesto a escuchar las mismas pelotudeces de todos los días. –Ya mismo te vas al 4to. Piso y le decís a María, la secretaria del Dr. Estévez, que te de las estadísticas de este mes. El Presidente quiere saber dónde mierda está parada la economía de este país del orto!
Dijo María. ¿Será mí María, la lejana?. Dejé la taza sobre su escritorio, me iba a poner el saco, pero qué mejor que ir así, canchero, de camisa y corbata, hasta el 4to. a descubrir si esa María era mí María. La misma que hoy a la mañana, me había dejando pagando en la escalera mecánica del subte.
Era ella. Definitivamente, era ella.
Al fin, podíamos mirarnos cara a cara y disfrutarnos. –Vos… ¿no sos la del subte?-, le pregunté. –Y vos… ¿no sos el que se esconde detrás del diario?-. –Sé que no se responde una pregunta con otra… pero… ¿sabés una cosa: tengo lo que venís a buscar… y no soy yo… es este informe de mierda que quiere tu jefe-. –Lástima que sea un rejunte de papeles de mierda y no vos… ¿sabés por qué? (me la jugué), porque a vos no te uso y te tiro… a vos te trato como a una reina… LA REINA. Me dio los papeles y en un descuido, creo, me rozó la mano. Para qué!!!, la erección fue instantánea.
Salí corriendo de su oficina y me zambullí en la mía, tembloroso y con las manos sudando a más no poder. Le tiré la carpeta al viejo y le dije que iba al baño (sin confesar que iba a masturbarme) y cuando acabé (tres veces acabé), me lavé las manos, limpié la pija con papel higiénico y volví a la oficina. Para llamarla por teléfono.
–Salgo a las 17:00 hs…. ¿tomamos un café? –Dale. Confieso que 16:30 todo mi laburo estaba hecho (como hace tantos años que esperaba hacerse), saludé a todos y rajé como el mejor. La esperé en la planta baja y el guardia, después de atender una llamada, me dice: -¿Ud. es el Sr. Pérez, verdad? –Sí, le contesté…¿pasa algo?. –La Srta. María dice que la espere en el bar de enfrente, sobre Balcarce, en la última mesa del fondo. –Ok. Juro que crucé la calle sin mirar (y a esa hora, hacerlo te cuesta la vida) y me metí en el bar La Bologna. Pedí un café, miré los sms en el celular, me comí las uñas, fumé cuatro cigarrillos a las escondidas y de repente la ví entrar.
Majestuosa. Despampanante. Terrible yegua. Venía con el saco en la mano y la camisa desabrochada hasta el tercer botón. Se notaban muy bien el par de tetas que tenía y oh casualidad, se le marcaban los pezones. Todo a mi favor. –Así que vos pensás que estoy mal cogida, no?- me dijo de un saque. –Pues bien: estoy muy mal cogida. –¿Cómo pensás arreglarlo?. Ni lo pensé: me paré, le busqué la boca y las lenguas, como si supieran, se enredaron solas. Charlamos un buen rato, y el café dio paso a un par de whiskies y nos contamos toda la vida hasta que me dice: -¿tu depto. o el mío? –El tuyo… si vamos al mío, mi jermu nos mata de un solo tiro. Ningún reproche. La tenía más que clara. Salimos caminando hasta el subte, ya eran las 19:00 hs. y el vagón estaba vacío. Apenas nos sentamos, me agarró la mano y la metió debajo de su pollera. Mi Dios… qué concha hermosa me esperaba!!! Bajamos en Miserere, hicimos dos cuadras y nos metimos en un edificio viejo, con olor a viejo y lleno de viejos. Subimos tres pisos por escalera y entramos en su depto. Luces tenues, bien amoblado, y un Led tv que nos esperaba para ver la transmisión de Playboy. Estaba loco. Esto no es lo que pensé, pensaba. –Ponete cómodo, me dice, que voy a hacer pis. Creo que fueron dos segundos desde que entró al baño y salió enfundada en un baby doll cortito, transparente, con portaligas rojo. Se acercó como se acercan los gatos, despacito, calculando cada paso y se arrodilló. Fue la primera vez en mi vida que me bajaban la bragueta con la boca. Y esa lengua húmeda y caliente, que buscaba como loca mi pija, la encontró. Y su boca la saboreó hasta el fondo. Dejé que hiciera su trabajo sin interrumpirla (demostrando que estaba más que conforme con su performance), y cuando estaba a punto de acabar, la agarré de los pelos, la obligué a pararse y le mordí las tetas. De ahí a la cama, fue todo demasiado rápido. Abrió las piernas y por primera vez, sentí mi garganta ahogarse en sus jugos. Nunca me había pasado. Ni con mi mujer en la noche de bodas. Gemió cuando le mordí el clítoris y gemió de nuevo, cuando la penetré a lo bestia. Se retorció entre las sábanas de seda hasta que quedó encima de mí. Ahora, era ella la que controlaba la situación. Y cabalgaba como la mejor amazona. No sé cuántas veces acabamos, porque era un enchastre. Mi leche y sus jugos mezclados, chorreando hasta la sábana. Temblamos juntos en el orgasmo final. Nos abrazamos y nos quedamos dormidos.
Sonó el celular: mi mujer. –¿Se puede saber dónde carajos estás? –Se quedó el subte, el centro es un quilombo, los bondis vienen hasta las manos ya Roberto no le arranca el auto. Apenas pueda subirme a un taxi voy para casa.
Así fueron los últimos tres años de mi vida.
Y de la vida de María.
Siempre, los viernes, se quedaba un subte.
Salí del depto. dándole un soberano lengüetazo en el cuello. Sospechaba que me quedaban pocas chances para seguir disfrutando de María. Tenía frente a mí un fin de semana largo para pensar, recapacitar sobre esos últimos tres años de trampa.
Al final me separé. Mi mujer se enteró (por boca de algún compañero buchón) de lo mío con María. No pude dejar de reconocer que en las fotos que me tiró sobre la mesa de la cocina, los protagonistas, éramos María y yo. Prueba irrefutable. Llanto interminable, puteadas, carajeadas varias y la amenaza con perder todo lo poco que teníamos en común.
Desde ése día, dejé de ver a María. Por lo menos, como amante casual.
Estaba al borde de los cincuenta años, divorciado, y sin un perro que me ladrara.
Pero me quedaba el recuerdo imborrable de María.
Por eso, desde ése día, una vez por semana, paso por el Cementerio de la Recoleta para llorar desconsoladamente sobre su tumba.
La tumba de María.
1 comentarios - María
no entiendo cómo me estaba perdiendo estos relatos !!!