-Está muerto-, fueron las últimas palabras que escuché… y realmente… estaba muerto.
El frío de la parca (los médicos lo llaman rigor mortis), se empezaba a sentir en mi cuerpo y, si bien sabía que era irreversible, me negaba a cerrar los ojos. Sólo porque quería saber qué era eso de la muerte. Quería verla cara a cara. Tenía unas ganas irrefrenables de gritarle en la jeta: ¡hijadeputa, me vas a llevar, pero te va a costar…! La imaginaba como un esqueleto alado, cubierta por una túnica negra, con la guadaña en la derecha huesuda y la cuenca de los ojos, inyectada en llamas.
Sentí un temblor en todo el cuerpo… se aflojaron al unísono el esfínter y la vejiga… y de repente, mis ojos, esos ojos que creían haberlo visto todo… vieron todo negro. Había desaparecido el dolor del cuerpo, aunque mis oídos seguían oyendo cómo me iba desangrando de los balazos que tenía en el pecho y de los cuales, la sangre brotaba furiosa, haciendo ruido sobre el asfalto húmedo y helado de la calle. Sabía que estaba rodeado de policías, porque las luces de los patrulleros y sus sirenas, hacían que aún siguiera consciente de todo. Y el olor a pólvora, que inundaba todo el aire alrededor. De repente, me vi flotando sobre el que hasta hace pocos minutos atrás era mi cuerpo y veía mi cara, destrozada hasta ser irreconocible y la herida en el cuello, con la sangre coagulada a su alrededor.
Recordé algo… iba recapitulando en imágenes lo que había pasado… mejor dicho: todo. Todo lo que había pasado con María, aquel día en el que decidimos engañar a nuestras parejas y nos encontramos a la salida de nuestros trabajos, vestidos formales y con caras de cansados, en pleno centro de Bs. As., saludándonos como simples desconocidos, pero sabiendo muy íntimamente, que el rato que íbamos a pasar en el hotel, sin dudas, sería irrepetible.
Dos oficinistas más, vestidos de oficinistas, con cara de oficinistas cansados de la rutina y… por qué no… de la vida misma. En realidad, estábamos cansados de la rutina, del laburo, del viaje de ida y de vuelta, de la chatura de nuestras vidas y sobre todo, de nuestros matrimonios. Porque si a la monotonía del laburo, del viaje de ida y vuelta, del centro y de la vida le sumás la del matrimonio…la pucha… es demasiado. Y el hilo, siempre, se corta por lo más delgado.
Y ese hilo, éramos María y yo. Amantes desconocidos, de distintas oficinas y con distintos horarios… pero que desde el primer día, hacíamos hasta lo imposible para, por lo menos, encontrarnos en el ascensor aunque no nos importara si subía o bajaba. El ascensor de la oficina, debo reconocerlo, fue nuestro primer telo. Me vienen a la mente las primeras veces que coincidimos en ese aparato maldito, que cada dos por tres, te dejaba atorado entre pisos y el dedo índice, que se clavaba en el botón de emergencia, haciendo más insoportable el encierro que, digamos, no duraba más de cinco minutos. Suficientes cinco minutos, en los que María, demostraba todo su arte con esos labios gruesos sobre mi sexo, arrodillada y, en alguna que otra oportunidad, llegando a ahogarse, presa del desenfreno o del miedo que produce saber que en sólo cinco minutos, todo debería volver a la normalidad. Ella, tratando de controlar la respiración y arreglándose el maquillaje para pasar desapercibida y yo, tratando de acomodarme las pilchas y poniendo cada de ¨acá no pasó nada¨. Lo que no podíamos disimular (por más que quisiéramos), era volver a mostrar nuestros rostros como si acá no hubiera pasado nada… pero ya saben: los cachetes colorados, nos delataban a grito pelado y terminaban por demostrar que ahí –en el ascensor- sí había pasado algo.
Salimos a las 18:00 hs., uno por Diagonal Norte y el otro por Corrientes, con rumbo a Libertad, donde estaba nuestro bunker sexual. Nos mezclamos entre la muchedumbre y como siempre, iba detrás de ella, como perrito faldero, a pocos metros, pero sin perderle pisada. Nos cruzamos en la plazoleta del Obelisco y ni nos miramos… pero el aroma a perra en celo y su Chanel N° 5, eran inconfundibles. Como siempre, una nueva licitación nos iba a tener trabajando hasta la medianoche, ya que al día siguiente, ella viajaría al interior a presentarla y –vos sabés, gorda… si hacemos todo bien y ganamos la oferta, me aumentan el sueldo…nos vamos a Brasil, cambiamos el auto y bien vale la pena un sacrificio por la empresa, no?- (el típico verso de todos los meses, las típicas promesas jamás cumplidas, y lo más típico de todo es que la empresa jamás ganaba una puta licitación, por lo cual las promesas, jamás se cumplían).
Raro: mi esposa jamás preguntó por qué no ganábamos las licitaciones.
Apuré el paso, cortando por Cerrito hasta Paraguay y cuando llegué al hotel, el conserje (entongado conmigo), me entrega la llave de la habitación sin decir ni una sola palabra. Me tiré en el ascensor (y María no estaba ahí como para volver a repetir su hazaña bucal de la oficina) y en menos de 10 segundos, la puerta se abría, dejándome justo frente a la habitación. El llamado a Maurice (el conserje) había tenido el mismo resultado perfecto de las veces anteriores: las luces tenues encendidas, el balde con champagne en la cómoda, las velas alrededor de la bañera encendidas y un aroma a jardín del edén que te la voglio dire.
Impecable.
Dejé el portafolio con la notebook en un sillón de la habitación, me aflojé la corbata y tuve la necesidad de ir al baño. A lavarme la cara y mojarme con agua fría las muñecas. No sé por qué, pero esa tarde estaba nervioso. Más nervioso que la primera vez que con María nos amamos en esta misma habitación, creo que hace tres años atrás. Aquella vez, me había clavado una pastillita azul masticable dos horas antes, porque no quería quedar mal con ella, aunque debo reconocer que a mis cincuenta años, el uso de esa pastillita es más que necesario. Necesarísimo, diría como consejo a todo aquel que quisiera disfrutar de ese cuerpo exquisito. Jamás, juro, le pregunté si hacía fierros o algún tipo de bodybuilding porque tenía los músculos bien marcados, sin llegar a ser exageradamente una patovica. Lo que más me impresionaba eran su cuello fibroso y esa mandíbula dura, cuadrada, firme. Más firme que su culo.
Pasaron diez minutos y escuché que se abría la puerta del ascensor. Calculé el tiempo y abrí de golpe la puerta de la habitación. Para qué. Se me tiró encima y para no caer al piso, agarrándola de la cintura (como haciendo un tackle), dimos media vuelta en el aire y nos zambullimos sobre la cama… la misma cama que nos acariciaba en nuestras tardes/noches ¨laborales¨. No hizo falta que nos desnudáramos porque mientras le arrancaba la bombacha con los dientes, ella, no sé cómo, me bajaba los pantalones sin sacarme el cinturón y metiendo la mano debajo del boxer, desesperada, abría su boca y empezaba su habitual tarea del ascensor de la oficina. Busqué sus labios y noté que ya estaba mojada… empapada, sería mejor decir. Ronroneó como un gatito cuando le metí un dedo y gritó… como un animal salvaje. -Cómo sabés que eso me gusta, guachito, pero más me gusta esto que tengo en la bocaaaagghh- dijo en un momento y la pija se me paró más todavía. Nos desnudamos sin dejar se chuparnos las lenguas que a esta altura del partido eran como víboras enroscándose violentamente. Nos metimos en la bañera y el agua hirviendo no nos quemaba, nosotros estábamos más calientes que ella. Me acosté cuan largo soy y ella se sentó sobre mi cara, refregándome esa concha depilada y abierta, con esos labios jugosos que buscaban abrirse paso hacia mi lengua. Y la chupé como nunca, no sé de dónde me salía tanta saliva o si era ella, lubricándose constantemente, en muestra de agradecimiento. Empezó a temblar, se le erizaron los pezones y se puso en cuatro, debajo de la ducha, rogándome que no la amara como antes, sino que la cogiera como un animal. -¡Rompeme el culo de una buena vez, hijodeputa!- me gritaba fuera de control y si bien estaba confiado, tranquilo y seguro de mi performance (gracias a la farmacia del barrio), sabía que apenas se la introdujera, acabaría como un caballo.
Y así fue.
Por ser la primera vez que le hacía el orto, juro por mis hijos que no gritó. Ni de dolor, ni de placer. Fue todo muy rápido… lamentablemente, demasiado rápido.
Me puse a llorar desconsoladamente, como un chico. Se me caían los mocos y trataba de taparme la cara con las manos arrugadas para que no me viera así, destruido y acabado como un hombre incapaz de satisfacer a una mujer. Se lavó la leche que le salía del culo, no dijo ni una palabra, se terminó de duchar y salió del baño, apenas mojada, para meterse directamente en la cama. –Ahora vamos a descansar un ratito, te vas a tranquilizar y no tengas vergüenza, a todos los hombres les pasa la primera vez que hacen un culo-, dijo de un saque, sin repetir y sin soplar. Me abrazó y empezó a pasarme las uñas por el cuello, los hombros y la espalda, mientras me metía la lengua en la oreja. Dormí. Creo que eran las 22:00 hs. cuando me desperté y noté la cama vacía. Raro, verdad?. Escuché su voz cantando bajito desde el baño y me tranquilicé. Traté de levantarme, pero noté que no podía moverme: me había atado con sus medias al cabezal de la cama.
-¡Loca de mierda… qué hacés?, desatame ya!!!- le grité y respondió: -nada de gritos ni insultos, chiquito mío, todo cambia si lo pedís con educación- y noté que se apagaba la luz del baño y se abría la puerta.
La persiana de la ventana que daba a la calle estaba abierta, y entre las cortinas pude divisar la luna, que estaba magnífica y en todo su esplendor, digna de una postal de enamorados.
La mano que salió del baño apagó las luces de la habitación y juro que lo que ví, me hizo saltar el corazón dentro del pecho: no era María, o por lo menos, no era la María que había estado cogiendo conmigo tantos años y especialmente hoy a la tarde.
Puedo llegar a decir, sin temor a equivocarme, que lo que vieron estos ojos era más parecido a un perro grande, con rasgos de humano. –¡Qué carajos pasa acá, la concha de la lora! ¡Qué es esto!!! María, por favor, dejate de joder y sacá a este perro de mierda de acá adentro!- le ordené. –Soy yo, papito mío, soy yo… tranquilo… lo que pasa es que jamás nos habíamos encamado en luna llena... ves? Y nunca se puede decir que todo está bien, porque esta noche, todo está mal. En especial con vos- De un salto, cayó sobre mi cuerpo y entre la oscuridad, pude ver esa mandíbula que me había llamado la atención, más de cerca. Traté de zafar de las ataduras pero un zarpazo certero, en medio de la jeta me dejó knock out. Sentí dolor y traté de gritar, pero no salía un solo sonido de mi garganta, creo que por el mordiscón que me había pegado y dejaba la tráquea al descubierto, habiendo arrancado gran parte de mi cuello. No sé cómo hice, pero me desaté al tiempo que le pegaba una patada en la zona baja y mientras ella aullaba, salté hacia la puerta, desnudo y ensangrentado como estaba, para correr por la escalera, bajando los escalones de dos en dos, tratando de parar la hemorragia. Sentía su aliento detrás de mí, y esquivaba sus zarpazos hasta que tropecé y caí rodando…
Ya estaba en el lobby, ¡alguien tendría que ayudarme!
Imaginate la escena, típica de película de terror de Hollywood: yo desnudo y ensangrentado y ella, ahora en dos patas, aullando como un lobo.
Pasaron segundos (porque los minutos son interminables) y el lobby estaba vacío. Se escuchaba el uluar de los patrulleros policiales y de repente, la puerta de blindex de la entrada que estalla en pedazos. Entran cinco policías a los gritos, pidiendo documentos y ordenando ¨todos contra la pared¨ y María (o lo que yo creía que era María), que se abalanza contra uno de ellos y lo parte al medio con sus garras. Corro hasta la puerta, confiado en llegar hasta la calle y cuando escucho la balacera, miro sobre el hombro y veo cómo acribillan a ¨eso¨. Un cana me grita -¡alto!, y no lo escucho porque no quiero escucharlo y sigo corriendo, ya en la seguridad de la calle.
Más tiros.
-Está muerto-, fueron las últimas palabras que escuché… y realmente… estaba muerto.
El frío de la parca (los médicos lo llaman rigor mortis), se empezaba a sentir en mi cuerpo y, si bien sabía que era irreversible, me negaba a cerrar los ojos. Sólo porque quería saber qué era eso de la muerte. Quería verla cara a cara. Tenía unas ganas irrefrenables de gritarle en la jeta: ¡hijadeputa, me vas a llevar, pero te va a costar…! La imaginaba como un esqueleto alado, cubierta por una túnica negra, con la guadaña en la derecha huesuda y la cuenca de los ojos, inyectada en llamas.
Sentí un temblor en todo el cuerpo… se aflojaron al unísono el esfínter y la vejiga… y de repente, mis ojos, esos ojos que creían haberlo visto todo… vieron todo negro. Había desaparecido el dolor del cuerpo, aunque mis oídos seguían oyendo cómo me iba desangrando de los balazos que tenía en el pecho y de los cuales, la sangre brotaba furiosa, haciendo ruido sobre el asfalto húmedo y helado de la calle. Sabía que estaba rodeado de policías, porque las luces de los patrulleros y sus sirenas, hacían que aún siguiera consciente de todo. Y el olor a pólvora, que inundaba todo el aire alrededor. De repente, me vi flotando sobre el que hasta hace pocos minutos atrás era mi cuerpo y veía mi cara, destrozada hasta ser irreconocible y la herida en el cuello, con la sangre coagulada a su alrededor.
Recordé algo… iba recapitulando en imágenes lo que había pasado… mejor dicho: todo. Todo lo que había pasado con María, aquel día en el que decidimos engañar a nuestras parejas y nos encontramos a la salida de nuestros trabajos, vestidos formales y con caras de cansados, en pleno centro de Bs. As., saludándonos como simples desconocidos, pero sabiendo muy íntimamente, que el rato que íbamos a pasar en el hotel, sin dudas, sería irrepetible.
Dos oficinistas más, vestidos de oficinistas, con cara de oficinistas cansados de la rutina y… por qué no… de la vida misma. En realidad, estábamos cansados de la rutina, del laburo, del viaje de ida y de vuelta, de la chatura de nuestras vidas y sobre todo, de nuestros matrimonios. Porque si a la monotonía del laburo, del viaje de ida y vuelta, del centro y de la vida le sumás la del matrimonio…la pucha… es demasiado. Y el hilo, siempre, se corta por lo más delgado.
Y ese hilo, éramos María y yo. Amantes desconocidos, de distintas oficinas y con distintos horarios… pero que desde el primer día, hacíamos hasta lo imposible para, por lo menos, encontrarnos en el ascensor aunque no nos importara si subía o bajaba. El ascensor de la oficina, debo reconocerlo, fue nuestro primer telo. Me vienen a la mente las primeras veces que coincidimos en ese aparato maldito, que cada dos por tres, te dejaba atorado entre pisos y el dedo índice, que se clavaba en el botón de emergencia, haciendo más insoportable el encierro que, digamos, no duraba más de cinco minutos. Suficientes cinco minutos, en los que María, demostraba todo su arte con esos labios gruesos sobre mi sexo, arrodillada y, en alguna que otra oportunidad, llegando a ahogarse, presa del desenfreno o del miedo que produce saber que en sólo cinco minutos, todo debería volver a la normalidad. Ella, tratando de controlar la respiración y arreglándose el maquillaje para pasar desapercibida y yo, tratando de acomodarme las pilchas y poniendo cada de ¨acá no pasó nada¨. Lo que no podíamos disimular (por más que quisiéramos), era volver a mostrar nuestros rostros como si acá no hubiera pasado nada… pero ya saben: los cachetes colorados, nos delataban a grito pelado y terminaban por demostrar que ahí –en el ascensor- sí había pasado algo.
Salimos a las 18:00 hs., uno por Diagonal Norte y el otro por Corrientes, con rumbo a Libertad, donde estaba nuestro bunker sexual. Nos mezclamos entre la muchedumbre y como siempre, iba detrás de ella, como perrito faldero, a pocos metros, pero sin perderle pisada. Nos cruzamos en la plazoleta del Obelisco y ni nos miramos… pero el aroma a perra en celo y su Chanel N° 5, eran inconfundibles. Como siempre, una nueva licitación nos iba a tener trabajando hasta la medianoche, ya que al día siguiente, ella viajaría al interior a presentarla y –vos sabés, gorda… si hacemos todo bien y ganamos la oferta, me aumentan el sueldo…nos vamos a Brasil, cambiamos el auto y bien vale la pena un sacrificio por la empresa, no?- (el típico verso de todos los meses, las típicas promesas jamás cumplidas, y lo más típico de todo es que la empresa jamás ganaba una puta licitación, por lo cual las promesas, jamás se cumplían).
Raro: mi esposa jamás preguntó por qué no ganábamos las licitaciones.
Apuré el paso, cortando por Cerrito hasta Paraguay y cuando llegué al hotel, el conserje (entongado conmigo), me entrega la llave de la habitación sin decir ni una sola palabra. Me tiré en el ascensor (y María no estaba ahí como para volver a repetir su hazaña bucal de la oficina) y en menos de 10 segundos, la puerta se abría, dejándome justo frente a la habitación. El llamado a Maurice (el conserje) había tenido el mismo resultado perfecto de las veces anteriores: las luces tenues encendidas, el balde con champagne en la cómoda, las velas alrededor de la bañera encendidas y un aroma a jardín del edén que te la voglio dire.
Impecable.
Dejé el portafolio con la notebook en un sillón de la habitación, me aflojé la corbata y tuve la necesidad de ir al baño. A lavarme la cara y mojarme con agua fría las muñecas. No sé por qué, pero esa tarde estaba nervioso. Más nervioso que la primera vez que con María nos amamos en esta misma habitación, creo que hace tres años atrás. Aquella vez, me había clavado una pastillita azul masticable dos horas antes, porque no quería quedar mal con ella, aunque debo reconocer que a mis cincuenta años, el uso de esa pastillita es más que necesario. Necesarísimo, diría como consejo a todo aquel que quisiera disfrutar de ese cuerpo exquisito. Jamás, juro, le pregunté si hacía fierros o algún tipo de bodybuilding porque tenía los músculos bien marcados, sin llegar a ser exageradamente una patovica. Lo que más me impresionaba eran su cuello fibroso y esa mandíbula dura, cuadrada, firme. Más firme que su culo.
Pasaron diez minutos y escuché que se abría la puerta del ascensor. Calculé el tiempo y abrí de golpe la puerta de la habitación. Para qué. Se me tiró encima y para no caer al piso, agarrándola de la cintura (como haciendo un tackle), dimos media vuelta en el aire y nos zambullimos sobre la cama… la misma cama que nos acariciaba en nuestras tardes/noches ¨laborales¨. No hizo falta que nos desnudáramos porque mientras le arrancaba la bombacha con los dientes, ella, no sé cómo, me bajaba los pantalones sin sacarme el cinturón y metiendo la mano debajo del boxer, desesperada, abría su boca y empezaba su habitual tarea del ascensor de la oficina. Busqué sus labios y noté que ya estaba mojada… empapada, sería mejor decir. Ronroneó como un gatito cuando le metí un dedo y gritó… como un animal salvaje. -Cómo sabés que eso me gusta, guachito, pero más me gusta esto que tengo en la bocaaaagghh- dijo en un momento y la pija se me paró más todavía. Nos desnudamos sin dejar se chuparnos las lenguas que a esta altura del partido eran como víboras enroscándose violentamente. Nos metimos en la bañera y el agua hirviendo no nos quemaba, nosotros estábamos más calientes que ella. Me acosté cuan largo soy y ella se sentó sobre mi cara, refregándome esa concha depilada y abierta, con esos labios jugosos que buscaban abrirse paso hacia mi lengua. Y la chupé como nunca, no sé de dónde me salía tanta saliva o si era ella, lubricándose constantemente, en muestra de agradecimiento. Empezó a temblar, se le erizaron los pezones y se puso en cuatro, debajo de la ducha, rogándome que no la amara como antes, sino que la cogiera como un animal. -¡Rompeme el culo de una buena vez, hijodeputa!- me gritaba fuera de control y si bien estaba confiado, tranquilo y seguro de mi performance (gracias a la farmacia del barrio), sabía que apenas se la introdujera, acabaría como un caballo.
Y así fue.
Por ser la primera vez que le hacía el orto, juro por mis hijos que no gritó. Ni de dolor, ni de placer. Fue todo muy rápido… lamentablemente, demasiado rápido.
Me puse a llorar desconsoladamente, como un chico. Se me caían los mocos y trataba de taparme la cara con las manos arrugadas para que no me viera así, destruido y acabado como un hombre incapaz de satisfacer a una mujer. Se lavó la leche que le salía del culo, no dijo ni una palabra, se terminó de duchar y salió del baño, apenas mojada, para meterse directamente en la cama. –Ahora vamos a descansar un ratito, te vas a tranquilizar y no tengas vergüenza, a todos los hombres les pasa la primera vez que hacen un culo-, dijo de un saque, sin repetir y sin soplar. Me abrazó y empezó a pasarme las uñas por el cuello, los hombros y la espalda, mientras me metía la lengua en la oreja. Dormí. Creo que eran las 22:00 hs. cuando me desperté y noté la cama vacía. Raro, verdad?. Escuché su voz cantando bajito desde el baño y me tranquilicé. Traté de levantarme, pero noté que no podía moverme: me había atado con sus medias al cabezal de la cama.
-¡Loca de mierda… qué hacés?, desatame ya!!!- le grité y respondió: -nada de gritos ni insultos, chiquito mío, todo cambia si lo pedís con educación- y noté que se apagaba la luz del baño y se abría la puerta.
La persiana de la ventana que daba a la calle estaba abierta, y entre las cortinas pude divisar la luna, que estaba magnífica y en todo su esplendor, digna de una postal de enamorados.
La mano que salió del baño apagó las luces de la habitación y juro que lo que ví, me hizo saltar el corazón dentro del pecho: no era María, o por lo menos, no era la María que había estado cogiendo conmigo tantos años y especialmente hoy a la tarde.
Puedo llegar a decir, sin temor a equivocarme, que lo que vieron estos ojos era más parecido a un perro grande, con rasgos de humano. –¡Qué carajos pasa acá, la concha de la lora! ¡Qué es esto!!! María, por favor, dejate de joder y sacá a este perro de mierda de acá adentro!- le ordené. –Soy yo, papito mío, soy yo… tranquilo… lo que pasa es que jamás nos habíamos encamado en luna llena... ves? Y nunca se puede decir que todo está bien, porque esta noche, todo está mal. En especial con vos- De un salto, cayó sobre mi cuerpo y entre la oscuridad, pude ver esa mandíbula que me había llamado la atención, más de cerca. Traté de zafar de las ataduras pero un zarpazo certero, en medio de la jeta me dejó knock out. Sentí dolor y traté de gritar, pero no salía un solo sonido de mi garganta, creo que por el mordiscón que me había pegado y dejaba la tráquea al descubierto, habiendo arrancado gran parte de mi cuello. No sé cómo hice, pero me desaté al tiempo que le pegaba una patada en la zona baja y mientras ella aullaba, salté hacia la puerta, desnudo y ensangrentado como estaba, para correr por la escalera, bajando los escalones de dos en dos, tratando de parar la hemorragia. Sentía su aliento detrás de mí, y esquivaba sus zarpazos hasta que tropecé y caí rodando…
Ya estaba en el lobby, ¡alguien tendría que ayudarme!
Imaginate la escena, típica de película de terror de Hollywood: yo desnudo y ensangrentado y ella, ahora en dos patas, aullando como un lobo.
Pasaron segundos (porque los minutos son interminables) y el lobby estaba vacío. Se escuchaba el uluar de los patrulleros policiales y de repente, la puerta de blindex de la entrada que estalla en pedazos. Entran cinco policías a los gritos, pidiendo documentos y ordenando ¨todos contra la pared¨ y María (o lo que yo creía que era María), que se abalanza contra uno de ellos y lo parte al medio con sus garras. Corro hasta la puerta, confiado en llegar hasta la calle y cuando escucho la balacera, miro sobre el hombro y veo cómo acribillan a ¨eso¨. Un cana me grita -¡alto!, y no lo escucho porque no quiero escucharlo y sigo corriendo, ya en la seguridad de la calle.
Más tiros.
-Está muerto-, fueron las últimas palabras que escuché… y realmente… estaba muerto.
2 comentarios - Está muerto
🙌 excelente 🙌