Imaginate que estás frente a una hoja en blanco. En la Remington (qué antigüedad) o en la notebook. Imaginate la misma hoja en blanco en una Kindle, y vos del otro lado, asombrado por la blancura que está expectante, esperando que uno sólo de tus dedos, se pose sobre su teclado. El desafío de la hoja en blanco, es el desafío de todo escritor, periodista o quien quisiera sentarse a escribir alguna idea (coherente o no) sobre ese mísero pedazo de papel. Y es muy difícil (por no decir imposible), intentar romper la monotonía del espacio en blanco con alguna idea. Sobre todo porque uno que ha leído utopías e ucronías… y después de esto, realmente es más que difícil sentarse a escribir algo más o menos coherente.
Volvés a mirar… y la página sigue ahí.
Estática.
Y en blanco.
Mirás de nuevo (relojeás el tiempo pasado) y la cosa sigue igual.
02:30 am y ninguna idea. Salvo la idea te beber algo.
En blanco.
Y estática.
Encendés el cigarrillo número mil (y notás que el cenicero está rebalsado de colillas), te desesperás, porque te creés escritor y esta noche… justo esta noche… no te sale una sola idea de ese cerebro pensador y cuestionador. Mirás el cesto de basura (a esta hora de la madrugada, es un camión de basura en sí) y calculás mentalmente la cantidad de hojas a medio escribir que tiraste adentro. Revolvés todos los papeles, rescatás ideas, simples líneas a las que trataste de darles forma y terminaron quedando así: simples líneas de pensamiento inconexas.
El bourbon que tenías guardado para festejar la edición de tu libro es historia.
Sólo queda la botella vacía, en un costado del escritorio, como fiel testigo de tu esfuerzo de escritor frustrado. A la caja de fósforos (porque tenés guardado el encendedor que te regaló María), le pasa exactamente lo mismo. Y al mirarlo, vuelven a tus neuronas, en un segundo, la imagen de los pezones de María. Rosados. Duros como piedras, pese al paso de sus 41 años y el aroma que sale de su vello púbico colorado (porque María es pelirroja)… ese aroma a fruta fresca que pide desesperadamente que vuelvas a acariciar con tu lengua el clítoris que te está llamando a gritos.
Como la hoja en blanco.
Esa puta hoja en blanco.
Pero debo aclarar, nobleza obliga, que María no era una puta.
No no no… nada que ver.
María era una lady, una dama con todas las letras. Flaca pero con curvas más que apreciables. Pelirroja (creo que lo dije antes). Blanca de blancura casi enfermiza. Sensual. Fina. Delicada. 100% mujer. Y ese pelo rojizo enrulado que le llegaba a la cintura. Por Dios… no sabés lo que era recién salida de la ducha, con el pelo mojado y en bolas…. Se tiraba en la cama y me decía… -vamos a jugar un ratito…Y ese ratito, terminó siendo fines de semana encamados las 24 hs., feriados en los que ¨iba a laburar por orden del gerente¨, costándome un divorcio que se llevó un auto, medio departamento y unos cuantos años de nada matrimonial.
María, la más mía, la lejana… canta el tango… Era extraño, pero los ojos de María eran así… lejanos, sin vida…, sin expresión y negros de negrura total. Grandes, pero inexpresivos. Es más, por más que los maquillara, seguían siendo insulsos.
Había cosas de María que me llamaban la atención: su blancura, su pelo, su piel sin estrías (pese a sus 41 años), las uñas largas y filosas y la piel. Tenía como granitos en toda la piel de su cuerpo… diminutos, casi imperceptibles… pero se notaban. Otra cosa que se notaba era lo cargosa que era María con mi cuello. Decía que la calentaba, que le erizaba la piel, que los pezones se le ponían duros y que se le mojaba la entrepierna cuando me besaba justo detrás de la oreja… que le daban ganas de morderlo (y muchas veces volví a casa tapándome el mordiscón con la mano, simulando un dolor terrible de cervicales).
Esas cosas me llamaban la atención de María. Pero más me llamaba la atención la fuerza que ponía cada vez que nos acostábamos a disfrutarnos mutuamente. Me arañaba la espalda, me tiraba del pelo y puedo decir sin temor a equivocarme que ella era la que me hacía el amor. Y me lo hacía de prepo. Más que hacerme el amor, sentía que era violado. Llegó un momento en que le tuve que pedirle por favor que se quedara quieta, que se calmara, y por sobre todo, que me tuviera clemencia. Pero no. No entendía razones. Es más, una noche de alcohol, porros y sexo sin control, le terminé dando una trompada en el medio de la jeta para ver si así, me entendía.
Para qué. Acabó litros de jugos vaginales sobre mí, gritando como si la hubieran degollado y mordiéndome el cuello descontroladamente. Cerré los ojos, porque esperaba un sopapo de aquellos… pero noté que temblaba… todo su cuerpo temblaba. Sentí que tiritaba. ¿Los pezones?: duros como piedras. El clítoris era más grande que mi humilde hombría.
Creo que me desmayé o me dormí. Fue un orgasmo tan intenso que debo haber estado al borde de un infarto.
Cuando recobré el sentido (después del pedo y la droga), noté que la cama estaba vacía. La busqué. Juro que la busqué por toda la casa y hasta por el patio.
Y no estaba.
Revisé todos los rincones de la casa y nada… Fui hasta el sótano de la vieja casona victoriana del Bajo Belgrano y la encontré…
Mirándome con esos ojazos negros que brillaban en medio de la oscuridad del sótano, sentada y riéndose a carcajadas… felíz… y noté que su cara tenía ahora expresión: María estaba felíz (como Riquelme). Y se notaba. Me acerqué con la intención de pedirle disculpas por la trompada y algo me llamó la atención: no tenía puesto el portaligas blanco que usaba habitualmente.
Miré con más curiosidad en medio de la oscuridad y ví que vestía una túnica blanca inmaculada que dejaba traslucir su figura perfecta. Volví a mirar más fijamente y pude distinguir la forma en la que estaba sentada… y distinguí un ataúd revestido con seda roja, como el pelo de María.
Ahí comprendí todo.
La falta de ideas ante la hoja en blanco… la taciturnidad… y sobre todo, por qué, cuando me quería afeitar, no me veía en el espejo.
Volvés a mirar… y la página sigue ahí.
Estática.
Y en blanco.
Mirás de nuevo (relojeás el tiempo pasado) y la cosa sigue igual.
02:30 am y ninguna idea. Salvo la idea te beber algo.
En blanco.
Y estática.
Encendés el cigarrillo número mil (y notás que el cenicero está rebalsado de colillas), te desesperás, porque te creés escritor y esta noche… justo esta noche… no te sale una sola idea de ese cerebro pensador y cuestionador. Mirás el cesto de basura (a esta hora de la madrugada, es un camión de basura en sí) y calculás mentalmente la cantidad de hojas a medio escribir que tiraste adentro. Revolvés todos los papeles, rescatás ideas, simples líneas a las que trataste de darles forma y terminaron quedando así: simples líneas de pensamiento inconexas.
El bourbon que tenías guardado para festejar la edición de tu libro es historia.
Sólo queda la botella vacía, en un costado del escritorio, como fiel testigo de tu esfuerzo de escritor frustrado. A la caja de fósforos (porque tenés guardado el encendedor que te regaló María), le pasa exactamente lo mismo. Y al mirarlo, vuelven a tus neuronas, en un segundo, la imagen de los pezones de María. Rosados. Duros como piedras, pese al paso de sus 41 años y el aroma que sale de su vello púbico colorado (porque María es pelirroja)… ese aroma a fruta fresca que pide desesperadamente que vuelvas a acariciar con tu lengua el clítoris que te está llamando a gritos.
Como la hoja en blanco.
Esa puta hoja en blanco.
Pero debo aclarar, nobleza obliga, que María no era una puta.
No no no… nada que ver.
María era una lady, una dama con todas las letras. Flaca pero con curvas más que apreciables. Pelirroja (creo que lo dije antes). Blanca de blancura casi enfermiza. Sensual. Fina. Delicada. 100% mujer. Y ese pelo rojizo enrulado que le llegaba a la cintura. Por Dios… no sabés lo que era recién salida de la ducha, con el pelo mojado y en bolas…. Se tiraba en la cama y me decía… -vamos a jugar un ratito…Y ese ratito, terminó siendo fines de semana encamados las 24 hs., feriados en los que ¨iba a laburar por orden del gerente¨, costándome un divorcio que se llevó un auto, medio departamento y unos cuantos años de nada matrimonial.
María, la más mía, la lejana… canta el tango… Era extraño, pero los ojos de María eran así… lejanos, sin vida…, sin expresión y negros de negrura total. Grandes, pero inexpresivos. Es más, por más que los maquillara, seguían siendo insulsos.
Había cosas de María que me llamaban la atención: su blancura, su pelo, su piel sin estrías (pese a sus 41 años), las uñas largas y filosas y la piel. Tenía como granitos en toda la piel de su cuerpo… diminutos, casi imperceptibles… pero se notaban. Otra cosa que se notaba era lo cargosa que era María con mi cuello. Decía que la calentaba, que le erizaba la piel, que los pezones se le ponían duros y que se le mojaba la entrepierna cuando me besaba justo detrás de la oreja… que le daban ganas de morderlo (y muchas veces volví a casa tapándome el mordiscón con la mano, simulando un dolor terrible de cervicales).
Esas cosas me llamaban la atención de María. Pero más me llamaba la atención la fuerza que ponía cada vez que nos acostábamos a disfrutarnos mutuamente. Me arañaba la espalda, me tiraba del pelo y puedo decir sin temor a equivocarme que ella era la que me hacía el amor. Y me lo hacía de prepo. Más que hacerme el amor, sentía que era violado. Llegó un momento en que le tuve que pedirle por favor que se quedara quieta, que se calmara, y por sobre todo, que me tuviera clemencia. Pero no. No entendía razones. Es más, una noche de alcohol, porros y sexo sin control, le terminé dando una trompada en el medio de la jeta para ver si así, me entendía.
Para qué. Acabó litros de jugos vaginales sobre mí, gritando como si la hubieran degollado y mordiéndome el cuello descontroladamente. Cerré los ojos, porque esperaba un sopapo de aquellos… pero noté que temblaba… todo su cuerpo temblaba. Sentí que tiritaba. ¿Los pezones?: duros como piedras. El clítoris era más grande que mi humilde hombría.
Creo que me desmayé o me dormí. Fue un orgasmo tan intenso que debo haber estado al borde de un infarto.
Cuando recobré el sentido (después del pedo y la droga), noté que la cama estaba vacía. La busqué. Juro que la busqué por toda la casa y hasta por el patio.
Y no estaba.
Revisé todos los rincones de la casa y nada… Fui hasta el sótano de la vieja casona victoriana del Bajo Belgrano y la encontré…
Mirándome con esos ojazos negros que brillaban en medio de la oscuridad del sótano, sentada y riéndose a carcajadas… felíz… y noté que su cara tenía ahora expresión: María estaba felíz (como Riquelme). Y se notaba. Me acerqué con la intención de pedirle disculpas por la trompada y algo me llamó la atención: no tenía puesto el portaligas blanco que usaba habitualmente.
Miré con más curiosidad en medio de la oscuridad y ví que vestía una túnica blanca inmaculada que dejaba traslucir su figura perfecta. Volví a mirar más fijamente y pude distinguir la forma en la que estaba sentada… y distinguí un ataúd revestido con seda roja, como el pelo de María.
Ahí comprendí todo.
La falta de ideas ante la hoja en blanco… la taciturnidad… y sobre todo, por qué, cuando me quería afeitar, no me veía en el espejo.
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