Después de lo ocurrido en el viaje a Paraná no tuve contacto con Irma por un tiempo. No me extrañó. Lo sucedido había sido suficientemente fuerte como para suponer que ella estaría llena de remordimiento, implorando que yo cumpliese con mí silencio prometido, temerosa de que la persiguiera más allá de lo prudente y que el asunto se supiera. Tal vez negándose a sí misma sus ganas de repetirlo.
Pero la situación no podía ser eterna. Irma no podía, tan sencillamente, dejar de lado las amistades de toda la vida y cambiar sus conductas sin llamar la atención. Yo sabía que volveríamos a vernos y también sabía que volvería a poseerla. Solo era cuestión de tener paciencia.
La oportunidad llegó quince días después. Mis padres darían una gran fiesta en casa para celebrar su aniversario de bodas. Mi madre había planeado todos los detalles con lujo pues quería que la ocasión fuese inolvidable.
Debo decir que la casa es muy grande. Tiene tres plantas y un subsuelo abierto, que posee todas las comodidades de un quincho. Amplia parrilla, cocina, balcón a la barranca del río y todo decorado con madera, mas estilo country. Generalmente mi madre lo usaba para reuniones más informales.
El primer piso era un amplio salón, decorado con el estilo recargado de nuevo rico bien acorde a mis padres. Había una recepción de entrada; sillones finamente tapizados; una barra de bebidas y más allá una mesa que solo se usaba cuando venían invitados importantes. La casa tenía un ascensor que llevaba a los pisos superiores, donde estaban las habitaciones privadas.
Para ser tres en la casa, siempre me pregunté porque había previsto mi padre 6 habitaciones en suite, tres en cada piso. La mía, estaba solitaria en la tercera planta, apartada de la de mis padres que estaba en el segundo piso.
Había más cosas, como dependencias de servicio, cocheras y una bodega, pero, a los efectos del relato no me detendré en esos detalles.
Debo decir que llegué algo tarde a la fiesta. La idea de estar ahí como objeto decorativo, deambulando entre los invitados de mis padres no me causaba mucho placer. Así fue que llegué cuando ya casi todos estaban ahí.
Antes de mostrarme, me revisé por última vez en el espejo. Vestía un smoking con moño que tenía desde hacía un par de años y nunca había podido usar. No me quedaba mal.
Ya entre los invitados comencé a saludar a los presentes, cuestión que entre una y otra cosa me demoró cerca de una hora. Mientras lo hacía, pude observar que Manuel e Irma charlaban con mis padres en un sector del salón mientras bebían unas copas de vino.
Me acerqué a saludarlos. Manuel me estrechó en un abrazo con alegría, sin siquiera sospechar que era yo quien me había cepillado a su preciosa esposa. Irma me clavó los ojos de una forma que sólo yo pude detectar. Me enviaba el mensaje de que teníamos un secreto.
Estaba preciosa. Lucía un vestido negro, con falda a la rodilla, medias negras y por supuesto, otro modelo de mis adorados zapatos clásicos de tacón aguja. El tajo lateral de su vestido dejaba soñar con esas maravillosas piernas que yo había acariciado y cuyo recuerdo endurecía una vez más mi verga.
Noté que Manuel contrastaba con la juventud de su esposa. Parecía no diez sino veinte años mayor. Pensé que era el típico hombre que se deja llevar por el stress de los negocios al punto de sacrificar su vida y su salud.
Saludé a Irma con dos besos como si nada e intercambie los saludos protocolares de ocasión. Hecho esto me retiré a otro sector a gozar de la fiesta.
Y vaya fiesta. El vino, el whisky y el champagne corrían como ríos y el ritmo alegre no parecía querer disminuir. Sin embargo, no hubo una sola oportunidad de acercarme a Irma o viceversa. Manuel no la dejaba sola.
Y como tenía que ocurrir, me aburrí un poco. No podía irme, no de esa fiesta tan importante, así que silenciosamente, sin llamar la atención, con un par de botellas de champagne me retiré a mi cuarto a ver alguna película en la televisión.
Aflojé mi corbata, me quité el saco y me instalé cómodamente en el sillón de mi pieza. Siempre me gustó ese lugar, mi lugar. Era casi un departamento independiente, espacioso, alfombrado. Tenía una cama de dos plazas sólo para mí, un escritorio, algunos libros, la TV, en fin, podía aislarme cuando quería.
A eso de las 4 am la fiesta seguía. Me asomé al balcón interno de la planta alta, desde dónde podía ver el salón. El alcohol hacía su efecto en algunos hombres que se habían sentado y charlaban animadamente. Algunas mujeres caminaban con paso vacilante. En fin, que se divirtieran.
Busqué a Irma entre los presentes. Manuel estaba en la mesa de hombres, pero ella estaba junto a la barra, charlando con otras mujeres. Que belleza era. Mirarla me hizo recordar los momentos vividos en Paraná y mi verga se tensó inmediatamente. Estaba vestida como la putita adúltera que era. Una zorrita. Sus piernas definitivamente me enloquecían.
De pronto la vi alzar su vista y sus ojos se clavaron en los míos. Yo saludé con un leve movimiento de cabeza, pero ella no lo contestó y siguió con su charla. En fin, tal vez no quería llamar la atención o tal vez no quería saber nada conmigo.
Regresé a mi cuarto y volví a la película que había dejado en suspenso. Cinco minutos después la puerta de la pieza se abrió. Era Irma.
Prácticamente me abalancé sobre ella y comencé a besarla. La muy perra habría simulado ir al baño, aprovechando el descuido de su esposo, para buscar en mi habitación su ración de pija.
Mis manos empezaron a magrearle el culo. Levanté su pierna y busqué su braga. La putita tenía un hilo dental minúsculo que le quité de rodillas, aprovechando para pasar mis manos por sobre sus piernas enfundadas en medias negras y para besarlas.
Contra la puerta de la habitación, liberé mi verga y la clavé sin dudar levantando su falda. Estaba enloquecido por bombearla. Ella chupaba mi oreja, me pedía más y más al oído. No tardé en llenarla de semen y ella me acompañó con un ahogado grito de placer.
No teníamos más tiempo. La besé un poco más y ella me separó. “Debo volver” me dijo. Intentó agacharse para recuperar su braga, pero fui más rápido. “Te vas sin ella, la guardaré de recuerdo”. Ella palideció. Manuel podía darse cuenta. No me importó. La idea de que regresara con mi semen deslizándose por su pierna delante de todos me ponía a cien.
De nada cabía discutir, me beso nuevamente y salió en silencio por dónde había venido.
Después de esa oportunidad empezamos a follar con continuidad. Ella aprovechaba las frecuentes ausencias de su marido para encontrarnos. Nos volvíamos cada vez más osados. En los juegos de cartas que mi madre organizaba los jueves por la tarde habíamos convenido una hora en que la esperaba en el baño. Ella pedía permiso para retirarse y así gozábamos de cinco minutos cogiendo en el retrete. Me divertía mucho ver como trataba de emprolijarse y recuperar la respiración antes de volver con el resto de las señoras.
También solíamos coincidir esporádicamente en Buenos Aires dónde ella usaba la excusa de ir de compras y yo estaba cubierto por trámites en la facultad. Algunas de esas veces ella viajaba en auto con su esposo Manuel, quién la dejaba cerca de algún shopping ignorante de que yo la aguardaba para poseerla.
Eran tardes gloriosas en que podíamos hacer el amor durante un turno de hotel. Yo no me cansaba de besarla, comerla, acabarla. Me sentía en éxtasis cuando ella bebía mi semen tragándolo.
También me enloquecía verla desnuda deambulando por la habitación. Le había prohibido quitarse los zapatos cuando estaba conmigo. Me resultaba seductor ver como sus piernas se realzaban cuando estaba calzada. Hablábamos poco, cogíamos mucho.
Unos meses después hubo una mala noticia. Mi madre me llamó y me dijo que Manuel había sufrido un infarto y que estaba internado, que ayudaría a Irma cubriendo los turnos del hospital. Yo me ofrecí a llevarla hasta la clínica donde Manuel estaba para que pudiera hacer el reemplazo.
Acompañé a mi madre, pero no pude pasar a terapia intensiva, así que me quedé esperando la salida de Irma para saludarla y llevarla a su casa.
Tan solo al subir al auto empezamos a besarnos. Esa perra se movía por impulso a verga. Se había vuelto tan dependiente de mi lefa que ni a su esposo convaleciente respetaba.
Esa noche me la cogí en su cama matrimonial. Fue la noche más perversa no sólo por el contexto, sino porque accedió a ser penetrada una y otra y otra vez por su culito delicioso. A pesar de todo, gocé chupando los dedos de sus pies hasta casi despintarle las uñas. Estábamos poseídos.
Esa rutina se repitió durante toda la semana de internación. Las noches con ella eran de una lujuria imposible de creer. Ella me decía que esperaba las noches, que su marido era lo de menos. Era una perra y eso me ponía a cien.
Pero Manuel salió del hospital y la rutina tuvo que frenarse. Los cuidados que Manuel requería impedían que nos viésemos y no tardé en empezar a sentir abstinencia. Ella también la sentía. Me llamaba por teléfono varias veces al día. No aguantaba más. No estaba hecha para no coger y me confesaba que quería dejar a su esposo pero que no podía hacer abandono de persona en un estado delicado y, lo que era más importante, no se animaba porque perdería su dinero.
Manuel era un tipo razonable, sufría por no poder hacer feliz a su esposa. También era celoso de ella. Cuando intentamos estar a solas algunos momentos…luego él la cocinaba a preguntas acerca de dónde había estado y con quién.
La situación no daba para más. Algo tendríamos que hacer y se me ocurrió hablar con Manuel y decirle la verdad.
No avisé a Irma de mis intenciones. Sabía que no me dejaría hacerlo. Así que urdí un plan. Ese jueves, que era la única excepción en que Manuel dejaba a Irma salir sola a jugar cartas en casa de mi madre, yo lo vería y le diría la verdad. Era una locura, pero intentaría llegar a un acuerdo. No le diría a Manuel que ya me cepillaba a su esposa desde hacía meses. Le confesaría mi amor por ella de hombre a hombre y trataría de que comprendiera que era mejor tenerla satisfecha con alguien conocido que en secreto con otro amante.
Apelaría a su razonabilidad. Si la idea no funcionaba, quedaría en secreto aunque me odiase y no quisiera verme más. De hecho, no era tan difícil. Manuel era amigo de mis padres y no mío. Yo no lo veía casi nunca y no se notaría si no lo veía más. Sabía que él no haría ningún escándalo fuera de la bronca que pudiese tirarme a mí. Su hombría se lo impediría. Por otra parte, no era un rival si se ponía violento. No lo era sano, menos convaleciente.
En uno o dos días que repensé el asunto me convencí más y más de que la idea me gustaba. Era agresiva. Si Manuel aceptaba y bendecía esa extraña relación triangular, el morbo sería mayúsculo y su condimento sexual inigualable.
Ese jueves me presenté en casa de Irma luego de asegurarme que ella estaba en casa de mis padres. Tuve que decir a mi madre que debía arreglar unos asuntos urgentes de mi próxima recibida como abogado. Eso explicaría ante Irma la ausencia del polvo en los retretes. Por otra parte, nadie sabía dónde estaría yo realmente.
Manuel me recibió en silla de ruedas. Su aspecto estaba muy desmejorado. Se alegró de mi visita y me invitó una copa de whisky, así de paso el aprovecharía para echarse él una a escondidas, ya que lo tenía prohibido.
Comenzamos a charlar de temas intrascendentes, pero de a poco fui forzando la entrada en el asunto que me preocupaba.
-Supongo que Irma no lo estará pasando muy bien, le dije como al descuido.
Su expresión cambió un poco cuando nombré a Irma. Noté que su rostro se ponía serio.
-No ha sido fácil para ella, me dijo.
Hice un silencio y junté valor.
-No quiero que me malentiendas Manuel pero… ¿cómo te las ingenias para satisfacerla?
El se turbó. Quizás yo había sido muy directo. Hizo un silencio como pensando que decir. Manuel ignoraba que yo sabía la verdad, que él no la tocaba nunca desde su ataque y que ya antes la tocaba bastante poco. Por eso supe que lo que me contestó era una mentira.
-Bueno, no es fácil, pero muchachito… ¿no pretenderás que te dé detalles?
El “muchachito” era un intento de ponerme en mi lugar. Y toda la respuesta era un intento de negar la verdad.
-Mirá Manuel, te lo pregunto porque te confieso que Irma no me es indiferente…digo, como mujer.
Todo me salió de un tirón y casi me arrepiento con simultaneidad a cada palabra que brotaba de mi boca.
Manuel se enfureció al oír mis palabras. Había calculado mal su tipo, lo creía jovial y paciente, pero tal vez su dolencia lo había transformado.
Empezó a insultarme. Me llamó mocoso insolente. Amenazó con hacerme romper las piernas Su enfurecimiento logró asustarme. Comencé a pensar que había tenido una muy, pero muy mala idea. De pronto la catarata de insultos se detuvo. Su cuerpo se tensionó, sus manos abrazaron el pecho y un segundo después estaba muerto.
No encuentro palabras para contar el miedo que me invadió. Literalmente lo había matado. Me levanté y no me molesté en revisarlo. Tomé los vasos de whisky y los lavé en la cocina, los sequé y los guardé, junto con la botella, en el armario de dónde habían salido.
Empujé la silla de ruedas frente al televisor y lo encendí. Limpié mis huellas de todos los lugares que recordaba haber tocado. Y me fui de ahí, sin que, por suerte, nadie me viera salir.
Volví a ver a Irma durante el velatorio. Una hermosa viuda vestida en un entallado vestido negro, a la rodilla, con sus negros zapatos de tacón. Una verdadera putita que representaba su papel de doliente con increíble realismo. Yo la saludé como todos y me quedé durante toda la noche sentado en un costado, casi como una parte del mobiliario. Nadie reparaba en mí. Y entre nosotros no nos hablamos.
A nadie le llamó la atención cuando pasada la medianoche me ofrecí llevarla a su casa a descansar antes del entierro.
Esa noche follamos como animales. El morbo del marido muerto aún caliente la potenciaba. Yo forzaba sus orgasmos diciéndole lo que me gustaba cogerla en la cama de su esposo recién muerto. Ella me respondía gritando de placer. Esa noche tomé su culo como si fuera un animal. Irma era una puta, era mi puta, y yo la amaba por eso. Su culo, todo su cuerpo era mío, me lo merecía.
Pasamos la noche cogiendo y bebiendo whisky hasta emborracharnos. Ella estaba desatada como nunca. No paraba de chupármela y de tener orgasmos.
A la mañana bebimos litros de café, y ella se pudo anteojos negros para ocultar durante el funeral las profundas ojeras del exceso.
Todos entendieron que descansara a solas unos días después del entierro. Fueron días en que seguimos cogiendo a destajo.
Jugábamos a que era una modelo y se cambiaba para mí. Cada tanto tiempo se cambiaba de ropa y desfilaba frente a mí. Yo me la cogía como premio. Chupaba sus maravillosos pies durante horas. Irma no me cansaba. Éramos iguales de irrespetuosos frente a la muerte. Nada nos importaba y estábamos convencidos de que eso era tan solo el comienzo.
Poco a poco Irma se fue reintegrando a la sociedad. Mi madre, que la había invitado a cenas mil veces y que Irma había descartado cortésmente, un día me sugirió que los acompañara, que tal vez Irma se sentía cohibida de ser la tercera intrusa.
Por supuesto que me negué sin mucho convencimiento un par de veces, pero al final acepté, gustoso para mis adentros.
Fue curioso salir con mis padres en una cita doble con la mejor amiga de mi madre. La primera vez fue una cena formal, en la que la conversación era un retroceso para Irma y para mí, pero que también era un juego en el que debíamos simular distancia. Era ridículo simular distancia con una mujer a la que le había chupado la concha esa misma tarde.
Mi padre, que odia ir a bailar, cedió ante la queja de mi madre que pensaba que Irma necesitaba divertirse. Así fue que después de la cena fuimos a una discoteca los cuatro. Pobre mamá, me empujaba a que sacara a bailar a Irma pensando que para mí era un castigo.
Yo me negaba pero accedía. La llevaba a lugares oscuros de la pista y le magreaba el culo a placer. Esa primera noche, mi padre harto de la cholulez de mi madre, me llevó aparte y me dijo que le hiciera el favor de llevar a Irma a su casa porque él no aguantaba más ni al lugar ni a mi madre y quería irse.
Obviamente yo le dije que lo apoyaba. Que no se hiciera drama, que estaba todo “controlado”.
Me quedé con Irma disfrutando solos la velada hasta el amanecer. Franeleábamos sin ningún temor sabiendo que luego nos haríamos la verdadera fiesta.
No pasó mucho tiempo hasta que mi madre se percatara de que yo prestaba mucha atención a Irma. No era tan tonta después de todo. Un día me hizo un planteo medio enojada y decidí decirle la verdad, que estaba enamorado de Irma y que la haría mi mujer. Mierda!, casi la mato de la impresión. Pero eso es otra historia. 😀
Pero la situación no podía ser eterna. Irma no podía, tan sencillamente, dejar de lado las amistades de toda la vida y cambiar sus conductas sin llamar la atención. Yo sabía que volveríamos a vernos y también sabía que volvería a poseerla. Solo era cuestión de tener paciencia.
La oportunidad llegó quince días después. Mis padres darían una gran fiesta en casa para celebrar su aniversario de bodas. Mi madre había planeado todos los detalles con lujo pues quería que la ocasión fuese inolvidable.
Debo decir que la casa es muy grande. Tiene tres plantas y un subsuelo abierto, que posee todas las comodidades de un quincho. Amplia parrilla, cocina, balcón a la barranca del río y todo decorado con madera, mas estilo country. Generalmente mi madre lo usaba para reuniones más informales.
El primer piso era un amplio salón, decorado con el estilo recargado de nuevo rico bien acorde a mis padres. Había una recepción de entrada; sillones finamente tapizados; una barra de bebidas y más allá una mesa que solo se usaba cuando venían invitados importantes. La casa tenía un ascensor que llevaba a los pisos superiores, donde estaban las habitaciones privadas.
Para ser tres en la casa, siempre me pregunté porque había previsto mi padre 6 habitaciones en suite, tres en cada piso. La mía, estaba solitaria en la tercera planta, apartada de la de mis padres que estaba en el segundo piso.
Había más cosas, como dependencias de servicio, cocheras y una bodega, pero, a los efectos del relato no me detendré en esos detalles.
Debo decir que llegué algo tarde a la fiesta. La idea de estar ahí como objeto decorativo, deambulando entre los invitados de mis padres no me causaba mucho placer. Así fue que llegué cuando ya casi todos estaban ahí.
Antes de mostrarme, me revisé por última vez en el espejo. Vestía un smoking con moño que tenía desde hacía un par de años y nunca había podido usar. No me quedaba mal.
Ya entre los invitados comencé a saludar a los presentes, cuestión que entre una y otra cosa me demoró cerca de una hora. Mientras lo hacía, pude observar que Manuel e Irma charlaban con mis padres en un sector del salón mientras bebían unas copas de vino.
Me acerqué a saludarlos. Manuel me estrechó en un abrazo con alegría, sin siquiera sospechar que era yo quien me había cepillado a su preciosa esposa. Irma me clavó los ojos de una forma que sólo yo pude detectar. Me enviaba el mensaje de que teníamos un secreto.
Estaba preciosa. Lucía un vestido negro, con falda a la rodilla, medias negras y por supuesto, otro modelo de mis adorados zapatos clásicos de tacón aguja. El tajo lateral de su vestido dejaba soñar con esas maravillosas piernas que yo había acariciado y cuyo recuerdo endurecía una vez más mi verga.
Noté que Manuel contrastaba con la juventud de su esposa. Parecía no diez sino veinte años mayor. Pensé que era el típico hombre que se deja llevar por el stress de los negocios al punto de sacrificar su vida y su salud.
Saludé a Irma con dos besos como si nada e intercambie los saludos protocolares de ocasión. Hecho esto me retiré a otro sector a gozar de la fiesta.
Y vaya fiesta. El vino, el whisky y el champagne corrían como ríos y el ritmo alegre no parecía querer disminuir. Sin embargo, no hubo una sola oportunidad de acercarme a Irma o viceversa. Manuel no la dejaba sola.
Y como tenía que ocurrir, me aburrí un poco. No podía irme, no de esa fiesta tan importante, así que silenciosamente, sin llamar la atención, con un par de botellas de champagne me retiré a mi cuarto a ver alguna película en la televisión.
Aflojé mi corbata, me quité el saco y me instalé cómodamente en el sillón de mi pieza. Siempre me gustó ese lugar, mi lugar. Era casi un departamento independiente, espacioso, alfombrado. Tenía una cama de dos plazas sólo para mí, un escritorio, algunos libros, la TV, en fin, podía aislarme cuando quería.
A eso de las 4 am la fiesta seguía. Me asomé al balcón interno de la planta alta, desde dónde podía ver el salón. El alcohol hacía su efecto en algunos hombres que se habían sentado y charlaban animadamente. Algunas mujeres caminaban con paso vacilante. En fin, que se divirtieran.
Busqué a Irma entre los presentes. Manuel estaba en la mesa de hombres, pero ella estaba junto a la barra, charlando con otras mujeres. Que belleza era. Mirarla me hizo recordar los momentos vividos en Paraná y mi verga se tensó inmediatamente. Estaba vestida como la putita adúltera que era. Una zorrita. Sus piernas definitivamente me enloquecían.
De pronto la vi alzar su vista y sus ojos se clavaron en los míos. Yo saludé con un leve movimiento de cabeza, pero ella no lo contestó y siguió con su charla. En fin, tal vez no quería llamar la atención o tal vez no quería saber nada conmigo.
Regresé a mi cuarto y volví a la película que había dejado en suspenso. Cinco minutos después la puerta de la pieza se abrió. Era Irma.
Prácticamente me abalancé sobre ella y comencé a besarla. La muy perra habría simulado ir al baño, aprovechando el descuido de su esposo, para buscar en mi habitación su ración de pija.
Mis manos empezaron a magrearle el culo. Levanté su pierna y busqué su braga. La putita tenía un hilo dental minúsculo que le quité de rodillas, aprovechando para pasar mis manos por sobre sus piernas enfundadas en medias negras y para besarlas.
Contra la puerta de la habitación, liberé mi verga y la clavé sin dudar levantando su falda. Estaba enloquecido por bombearla. Ella chupaba mi oreja, me pedía más y más al oído. No tardé en llenarla de semen y ella me acompañó con un ahogado grito de placer.
No teníamos más tiempo. La besé un poco más y ella me separó. “Debo volver” me dijo. Intentó agacharse para recuperar su braga, pero fui más rápido. “Te vas sin ella, la guardaré de recuerdo”. Ella palideció. Manuel podía darse cuenta. No me importó. La idea de que regresara con mi semen deslizándose por su pierna delante de todos me ponía a cien.
De nada cabía discutir, me beso nuevamente y salió en silencio por dónde había venido.
Después de esa oportunidad empezamos a follar con continuidad. Ella aprovechaba las frecuentes ausencias de su marido para encontrarnos. Nos volvíamos cada vez más osados. En los juegos de cartas que mi madre organizaba los jueves por la tarde habíamos convenido una hora en que la esperaba en el baño. Ella pedía permiso para retirarse y así gozábamos de cinco minutos cogiendo en el retrete. Me divertía mucho ver como trataba de emprolijarse y recuperar la respiración antes de volver con el resto de las señoras.
También solíamos coincidir esporádicamente en Buenos Aires dónde ella usaba la excusa de ir de compras y yo estaba cubierto por trámites en la facultad. Algunas de esas veces ella viajaba en auto con su esposo Manuel, quién la dejaba cerca de algún shopping ignorante de que yo la aguardaba para poseerla.
Eran tardes gloriosas en que podíamos hacer el amor durante un turno de hotel. Yo no me cansaba de besarla, comerla, acabarla. Me sentía en éxtasis cuando ella bebía mi semen tragándolo.
También me enloquecía verla desnuda deambulando por la habitación. Le había prohibido quitarse los zapatos cuando estaba conmigo. Me resultaba seductor ver como sus piernas se realzaban cuando estaba calzada. Hablábamos poco, cogíamos mucho.
Unos meses después hubo una mala noticia. Mi madre me llamó y me dijo que Manuel había sufrido un infarto y que estaba internado, que ayudaría a Irma cubriendo los turnos del hospital. Yo me ofrecí a llevarla hasta la clínica donde Manuel estaba para que pudiera hacer el reemplazo.
Acompañé a mi madre, pero no pude pasar a terapia intensiva, así que me quedé esperando la salida de Irma para saludarla y llevarla a su casa.
Tan solo al subir al auto empezamos a besarnos. Esa perra se movía por impulso a verga. Se había vuelto tan dependiente de mi lefa que ni a su esposo convaleciente respetaba.
Esa noche me la cogí en su cama matrimonial. Fue la noche más perversa no sólo por el contexto, sino porque accedió a ser penetrada una y otra y otra vez por su culito delicioso. A pesar de todo, gocé chupando los dedos de sus pies hasta casi despintarle las uñas. Estábamos poseídos.
Esa rutina se repitió durante toda la semana de internación. Las noches con ella eran de una lujuria imposible de creer. Ella me decía que esperaba las noches, que su marido era lo de menos. Era una perra y eso me ponía a cien.
Pero Manuel salió del hospital y la rutina tuvo que frenarse. Los cuidados que Manuel requería impedían que nos viésemos y no tardé en empezar a sentir abstinencia. Ella también la sentía. Me llamaba por teléfono varias veces al día. No aguantaba más. No estaba hecha para no coger y me confesaba que quería dejar a su esposo pero que no podía hacer abandono de persona en un estado delicado y, lo que era más importante, no se animaba porque perdería su dinero.
Manuel era un tipo razonable, sufría por no poder hacer feliz a su esposa. También era celoso de ella. Cuando intentamos estar a solas algunos momentos…luego él la cocinaba a preguntas acerca de dónde había estado y con quién.
La situación no daba para más. Algo tendríamos que hacer y se me ocurrió hablar con Manuel y decirle la verdad.
No avisé a Irma de mis intenciones. Sabía que no me dejaría hacerlo. Así que urdí un plan. Ese jueves, que era la única excepción en que Manuel dejaba a Irma salir sola a jugar cartas en casa de mi madre, yo lo vería y le diría la verdad. Era una locura, pero intentaría llegar a un acuerdo. No le diría a Manuel que ya me cepillaba a su esposa desde hacía meses. Le confesaría mi amor por ella de hombre a hombre y trataría de que comprendiera que era mejor tenerla satisfecha con alguien conocido que en secreto con otro amante.
Apelaría a su razonabilidad. Si la idea no funcionaba, quedaría en secreto aunque me odiase y no quisiera verme más. De hecho, no era tan difícil. Manuel era amigo de mis padres y no mío. Yo no lo veía casi nunca y no se notaría si no lo veía más. Sabía que él no haría ningún escándalo fuera de la bronca que pudiese tirarme a mí. Su hombría se lo impediría. Por otra parte, no era un rival si se ponía violento. No lo era sano, menos convaleciente.
En uno o dos días que repensé el asunto me convencí más y más de que la idea me gustaba. Era agresiva. Si Manuel aceptaba y bendecía esa extraña relación triangular, el morbo sería mayúsculo y su condimento sexual inigualable.
Ese jueves me presenté en casa de Irma luego de asegurarme que ella estaba en casa de mis padres. Tuve que decir a mi madre que debía arreglar unos asuntos urgentes de mi próxima recibida como abogado. Eso explicaría ante Irma la ausencia del polvo en los retretes. Por otra parte, nadie sabía dónde estaría yo realmente.
Manuel me recibió en silla de ruedas. Su aspecto estaba muy desmejorado. Se alegró de mi visita y me invitó una copa de whisky, así de paso el aprovecharía para echarse él una a escondidas, ya que lo tenía prohibido.
Comenzamos a charlar de temas intrascendentes, pero de a poco fui forzando la entrada en el asunto que me preocupaba.
-Supongo que Irma no lo estará pasando muy bien, le dije como al descuido.
Su expresión cambió un poco cuando nombré a Irma. Noté que su rostro se ponía serio.
-No ha sido fácil para ella, me dijo.
Hice un silencio y junté valor.
-No quiero que me malentiendas Manuel pero… ¿cómo te las ingenias para satisfacerla?
El se turbó. Quizás yo había sido muy directo. Hizo un silencio como pensando que decir. Manuel ignoraba que yo sabía la verdad, que él no la tocaba nunca desde su ataque y que ya antes la tocaba bastante poco. Por eso supe que lo que me contestó era una mentira.
-Bueno, no es fácil, pero muchachito… ¿no pretenderás que te dé detalles?
El “muchachito” era un intento de ponerme en mi lugar. Y toda la respuesta era un intento de negar la verdad.
-Mirá Manuel, te lo pregunto porque te confieso que Irma no me es indiferente…digo, como mujer.
Todo me salió de un tirón y casi me arrepiento con simultaneidad a cada palabra que brotaba de mi boca.
Manuel se enfureció al oír mis palabras. Había calculado mal su tipo, lo creía jovial y paciente, pero tal vez su dolencia lo había transformado.
Empezó a insultarme. Me llamó mocoso insolente. Amenazó con hacerme romper las piernas Su enfurecimiento logró asustarme. Comencé a pensar que había tenido una muy, pero muy mala idea. De pronto la catarata de insultos se detuvo. Su cuerpo se tensionó, sus manos abrazaron el pecho y un segundo después estaba muerto.
No encuentro palabras para contar el miedo que me invadió. Literalmente lo había matado. Me levanté y no me molesté en revisarlo. Tomé los vasos de whisky y los lavé en la cocina, los sequé y los guardé, junto con la botella, en el armario de dónde habían salido.
Empujé la silla de ruedas frente al televisor y lo encendí. Limpié mis huellas de todos los lugares que recordaba haber tocado. Y me fui de ahí, sin que, por suerte, nadie me viera salir.
Volví a ver a Irma durante el velatorio. Una hermosa viuda vestida en un entallado vestido negro, a la rodilla, con sus negros zapatos de tacón. Una verdadera putita que representaba su papel de doliente con increíble realismo. Yo la saludé como todos y me quedé durante toda la noche sentado en un costado, casi como una parte del mobiliario. Nadie reparaba en mí. Y entre nosotros no nos hablamos.
A nadie le llamó la atención cuando pasada la medianoche me ofrecí llevarla a su casa a descansar antes del entierro.
Esa noche follamos como animales. El morbo del marido muerto aún caliente la potenciaba. Yo forzaba sus orgasmos diciéndole lo que me gustaba cogerla en la cama de su esposo recién muerto. Ella me respondía gritando de placer. Esa noche tomé su culo como si fuera un animal. Irma era una puta, era mi puta, y yo la amaba por eso. Su culo, todo su cuerpo era mío, me lo merecía.
Pasamos la noche cogiendo y bebiendo whisky hasta emborracharnos. Ella estaba desatada como nunca. No paraba de chupármela y de tener orgasmos.
A la mañana bebimos litros de café, y ella se pudo anteojos negros para ocultar durante el funeral las profundas ojeras del exceso.
Todos entendieron que descansara a solas unos días después del entierro. Fueron días en que seguimos cogiendo a destajo.
Jugábamos a que era una modelo y se cambiaba para mí. Cada tanto tiempo se cambiaba de ropa y desfilaba frente a mí. Yo me la cogía como premio. Chupaba sus maravillosos pies durante horas. Irma no me cansaba. Éramos iguales de irrespetuosos frente a la muerte. Nada nos importaba y estábamos convencidos de que eso era tan solo el comienzo.
Poco a poco Irma se fue reintegrando a la sociedad. Mi madre, que la había invitado a cenas mil veces y que Irma había descartado cortésmente, un día me sugirió que los acompañara, que tal vez Irma se sentía cohibida de ser la tercera intrusa.
Por supuesto que me negué sin mucho convencimiento un par de veces, pero al final acepté, gustoso para mis adentros.
Fue curioso salir con mis padres en una cita doble con la mejor amiga de mi madre. La primera vez fue una cena formal, en la que la conversación era un retroceso para Irma y para mí, pero que también era un juego en el que debíamos simular distancia. Era ridículo simular distancia con una mujer a la que le había chupado la concha esa misma tarde.
Mi padre, que odia ir a bailar, cedió ante la queja de mi madre que pensaba que Irma necesitaba divertirse. Así fue que después de la cena fuimos a una discoteca los cuatro. Pobre mamá, me empujaba a que sacara a bailar a Irma pensando que para mí era un castigo.
Yo me negaba pero accedía. La llevaba a lugares oscuros de la pista y le magreaba el culo a placer. Esa primera noche, mi padre harto de la cholulez de mi madre, me llevó aparte y me dijo que le hiciera el favor de llevar a Irma a su casa porque él no aguantaba más ni al lugar ni a mi madre y quería irse.
Obviamente yo le dije que lo apoyaba. Que no se hiciera drama, que estaba todo “controlado”.
Me quedé con Irma disfrutando solos la velada hasta el amanecer. Franeleábamos sin ningún temor sabiendo que luego nos haríamos la verdadera fiesta.
No pasó mucho tiempo hasta que mi madre se percatara de que yo prestaba mucha atención a Irma. No era tan tonta después de todo. Un día me hizo un planteo medio enojada y decidí decirle la verdad, que estaba enamorado de Irma y que la haría mi mujer. Mierda!, casi la mato de la impresión. Pero eso es otra historia. 😀
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