Espero que les guste ^_^
Bailando en la Taberna
Ilsa se llevó el cubierto envuelto en pasta blanca a la boca. Saboreó la crema lentamente, dejándose inundar por la textura y se lamió los labios antes de clavar el tenedor en la comida y dar otro mordisco. Comer siempre le había dado una sensación de placer y bienestar. Culpa, quizás, de haber tenido un padre chef.
Esa noche se encontraba en la taberna Amapola, un local pequeño, ruidoso y poco iluminado que frecuentaba los fines de semana. La música le retumbaba en los oídos, y, aunque se le aceleraba el ritmo del corazón, por la pasta que cocinaba Luke, el cocinero gay del bar, valía la pena estar en aquel ambiente caótico lleno de personas calenturientas que buscaban un revolcón rápido en el callejón de atrás.
Ilsa paseó la vista por el establecimiento y exhaló un suspiro aburrido. No había nada diferente; personas distintas, sí, pero situaciones iguales. Vio a una chica llena de perforaciones acariciándole los senos a otra, que meneaba la cintura en círculos tratando de pegar sus caderas a la de la chica de las perforaciones. Ambas jugando a un tira y jala para ver quién besaba primero a quien.
En una esquina alejada estaba sentado un hombre entrado en años, con algo de panza, que tenía la cabeza reclinada hacia arriba y una sonrisa bobalicona en el rostro. Ilsa bajó un poco la vista y observó la punta de unos zapatos de tacón por debajo de la mesa de aquel gordinflón. “Por supuesto, cualquiera tendría esa cara si le estuvieran chupando la verga en un lugar público”, pensó. Terminó de comer la pasta y lamió el tenedor con parsimonia, lo dejó sobre el plato y miró instintivamente hacia la derecha.
Un hombre tenía la mirada fija en ella.
Ilsa se quedó paralizada, poseía unos ojos oscuros y electrizantes, tan llenos de deseo que la asustó. Aquel caballero era alto, de cabello negro y tez bronceada. Vestía una camisa blanca con las mangas recogidas, sin duda cansado tras una larga semana, y pantalón de lino color negro. Ilsa no podía ver el color de sus zapatos. Él estaba muy retirado de la pista de baile, y por tanto de las luces.
El extraño levantó una jarra de cerveza. Ilsa observó cómo tomaba la bebida sin dejar de observarla. Tragó un gran sorbo, la nuez de Adán subiendo y bajando, y luego se mordió los labios. Había algo tan primitivo en todo aquello, que Ilsa sintió un escalofrío recorriéndole el vientre. Estaba bajo su hechizo por completo.
Aquel hombre se puso de pie y se dirigió hacia donde estaba. Ella sabía que lo mejor sería irse de allí, o rechazarle en cuanto hablara, no dejarle articular una sola sílaba. Él exudaba peligro por cada uno de sus poros y lo último que estaba dispuesta a hacer aquella noche era dejarse atrapar en las garras de un verdadero depredador.
Pero sus nervios le traicionaron. Él le eclipsó la poca luz que le llegaba y le dijo con voz de barítono: “Juan”. Y, como si fuera aquello suficiente, le tomó del brazo y la llevó hasta una esquina oscura del bar, la parte más alejada de la pista de baile, cerca del hombre al que le estaban chupando la verga por debajo de la mesa.
—Bailemos—dijo Juan y ella asintió sin decir palabra.
Él deslizó una pierna entre las de ella y se las separó en un arrebato brusco, asegurándose de pegar el muslo a su concha. Le tomó de las caderas y apenas se movió en un balanceo imperceptible. Ilsa sintió un escalofrío en la entrepierna y tuvo que sostenerse de los hombros de Juan para no caer.
Juan mantenía los ojos en los de ella, vigilando cada reacción de lujuria que cruzaba por la cara de Ilsa. Él quería jugar más. Le agarró las nalgas con ambas manos y le separó los cachetes. Ilsa respingó de la sorpresa y él aprovechó para meter más la pierna y tenerle el coño semi sentado en su muslo. La pegó de la pared y continuó con el ligero movimiento circular.
A Ilsa se le agitaba la respiración. Disfrutaba el cosquilleo de sus vellos contra la fricción de las bragas de seda que llevaba. Reclinó la cabeza en el cuello de Juan y le regaló un suspiró caliente y húmedo. Juan tomó el gesto como una invitación y empezó a masajearle el trasero, deteniéndose en el principio de sus piernas y volviendo a subir pausadamente.
Juan le lamió una oreja y ella dejó escapar un suspiro ahogado. Ilsa se sentía lo suficientemente caliente como para participar del juego, y, primero con manos tímidas, le acarició el pecho, los brazos y el cuello a Juan, depositando besos traviesos sobre la poca piel que tocaba.
Así continuaron por unos cinco minutos, toqueteándose en la oscuridad del bar, estáticos y al mismo tiempo embriagándose de deseo.
Juan se inclinó hacia adelante y liberó una de sus manos para ocuparla en el coño de Ilsa. Acarició la tela de la braga superficialmente, luego se impacientó y metió la mano debajo, enredando los dedos con los pelos salvajes de su sexo. Jugueteó con los labios mayores, tentándola.
—Por favor— dijo con voz queda.
Él sonrió triunfal y dijo—: ¿qué dices?
Ilsa se removió tratando de que los dedos de Juan se le metieran en la concha, pero él no lo permitió. Exhaló con hastío y le contestó con impaciencia—: Que me metas los dedos en mi puto coño, quiero que me jodas.
Juan sonrió y le habló al oído—: Por supuesto, querida.
Le tocó el clítoris y la sintió estremecerse toda. Ilsa ya estaba mojada y caliente.
Las chicas que se toqueteaban hace un momento se fijaron en la acción que ocurría en la oscuridad. Se miraron, haciéndose una pregunta sin palabras, y se encaminaron hacia Ilsa. Sin pedir permiso o siquiera avisar, le sacaron la blusa a Ilsa y le desataron el sujetador.
—Un momento, esperen.
—Tranquila, cariño— dijo Juan—, ellas solo quieran divertirse y hacerte sentirte bien.
Ilsa asintió, confiando, sin entender por qué, en aquel extraño. Las chicas le pasaron la punta de la lengua en las aureolas rosadas y pujantes. Ilsa se sentía desfallecer. Juan le tomó los brazos y los colocó por encima de su cabeza, aprisionándola por completo.
—No podemos ser egoístas— dijo Juan con voz ronca—¸creo que todo mundo tiene derecho a mirar un poco.
Las chicas sonrieron lascivamente y a Ilsa le recorrió un temblor de excitación y vergüenza. ¡Qué morbo le daba toda la situación!
Juan la llevó hasta la mesa donde estaba el hombre al que le chuparon la verga y tiró las bebidas al piso. Puso a Ilsa encima de la madera, con el culo al aire, y le bajó la falda y las bragas por completo. Muchos miraban la situación con ojos brillosos, mientras que otros se sacaban el falo para masturbarse.
Juan le separó las piernas y olió su sexo. Luego, lamió su clítoris bebiendo de sus jugos. Las chicas se despojaron de la ropa. La de las perforaciones se subió a la mesa y le puso la concha en la cara de Ilsa. La otra se colocó debajo, le sacó el pene del pantalón a Juan y se lo metió a la boca.
Ilsa jamás había chupado un coño, pero estaba muy excitada como para quejarse. Sacó la lengua y se la restregó por la raja. La chica de las perforaciones se retorció y se movía frenéticamente. Ilsa le introdujo tres dedos y comenzó a bombear con fuerza. Los gritos de la chica de las perforaciones lograron sobrepasar el ruido de la música, atrayendo la atención de todos en el bar.
Juan alejó bruscamente a la otra chica antes de venirse. Se puso de pie y embistió a Ilsa de un golpe. Ella gritó y se aferró a la mesa, olvidándose de la chica de las perforaciones. La otra chica salió de debajo de la mesa y jaló a su amiga. Se arrodilló delante de ella y le besó la concha.
Por su parte, Ilsa estaba demasiado sumida en sus sensaciones para percatarse de nada más que no fuera la tremenda verga que le estaba rompiendo el coño. Abrió más las piernas por instinto y trató de asimilar el ritmo de Juan. Hacía mucho tiempo que no disfrutada de un sexo tan primitivo, sucio y sensual como aquel. ¡Demonios, jamás lo había hecho así!
El panzón al que le chuparon el falo se le paró el miembro. Se relamió la boca y se colocó justo al lado de Juan. Le hizo una seña que él interpretó y de un solo movimiento, cargó a Ilsa sin sacarle el falo y la obligó a que enredara las piernas en su cintura. El panzón se colocó detrás de ella y le enterró un dedo en el culo.
Ilsa volvió a gritar, pero el sonido se ahogo en una serie de gemidos que acompañaban las embestidas de Juan. El otro hombre le separó los cachetes y sin piedad le introdujo el pene por el pequeño orificio.
Ella se sentía morir. La excitación era tanta que se estaba quedando sin aliento. Pronto todo el mundo dentro del local estaba calenturiento, y muchos ya empezaban a armar sus propias fiestas privadas por los rincones. Ilsa seguía gritando como loca, sus senos rebotaban en el pecho de Juan, totalmente indefensa a la doble penetración que le rompía el culo y la concha, pero que disfrutaba con locura.
Se corrió ruidosamente, como un animal salvaje, clavándole las uñas a Juan. Éste, por su parte, le descargó toda su leche dentro del sexo, y el panzón la dejó toda dentro de su culo, para luego retirarse cansado a su asiento.
Juan e Ilsa se quedaron de pie, pegados como perros sin querer moverse.
—Has…estado…estupendo. Quiero que me lo hagas otra vez.
—Paciencia querida. Si te vienes conmigo a casa, podremos jugar con unos juguetitos durante toda la noche.
A Ilsa le brillaron los ojos, y salió desnuda del bar entre un mar de personas cogiéndose como bestias, siguiendo a Juan a un mundo de pura lujuria y frenesí sexual.
Bailando en la Taberna
Ilsa se llevó el cubierto envuelto en pasta blanca a la boca. Saboreó la crema lentamente, dejándose inundar por la textura y se lamió los labios antes de clavar el tenedor en la comida y dar otro mordisco. Comer siempre le había dado una sensación de placer y bienestar. Culpa, quizás, de haber tenido un padre chef.
Esa noche se encontraba en la taberna Amapola, un local pequeño, ruidoso y poco iluminado que frecuentaba los fines de semana. La música le retumbaba en los oídos, y, aunque se le aceleraba el ritmo del corazón, por la pasta que cocinaba Luke, el cocinero gay del bar, valía la pena estar en aquel ambiente caótico lleno de personas calenturientas que buscaban un revolcón rápido en el callejón de atrás.
Ilsa paseó la vista por el establecimiento y exhaló un suspiro aburrido. No había nada diferente; personas distintas, sí, pero situaciones iguales. Vio a una chica llena de perforaciones acariciándole los senos a otra, que meneaba la cintura en círculos tratando de pegar sus caderas a la de la chica de las perforaciones. Ambas jugando a un tira y jala para ver quién besaba primero a quien.
En una esquina alejada estaba sentado un hombre entrado en años, con algo de panza, que tenía la cabeza reclinada hacia arriba y una sonrisa bobalicona en el rostro. Ilsa bajó un poco la vista y observó la punta de unos zapatos de tacón por debajo de la mesa de aquel gordinflón. “Por supuesto, cualquiera tendría esa cara si le estuvieran chupando la verga en un lugar público”, pensó. Terminó de comer la pasta y lamió el tenedor con parsimonia, lo dejó sobre el plato y miró instintivamente hacia la derecha.
Un hombre tenía la mirada fija en ella.
Ilsa se quedó paralizada, poseía unos ojos oscuros y electrizantes, tan llenos de deseo que la asustó. Aquel caballero era alto, de cabello negro y tez bronceada. Vestía una camisa blanca con las mangas recogidas, sin duda cansado tras una larga semana, y pantalón de lino color negro. Ilsa no podía ver el color de sus zapatos. Él estaba muy retirado de la pista de baile, y por tanto de las luces.
El extraño levantó una jarra de cerveza. Ilsa observó cómo tomaba la bebida sin dejar de observarla. Tragó un gran sorbo, la nuez de Adán subiendo y bajando, y luego se mordió los labios. Había algo tan primitivo en todo aquello, que Ilsa sintió un escalofrío recorriéndole el vientre. Estaba bajo su hechizo por completo.
Aquel hombre se puso de pie y se dirigió hacia donde estaba. Ella sabía que lo mejor sería irse de allí, o rechazarle en cuanto hablara, no dejarle articular una sola sílaba. Él exudaba peligro por cada uno de sus poros y lo último que estaba dispuesta a hacer aquella noche era dejarse atrapar en las garras de un verdadero depredador.
Pero sus nervios le traicionaron. Él le eclipsó la poca luz que le llegaba y le dijo con voz de barítono: “Juan”. Y, como si fuera aquello suficiente, le tomó del brazo y la llevó hasta una esquina oscura del bar, la parte más alejada de la pista de baile, cerca del hombre al que le estaban chupando la verga por debajo de la mesa.
—Bailemos—dijo Juan y ella asintió sin decir palabra.
Él deslizó una pierna entre las de ella y se las separó en un arrebato brusco, asegurándose de pegar el muslo a su concha. Le tomó de las caderas y apenas se movió en un balanceo imperceptible. Ilsa sintió un escalofrío en la entrepierna y tuvo que sostenerse de los hombros de Juan para no caer.
Juan mantenía los ojos en los de ella, vigilando cada reacción de lujuria que cruzaba por la cara de Ilsa. Él quería jugar más. Le agarró las nalgas con ambas manos y le separó los cachetes. Ilsa respingó de la sorpresa y él aprovechó para meter más la pierna y tenerle el coño semi sentado en su muslo. La pegó de la pared y continuó con el ligero movimiento circular.
A Ilsa se le agitaba la respiración. Disfrutaba el cosquilleo de sus vellos contra la fricción de las bragas de seda que llevaba. Reclinó la cabeza en el cuello de Juan y le regaló un suspiró caliente y húmedo. Juan tomó el gesto como una invitación y empezó a masajearle el trasero, deteniéndose en el principio de sus piernas y volviendo a subir pausadamente.
Juan le lamió una oreja y ella dejó escapar un suspiro ahogado. Ilsa se sentía lo suficientemente caliente como para participar del juego, y, primero con manos tímidas, le acarició el pecho, los brazos y el cuello a Juan, depositando besos traviesos sobre la poca piel que tocaba.
Así continuaron por unos cinco minutos, toqueteándose en la oscuridad del bar, estáticos y al mismo tiempo embriagándose de deseo.
Juan se inclinó hacia adelante y liberó una de sus manos para ocuparla en el coño de Ilsa. Acarició la tela de la braga superficialmente, luego se impacientó y metió la mano debajo, enredando los dedos con los pelos salvajes de su sexo. Jugueteó con los labios mayores, tentándola.
—Por favor— dijo con voz queda.
Él sonrió triunfal y dijo—: ¿qué dices?
Ilsa se removió tratando de que los dedos de Juan se le metieran en la concha, pero él no lo permitió. Exhaló con hastío y le contestó con impaciencia—: Que me metas los dedos en mi puto coño, quiero que me jodas.
Juan sonrió y le habló al oído—: Por supuesto, querida.
Le tocó el clítoris y la sintió estremecerse toda. Ilsa ya estaba mojada y caliente.
Las chicas que se toqueteaban hace un momento se fijaron en la acción que ocurría en la oscuridad. Se miraron, haciéndose una pregunta sin palabras, y se encaminaron hacia Ilsa. Sin pedir permiso o siquiera avisar, le sacaron la blusa a Ilsa y le desataron el sujetador.
—Un momento, esperen.
—Tranquila, cariño— dijo Juan—, ellas solo quieran divertirse y hacerte sentirte bien.
Ilsa asintió, confiando, sin entender por qué, en aquel extraño. Las chicas le pasaron la punta de la lengua en las aureolas rosadas y pujantes. Ilsa se sentía desfallecer. Juan le tomó los brazos y los colocó por encima de su cabeza, aprisionándola por completo.
—No podemos ser egoístas— dijo Juan con voz ronca—¸creo que todo mundo tiene derecho a mirar un poco.
Las chicas sonrieron lascivamente y a Ilsa le recorrió un temblor de excitación y vergüenza. ¡Qué morbo le daba toda la situación!
Juan la llevó hasta la mesa donde estaba el hombre al que le chuparon la verga y tiró las bebidas al piso. Puso a Ilsa encima de la madera, con el culo al aire, y le bajó la falda y las bragas por completo. Muchos miraban la situación con ojos brillosos, mientras que otros se sacaban el falo para masturbarse.
Juan le separó las piernas y olió su sexo. Luego, lamió su clítoris bebiendo de sus jugos. Las chicas se despojaron de la ropa. La de las perforaciones se subió a la mesa y le puso la concha en la cara de Ilsa. La otra se colocó debajo, le sacó el pene del pantalón a Juan y se lo metió a la boca.
Ilsa jamás había chupado un coño, pero estaba muy excitada como para quejarse. Sacó la lengua y se la restregó por la raja. La chica de las perforaciones se retorció y se movía frenéticamente. Ilsa le introdujo tres dedos y comenzó a bombear con fuerza. Los gritos de la chica de las perforaciones lograron sobrepasar el ruido de la música, atrayendo la atención de todos en el bar.
Juan alejó bruscamente a la otra chica antes de venirse. Se puso de pie y embistió a Ilsa de un golpe. Ella gritó y se aferró a la mesa, olvidándose de la chica de las perforaciones. La otra chica salió de debajo de la mesa y jaló a su amiga. Se arrodilló delante de ella y le besó la concha.
Por su parte, Ilsa estaba demasiado sumida en sus sensaciones para percatarse de nada más que no fuera la tremenda verga que le estaba rompiendo el coño. Abrió más las piernas por instinto y trató de asimilar el ritmo de Juan. Hacía mucho tiempo que no disfrutada de un sexo tan primitivo, sucio y sensual como aquel. ¡Demonios, jamás lo había hecho así!
El panzón al que le chuparon el falo se le paró el miembro. Se relamió la boca y se colocó justo al lado de Juan. Le hizo una seña que él interpretó y de un solo movimiento, cargó a Ilsa sin sacarle el falo y la obligó a que enredara las piernas en su cintura. El panzón se colocó detrás de ella y le enterró un dedo en el culo.
Ilsa volvió a gritar, pero el sonido se ahogo en una serie de gemidos que acompañaban las embestidas de Juan. El otro hombre le separó los cachetes y sin piedad le introdujo el pene por el pequeño orificio.
Ella se sentía morir. La excitación era tanta que se estaba quedando sin aliento. Pronto todo el mundo dentro del local estaba calenturiento, y muchos ya empezaban a armar sus propias fiestas privadas por los rincones. Ilsa seguía gritando como loca, sus senos rebotaban en el pecho de Juan, totalmente indefensa a la doble penetración que le rompía el culo y la concha, pero que disfrutaba con locura.
Se corrió ruidosamente, como un animal salvaje, clavándole las uñas a Juan. Éste, por su parte, le descargó toda su leche dentro del sexo, y el panzón la dejó toda dentro de su culo, para luego retirarse cansado a su asiento.
Juan e Ilsa se quedaron de pie, pegados como perros sin querer moverse.
—Has…estado…estupendo. Quiero que me lo hagas otra vez.
—Paciencia querida. Si te vienes conmigo a casa, podremos jugar con unos juguetitos durante toda la noche.
A Ilsa le brillaron los ojos, y salió desnuda del bar entre un mar de personas cogiéndose como bestias, siguiendo a Juan a un mundo de pura lujuria y frenesí sexual.
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