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El laberinto hacia el placer VII

Me demoré en sacar la séptima parte. Había escrito otra séptima parte pero no resultó ser lo que quería originalmente, así que lo cambié. Espero que les guste. Este es un poco más largo que los otros

VII
Dudó por algunos segundos. Con las piernas abiertas, se sentó arriba de él. Él se hizo hacia atrás para dejar que ella se acomodara a su gusto. Se sentó justo en la punta y trató de empujar hacia abajo. La superficie de su entrepierna estaba mojada: eso era una evidencia de que estaba más caliente de lo que pensaba, pero pensaba demasiado y por eso no se había dado cuenta.

No podía entrar. Algo le permitiera abrirle las puertas a ese objeto desconocido.

“Espérame un poco” le dijo ella. Él cerró los ojos con impaciencia. Cándida tomó el pene con sus manos y trató de metérselo, pero se le resbaló. Se rió nerviosamente. Roberto no reaccionó. Trató una y otra vez, pero no había caso. “¿Qué estaré haciendo mal?”, pensó.
Hasta que llegó un momento en que él perdió la consideración: la tomó por las caderas y la atrajo hacia su miembro, clavándola sin miramientos.

La chica sintió mucho dolor. No estaba preparada mentalmente para ser atravesada así, con un tronco echando abajo las puertas de esa fortaleza que era su cuerpo, entrando ese enemigo masculino que parecía no querer más que su propia satisfacción.

Ella dejó escapar no un gemido, sino que un grito de dolor. No necesitaba medidas de comparación: fue su propia vagina la que sintió que Roberto le quedaba grande. Las paredes internas de Cándida apretaban a Roberto y no lo dejaban pasar del todo. ¿O sería que su mente era la que estaba poniendo a su cuerpo en su contra?

Él no podía moverse dentro de ella. Y mientras más forcejeaba, más le dolía a Cándida.

“Por favor”, suplicó ella, “Salte… sácalo, me duele mucho”

Pero Roberto rió. No con una carcajada, sino que con una risa mordaz que a Cándida le erizó los pelos de la nuca.

La tomó por la cintura, la levantó y la arrojó sobre la cama. Se colocó arriba de ella aplastándola y entró con fuerza, utilizando todo el peso de su cuerpo. Cándida sentía que esa estaca con la que la estaban clavando iba a atravesar hasta sus órganos vitales. Estaba segura de que iba a morir esa noche si Roberto llegaba más adentro.

Emitió un quejido angustioso que fue ignorado. Creía que no iba a poder soportarlo más. En su mente había una voz que rogaba porque todo parara. En cambio, Roberto embestía y le apretaba los pechos con las dos manos, exprimiéndoselos como si fueran las dos mitades de una naranja.

“¿Por qué… ?" susurró. Luego gritó: "¡Para, por favor” . Lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.

“Odio a las mojigatas como tú” susurró él. “Vas por la vida creyéndote que eres mejor que el resto, que eres más pura y más buena: pero todo es una mentira tuya. Mira lo mojada que estás, mira cómo estás disfrutando”.

Mientras escuchaba las palabras de Roberto, los sentidos parecieron dejar de funcionar. Un interruptor interno de ella se había apagado. Ya no percibía con claridad lo que estaba pasando con su cuerpo. Su cabeza se había desactivado también. No concebía lo que estaba sucediendo, ni trataba de imaginar lo que sucedería. Estaba vacía salvo por los sonidos de las palabras del hombre que estaba arriba de ella. Sabía que significaban algo.

Bruscamente, Roberto se salió. Cándida creyó despertar de un trance. Se levantó y se puso de rodillas sobre la cama. Había una fuerza dentro de ella que quería hacerla salir corriendo de esa habitación. No importaba que estuviera desnuda, a esa fuerza no le importaba.

Sus piernas la retuvieron. Se transformaron en dos plomos que la anclaron al colchón.

Entonces Iba a decir algo, pero Roberto la calló metiendo su miembro dentro de la boca. Su glande le golpeaba la garganta. Le dio una arcada. Nuevas lágrimas rodaron por sus mejillas.

“Ponte en cuatro” ordenó él.

Ella obedeció. Unos segundos después, sintió la impúdica lengua de él como una serpiente drogada que llenaba todo de saliva y fluidos. Con ella la penetró un rato. Ella emitió un sonido: fue un gemido de genuina excitación.

“Te gusta, ¿cierto?” le dijo, con la respiración entrecortada. “Si” dijo ella sinceramente. Así en cuatro como estaba, sintió la lengua subir y quedarse en un lugar inesperado. Sus nalgas se estremecieron y se cerraron. Roberto le dio una nalgada. Eso también la sorprendió.

“Relájalas” le ordenó. Y siguió en su tarea de llenarlo todo de saliva.

Sin sacar la lengua, Roberto metió su dedo en la vagina. Sus movimientos a veces eran cortos y rápidos, pero también la masajeaba y la escarbaba. Ahora sí lo sentía: toda su entrepierna estaba tan mojada que era absurdo. El goce hacía que sus piernas se volvieran de gelatina: era increíble para ella estar aún en cuatro, pues se había relajado al punto de querer dejarse caer sobre la cama y no saber de sí misma.

“¿Sabes cómo se llama esto, Cándida?” preguntó Roberto de repente.

Cándida solo pudo musitar un distraído y ahogado “¿Qué?”

“Esto se llama matar dos pájaros de un tiro” respondió él. Cándida no entendió.

“¿A qué te refieres?” preguntó.

“Hoy día vas a perder las dos virginidades”.

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