EL INVITADO
Habíamos estado preparando este viaje Daniel y yo durante semanas. Por eso, cuando dos días antes me dijo que Víctor, un viejo amigo de la infancia pero a quien yo no conocía, se vendría con nosotros, no pude de dejar de mostrar mi disgusto.
–Daniel –le dije–, este iba a ser nuestro viaje, sólo para ti y para mí.
Daniel y yo salíamos juntos desde hace año y medio; era nuestro primer viaje solos. Nos habían dejado las llaves de un apartamento en Roquetas de Mar, y nos íbamos a pasar una semana él y yo solos, a nuestras anchas, ya que el trabajo de Daniel le absorbía mucho y no teníamos demasiadas ocasiones para estar el uno con el otro. Por ese motivo, la presencia de alguien más me pareció una pequeña traición por su parte.
–Es un amigo del colegio a quien hace mucho que no veía. Está pasando por un mal momento, su novia de siempre lo ha dejado por otro, y cuando lo vi tan deshecho pensé que este viaje podría hacerle bien. Por favor, Merche –me rogó–, de todas formas el apartamento tiene dos dormitorios: no nos molestará, te lo aseguro.
Siempre he sido muy blanda, me dejo convencer con facilidad. Así que ese mismo viernes, después de comer, cogimos el coche los tres rumbo a nuestro destino vacacional.
Víctor era más o menos de la misma edad que Daniel, unos veintidós o veintitrés años. Era un muchacho alto, bien parecido, de complexión atlética y pelo muy corto. Efectivamente, se trataba de un chico guapo y atractivo, pero no me dio la impresión de que estuviera pasando por ningún mal momento. Se ve que sabía fingir bien. Me dio dos besos a modo de saludo y, por indicación mía, pasó al asiento delantero del coche junto a Daniel. Yo, todavía algo enfadada con mi novio, preferí mantenerme un poco al margen, situándome en el asiento de atrás.
Por el camino, los amigos se pasaron todo el rato contándose historias de su juventud, recordando momentos ya superados y riendo juntos las diversas peripecias vividas en común. Ver a Daniel tan contento hizo que mi enfado se fuera apagando poco a poco; de cualquier manera, aquel Víctor no parecía mal tipo. Quizá me había obcecado yo más de la cuenta.
Hablaron de lo que suelen hablar los chicos en momentos así: de los profesores, de los amigos a los que habían perdido la pista y, sobre todo, de sus primeros ligues. Fue así como supe que Daniel y Víctor habían sido novios de la misma muchacha, una tal Verónica que, por lo visto, debía ser bastante fácil a pesar de su corta edad (en aquel entonces, andarían por los dieciséis). Sin embargo, me molestó oírlos hablar con tanto desprecio de ese chica, por muy putona que fuese: daba la sensación de que para ellos sólo se trataba de un agujero donde habían logrado meter la polla. Yo, al menos, no tenía esa imagen de Daniel; me parecía alguien más considerado con las mujeres. No obstante, era consciente de que cuando dos viejos amigos se juntan para hablar de sus ligues respectivos, tiran más de boquilla que de otra cosa.
Habíamos salido algo más tarde de lo previsto, así que nos vimos obligados a hacer noche en camino. Como no íbamos muy sobrados de dinero, alquilamos una habitación triple. Nunca me ha preocupado compartir habitación con otros chicos, de hecho estoy acostumbrada desde jovencita a dormir en albergues y demás, así que no le di importancia. Además se trataba de una sola noche, y estábamos todos lo suficientemente cansados para echarnos a dormir enseguida.
Aunque el que algún desconocido me vea desnuda no me incomoda demasiado (de vez en cuando vamos a playas nudistas, y además no me siento en absoluto descontenta de mi cuerpo: aunque no puedo presumir de pechos grandes, sí que los tengo bien moldeados y firmes; mi culo todavía se mantiene prieto y altivo, sin un asomo de grasa innecesaria; y mis piernas, delgadas pero perfectamente torneadas, captan enseguida las miradas de los viandantes cuando me pongo minifalda), en esta ocasión, antes de meterme en la cama, y también para evitar que aquel chico se sintiera incómodo por mi culpa, me fui al cuarto de baño para ponerme el camisón que iba a usar para dormir. Por suerte, lo había echado conmigo, ya que cuando estoy con Daniel suelo dormir desnuda.
Cuando acabé de cambiarme, salí del baño para que al menos Víctor entrara también a cambiarse. Pero cuál fue mi sorpresa cuando me lo encontré completamente desnudo tirado encima de la cama mientras se fumaba un cigarro.
Me quedé un tanto cortada, tengo que admitirlo, pero intenté reaccionar de la manera más natural. Traté de no llevar los ojos directamente a su polla, pero aún así pude comprobar que su tamaño, al menos en estado de reposo, era más que llamativo.
Daniel también se desnudó allí delante y, sin ponerse pijama alguno, se metió en la cama de matrimonio que compartía conmigo. Tuve entonces una sensación extraña, como si yo fuera la más mojigata de todos. Pero, aún así, me metí en la cama con el camisón puesto y le pedí a Víctor, sin mirarlo apenas, que cuando terminara de fumar apagase la luz.
Por la mañana, me desperté cuando apenas entraba el sol por la ventana. Daniel todavía dormía. Me giré hacia donde estaba Víctor, que se había dormido sobre la cama sin cubrirse con la sábana, y aprecié entonces que tenía una erección considerable, casi diría que extraordinaria. Me quedé mirándolo unos segundos: aquella polla nervuda y recia no podía dejar de reclamar mi atención. La luz era tenue todavía, no se veía demasiado bien, y pensé que Víctor todavía estaba dormido. Su voz me sacó del error.
–¿Ya es hora de levantarnos? –me dijo.
Entonces me di cuenta de que estaba despierto y con los ojos abiertos, y que probablemente había estado viéndome todo el rato contemplar extasiada su polla. Me puse roja como un tomate y, tratando de disimular mi nerviosismo, me levanté de la cama.
–Sí, es mejor que salgamos pronto. Me doy una ducha rápida y nos vamos.
Bajo la ducha, no podía quitarme de la cabeza aquel pollón tan tremendo que me había sido dado a contemplar. Por un instante, hice mención de acariciarme el clítoris, pero me dije que no podía caer tan fácilmente, que estaba enamorada de mi novio y que era con él con quien deseaba follar.
Por suerte, cuando salí del baño, Víctor ya llevaba puesto los calzoncillos. Por el contrario, yo sólo andaba tapada con la toalla. Me había metido con tanta precipitación en el baño que había olvidado coger la ropa para salir ya vestida.
Seguía nerviosa. No sabía si sacar la ropa de la maleta e ir a vestirme al baño o si hacerlo allí mismo, a la vista de Víctor. Daniel todavía remoloneaba desnudo sobre la cama. Le di un pequeño empujón y lo conminé a levantarse de una vez por todas.
–Venga, tenemos que irnos ya. Si vas a ducharte, entra de una vez en el baño, y si no, vístete.
Mientras me secaba con lentitud el cabello, Daniel se incorporó entre remilgos y, desnudo como iba, se metió en el cuarto de baño. Yo me quedé entonces a solas con Víctor, quien, todavía en calzoncillos (unos boxer ajustados que le quedaban de miedo), se acababa de encender un cigarrillo.
Pensé que no tenía sentido comerme la cabeza tan estúpidamente y que, si era capaz de tomar el sol desnuda ante desconocidos, no había ningún problema en cambiarme allí delante del amigo de mi novio, al fin y al cabo casi un desconocido para mí. Así me puse de espaldas a él y como con descuido dejé caer la toalla al suelo.
En ningún momento me volví hacia atrás, pero no me fue difícil advertir la mirada codiciosa de Víctor sobre mi cuerpo desnudo, escrutando mi espalda y mis glúteos, tratando de adivinar algún detalle más, imaginando hasta donde de momento yo le negaba el acceso: mis tetas y mi pubis, el cual, por si fuera poco, me acababa de afeitar la mañana anterior. Así que, muy despacio, como pretendiendo alargar aquel momento hasta el infinito, y al mismo tiempo para ocultar el ligero nerviosismo que empezaba a bullir en mi estómago, me agaché lentamente sobre la maleta y tomé una de mis bragas. Me puse de pie y pasé un pie por la pernera. Pero al momento me detuve. Me estaba empezando a excitar, aquella representación me gustaba más de lo que nunca había imaginado. Así que volví a dejar las bragas en la maleta y saqué un tanga, el tanta más escueto y minúsculo que tengo. Me volví a poner de pie y, con el mayor disimulo que fui capaz, me giré un poco, lo suficiente para quedar de perfil ante Víctor. Yo no lo miré, pero sabía que no me quitaba ojo de encima, sin dejar de fumar con parsimonia su cigarrillo.
Me puse el tanga muy despacio, diría que recreándome en cada movimiento, en cada gesto imprescindible, haciendo deslizar la tela suavemente sobre mis muslos, y luego me giré hacia Víctor, quien, en efecto, me observaba con lo que me pareció cierta sonrisa socarrona.
–Seguro que tenemos un día de mucho calor –dije yo, sin intención de iniciar ninguna conversación, más bien para restar tensión al momento.
Entonces me di cuenta de que mis pezones se habían puesto erectos como olivas, y de que seguro que Víctor se habría fijado en ellos. En ese momento, temí que Daniel fuera a salir del baño y que pudiera pillarnos a los dos así, en esa oscura connivencia, así que decidí que lo mejor sería vestirme enseguida.
Me puse una camiseta más bien ancha (no quería que los pezones sobresaliesen en exceso, por esa razón no solía usar tops ajustados) y luego unos shorts de algodón –estos sí, ceñidos– que me gusta usar cuando voy de viaje. "Menos mal que me he puesto tanga –pensé para mí–, porque si no se hubieran notado demasiado las gomas de las bragas".
Daniel salió minutos después, bastante más despejado de lo que había entrado, y se vistió con rapidez.
–Venga –le dijo a Víctor–, que tenemos que salir enseguida.
¡Qué jodidamente bien le quedaban los boxer a aquel chico! Para mí que su polla no estaba en reposo total, porque las gomas del calzoncillo parecían estar a punto de romperse. Había sido una actitud un tanto infantil la mía, pero suficiente para provocar su excitación. Por fin, los tres abandonamos la habitación y seguimos camino a nuestro destino.
Yo notaba a Víctor cada vez más suelto. Hoy, por ejemplo, le contó a Daniel cosas sobre su relación con su última novia, esa que acababa de dejarle, y lo encontré bastante animado, e incluso algo procaz en su manera de describir cómo era el sexo entre ellos: contaba, por ejemplo, que lo que más le gustaba a él era darle por detrás, es decir, introducírsela por el recto. Yo enseguida me imaginé a aquella muchacha como una putilla, porque ni en sueños se me ocurriría dejar que Daniel me diera por el culo. Eso era algo a lo que no estaba dispuesta. Me parecía antihigiénico y de mal gusto, además de profundamente doloroso..
A diferencia de ayer, Víctor se giraba de vez en cuando hacia mí y me sonreía ladinamente; yo, tonta de mí, le devolvía el gesto con algo de timidez y reparo.
Finalmente llegamos al apartamento. Se trataba de un piso con dos dormitorios, cocina, salón, baño y una hermosa terraza desde la que se contemplaba el mar. Perfecto para lo que buscábamos. Nos instalamos enseguida, Daniel y yo en la habitación de matrimonio, y Víctor en la de al lado, que también disponía de una gran cama para dos. No había terminado de deshacer las maletas cuando Daniel tomó su maletín de trabajo, que había traído consigo.
–Merche –me dijo–, a última hora me han surgido un par de trabajitos por aquí cerca, y voy a aprovechar para sacarme un dinerillo extra. Cuando termine, todavía nos quedarán cuatro o cinco días para ti y para mí. Y te juro que nos lo pasaremos a lo grande.
No espero más. Se despidió de Víctor dándole un apretón de manos y salió por la puerta con determinación. Yo no era capaz de creerme lo que acababa de pasar.
Víctor, por su parte, colocó en poco tiempo sus cosas en la habitación, y luego se vino hacia donde yo estaba. Me sentía tan disgustada que aún tenía la maleta a medio deshacer.
–Me voy a dar una vuelta por ahí –me dijo– ¿te vienes?
No estaba yo para fiestas ni para vueltecitas. Le dije que no, que esa tarde me quedaba en el piso, y acto seguido Víctor salió por la puerta, dejándome sola.
No tenía ganas de nada. Me sentía más que traicionada: humillada, ninguneada. "Si lo llego a saber –me dije– a buenas horas me pilla éste." Estaba decidida a cantarle las cuarenta cuando volviera. Me sentía tan encabronada que llegué a pensar en volverme de inmediato a mi casa y mandarlo definitivamente a la mierda.
Me pasé la tarde indolente, sentada en el sofá viendo la tele. Cuando ya eran las once, decidí que era el momento de irme a dormir. No tenía sueño, pero quería que aquellos dos estúpidos días en que Daniel iba a estar fuera transcurriesen lo antes posible. Estaba deseando cantarle las cuarenta.
Ya estaba dormida cuando oí que abrían la puerta del apartamento. "Será Víctor", pensé. Sin embargo, con él escuché risas de mujer. No tardé en comprender que se había venido con algún ligue. "Bueno, a mí me da igual, mientras me dejen dormir", me dije. Pero las risas continuaron durante algunos minutos más. Yo, he de reconocerlo, aguzaba el oído para escuchar mejor. Les maldecía por no dejarme dormir, pero al mismo tiempo ponía todo mi esfuerzo por oír lo que hacían y lo que decían. Bueno, decir no decían mucho; sólo reían y reían. Al final, pensé que por fin se callaban. Pero lo que vino después fue peor: aquella chica se puso a gemir como una loca, como una salvaje, como si estuviera poseída por el demonio. ¡Dios mío, si parecía que iba a morirse en cada orgasmo! Y lo más terrible es que aquello parecía no tener fin. Minuto a minuto, sus aullidos se sucedían con estrépito, sin que nada pareciera capaz de hacerla parar. O estábamos ante una multiorgásmica escandalosa, o Víctor era todo un maestro follador.
Puedo atestiguar que aquella orgía salvaje duró más de tres horas –con diferentes intervalos y parones, y siempre acompañada de innumerables risitas y chillidos estridentes–. Llegué incluso a perder la cuenta de los orgasmos que tuvo aquella muchacha. Eran pasadas las cuatro cuando por fin parecieron dormirse. A mí, sin embargo, excitada por todo aquello, me costó un poco más.
A la mañana siguiente, eran las ocho cuando oí que la chica salía del dormitorio y se marchaba. Aún los escuché echar unas cuantas risitas más, hasta que por fin la puerta se cerró y Víctor se volvió a encerrar en su habitación.
Yo ya no era capaz de volverme a dormir, así que me levanté. Me quité el camisón y me puse una camiseta larga que me llegaba hasta algo más arriba de las rodillas, y salí a la terraza. Hacía un día espléndido. Aquella terraza era perfecta; era un piso alto, y desde donde ahora me encontraba nadie de los alrededores podía verme: ante mí, sólo estaban los tejados de algunas urbanizaciones próximas y un poco más allá la playa. Si me quitaba la camiseta, podría tomar el sol sin que nadie me viera. Pero no, estaba Víctor. Y no quería que me tomara por una buscona de tres al cuarto, y menos aún que pensara que estaba tratando de provocarle. Así que me senté en la tumbona tal como iba y dejé que los primeros rayos de sol, suaves y cálidos como un suspiro, me calentasen el rostro.
Entonces sentí una figura justo a mi lado que miraba desde arriba. Abrí los ojos un tanto sobresaltada y lo vi allí, junto a mí, en pelota picada. ¡Qué apuesto y gallardo me pareció bajo la luz tenue de aquellas primeras horas del día! ¡Qué complexión tan esbelta, que músculos tan bien formados! Estaba bien el chico, realmente bien. Pero lo que de verdad me fascinó fue su polla hermosa y contundente, ahora fláccida pero aún así poderosa, enérgica, digamos que de inmensa personalidad, la cual vociferaba a gritos su deseo de salir del capullo aprisionador para mostrarse entera y libre al mundo, para ofrecerse a todas las hembras salidas y lujuriosas, como yo empezaba a estarlo ahora mismo. Cuando me di cuenta de la fijación con que le miraba la polla, rápidamente cambié la vista hacia el exterior.
–¿Has desayunado ya? –me dijo.
Le contesté que no, que me acababa de levantar. Entonces él se fue a la cocina. Aproveché entonces para mirarle el culo: firme, sólido, perfectamente simétrico. Casi sentí que mis manos se iban tras aquellos glúteos compactos y musculosos. Luego, para mi decepción, desapareció por el pasillo.
Empezaba a tener calor, y no sólo a causa del sol. Pero no, no podía dejarme ir tan fácilmente. Hasta que no quedaran las cosas claras entre Daniel y yo, le debía a mi novio un mínimo de respeto.
Al poco tiempo, Víctor regresó a la terraza con dos cafés, uno para mí. Seguía completamente desnudo. Después se sentó en una hamaca junto a mí, y cruzó una de sus piernas bajo el cuerpo. ¡Dios mío, que pasada de polla! ¡Cómo lucía en aquel cuerpo atlético y esbelto!
–¿Hicimos mucho ruido ayer? –me preguntó como si nada, como si solo quisiese hablar conmigo.
–Bueno –respondí yo con voz de tonta–, un poco, lo normal en estos casos.
Y de nuevo le sonreí. Y una vez más él me devolvió la sonrisa. Después bebí un sorbo de café.
–Es este un buen lugar para tomar el sol, ¿verdad? –me dijo.
–Sí, extraordinario. Debe pegar hasta el medio día.
–Y entonces –me sonrió sardónicamente– ¿es que no te gusta tomar el sol?
Yo me miré de arriba abajo y enrojecí como una tonta: estaba claro que con semejante camisa mal me podía tostar la piel. Al mismo tiempo sentí que me estaba comportando como una pazguata. Aquel chico me intimidaba de veras, y lo peor de todo es que hubiera deseado tenerlo allí junto a mí, tan desnudito como estaba, durante el resto de mi vida. Me estaba dejando dominar ante tanta absurda contradicción.
–Sí, claro –dije tratando de disimular mi contrariedad lo mejor que supe–, en que me acabe el café me pongo un rato.
Entonces él se volvió a levantar –estaba ahí, de pie, a veinte centímetros de mí, con aquel ejemplar de polla justo frente a mi rostro, a un leve movimiento de cabeza, a un abrir y cerrar de mis labios– y me dijo:
–Dame la taza –aún no me había terminado el café– y te la llevo a la cocina.
Me bebí lo que me quedaba de un sorbo y Víctor entró de nuevo en el piso con ambas tazas. "Bueno –me dije–, ahora no puedo volver a hacerme la tonta de nuevo". Además, sentía un calor incendiario en mi interior, necesitaba despojarme de todo lo accesorio. Así que me quité la camiseta y, en pelota picada, me tumbé sobre la hamaca. Al poco tiempo, sentí los rayos de sol cayendo sobre mi piel desnuda.
Como he dicho antes, me había depilado el pubis por completo. Era la primera vez que lo hacía, había querido sorprender a Daniel con aquel detalle (además, me había comprado un tanga para la playa que exigía un rasurado extremo de las ingles). Pero en ese momento pensé que igual el sol le haría algo de daño a aquella parte de mi cuerpo siempre protegida por una ingente masa de pelo. Sin embargo, todavía era temprano. "Estoy así unos minutos y luego me pongo el tanga", me dije.
Para mi sorpresa, Víctor no volvía. Por una parte, eso me intranquilizaba: necesitaba su presencia, despertaba en mí ciertas sensaciones difíciles de describir pero que me hacían ponerme tensa y expectante (algo así como el efecto que causa la adrenalina); por otra, casi mejor que me dejase sola, más tiempo con aquel chico podría volverme loca.
Pero unos minutos después, oí el click de una cámara de fotos junto a mí. Abrí los ojos y ahí estaba él, haciéndome una foto; me había concentrado de tal manera en mis pensamientos que no me había dado cuenta de su presencia.
–¿Qué estás haciendo? –le pregunté, aunque la respuesta era más que evidente.
–Te hago fotos.
Entonces, en vez de recriminarle por aquella intromisión injustificada en mi intimidad, de reprenderle por aquel comportamiento tan descarado sin haberme pedido permiso antes, me incorporé un poco hacia delante y le dije:
–¿Te gusta hacer fotos? –y le sonreí con cara de tonta.
–Sólo a las chicas hermosas como tú –y tras disparar de nuevo, añadió–: ¿te molesta?
Había perdido el control de mis actos: yo ya no era yo, estaba obcecada por aquel tipo, había anulado mi voluntad.
–No, no en absoluto. Me gusta que me hagan fotos.
"Pero no en pelotas y sin haberme pedido permiso siquiera" tenía que haber añadido. En vez de eso, dejé que hiciera de mí lo que quisiese.
–Ven, ponte aquí –me dijo–, vamos a aprovechar esta luz tan maravillosa que tenemos ahora.
A pesar de todo, me sentía incómoda, y es posible que también me hubiera ruborizado. Sin embargo, debo admitir que el que Víctor me hiciera fotos me gustaba. Aunque cierta atracción por el exhibicionismo no era nueva en mí, el hecho de que me tomaran fotos desnuda implicaba un cierto peligro: vete a saber qué haría después con las imágenes..
Víctor, huelga decirlo, seguía desnudo. Por ese motivo, no me fue difícil advertir que su polla comenzaba a elevarse unos pocos grados.
–Ponte aquí, junto a la barandilla.
Junto a la barandilla: ahí sí que me podía ver la gente. No obstante, le obedecí como una estúpida.
–Apoya los codos en la barandilla y levanta un poco la rodilla; así, como si apoyaras el pie en la pared.
Yo miraba a la cámara tratando de desplegar una sonrisa. Él parecía obsesionado con mis poses: Click, otra foto, y otra, y ahora ponte sobre la hamaca, mira con sutileza, cógete el pelo, una foto tras otra, parecía entregado a la máquina, y sin embargo su polla aparecía cada vez más tensa, más elevada, más rígida, su glande más libre y más grueso, y yo más húmeda, más excitada, más salida. Mis pezones, duros y erguidos como lapiceros, debían de crear sombras extrañas sobre las tetas.
–¿Y si me dejas hacerte una foto a ti? –acerté a decir.
–Espera –me dijo–, se me ocurre algo mejor.
Y a continuación puso la cámara sobre la mesa de la terraza y vino a mi lado. Creo que antes había puesto el autodisparador.
–Saldremos los dos –y me echó una mano al hombro.
Yo, por corresponder, pasé una mano por su cintura. Después, él se puso un poco detrás de mí. Sin querer, me golpeó en el costado con su polla, que ya mostraba una horizontalidad más que evidente. Yo, al sentir el golpe, le miré el miembro directamente y me sonreí un poco. Él, sin embargo, estaba del todo serio, concentrado en su trabajo.
–Espera, no te muevas –me dijo.
Y entonces se colocó justo en mi costado, apoyando su cabeza en mi hombro. Su polla, ya definitivamente erecta, venciendo cualquier ley natural, sobresalía por delante de mí. Acto seguido, pasó su brazo izquierdo por detrás mi espada y la colocó sobre una de mis tetas.
–¿Te molesta? –fue lo único que me dijo.
Yo, que con sentir sobre mi piel la turgencia extrema de aquel órgano ya me sentía al borde del delirio, le sonreí con algo de pudor pero no dije nada.
Era extraño: me encontraba bien así, desnuda ante un desconocido, sintiendo cómo me rozaba con su polla definitivamente tiesa, solicitante, el sol calentándonos a ambos. Pero todavía no me creía preparada para llegar más allá: esto era un simple juego, nos hacíamos fotos y nos rozábamos, cosas de niños. Una penetración es algo mucho más serio. Y yo todavía albergaba mis dudas.
–¿Qué vas a hacer con estas fotos? –le pregunté algo ingenuamente.
–Son para mi colección particular. No temas, no las haré públicas.
Yo, dándomelas de liberada, le dije:
–Bueno, tampoco me importaría que se las enseñases a más gente, siempre que no sea a mi novio, claro está.
Entonces él cambió de registro.
–¿Os lleváis bien entre vosotros?
Aquella pregunta me pareció poco adecuada para un momento así. No obstante, respondí con educación.
–Sí, claro, lo normal.
–Ayer no me pareció veros muy compenetrados, si me lo permites.
Bueno, ayer no, claro, pero es que ya venía enfadada desde antes.
–Y la noche que pasamos en el hostal ni siquiera os pusisteis a follar.
Yo me quedé lívida. ¿Cómo íbamos a follar estando él presente?
–Pero es que estabas tú –le dije, como si no comprendiera muy bien aquel comentario fuera de lugar
–Eso no es ningún impedimento. Es más, a mí a veces me excita mucho que me vean follar. ¿No te pasa lo mismo a ti?
Yo titubeé.
–No sé, no lo he hecho nunca delante de nadie.
–¿Y por qué no lo intentas por primera vez? Aquí mismo, a un paso de la calle, es casi como follar en público.
La palabra se repetía una y otra vez: follar. Qué hermosa me sonaba pronunciada por él: follar. "Fóllame, fóllame como a un perra." Yo nunca le había sido infiel a Daniel; de hecho, había sido el tercer tío con el que me acostaba en mi vida, el tercero y el último hasta la fecha. Sin embargo, mi experiencia en ese asunto no era para tirar cohetes, más bien se podía considerar frustrante (el primer chico, novato como yo, se corrió apenas penetrarme; el segundo estaba pendiente sólo de su propio placer; y con Daniel rara era la vez que aguantábamos más de quince minutos). Ayer había oído correrse a Víctor durante casi tres horas. Algo me decía que se trataba de un semental ¿Se puede saber entonces a qué estaba esperando? "Merche– me dije–, no eres más que una estrecha. Te lo está poniendo a tiro."
–Pero, Víctor, hazte cargo.. Daniel es mi novio, además de tu amigo, no sé si sabes lo que estás diciendo.
–No te preocupes por él, él ya lo sabe. Y da su permiso.
Entonces, ¿habían hablado ellos de mí en secreto? ¿Quizá se me había jugado a las cartas y me había perdido? Pero no tuve tiempo para más. En ese momento, Víctor dio dos pasos hacia delante y puso su inmensa y dura polla apoyada contra mi barriga.
–Déjame al menos que te sienta –me dijo.
Aquello no estaba hecho de carne, ¡parecía acero! ¡Qué dura, qué nervios inflexibles, cuánta brutalidad allí escondida! Después sus manos vinieron a mis glúteos, sobaron sus formas, se movieron con dulzura, hasta que unos dedos tenues se detuvieron justo en el agujero de mi culo. Yo cerré los ojos; no sabía qué hacer. Es más, no sabía qué estaba haciendo, quién era yo, quién era ese tipo. Estaba húmeda y hambrienta. Eso era lo único real.
Me abrió con suavidad el agujero de mi culo e introdujo un dedo. Yo sentí un pequeño dolor, pero callé. Su polla todavía se asentaba firme sobre mi piel, la forma de su glande se adhería como un martillo pilón a mi escuálida barriga, parecía querer incrustarse en mi ombligo. Víctor siguió introduciendo el dedo más y más en mi culo, y entonces yo sentí un regusto desconocido, un goce extraño al sentirme penetrada por aquel orificio tan extraño pero tan sensible, a pesar de que me había dicho a mí misma que nunca me la meterían por ahí. Estuve por decirle "métemelo más, más, más adentro", pero no fui capaz de pronunciar palabra alguna.
Entonces llevó su otra mano hasta mi entrepierna, y debió darse cuenta enseguida de lo húmeda que estaba, porque no necesitó meterme el dedo. Lo mojó sólo con deslizarlo por mi rajita y luego lo llevó hasta a mi boca. Nunca había probado el sabor de mi flujo, y me supo extraño, denso, de sabor difícil. Después, apartó las manos de ambos oficios, me tomó por los brazos y me puso boca arriba sobre la mesa de la terraza pero apoyándome con los pies en el suelo. Después me separó un poco las piernas y dejó mi vulva a la vista.
Pero todavía no me la metió. Comenzó a sobarme con los dedos, y después me agarró una mano mía y la puso sobre su polla. Estaba dura, durísima, intenté apretarla con todas mis fuerza pero no fui capaz de vencer su consistencia. Después se agachó (tuve que soltarle la polla) y me introdujo la lengua en el coño hasta llegar a profundidades donde ninguna otra lengua humana llegaría. ¿Cómo lo hizo? No lo sé, pero debo confesar que aquel lamido profundo me hizo alcanzar el primer orgasmo. Aquella lengua interminable superó con creces el territorio marcado por los labios menores y entró en el agujero casi hasta donde lo hacía la polla de Daniel (entonces comprendí lo pequeña que la tenía y lo mal que me había follado hasta entonces).
Creo que me corrí un par de veces: nunca había disfrutado tanto con un cunilingus. Era algo brutal, unas corrientes inexplicables sacudían todo mi cuerpo como si fueran verdaderas descargas eléctricas. Estuve a punto de pedirle que parara, que no aguantaba más. Pero no hizo falta: al cabo de un rato, sacó su lengua incansable de mi coño y se puso de pie.
Me levantó con sumo cuidado de la mesa y me conminó a agacharme. Entonces vi su polla terrible y codiciosa enfilar directamente hacia mi boca.
–Es toda tuya.
Fue maravilloso, increíble, indescriptible. Era la polla más grande y rígida que había visto nunca (aunque la verdad es que tampoco había visto demasiadas). Me resultaba imposible abarcarla por completo con mi boca de mortal, no me cabía toda. Aún así, me la tragué hasta donde pude, y después me entretuve con el mayor esmero en chupar y lamer aquel prodigio de la naturaleza, en rodearla con mi lengua salivosa y dócil. No lo debí hacer del todo mal, porque su rostro reflejaba un goce cada vez más intenso, un agrado sincero y real.
Por suerte, no se corrió en mi garganta (que era lo que yo me temía). Antes de eso, me volvió a poner sobre la mesa como había hecho antes, pero esta vez boca abajo, y de nuevo lo vi hurgando en el agujero de mi culo. "¡Por Dios!– pensé–, que no me meta todo eso dentro, que no me lo meta".
Tengo que admitir que lo hizo con sumo cuidado, pero aún así sentí que me desgarraba el ano. Pese a todo, y por encima del dolor horrible, aquel falo entrando y saliendo de mi culo me produjo un placer inmenso, desconocido, incomparable, diferente. Me sentía humillada, usada, diría que violada, y eso contribuía en no poca medida a darme aquel inmenso placer. Sacaba y metía la polla con ligereza pero con cuidado, y yo no podía dejar de exhalar unos leves aullidos de placer, aunque creo que lo suficientemente ahogados como para que no se oyeran en las terrazas vecinas. Cuando por fin se corrió en mis intestinos, me agarró del cabello y tiró de mi cabeza hacia sí, curvándome la espalda. Yo sentí su semen como un chaparrón entrando hasta lo más profundo de mis vísceras, como si aquel esperma brutal se extendiese por mis tripas alcanzando los rincones más ocultos. Pero lo más maravilloso es que, cuando la sacó, su polla no había perdido ni un milímetro de su erección: continuaba inmensa y gloriosa como si nada.
Con el culo ya vacío, sentía resbalar por el agujero como una cascada de leche todo el semen que él había alojado en mi interior. Entonces, Víctor me giró hacia sí y me dijo:
–Límpiamela.
Y yo tomé su glande entre mis labios y chupé obediente su semen amargo y poderoso. Nunca me había tragado el semen de nadie, ni siquiera de Daniel. Pero a Víctor no supe decirle que no. Su sabor me era desagradable, muy amargo, pero disfruté como una puta libando su imponente sexo.
Estaba excitadísima. Mi vagina no paraba de manar flujo como una fuente natural. Rogaba en silencio que me metiera su polla de una vez por todas para que me pudiera correr como una salvaje. Pero Víctor todavía quería esperar un poco más. Me levantó y me puso de espaldas a él, y luego colocó ambas manos sobre mis tetas. Como ya he dicho, mis pezones son de erección fácil, además de considerable, circunstancia que Víctor aprovechó para jugar largo rato con ellos: los pellizcaba, los rozaba apenas con la yema de los dedos, los mordía, los chupaba, los acariciaba, los sobaba, los besaba, los lamía… y yo sentía que me iba por dentro, que me vaciaba por completo, incapaz de comprender cómo podía albergar dentro de mí tanto y tan inagotable "magma" vaginal.
Por fin, el momento ansiado llegó. Víctor me puso boca arriba sobre la hamaca, me abrió las piernas todo lo que pudo y me metió su inmenso falo hasta los huevos, logrando que me retorciera de placer y de éxtasis. Él iba y venía de adelante atrás con fuerza, con violencia incluso; parecía que con cada embestida llegara más adentro de mis entrañas. Su polla, gruesa y dura como el acero, estiraba mis labios hasta el límite, incrementando mi placer hasta niveles inimaginables. Lo más increíble es que su erección seguía incólume sin que llegara a correrse. ¿Cuánto tiempo estaría clavándome aquella polla inmensa, mientras yo me derretía entre orgasmos brutales y convulsiones eléctricas que ya no ponía interés en ocultar, "que lo sepa toda la urbanización, todo Roquetas: estoy siendo follada por una polla salvaje"? Estaba loca, ida, hasta casi perder el sentido. No miento si digo que estuvo más de media hora así, forzando mis pliegues, rozándome el clítoris, hincándomela hasta el fondo.
Después, me tomó con suavidad de la mano y me hizo ponerme boca abajo sobre la hamaca. Yo enseguida supe lo que iba a hacer. Todavía me dolía un poco el culo de la follada de antes, pero la sola idea de volver a sentirme vejada de esa manera, de ser violentada y usada por un macho cabrío, por una fiera desprovista de consideración hacia su víctima, me excitó aún más. Así que le ofrecí mi culo como si se tratase de una ofrenda a un dios protector y todopoderoso. Él, siempre con mucho cuidado, logró vencer la primera resistencia de mi esfínter y me la clavó de nuevo, consiguiendo que aquella penetración me resultase más placentera aun que con la primera: mi culo todavía conservaba cierta dilatación, y su polla pudo mecerse con más arte si cabe dentro de mis intestinos. Me atrevería a decir que incluso conseguí llegar al orgasmo (nunca lo había imaginado, pero se puede llegar al orgasmo al ser penetrada por el recto). No obstante, en esta ocasión no se corrió dentro. Tras varios minutos de violentarme el esfínter, saco su polla dura como una piedra, me dio media vuelta con cierta brusquedad y a continuación me la clavó por el coño sin darme tiempo siquiera a prepararme: me levantó las piernas hacia arriba y allí la introdujo de un solo golpe, sin miramientos, casi con urgencia. "Se va a correr enseguida –pensé yo–, la tiene a punto de explotar". Sin embargo, allí se pasó no sé cuántos minutos más, metiéndola y sacándola a un ritmo constante, casi diría que atlético, mecánico. Yo me moría a cada nuevo embate, embriagada de placer, yéndome en orgasmos como una perra salida, ya hasta había perdido la cuenta de las veces que me había corrido, pero inmensamente satisfecha al sentir el coño repleto hasta en sus partes más esquivas, henchido hasta el límite por la fuerza descomunal de aquel miembro formidable, violentada sin consideración, sin que me fuera dada la posibilidad de rebelarme de la tiranía de aquella polla sedienta.
Cuando explotó, pensé que me rompía por dentro, que un surtidor de semen me inundaba por completo, que era penetrada por una polla electrónica que hacía que me agitase como si me electrocutaran y que provocaba que mis músculos restallaban de placer y de gozo como si en mi interior se desatase un festival prodigioso de fuegos artificiales.
No recuerdo cuánto tiempo después –era incapaz de controlar el tiempo– Víctor se sentó en la hamaca y pareció calmarse. He de reconocer que me había quedado dolorida: jamás en mi vida había alcanzado aquellos delirios orgiásticos, nunca me habían penetrado tantas veces seguidas ni de aquella forma, con aquella furia salvaje, con una intensidad casi sobrehumana. Me dejé caer al suelo, pero me dolía tanto el culo que tuve que acostarme de medio lado. Llevaba tal cantidad de esperma en mi interior que no paraba de expulsarlo: parecía una fuente lechosa. Lo único que me apetecía era abandonarme a la pereza, eso y tomarme una buena ducha.
Víctor me miraba con gesto de satisfacción, o mejor dicho, de triunfo. De pronto se levantó, tomó su cámara y me tiró tres o cuatro fotografías más.
–Estoy destrozada –le dije–, debo tener un aspecto horrible.
–Tienes el coño más bonito que he visto nunca, parece de niña –me dijo, y acto seguido se aproximó con su cámara y me tomó tres o cuatro fotos de la raja.
–Debe estar enrojecido –dije yo, contenta a pesar de todo, feliz de que aquel tipo no respetase ni por un segundo mi derecho a la intimidad.
Y entonces advertí que su polla iba ganando volumen de nuevo, cada vez más enhiesta, más rígida, hasta alcanzar esa dureza inverosímil que tanto placer me había proporcionado.
Pero, en vez de metérmela otra vez, comenzó a cascársela allí mismo, sobre mí, hasta que derramó sobre mi cuerpo el resto del semen que todavía llevaba almacenado en sus huevos. No hizo falta que me pidiera nada: yo misma me aproximé a su polla y le lamí la leche que pendía del glande. Él aprovechó para hacerme varias fotografías.
–Túmbate en el suelo y ábrete la raja.
Más fotos, ahora sin ningún tipo de cortapisas. Nunca me he sentido tan vencida y humillada como entonces, ni tampoco más gozosa. Yo me aplicaba en cada fotografía, trataba de mostrarme más y más lasciva, más terrible, me había convertido en una comepollas insaciable. Y él no paraba de descargar una foto tras otra, aquella cámara digital debía de tener una memoria tremenda.
Cuando pareció cansarse de tomar fotos, dejó la cámara sobre la mesa y se vino hacia mí. Me metió de nuevo su inmenso pollón en mi ya irritada vagina y comenzó a follarme durante un buen rato. Me dolía el coño, el culo, el estómago, la boca, la espalda, todo el cuerpo; pero seguía sintiendo en mi interior cada una de sus embestidas como una auténtica sacudida nuclear. Estaba rota y sufría, cierto, pero sabía que en la vida volvería a encontrar nada comparable a aquella voracidad sexual tan prodigiosa que nos dominaba a ambos. Este era mi día, mi momento, la celebración de mi coño, y no podía desaprovecharlo.
Seguimos así horas. De vez en cuando, Víctor parecía cansarse y se sentaba un rato; luego me hacía alguna foto, me agarraba de las piernas, me ponía en esta o en aquella posición, y me penetraba una vez más. No hace falta decir que quedé hecha un guiñapo, lo que se dice un trapo, pero sobre todo destrozada por el placer inmenso que aquel monstruo sexual había logrado proporcionarme. Al final, me dijo que era hora de que nos aseáramos un poco, así que nos levantamos para darnos una ducha. Por suerte, fuimos separadamente él y yo. Ni que decir tiene que el agua me supo a gloria, tan fresca y limpia, sudorosa y sucia de semen como estaba. Cuando me apliqué el chorro al coño para limpiarlo del esperma que casi lo había colonizado, a punto estuve de masturbarme –me excitaba con solo recordar la polla insaciable de aquel bárbaro–, pero al final me lo pensé dos veces: tenía el coño rojo e irritado de tal manera que incluso temí que me hubiera producido algún desgarro, y el culo no digamos. En realidad estaba desecha, vencida, derrotaba. Pero si me hubiera pedido follar una vez más, no me habría negado.
Cuando salí de la ducha, Víctor ya se había vestido.
–Me voy a dar una vuelta. Luego nos vemos.
Y sin preguntarme siquiera si quería irme con él, salió del apartamento.
Yo lo esperé durante horas, durante casi toda la noche, ansiaba volver a ser follada por él (debo admitir que Víctor y yo no follábamos: era él quien me follaba a mí), a soportar sus embestidas de podenco, quería que me la metiera hasta destrozarme del todo, hasta romperme en dos mitades. Pero Víctor no volvió esa noche. Ni durante el día siguiente.
Yo apenas salí del apartamento durante ese tiempo. Fui un rato a la playa (más para ver si lo veía que para tomar el sol) y luego me volví a recluir en aquel antro que para mí ya había tomado la consideración de sagrado. De vez en cuando salía a la terraza y me entretenía haciéndome pajas mientras recordaba su polla magnífica y portentosa. Pero de Víctor seguía sin saber nada. ¿Se habría hartado de mí? ¿Le habría parecido poco? ¿Tan sosa y pazguata parezco?
Y en esas cavilaciones andaba yo cuando, dos días después de su partida, Daniel regresó al apartamento.
–Ya era hora –le dije sin ocultar mi enfado–, estas no son formas de comportarse. Te largas y me dejas sola, sin más, sin que te importe una mierda.
Volver a ver a Daniel había despertado la ira en mí: no sólo me molestaba que se hubiera marchado de aquella forma, me indignaba también lo malo que era en la cama, lo engañada que me había tenido hasta entonces. No había pensado mucho en este asunto, pero creo que en ese instante ya no le quería.
–¿Y Víctor? –preguntó.
Yo callé un segundo. Pensé que tenía que decirle las cosas que habían pasado entre nosotros. Era la mejor forma de romper nuestra relación: me había enamorado perdidamente de su amigo.
–Escucha, tengo que decirte algo, algo que ha pasado aquí durante tu ausencia.
Daniel parecía no querer escucharme. Cogió el maletín y se metió en nuestro dormitorio.
–Tengo que hablarte –insistí yo–, déjame que te cuente.
Entonces él se volvió hacia completamente serio.
–Lo sé todo, no hace falta que te expliques. Es por eso por lo que os dejé a los dos solos. Para que follarais a vuestras anchas.
Yo me quedé estupefacta. ¿Pero qué coño era todo eso? ¿Se puede saber a qué estábamos jugando?
–Víctor y yo lo hemos compartido todo siempre, desde que éramos niños –se explicó Daniel–, desde nuestra primera novia común. Nos lo juramos el uno al otro y nunca hasta hoy hemos traicionado nuestro juramento.
No podía creer lo que me contaba, era algo inaudito.
–Siempre que uno se echaba novia, el otro tenía derecho a catarla. Pero cuando empecé a salir contigo, quise romper aquel pacto. Por eso intenté evitar a toda costa que Víctor te conociese. Pero tarde o temprano, como no podía ser de otra manera, se enteró. Intenté convencerle para que te dejara al margen, pero me fue imposible. Cada vez que él se liaba con alguna, al día siguiente me llamaba para que fuera a acostarme con ella. Habrás comprobado que es bastante mejor que yo, por eso tenía mucho más éxito con las mujeres. Y a todas sin excepción las obligaba a que follaran conmigo. Por eso ninguna le dura mucho tiempo.
Yo era incapaz de pronunciar palabra. Lo que estaba escuchando me había robado el habla.
–Yo le dije que a ti no te podía obligar a follar con él, pero me dijo que le daba lo mismo, que ya se encargaría él de convencerte.
Me quedé muda. Aquello no me lo esperaba. Y sin embargo hubiera jurado que le había excitado a Víctor por mí misma, gracias a mis encantos personales. No sabía si sentirme decepcionada, manipulada o simplemente agradecida por haberme permitido gozar de un espécimen así, por haberme dejado siquiera por un día alcanzar el éxtasis sagrado de la carne.
En ese instante, Víctor regresó al apartamento. No dijo nada, sólo nos miró a Daniel y a mí. Yo tampoco dije nada; no conocía las palabras adecuadas para expresar lo que sentía en ese momento. Yo continuaba sentada sobre el sofá, inmóvil, con la mirada perdida en el vacío. Víctor se vino hacia mí y me cogió del brazo. Yo no me resistí. Me quitó la ropa con cuidado, la camiseta primero y el short después, pero el tanga me lo arrancó de cuajo, rompiendo la goma. Después me puso a cuatro patas en el suelo. Y entonces oí que le decía a Daniel:
–Fóllatela por el culo. No lo habéis hecho nunca, pero es algo que le vuelve loca. Es mucho más perra de lo que me habías contado.
Dicho esto, la polla de mi novio entró sin dificultad en mi concavidad, en aquel agujero ya acostumbrado a objetos de mayor tamaño y enjundia. Medio minuto después, fue Víctor quien me metió su inmenso pollón en la boca hasta hacérmela tragar toda, casi hasta los mismísimos huevos. Una pequeña lágrima cayó entonces por mis mejillas.
Habíamos estado preparando este viaje Daniel y yo durante semanas. Por eso, cuando dos días antes me dijo que Víctor, un viejo amigo de la infancia pero a quien yo no conocía, se vendría con nosotros, no pude de dejar de mostrar mi disgusto.
–Daniel –le dije–, este iba a ser nuestro viaje, sólo para ti y para mí.
Daniel y yo salíamos juntos desde hace año y medio; era nuestro primer viaje solos. Nos habían dejado las llaves de un apartamento en Roquetas de Mar, y nos íbamos a pasar una semana él y yo solos, a nuestras anchas, ya que el trabajo de Daniel le absorbía mucho y no teníamos demasiadas ocasiones para estar el uno con el otro. Por ese motivo, la presencia de alguien más me pareció una pequeña traición por su parte.
–Es un amigo del colegio a quien hace mucho que no veía. Está pasando por un mal momento, su novia de siempre lo ha dejado por otro, y cuando lo vi tan deshecho pensé que este viaje podría hacerle bien. Por favor, Merche –me rogó–, de todas formas el apartamento tiene dos dormitorios: no nos molestará, te lo aseguro.
Siempre he sido muy blanda, me dejo convencer con facilidad. Así que ese mismo viernes, después de comer, cogimos el coche los tres rumbo a nuestro destino vacacional.
Víctor era más o menos de la misma edad que Daniel, unos veintidós o veintitrés años. Era un muchacho alto, bien parecido, de complexión atlética y pelo muy corto. Efectivamente, se trataba de un chico guapo y atractivo, pero no me dio la impresión de que estuviera pasando por ningún mal momento. Se ve que sabía fingir bien. Me dio dos besos a modo de saludo y, por indicación mía, pasó al asiento delantero del coche junto a Daniel. Yo, todavía algo enfadada con mi novio, preferí mantenerme un poco al margen, situándome en el asiento de atrás.
Por el camino, los amigos se pasaron todo el rato contándose historias de su juventud, recordando momentos ya superados y riendo juntos las diversas peripecias vividas en común. Ver a Daniel tan contento hizo que mi enfado se fuera apagando poco a poco; de cualquier manera, aquel Víctor no parecía mal tipo. Quizá me había obcecado yo más de la cuenta.
Hablaron de lo que suelen hablar los chicos en momentos así: de los profesores, de los amigos a los que habían perdido la pista y, sobre todo, de sus primeros ligues. Fue así como supe que Daniel y Víctor habían sido novios de la misma muchacha, una tal Verónica que, por lo visto, debía ser bastante fácil a pesar de su corta edad (en aquel entonces, andarían por los dieciséis). Sin embargo, me molestó oírlos hablar con tanto desprecio de ese chica, por muy putona que fuese: daba la sensación de que para ellos sólo se trataba de un agujero donde habían logrado meter la polla. Yo, al menos, no tenía esa imagen de Daniel; me parecía alguien más considerado con las mujeres. No obstante, era consciente de que cuando dos viejos amigos se juntan para hablar de sus ligues respectivos, tiran más de boquilla que de otra cosa.
Habíamos salido algo más tarde de lo previsto, así que nos vimos obligados a hacer noche en camino. Como no íbamos muy sobrados de dinero, alquilamos una habitación triple. Nunca me ha preocupado compartir habitación con otros chicos, de hecho estoy acostumbrada desde jovencita a dormir en albergues y demás, así que no le di importancia. Además se trataba de una sola noche, y estábamos todos lo suficientemente cansados para echarnos a dormir enseguida.
Aunque el que algún desconocido me vea desnuda no me incomoda demasiado (de vez en cuando vamos a playas nudistas, y además no me siento en absoluto descontenta de mi cuerpo: aunque no puedo presumir de pechos grandes, sí que los tengo bien moldeados y firmes; mi culo todavía se mantiene prieto y altivo, sin un asomo de grasa innecesaria; y mis piernas, delgadas pero perfectamente torneadas, captan enseguida las miradas de los viandantes cuando me pongo minifalda), en esta ocasión, antes de meterme en la cama, y también para evitar que aquel chico se sintiera incómodo por mi culpa, me fui al cuarto de baño para ponerme el camisón que iba a usar para dormir. Por suerte, lo había echado conmigo, ya que cuando estoy con Daniel suelo dormir desnuda.
Cuando acabé de cambiarme, salí del baño para que al menos Víctor entrara también a cambiarse. Pero cuál fue mi sorpresa cuando me lo encontré completamente desnudo tirado encima de la cama mientras se fumaba un cigarro.
Me quedé un tanto cortada, tengo que admitirlo, pero intenté reaccionar de la manera más natural. Traté de no llevar los ojos directamente a su polla, pero aún así pude comprobar que su tamaño, al menos en estado de reposo, era más que llamativo.
Daniel también se desnudó allí delante y, sin ponerse pijama alguno, se metió en la cama de matrimonio que compartía conmigo. Tuve entonces una sensación extraña, como si yo fuera la más mojigata de todos. Pero, aún así, me metí en la cama con el camisón puesto y le pedí a Víctor, sin mirarlo apenas, que cuando terminara de fumar apagase la luz.
Por la mañana, me desperté cuando apenas entraba el sol por la ventana. Daniel todavía dormía. Me giré hacia donde estaba Víctor, que se había dormido sobre la cama sin cubrirse con la sábana, y aprecié entonces que tenía una erección considerable, casi diría que extraordinaria. Me quedé mirándolo unos segundos: aquella polla nervuda y recia no podía dejar de reclamar mi atención. La luz era tenue todavía, no se veía demasiado bien, y pensé que Víctor todavía estaba dormido. Su voz me sacó del error.
–¿Ya es hora de levantarnos? –me dijo.
Entonces me di cuenta de que estaba despierto y con los ojos abiertos, y que probablemente había estado viéndome todo el rato contemplar extasiada su polla. Me puse roja como un tomate y, tratando de disimular mi nerviosismo, me levanté de la cama.
–Sí, es mejor que salgamos pronto. Me doy una ducha rápida y nos vamos.
Bajo la ducha, no podía quitarme de la cabeza aquel pollón tan tremendo que me había sido dado a contemplar. Por un instante, hice mención de acariciarme el clítoris, pero me dije que no podía caer tan fácilmente, que estaba enamorada de mi novio y que era con él con quien deseaba follar.
Por suerte, cuando salí del baño, Víctor ya llevaba puesto los calzoncillos. Por el contrario, yo sólo andaba tapada con la toalla. Me había metido con tanta precipitación en el baño que había olvidado coger la ropa para salir ya vestida.
Seguía nerviosa. No sabía si sacar la ropa de la maleta e ir a vestirme al baño o si hacerlo allí mismo, a la vista de Víctor. Daniel todavía remoloneaba desnudo sobre la cama. Le di un pequeño empujón y lo conminé a levantarse de una vez por todas.
–Venga, tenemos que irnos ya. Si vas a ducharte, entra de una vez en el baño, y si no, vístete.
Mientras me secaba con lentitud el cabello, Daniel se incorporó entre remilgos y, desnudo como iba, se metió en el cuarto de baño. Yo me quedé entonces a solas con Víctor, quien, todavía en calzoncillos (unos boxer ajustados que le quedaban de miedo), se acababa de encender un cigarrillo.
Pensé que no tenía sentido comerme la cabeza tan estúpidamente y que, si era capaz de tomar el sol desnuda ante desconocidos, no había ningún problema en cambiarme allí delante del amigo de mi novio, al fin y al cabo casi un desconocido para mí. Así me puse de espaldas a él y como con descuido dejé caer la toalla al suelo.
En ningún momento me volví hacia atrás, pero no me fue difícil advertir la mirada codiciosa de Víctor sobre mi cuerpo desnudo, escrutando mi espalda y mis glúteos, tratando de adivinar algún detalle más, imaginando hasta donde de momento yo le negaba el acceso: mis tetas y mi pubis, el cual, por si fuera poco, me acababa de afeitar la mañana anterior. Así que, muy despacio, como pretendiendo alargar aquel momento hasta el infinito, y al mismo tiempo para ocultar el ligero nerviosismo que empezaba a bullir en mi estómago, me agaché lentamente sobre la maleta y tomé una de mis bragas. Me puse de pie y pasé un pie por la pernera. Pero al momento me detuve. Me estaba empezando a excitar, aquella representación me gustaba más de lo que nunca había imaginado. Así que volví a dejar las bragas en la maleta y saqué un tanga, el tanta más escueto y minúsculo que tengo. Me volví a poner de pie y, con el mayor disimulo que fui capaz, me giré un poco, lo suficiente para quedar de perfil ante Víctor. Yo no lo miré, pero sabía que no me quitaba ojo de encima, sin dejar de fumar con parsimonia su cigarrillo.
Me puse el tanga muy despacio, diría que recreándome en cada movimiento, en cada gesto imprescindible, haciendo deslizar la tela suavemente sobre mis muslos, y luego me giré hacia Víctor, quien, en efecto, me observaba con lo que me pareció cierta sonrisa socarrona.
–Seguro que tenemos un día de mucho calor –dije yo, sin intención de iniciar ninguna conversación, más bien para restar tensión al momento.
Entonces me di cuenta de que mis pezones se habían puesto erectos como olivas, y de que seguro que Víctor se habría fijado en ellos. En ese momento, temí que Daniel fuera a salir del baño y que pudiera pillarnos a los dos así, en esa oscura connivencia, así que decidí que lo mejor sería vestirme enseguida.
Me puse una camiseta más bien ancha (no quería que los pezones sobresaliesen en exceso, por esa razón no solía usar tops ajustados) y luego unos shorts de algodón –estos sí, ceñidos– que me gusta usar cuando voy de viaje. "Menos mal que me he puesto tanga –pensé para mí–, porque si no se hubieran notado demasiado las gomas de las bragas".
Daniel salió minutos después, bastante más despejado de lo que había entrado, y se vistió con rapidez.
–Venga –le dijo a Víctor–, que tenemos que salir enseguida.
¡Qué jodidamente bien le quedaban los boxer a aquel chico! Para mí que su polla no estaba en reposo total, porque las gomas del calzoncillo parecían estar a punto de romperse. Había sido una actitud un tanto infantil la mía, pero suficiente para provocar su excitación. Por fin, los tres abandonamos la habitación y seguimos camino a nuestro destino.
Yo notaba a Víctor cada vez más suelto. Hoy, por ejemplo, le contó a Daniel cosas sobre su relación con su última novia, esa que acababa de dejarle, y lo encontré bastante animado, e incluso algo procaz en su manera de describir cómo era el sexo entre ellos: contaba, por ejemplo, que lo que más le gustaba a él era darle por detrás, es decir, introducírsela por el recto. Yo enseguida me imaginé a aquella muchacha como una putilla, porque ni en sueños se me ocurriría dejar que Daniel me diera por el culo. Eso era algo a lo que no estaba dispuesta. Me parecía antihigiénico y de mal gusto, además de profundamente doloroso..
A diferencia de ayer, Víctor se giraba de vez en cuando hacia mí y me sonreía ladinamente; yo, tonta de mí, le devolvía el gesto con algo de timidez y reparo.
Finalmente llegamos al apartamento. Se trataba de un piso con dos dormitorios, cocina, salón, baño y una hermosa terraza desde la que se contemplaba el mar. Perfecto para lo que buscábamos. Nos instalamos enseguida, Daniel y yo en la habitación de matrimonio, y Víctor en la de al lado, que también disponía de una gran cama para dos. No había terminado de deshacer las maletas cuando Daniel tomó su maletín de trabajo, que había traído consigo.
–Merche –me dijo–, a última hora me han surgido un par de trabajitos por aquí cerca, y voy a aprovechar para sacarme un dinerillo extra. Cuando termine, todavía nos quedarán cuatro o cinco días para ti y para mí. Y te juro que nos lo pasaremos a lo grande.
No espero más. Se despidió de Víctor dándole un apretón de manos y salió por la puerta con determinación. Yo no era capaz de creerme lo que acababa de pasar.
Víctor, por su parte, colocó en poco tiempo sus cosas en la habitación, y luego se vino hacia donde yo estaba. Me sentía tan disgustada que aún tenía la maleta a medio deshacer.
–Me voy a dar una vuelta por ahí –me dijo– ¿te vienes?
No estaba yo para fiestas ni para vueltecitas. Le dije que no, que esa tarde me quedaba en el piso, y acto seguido Víctor salió por la puerta, dejándome sola.
No tenía ganas de nada. Me sentía más que traicionada: humillada, ninguneada. "Si lo llego a saber –me dije– a buenas horas me pilla éste." Estaba decidida a cantarle las cuarenta cuando volviera. Me sentía tan encabronada que llegué a pensar en volverme de inmediato a mi casa y mandarlo definitivamente a la mierda.
Me pasé la tarde indolente, sentada en el sofá viendo la tele. Cuando ya eran las once, decidí que era el momento de irme a dormir. No tenía sueño, pero quería que aquellos dos estúpidos días en que Daniel iba a estar fuera transcurriesen lo antes posible. Estaba deseando cantarle las cuarenta.
Ya estaba dormida cuando oí que abrían la puerta del apartamento. "Será Víctor", pensé. Sin embargo, con él escuché risas de mujer. No tardé en comprender que se había venido con algún ligue. "Bueno, a mí me da igual, mientras me dejen dormir", me dije. Pero las risas continuaron durante algunos minutos más. Yo, he de reconocerlo, aguzaba el oído para escuchar mejor. Les maldecía por no dejarme dormir, pero al mismo tiempo ponía todo mi esfuerzo por oír lo que hacían y lo que decían. Bueno, decir no decían mucho; sólo reían y reían. Al final, pensé que por fin se callaban. Pero lo que vino después fue peor: aquella chica se puso a gemir como una loca, como una salvaje, como si estuviera poseída por el demonio. ¡Dios mío, si parecía que iba a morirse en cada orgasmo! Y lo más terrible es que aquello parecía no tener fin. Minuto a minuto, sus aullidos se sucedían con estrépito, sin que nada pareciera capaz de hacerla parar. O estábamos ante una multiorgásmica escandalosa, o Víctor era todo un maestro follador.
Puedo atestiguar que aquella orgía salvaje duró más de tres horas –con diferentes intervalos y parones, y siempre acompañada de innumerables risitas y chillidos estridentes–. Llegué incluso a perder la cuenta de los orgasmos que tuvo aquella muchacha. Eran pasadas las cuatro cuando por fin parecieron dormirse. A mí, sin embargo, excitada por todo aquello, me costó un poco más.
A la mañana siguiente, eran las ocho cuando oí que la chica salía del dormitorio y se marchaba. Aún los escuché echar unas cuantas risitas más, hasta que por fin la puerta se cerró y Víctor se volvió a encerrar en su habitación.
Yo ya no era capaz de volverme a dormir, así que me levanté. Me quité el camisón y me puse una camiseta larga que me llegaba hasta algo más arriba de las rodillas, y salí a la terraza. Hacía un día espléndido. Aquella terraza era perfecta; era un piso alto, y desde donde ahora me encontraba nadie de los alrededores podía verme: ante mí, sólo estaban los tejados de algunas urbanizaciones próximas y un poco más allá la playa. Si me quitaba la camiseta, podría tomar el sol sin que nadie me viera. Pero no, estaba Víctor. Y no quería que me tomara por una buscona de tres al cuarto, y menos aún que pensara que estaba tratando de provocarle. Así que me senté en la tumbona tal como iba y dejé que los primeros rayos de sol, suaves y cálidos como un suspiro, me calentasen el rostro.
Entonces sentí una figura justo a mi lado que miraba desde arriba. Abrí los ojos un tanto sobresaltada y lo vi allí, junto a mí, en pelota picada. ¡Qué apuesto y gallardo me pareció bajo la luz tenue de aquellas primeras horas del día! ¡Qué complexión tan esbelta, que músculos tan bien formados! Estaba bien el chico, realmente bien. Pero lo que de verdad me fascinó fue su polla hermosa y contundente, ahora fláccida pero aún así poderosa, enérgica, digamos que de inmensa personalidad, la cual vociferaba a gritos su deseo de salir del capullo aprisionador para mostrarse entera y libre al mundo, para ofrecerse a todas las hembras salidas y lujuriosas, como yo empezaba a estarlo ahora mismo. Cuando me di cuenta de la fijación con que le miraba la polla, rápidamente cambié la vista hacia el exterior.
–¿Has desayunado ya? –me dijo.
Le contesté que no, que me acababa de levantar. Entonces él se fue a la cocina. Aproveché entonces para mirarle el culo: firme, sólido, perfectamente simétrico. Casi sentí que mis manos se iban tras aquellos glúteos compactos y musculosos. Luego, para mi decepción, desapareció por el pasillo.
Empezaba a tener calor, y no sólo a causa del sol. Pero no, no podía dejarme ir tan fácilmente. Hasta que no quedaran las cosas claras entre Daniel y yo, le debía a mi novio un mínimo de respeto.
Al poco tiempo, Víctor regresó a la terraza con dos cafés, uno para mí. Seguía completamente desnudo. Después se sentó en una hamaca junto a mí, y cruzó una de sus piernas bajo el cuerpo. ¡Dios mío, que pasada de polla! ¡Cómo lucía en aquel cuerpo atlético y esbelto!
–¿Hicimos mucho ruido ayer? –me preguntó como si nada, como si solo quisiese hablar conmigo.
–Bueno –respondí yo con voz de tonta–, un poco, lo normal en estos casos.
Y de nuevo le sonreí. Y una vez más él me devolvió la sonrisa. Después bebí un sorbo de café.
–Es este un buen lugar para tomar el sol, ¿verdad? –me dijo.
–Sí, extraordinario. Debe pegar hasta el medio día.
–Y entonces –me sonrió sardónicamente– ¿es que no te gusta tomar el sol?
Yo me miré de arriba abajo y enrojecí como una tonta: estaba claro que con semejante camisa mal me podía tostar la piel. Al mismo tiempo sentí que me estaba comportando como una pazguata. Aquel chico me intimidaba de veras, y lo peor de todo es que hubiera deseado tenerlo allí junto a mí, tan desnudito como estaba, durante el resto de mi vida. Me estaba dejando dominar ante tanta absurda contradicción.
–Sí, claro –dije tratando de disimular mi contrariedad lo mejor que supe–, en que me acabe el café me pongo un rato.
Entonces él se volvió a levantar –estaba ahí, de pie, a veinte centímetros de mí, con aquel ejemplar de polla justo frente a mi rostro, a un leve movimiento de cabeza, a un abrir y cerrar de mis labios– y me dijo:
–Dame la taza –aún no me había terminado el café– y te la llevo a la cocina.
Me bebí lo que me quedaba de un sorbo y Víctor entró de nuevo en el piso con ambas tazas. "Bueno –me dije–, ahora no puedo volver a hacerme la tonta de nuevo". Además, sentía un calor incendiario en mi interior, necesitaba despojarme de todo lo accesorio. Así que me quité la camiseta y, en pelota picada, me tumbé sobre la hamaca. Al poco tiempo, sentí los rayos de sol cayendo sobre mi piel desnuda.
Como he dicho antes, me había depilado el pubis por completo. Era la primera vez que lo hacía, había querido sorprender a Daniel con aquel detalle (además, me había comprado un tanga para la playa que exigía un rasurado extremo de las ingles). Pero en ese momento pensé que igual el sol le haría algo de daño a aquella parte de mi cuerpo siempre protegida por una ingente masa de pelo. Sin embargo, todavía era temprano. "Estoy así unos minutos y luego me pongo el tanga", me dije.
Para mi sorpresa, Víctor no volvía. Por una parte, eso me intranquilizaba: necesitaba su presencia, despertaba en mí ciertas sensaciones difíciles de describir pero que me hacían ponerme tensa y expectante (algo así como el efecto que causa la adrenalina); por otra, casi mejor que me dejase sola, más tiempo con aquel chico podría volverme loca.
Pero unos minutos después, oí el click de una cámara de fotos junto a mí. Abrí los ojos y ahí estaba él, haciéndome una foto; me había concentrado de tal manera en mis pensamientos que no me había dado cuenta de su presencia.
–¿Qué estás haciendo? –le pregunté, aunque la respuesta era más que evidente.
–Te hago fotos.
Entonces, en vez de recriminarle por aquella intromisión injustificada en mi intimidad, de reprenderle por aquel comportamiento tan descarado sin haberme pedido permiso antes, me incorporé un poco hacia delante y le dije:
–¿Te gusta hacer fotos? –y le sonreí con cara de tonta.
–Sólo a las chicas hermosas como tú –y tras disparar de nuevo, añadió–: ¿te molesta?
Había perdido el control de mis actos: yo ya no era yo, estaba obcecada por aquel tipo, había anulado mi voluntad.
–No, no en absoluto. Me gusta que me hagan fotos.
"Pero no en pelotas y sin haberme pedido permiso siquiera" tenía que haber añadido. En vez de eso, dejé que hiciera de mí lo que quisiese.
–Ven, ponte aquí –me dijo–, vamos a aprovechar esta luz tan maravillosa que tenemos ahora.
A pesar de todo, me sentía incómoda, y es posible que también me hubiera ruborizado. Sin embargo, debo admitir que el que Víctor me hiciera fotos me gustaba. Aunque cierta atracción por el exhibicionismo no era nueva en mí, el hecho de que me tomaran fotos desnuda implicaba un cierto peligro: vete a saber qué haría después con las imágenes..
Víctor, huelga decirlo, seguía desnudo. Por ese motivo, no me fue difícil advertir que su polla comenzaba a elevarse unos pocos grados.
–Ponte aquí, junto a la barandilla.
Junto a la barandilla: ahí sí que me podía ver la gente. No obstante, le obedecí como una estúpida.
–Apoya los codos en la barandilla y levanta un poco la rodilla; así, como si apoyaras el pie en la pared.
Yo miraba a la cámara tratando de desplegar una sonrisa. Él parecía obsesionado con mis poses: Click, otra foto, y otra, y ahora ponte sobre la hamaca, mira con sutileza, cógete el pelo, una foto tras otra, parecía entregado a la máquina, y sin embargo su polla aparecía cada vez más tensa, más elevada, más rígida, su glande más libre y más grueso, y yo más húmeda, más excitada, más salida. Mis pezones, duros y erguidos como lapiceros, debían de crear sombras extrañas sobre las tetas.
–¿Y si me dejas hacerte una foto a ti? –acerté a decir.
–Espera –me dijo–, se me ocurre algo mejor.
Y a continuación puso la cámara sobre la mesa de la terraza y vino a mi lado. Creo que antes había puesto el autodisparador.
–Saldremos los dos –y me echó una mano al hombro.
Yo, por corresponder, pasé una mano por su cintura. Después, él se puso un poco detrás de mí. Sin querer, me golpeó en el costado con su polla, que ya mostraba una horizontalidad más que evidente. Yo, al sentir el golpe, le miré el miembro directamente y me sonreí un poco. Él, sin embargo, estaba del todo serio, concentrado en su trabajo.
–Espera, no te muevas –me dijo.
Y entonces se colocó justo en mi costado, apoyando su cabeza en mi hombro. Su polla, ya definitivamente erecta, venciendo cualquier ley natural, sobresalía por delante de mí. Acto seguido, pasó su brazo izquierdo por detrás mi espada y la colocó sobre una de mis tetas.
–¿Te molesta? –fue lo único que me dijo.
Yo, que con sentir sobre mi piel la turgencia extrema de aquel órgano ya me sentía al borde del delirio, le sonreí con algo de pudor pero no dije nada.
Era extraño: me encontraba bien así, desnuda ante un desconocido, sintiendo cómo me rozaba con su polla definitivamente tiesa, solicitante, el sol calentándonos a ambos. Pero todavía no me creía preparada para llegar más allá: esto era un simple juego, nos hacíamos fotos y nos rozábamos, cosas de niños. Una penetración es algo mucho más serio. Y yo todavía albergaba mis dudas.
–¿Qué vas a hacer con estas fotos? –le pregunté algo ingenuamente.
–Son para mi colección particular. No temas, no las haré públicas.
Yo, dándomelas de liberada, le dije:
–Bueno, tampoco me importaría que se las enseñases a más gente, siempre que no sea a mi novio, claro está.
Entonces él cambió de registro.
–¿Os lleváis bien entre vosotros?
Aquella pregunta me pareció poco adecuada para un momento así. No obstante, respondí con educación.
–Sí, claro, lo normal.
–Ayer no me pareció veros muy compenetrados, si me lo permites.
Bueno, ayer no, claro, pero es que ya venía enfadada desde antes.
–Y la noche que pasamos en el hostal ni siquiera os pusisteis a follar.
Yo me quedé lívida. ¿Cómo íbamos a follar estando él presente?
–Pero es que estabas tú –le dije, como si no comprendiera muy bien aquel comentario fuera de lugar
–Eso no es ningún impedimento. Es más, a mí a veces me excita mucho que me vean follar. ¿No te pasa lo mismo a ti?
Yo titubeé.
–No sé, no lo he hecho nunca delante de nadie.
–¿Y por qué no lo intentas por primera vez? Aquí mismo, a un paso de la calle, es casi como follar en público.
La palabra se repetía una y otra vez: follar. Qué hermosa me sonaba pronunciada por él: follar. "Fóllame, fóllame como a un perra." Yo nunca le había sido infiel a Daniel; de hecho, había sido el tercer tío con el que me acostaba en mi vida, el tercero y el último hasta la fecha. Sin embargo, mi experiencia en ese asunto no era para tirar cohetes, más bien se podía considerar frustrante (el primer chico, novato como yo, se corrió apenas penetrarme; el segundo estaba pendiente sólo de su propio placer; y con Daniel rara era la vez que aguantábamos más de quince minutos). Ayer había oído correrse a Víctor durante casi tres horas. Algo me decía que se trataba de un semental ¿Se puede saber entonces a qué estaba esperando? "Merche– me dije–, no eres más que una estrecha. Te lo está poniendo a tiro."
–Pero, Víctor, hazte cargo.. Daniel es mi novio, además de tu amigo, no sé si sabes lo que estás diciendo.
–No te preocupes por él, él ya lo sabe. Y da su permiso.
Entonces, ¿habían hablado ellos de mí en secreto? ¿Quizá se me había jugado a las cartas y me había perdido? Pero no tuve tiempo para más. En ese momento, Víctor dio dos pasos hacia delante y puso su inmensa y dura polla apoyada contra mi barriga.
–Déjame al menos que te sienta –me dijo.
Aquello no estaba hecho de carne, ¡parecía acero! ¡Qué dura, qué nervios inflexibles, cuánta brutalidad allí escondida! Después sus manos vinieron a mis glúteos, sobaron sus formas, se movieron con dulzura, hasta que unos dedos tenues se detuvieron justo en el agujero de mi culo. Yo cerré los ojos; no sabía qué hacer. Es más, no sabía qué estaba haciendo, quién era yo, quién era ese tipo. Estaba húmeda y hambrienta. Eso era lo único real.
Me abrió con suavidad el agujero de mi culo e introdujo un dedo. Yo sentí un pequeño dolor, pero callé. Su polla todavía se asentaba firme sobre mi piel, la forma de su glande se adhería como un martillo pilón a mi escuálida barriga, parecía querer incrustarse en mi ombligo. Víctor siguió introduciendo el dedo más y más en mi culo, y entonces yo sentí un regusto desconocido, un goce extraño al sentirme penetrada por aquel orificio tan extraño pero tan sensible, a pesar de que me había dicho a mí misma que nunca me la meterían por ahí. Estuve por decirle "métemelo más, más, más adentro", pero no fui capaz de pronunciar palabra alguna.
Entonces llevó su otra mano hasta mi entrepierna, y debió darse cuenta enseguida de lo húmeda que estaba, porque no necesitó meterme el dedo. Lo mojó sólo con deslizarlo por mi rajita y luego lo llevó hasta a mi boca. Nunca había probado el sabor de mi flujo, y me supo extraño, denso, de sabor difícil. Después, apartó las manos de ambos oficios, me tomó por los brazos y me puso boca arriba sobre la mesa de la terraza pero apoyándome con los pies en el suelo. Después me separó un poco las piernas y dejó mi vulva a la vista.
Pero todavía no me la metió. Comenzó a sobarme con los dedos, y después me agarró una mano mía y la puso sobre su polla. Estaba dura, durísima, intenté apretarla con todas mis fuerza pero no fui capaz de vencer su consistencia. Después se agachó (tuve que soltarle la polla) y me introdujo la lengua en el coño hasta llegar a profundidades donde ninguna otra lengua humana llegaría. ¿Cómo lo hizo? No lo sé, pero debo confesar que aquel lamido profundo me hizo alcanzar el primer orgasmo. Aquella lengua interminable superó con creces el territorio marcado por los labios menores y entró en el agujero casi hasta donde lo hacía la polla de Daniel (entonces comprendí lo pequeña que la tenía y lo mal que me había follado hasta entonces).
Creo que me corrí un par de veces: nunca había disfrutado tanto con un cunilingus. Era algo brutal, unas corrientes inexplicables sacudían todo mi cuerpo como si fueran verdaderas descargas eléctricas. Estuve a punto de pedirle que parara, que no aguantaba más. Pero no hizo falta: al cabo de un rato, sacó su lengua incansable de mi coño y se puso de pie.
Me levantó con sumo cuidado de la mesa y me conminó a agacharme. Entonces vi su polla terrible y codiciosa enfilar directamente hacia mi boca.
–Es toda tuya.
Fue maravilloso, increíble, indescriptible. Era la polla más grande y rígida que había visto nunca (aunque la verdad es que tampoco había visto demasiadas). Me resultaba imposible abarcarla por completo con mi boca de mortal, no me cabía toda. Aún así, me la tragué hasta donde pude, y después me entretuve con el mayor esmero en chupar y lamer aquel prodigio de la naturaleza, en rodearla con mi lengua salivosa y dócil. No lo debí hacer del todo mal, porque su rostro reflejaba un goce cada vez más intenso, un agrado sincero y real.
Por suerte, no se corrió en mi garganta (que era lo que yo me temía). Antes de eso, me volvió a poner sobre la mesa como había hecho antes, pero esta vez boca abajo, y de nuevo lo vi hurgando en el agujero de mi culo. "¡Por Dios!– pensé–, que no me meta todo eso dentro, que no me lo meta".
Tengo que admitir que lo hizo con sumo cuidado, pero aún así sentí que me desgarraba el ano. Pese a todo, y por encima del dolor horrible, aquel falo entrando y saliendo de mi culo me produjo un placer inmenso, desconocido, incomparable, diferente. Me sentía humillada, usada, diría que violada, y eso contribuía en no poca medida a darme aquel inmenso placer. Sacaba y metía la polla con ligereza pero con cuidado, y yo no podía dejar de exhalar unos leves aullidos de placer, aunque creo que lo suficientemente ahogados como para que no se oyeran en las terrazas vecinas. Cuando por fin se corrió en mis intestinos, me agarró del cabello y tiró de mi cabeza hacia sí, curvándome la espalda. Yo sentí su semen como un chaparrón entrando hasta lo más profundo de mis vísceras, como si aquel esperma brutal se extendiese por mis tripas alcanzando los rincones más ocultos. Pero lo más maravilloso es que, cuando la sacó, su polla no había perdido ni un milímetro de su erección: continuaba inmensa y gloriosa como si nada.
Con el culo ya vacío, sentía resbalar por el agujero como una cascada de leche todo el semen que él había alojado en mi interior. Entonces, Víctor me giró hacia sí y me dijo:
–Límpiamela.
Y yo tomé su glande entre mis labios y chupé obediente su semen amargo y poderoso. Nunca me había tragado el semen de nadie, ni siquiera de Daniel. Pero a Víctor no supe decirle que no. Su sabor me era desagradable, muy amargo, pero disfruté como una puta libando su imponente sexo.
Estaba excitadísima. Mi vagina no paraba de manar flujo como una fuente natural. Rogaba en silencio que me metiera su polla de una vez por todas para que me pudiera correr como una salvaje. Pero Víctor todavía quería esperar un poco más. Me levantó y me puso de espaldas a él, y luego colocó ambas manos sobre mis tetas. Como ya he dicho, mis pezones son de erección fácil, además de considerable, circunstancia que Víctor aprovechó para jugar largo rato con ellos: los pellizcaba, los rozaba apenas con la yema de los dedos, los mordía, los chupaba, los acariciaba, los sobaba, los besaba, los lamía… y yo sentía que me iba por dentro, que me vaciaba por completo, incapaz de comprender cómo podía albergar dentro de mí tanto y tan inagotable "magma" vaginal.
Por fin, el momento ansiado llegó. Víctor me puso boca arriba sobre la hamaca, me abrió las piernas todo lo que pudo y me metió su inmenso falo hasta los huevos, logrando que me retorciera de placer y de éxtasis. Él iba y venía de adelante atrás con fuerza, con violencia incluso; parecía que con cada embestida llegara más adentro de mis entrañas. Su polla, gruesa y dura como el acero, estiraba mis labios hasta el límite, incrementando mi placer hasta niveles inimaginables. Lo más increíble es que su erección seguía incólume sin que llegara a correrse. ¿Cuánto tiempo estaría clavándome aquella polla inmensa, mientras yo me derretía entre orgasmos brutales y convulsiones eléctricas que ya no ponía interés en ocultar, "que lo sepa toda la urbanización, todo Roquetas: estoy siendo follada por una polla salvaje"? Estaba loca, ida, hasta casi perder el sentido. No miento si digo que estuvo más de media hora así, forzando mis pliegues, rozándome el clítoris, hincándomela hasta el fondo.
Después, me tomó con suavidad de la mano y me hizo ponerme boca abajo sobre la hamaca. Yo enseguida supe lo que iba a hacer. Todavía me dolía un poco el culo de la follada de antes, pero la sola idea de volver a sentirme vejada de esa manera, de ser violentada y usada por un macho cabrío, por una fiera desprovista de consideración hacia su víctima, me excitó aún más. Así que le ofrecí mi culo como si se tratase de una ofrenda a un dios protector y todopoderoso. Él, siempre con mucho cuidado, logró vencer la primera resistencia de mi esfínter y me la clavó de nuevo, consiguiendo que aquella penetración me resultase más placentera aun que con la primera: mi culo todavía conservaba cierta dilatación, y su polla pudo mecerse con más arte si cabe dentro de mis intestinos. Me atrevería a decir que incluso conseguí llegar al orgasmo (nunca lo había imaginado, pero se puede llegar al orgasmo al ser penetrada por el recto). No obstante, en esta ocasión no se corrió dentro. Tras varios minutos de violentarme el esfínter, saco su polla dura como una piedra, me dio media vuelta con cierta brusquedad y a continuación me la clavó por el coño sin darme tiempo siquiera a prepararme: me levantó las piernas hacia arriba y allí la introdujo de un solo golpe, sin miramientos, casi con urgencia. "Se va a correr enseguida –pensé yo–, la tiene a punto de explotar". Sin embargo, allí se pasó no sé cuántos minutos más, metiéndola y sacándola a un ritmo constante, casi diría que atlético, mecánico. Yo me moría a cada nuevo embate, embriagada de placer, yéndome en orgasmos como una perra salida, ya hasta había perdido la cuenta de las veces que me había corrido, pero inmensamente satisfecha al sentir el coño repleto hasta en sus partes más esquivas, henchido hasta el límite por la fuerza descomunal de aquel miembro formidable, violentada sin consideración, sin que me fuera dada la posibilidad de rebelarme de la tiranía de aquella polla sedienta.
Cuando explotó, pensé que me rompía por dentro, que un surtidor de semen me inundaba por completo, que era penetrada por una polla electrónica que hacía que me agitase como si me electrocutaran y que provocaba que mis músculos restallaban de placer y de gozo como si en mi interior se desatase un festival prodigioso de fuegos artificiales.
No recuerdo cuánto tiempo después –era incapaz de controlar el tiempo– Víctor se sentó en la hamaca y pareció calmarse. He de reconocer que me había quedado dolorida: jamás en mi vida había alcanzado aquellos delirios orgiásticos, nunca me habían penetrado tantas veces seguidas ni de aquella forma, con aquella furia salvaje, con una intensidad casi sobrehumana. Me dejé caer al suelo, pero me dolía tanto el culo que tuve que acostarme de medio lado. Llevaba tal cantidad de esperma en mi interior que no paraba de expulsarlo: parecía una fuente lechosa. Lo único que me apetecía era abandonarme a la pereza, eso y tomarme una buena ducha.
Víctor me miraba con gesto de satisfacción, o mejor dicho, de triunfo. De pronto se levantó, tomó su cámara y me tiró tres o cuatro fotografías más.
–Estoy destrozada –le dije–, debo tener un aspecto horrible.
–Tienes el coño más bonito que he visto nunca, parece de niña –me dijo, y acto seguido se aproximó con su cámara y me tomó tres o cuatro fotos de la raja.
–Debe estar enrojecido –dije yo, contenta a pesar de todo, feliz de que aquel tipo no respetase ni por un segundo mi derecho a la intimidad.
Y entonces advertí que su polla iba ganando volumen de nuevo, cada vez más enhiesta, más rígida, hasta alcanzar esa dureza inverosímil que tanto placer me había proporcionado.
Pero, en vez de metérmela otra vez, comenzó a cascársela allí mismo, sobre mí, hasta que derramó sobre mi cuerpo el resto del semen que todavía llevaba almacenado en sus huevos. No hizo falta que me pidiera nada: yo misma me aproximé a su polla y le lamí la leche que pendía del glande. Él aprovechó para hacerme varias fotografías.
–Túmbate en el suelo y ábrete la raja.
Más fotos, ahora sin ningún tipo de cortapisas. Nunca me he sentido tan vencida y humillada como entonces, ni tampoco más gozosa. Yo me aplicaba en cada fotografía, trataba de mostrarme más y más lasciva, más terrible, me había convertido en una comepollas insaciable. Y él no paraba de descargar una foto tras otra, aquella cámara digital debía de tener una memoria tremenda.
Cuando pareció cansarse de tomar fotos, dejó la cámara sobre la mesa y se vino hacia mí. Me metió de nuevo su inmenso pollón en mi ya irritada vagina y comenzó a follarme durante un buen rato. Me dolía el coño, el culo, el estómago, la boca, la espalda, todo el cuerpo; pero seguía sintiendo en mi interior cada una de sus embestidas como una auténtica sacudida nuclear. Estaba rota y sufría, cierto, pero sabía que en la vida volvería a encontrar nada comparable a aquella voracidad sexual tan prodigiosa que nos dominaba a ambos. Este era mi día, mi momento, la celebración de mi coño, y no podía desaprovecharlo.
Seguimos así horas. De vez en cuando, Víctor parecía cansarse y se sentaba un rato; luego me hacía alguna foto, me agarraba de las piernas, me ponía en esta o en aquella posición, y me penetraba una vez más. No hace falta decir que quedé hecha un guiñapo, lo que se dice un trapo, pero sobre todo destrozada por el placer inmenso que aquel monstruo sexual había logrado proporcionarme. Al final, me dijo que era hora de que nos aseáramos un poco, así que nos levantamos para darnos una ducha. Por suerte, fuimos separadamente él y yo. Ni que decir tiene que el agua me supo a gloria, tan fresca y limpia, sudorosa y sucia de semen como estaba. Cuando me apliqué el chorro al coño para limpiarlo del esperma que casi lo había colonizado, a punto estuve de masturbarme –me excitaba con solo recordar la polla insaciable de aquel bárbaro–, pero al final me lo pensé dos veces: tenía el coño rojo e irritado de tal manera que incluso temí que me hubiera producido algún desgarro, y el culo no digamos. En realidad estaba desecha, vencida, derrotaba. Pero si me hubiera pedido follar una vez más, no me habría negado.
Cuando salí de la ducha, Víctor ya se había vestido.
–Me voy a dar una vuelta. Luego nos vemos.
Y sin preguntarme siquiera si quería irme con él, salió del apartamento.
Yo lo esperé durante horas, durante casi toda la noche, ansiaba volver a ser follada por él (debo admitir que Víctor y yo no follábamos: era él quien me follaba a mí), a soportar sus embestidas de podenco, quería que me la metiera hasta destrozarme del todo, hasta romperme en dos mitades. Pero Víctor no volvió esa noche. Ni durante el día siguiente.
Yo apenas salí del apartamento durante ese tiempo. Fui un rato a la playa (más para ver si lo veía que para tomar el sol) y luego me volví a recluir en aquel antro que para mí ya había tomado la consideración de sagrado. De vez en cuando salía a la terraza y me entretenía haciéndome pajas mientras recordaba su polla magnífica y portentosa. Pero de Víctor seguía sin saber nada. ¿Se habría hartado de mí? ¿Le habría parecido poco? ¿Tan sosa y pazguata parezco?
Y en esas cavilaciones andaba yo cuando, dos días después de su partida, Daniel regresó al apartamento.
–Ya era hora –le dije sin ocultar mi enfado–, estas no son formas de comportarse. Te largas y me dejas sola, sin más, sin que te importe una mierda.
Volver a ver a Daniel había despertado la ira en mí: no sólo me molestaba que se hubiera marchado de aquella forma, me indignaba también lo malo que era en la cama, lo engañada que me había tenido hasta entonces. No había pensado mucho en este asunto, pero creo que en ese instante ya no le quería.
–¿Y Víctor? –preguntó.
Yo callé un segundo. Pensé que tenía que decirle las cosas que habían pasado entre nosotros. Era la mejor forma de romper nuestra relación: me había enamorado perdidamente de su amigo.
–Escucha, tengo que decirte algo, algo que ha pasado aquí durante tu ausencia.
Daniel parecía no querer escucharme. Cogió el maletín y se metió en nuestro dormitorio.
–Tengo que hablarte –insistí yo–, déjame que te cuente.
Entonces él se volvió hacia completamente serio.
–Lo sé todo, no hace falta que te expliques. Es por eso por lo que os dejé a los dos solos. Para que follarais a vuestras anchas.
Yo me quedé estupefacta. ¿Pero qué coño era todo eso? ¿Se puede saber a qué estábamos jugando?
–Víctor y yo lo hemos compartido todo siempre, desde que éramos niños –se explicó Daniel–, desde nuestra primera novia común. Nos lo juramos el uno al otro y nunca hasta hoy hemos traicionado nuestro juramento.
No podía creer lo que me contaba, era algo inaudito.
–Siempre que uno se echaba novia, el otro tenía derecho a catarla. Pero cuando empecé a salir contigo, quise romper aquel pacto. Por eso intenté evitar a toda costa que Víctor te conociese. Pero tarde o temprano, como no podía ser de otra manera, se enteró. Intenté convencerle para que te dejara al margen, pero me fue imposible. Cada vez que él se liaba con alguna, al día siguiente me llamaba para que fuera a acostarme con ella. Habrás comprobado que es bastante mejor que yo, por eso tenía mucho más éxito con las mujeres. Y a todas sin excepción las obligaba a que follaran conmigo. Por eso ninguna le dura mucho tiempo.
Yo era incapaz de pronunciar palabra. Lo que estaba escuchando me había robado el habla.
–Yo le dije que a ti no te podía obligar a follar con él, pero me dijo que le daba lo mismo, que ya se encargaría él de convencerte.
Me quedé muda. Aquello no me lo esperaba. Y sin embargo hubiera jurado que le había excitado a Víctor por mí misma, gracias a mis encantos personales. No sabía si sentirme decepcionada, manipulada o simplemente agradecida por haberme permitido gozar de un espécimen así, por haberme dejado siquiera por un día alcanzar el éxtasis sagrado de la carne.
En ese instante, Víctor regresó al apartamento. No dijo nada, sólo nos miró a Daniel y a mí. Yo tampoco dije nada; no conocía las palabras adecuadas para expresar lo que sentía en ese momento. Yo continuaba sentada sobre el sofá, inmóvil, con la mirada perdida en el vacío. Víctor se vino hacia mí y me cogió del brazo. Yo no me resistí. Me quitó la ropa con cuidado, la camiseta primero y el short después, pero el tanga me lo arrancó de cuajo, rompiendo la goma. Después me puso a cuatro patas en el suelo. Y entonces oí que le decía a Daniel:
–Fóllatela por el culo. No lo habéis hecho nunca, pero es algo que le vuelve loca. Es mucho más perra de lo que me habías contado.
Dicho esto, la polla de mi novio entró sin dificultad en mi concavidad, en aquel agujero ya acostumbrado a objetos de mayor tamaño y enjundia. Medio minuto después, fue Víctor quien me metió su inmenso pollón en la boca hasta hacérmela tragar toda, casi hasta los mismísimos huevos. Una pequeña lágrima cayó entonces por mis mejillas.
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