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una buena señal

Desde hacía seis meses que Maira, junto a su marido y los tres hijos del matrimonio, vivían en el exclusivo country Los Haras. Nacida y criada en Palermo Chico, no terminaba por acostumbrarse a la lejanía de todo lo que conociera en sus treinta y dos años de vida y sólo porque su marido insistiera en la seguridad que les proporcionaría el lugar, en abierta contradicción con la cada vez más insegura ciudad de Buenos Aires, era que aceptara confinarse en esa hasta exagerada tranquilidad del paraje, en el que las casas distaban entre cincuenta y ochenta metro una de otra.
Sin embargo, aquello tenía algunas conveniencias, más que todo personales, ya que en las mañanas y después de prepararles el desayuno a los chicos y vestirlos para la escuela, era su marido el encargado de dejarlos en su viaje hacia el trabajo y ella podía volver a disfrutar de toda la amplia cama matrimonial a su gusto. Precisamente, porque ya no debía vestir de calle para llevarlos, era que aprovechaba para andar por la casa vestida tan sólo en camisón, disfrutando de no llevar nada sobre su piel, salvo en días en que menstruaba.
Obviamente, para salir de la casa debía vestirse, pero acostumbraba reemplazar el camisón por prácticos vestidos portafolios, que por el cruce de la falda, no evidenciaban la falta de bombacha y sólo las mujeres vecinas podían darse cuenta que no usaba corpiño.
Ese tipo de libertad la contentaba más que la supuesta inseguridad y por las mañanas, aun con el calorcito del demorado otoño, disfrutaba del vientito fresco que se filtraba por debajo de las polleras y jugueteaba en su piel cuando se dedicaba a limpiar y desmalezar las plantas del jardín.
Esa mañana se encontraba arrodillada mientras plantaba unas violetas de los Alpes compradas la tarde anterior, cuando le extrañó el sonido de unos pasos en el camino de lajas. Dándose vuelta sorprendida, vio a dos hombres y una mujer que vestidos con overoles azules en los que se veía la conocida marca de un servicio de TV por cable, se dirigían hacia ella.
Al tiempo que se paraba para responder al saludo gentil de los hombres, recibía de manos de la mujer un documento en el que constaba que ellos eran suscriptores de un nuevo servicio digitallzado. Asombrada de que su marido lo hubiera contratado sin siquiera consultarla, repitió dubitativa la lectura del papel y cuando dijo que deberían esperar a que fuera él quien confirmara su conexión, fue la mujer quien le explicó que tan sólo se trataba de instalar un módem y que si podía, les evitara otro viaje de ciento veinte kilómetros de ida y vuelta al otro día.
Examinando sus ropas y las maneras corteses con que la trataban, se dijo que si estaban allí era por alguna razón y que, seguramente, Guillermo había olvidado avisarle. Terminando de eliminar los restos de tierra que mancharan su vestido y cruzándose de brazos para disimular las gruesas y largas puntas de sus pezones que la temperatura matinal había erguido, se dirigió a la casa al tiempo que les pedía que la acompañaran.
Desde la cocina pasaron al comedor diario y cuando ella les señaló el aparato, uno de los hombres dijo que ese no era el principal que los conectara con el troncal. Recordando que la línea entraba por el living, los condujo hacia donde estaba el plasma pero, cuando les estaba explicando detalles técnicos de esa nueva adquisición de su marido, uno de los hombres la sujetó por detrás mientras la mujer le aplicaba en la boca y nariz un trapo embebido de alguna sustancia que le hizo perder momentáneamente el conocimiento.
El desmayo no duró mucho, pero cuando fue recobrando paulatinamente los sentidos, descubrió que estaba atada a una silla del comedor y escuchó las voces airadas de los delincuentes porque en ese lugar no había cosas de valor.
Descubriendo que estaba despierta, se agruparon a su alrededor para pedirle con rudeza que les entregara joyas, dinero u otros elementos de valor pero ante su negativa, dejaron de lado las gentilezas y sacándole de un tirón la cinta adhesiva que tapaba su boca, le pegaron varios cachetazos no sólo en la cara sino también en el torso, dejando al descubierto uno de sus senos.
Nunca, nadie le había pegado y el dolor la hizo reflexionar si lo que solicitaban tenía en precio de su vida. La semi desnudez no la avergonzaba pero sí se asustó cuando la mujer le dijo con sorna que tenían tiempo y que podrían esperar el regreso de su marido con los chicos por la tarde.
Pidiéndoles que le hicieran daño a su familia, les prometió que les entregaría todo lo que tenían si se iban antes que llegaran sus hijos. Felicitándola por su razonabilidad, la mujer que parecía comandar al grupo, la desató de la silla para volver a amarrar sus manos a la espalda y en tanto le indicaba que los condujera adonde tenía esos valores, le ordenó a uno de los hombres que entrara la camioneta al garage.

Entrando al escritorio de su marido, les hizo buscar debajo de un cajón la combinación de la caja oculta tras un cuadro y cuando la abrieron, se encontraron con la grata sorpresa de los cien mil dólares que Gabriel guardaba para pagar parte de una chacra en Punta del Este y alguna de sus joyas más costosas.
Entusiasmados con el botín y en tanto volvían a sellar su boca para que no los molestara con sus súplicas, llantos y gritos, dijeron que en su dormitorio debería de tener alguna cosa que les interesara y empujándola hacia el amplio dormitorio en suite, se diseminaron por el cuarto. Cuando abrieron el pequeño joyerito que estaba sobre la cómoda, sacaron de él los tres anillos de oro, dos con brillantes y otro con una esmeralda, así como algunas pulseras sencillas pero valiosas y alguna que otra cadenita con cruces.
La que se maravilló al abrir el placard fue la mujer que, azorada por la variedad y calidad de sus ropas, las sacó indiscriminadamente de sus perchas y junto con los casi veinte pares de zapatos y algunas carteras de marca, los amontonó en la cama para luego hacer un atado con la colcha, indicándole a quien llamó como José que fuera llevándolo a la camioneta junto con los televisores y algunos de los artefactos electrónicos más costosos.
Al parecer saciada su codicia con el botín logrado y más calmada, mientras aun rebuscaba en unos cajones, puso su vista en Maira y observando su seno descubierto, se acercó a ella y jugueteando con un dedo en la comba del pecho que desde su último amamantamiento cinco años antes conservara su maciza pesadez, le dijo a quien parecía ser su pareja que la “pituca” estaba buena y sería una lástima que no se la comieran.
Uniendo la acción a la palabra, se quitó rápidamente el overol, dejándole ver a Maira que debajo llevaba sólo una mínima trusa. Espantada por lo que se imaginaba, observó como la mujer se quitaba los recios botines de trabajo para luego sacar por los pies su única prenda íntima. A pesar de su temor, tuvo que admitir que la joven, bastante menor que ella, era agraciada y estaba perfectamente formada; más alta de lo común, delgada pero no flaca, exhibía unos senos muy parecidos a los suyos, con la única diferencia de que sus aureolas eran pulidas y se alzaban como otro pequeño seno, sosteniendo a un par de pezones largos y puntiagudos. La chatura de su vientre evidenciaba que no había sido madre y en su entrepierna, un plumón velludo recortado en forma de flecha parecía señalar el nacimiento de una vulva desusadamente grande, vértice de dos largas piernas que soportaban la redonda prominencia de las nalgas.
Ese examen había tenido esa vertiginosa rapidez con la que las mujeres evalúan a otras pero la muchacha no le dio tiempo para esas especulaciones, ya que justificando su aprensión y desatando de un tirón el moño de la cintura, la despojó del vestido y encantada por verla no usando nada debajo, gastó una broma sobre la liberalidad de costumbres de la “señora” que tan generosamente ofrecía su cuerpo a quien quisiera.
Ciertamente, esa era la impresión que el cuerpo de Maira, cubierta casi siempre por delgadas prendas, debería producir en los demás aunque ella no lo hiciera con mala intención; con poco más de un metro sesenta y cinco, entrada en carnes pero bien, ya que hacía gimnasia dos veces por semana, mostraba unos pechos un poco pesados cuyas aureolas, oscuramente amarronadas, estaban cubiertas por gránulos sebáceos que rodeaban a unos largos pezones, engrosados por los tres amamantamientos; hacia abajo, la sólida comba del bajo vientre en la se veía la larga cicatriz blancuzca de una cesárea, prologaba al abultado Monte de Venus desde donde una recortada alfombrita negruzca iba cubriendo la vulva. Mención aparte y secreto motivo de orgullo, sus caderas ensanchadas adecuadamente por los embarazos, sostenían unos glúteos estupendos que en forma de gota hacían juego con el torneado grosor de los muslos.
Esa opulenta armonía debió ser presentida por la mujer quien, regodeándose golosamente con los ojos clavados lascivamente en su cuerpo, fue empujándola en cortos pasitos hacia la cama hasta que el borde golpeó las pantorrillas de Maira que, ante la presión de sus manos, cayó sentada en el lecho.
Parada enfrente y después de atar su largo cabello rojizo en un rodete a la nuca, se inclinó para hacerla recostar al tiempo que le decía que “Laurita” le haría conocer cosas que ni siquiera imaginara.
Tendiéndose sobre ella, restregó reciamente el cuerpo contra el suyo mientras con las manos inmovilizaba la cabeza que Maira sacudía con desesperación, besando angurrienta todo su rostro pero sin sacarle la mordaza para después ir descendiendo mientras lamía, besaba, chupeteaba y mordisqueaba el tenso cuello de ese cuerpo que la mujer sacudía inútilmente, llevando paulatinamente la boca a recorrer lo alto del pecho, cubierto ya por esa ruborosa urticaria de la excitación, al tiempo que las manos palpaban y sobaban los senos estremecidos.
A pesar de las manos atadas a la espalda, Maira se defendía sañudamente de la mujer, moviendo el cuerpo en violentos corcoveos mientras agitaba las piernas en desordenados pataleos, pero Laura, diciéndole a Manuel que le ayudara, consiguió que este la inmovilizara apretando su torso contra la cama.
Poniendo todo el peso de su cuerpo sobre la pelvis para evitar sus corcovos, rodeó los senos con ambas manos y en tanto los estrujaba entre los dedos, la lengua se abatió sobre los gránulos de la aureola para después, cerrando los labios en apretados chupones a la blanca piel del pecho, hacer aparecer en ella círculos rojizos que más tarde se convertirían en moretones.
Al parecer conforme con los ahogados chillidos que Maira dejaba escapar por la boca vendada, repitió la operación en el otro seno y completada esa nueva corona rojiza, fustigó alternativamente los pezones con la lengua tremolante. Incrementando los estrujones de las manos, hizo que sus dedos se hundieran impiadosos en la carne firme pero mórbida, combinando los azotes de la lengua con hondas chupadas de los labios.
Aquello constituía una de las mayores fuentes de placer para Maira, quien se exacerbara durante la lactación de sus hijos que, con sus largas e profundas mamadas, habían conseguido hacerla llegar a verdaderos orgasmos. Cinco años habían transcurrido desde que su hijo más chico dejara el pecho y, cuando ocasionalmente su marido jugueteara con la boca en sus senos, ella no lograba repetir aquellas experiencias tan gozosas y ahora, esa mujer que la estaba violentando, a pesar de sí misma, conseguía hacerle experimentar similares arrebatos de pasión y en respuesta a ellas, su cuerpo fue aflojándose para dejar lentamente de sacudirse.
Notando su relajación, Laura inició un complicado juego entre dedos y boca y en tanto esta continuaba turnándose para someter a las mamas entre los labios, índice y pulgar estregaban y retorcían entre ellos la carne ya sensibilizada. Ahora los gemidos de Maira había variado de tono, haciéndole ver a la experta mujer que reflejaban toda su calentura; paulatinamente, los dientes fueron colaborando con los labios en aquello de asir entre ellos y estirar al pezón como si quisiera comprobar su elasticidad para después y en tanto Laura mandaba una de las manos a explorar su entrepierna, frotando deliciosamente al clítoris, casi sádicamente, los dientes se clavaron en una mama al tiempo que las uñas hacían lo propio en la otra.
Maira no podía creer que fuera una mujer quien estaba haciéndole sentir cosas que no experimentaba desde hacía años y sorprendida por la forma en que reaccionaban su cuerpo y su mente, ya que nunca había ni siquiera contemplado la posibilidad de tener relaciones lésbicas, farfulló palabras ininteligibles a través de la mordaza pero que dejaban ser interpretadas como de ferviente asentimiento.
En su subconsciente latía la esperanza del momento supremo y cuando Laura comenzó a descender con la boca a lo largo del vientre para escarbar con la lengua en la alfombra velluda del sexo, creyó tocar el cielo con la manos; adicta al sexo oral desde sus más tempranas experiencias, estas constituían el medio ideal para hacerle alcanzar precoces eyaculaciones que la preparaban para el gran y verdadero orgasmo final.
Observando las expresiones de su rostro y la forma en que parpadeaba y volteaba los ojos, a la par que arreciaba con los gemidos, el hombre comprendió que estaba entregada y, alzándole el torso, le desató las muñecas y despegó la cinta de su boca.
Dando una estentórea gracias a Dios y en tanto se alzaba sobre los codos para contemplar a la mujer en la entrepierna, como para demostrarle que no era una “pituca” sin calle, la alentó fervorosamente en el más crudo lenguaje cotidiano a que le hiciera la mejor minetta de su vida.
Contenta por haber conseguido domeñar a esa espléndida mujer, Laura le hizo abrir más las piernas para que así, encogidas, apoyara los pies sobre sus hombros; tremolante, la lengua se abatió contra el capuchón del clítoris mientras con los dedos abría los labios mayores. Alucinada por lo que le mostraba esa fantástica vulva, recorrió con la lengua los fruncidos colgajos de los labios menores y cuando arribó a la parte baja, allí donde los pellejos orlaban la entrada una oscura caverna, buscó en su interior para libar el sabroso néctar de los jugos femeninos.
Liberada de sus inhibiciones y escrúpulos, atenta sólo al goce inefable que le estaba proporcionando la muchacha, le exigió que la masturbara con los dedos mientras la chupara. Cuando esta la gratificó, haciendo con el clítoris lo mismo que con los pezones y encerraba entre el pulgar e índice las filigranas de los labios, dos dedos de la otra mano fueron introduciéndose en la vagina.
Ya descontrolada, la hermosa muchacha puso énfasis a lo que los dedos realizaban en esa vagina a la que ella pensaba más dilatada y, precisamente, la estrechez de los músculos fue lo que la hizo encorvar las falanges para ir rascando todo el interior ya cubierto de espesas mucosas y viendo como Maira no sólo expresaba su satisfacción en ayes y gemidos sino que buscaba su cabeza con las manos presionándola contra su sexo mientras daba a la pelvis un suave meneo copulatorio que ponía en evidencia el grado de su excitación, buscó en la cara anterior el bultito del Punto G y encontrándolo fácilmente en una mujer con tanto traqueteo, fue estimulándolo con las yemas.
En los casi diez años de casados y una saludable relación sexual con su marido, este ni siquiera había intentado buscar ese famoso punto del que solían conversar de acuerdo a lo que aparecía en las revistas y ahora, la joven delincuente no sólo la estaba haciendo gozar de un sexo oral como jamás experimentara, sino que activaba el gatillo de esa exquisita arma del placer.
Las delicias de las sensaciones eran inéditas y en tanto alentaba a Laura a no cejar en esa exquisitez, pidiéndole gozar más y más, repetía con sus dedos en los pezones lo que hicieran los de la muchacha. Deslumbrada por la forma en que gozaba aquella mujer y en un felino movimiento, Laura trepó a la cama para colocarse invertida sobre ella y así ahorcajada, colocó los rotundos muslos por debajo de sus axilas para conseguir que toda la zona venérea así expuesta, quedara a disposición de sus dedos y boca.
Llevando la lengua tremolante a explorar la hendidura entre las nalgas, sorbió las humedades de su interior hasta recalar en el fruncido haz de los esfínteres anales, estimulándolo con vehemente insistencia y arrancando de la mujer repetidos sí que la indujeron a que los labios se ciñeran sobre la negrura del ano en absorbentes chupones.
A Maira no le hacía falta tener experiencia lésbica para comprender que ese acto debería culminar con un sesenta y nueve, pero la presencia insoslayable de ese sexo a pocos centímetros de su cara aun le producía una repulsa natural. Sin embargo, lo que la muchacha le realizaba en el ano la compulsaba a librarse de sus prejuicios y los olores típicamente femeninos de sus flatulencias vaginales que se sumaron a esa fragancia a salvajina que en cada mujer encelada es diferente y única, la hicieron llevar sus manos a los delgados muslos para atraer hacia abajo la entrepierna.
A tan corta distancia el aspecto del órgano femenino la seducía; oscurecido seguramente por la afluencia de sangre, mostraba una raja generosa por la que alcanzaba a vislumbrar el rosáceo interior y que, cuando ella aproximó la lengua vibrante en una cauta exploración, se distendió como un capullo floreciente.
A todo eso, ya la lengua de Laura continuaba su marcha ascendente y abrevando por unos momentos en el agujero vaginal por el que fluían los jugos fruto de la masturbación, subió macerando entre los labios los colgajos internos hasta que, finalmente, se estacionó sobre el alzado clítoris. Sintiendo como Maira, inspirada por lo que ella le hacía y tal vez por esa natural tendencia homosexual latente en las mujeres, ya ponía la lengua tremolante y los labios succionantes en contacto con su sexo para después llevar tres dedos de una mano a penetrar la vagina en lento vaivén, mientras el pulgar de la otra buscaba y se hundía en el recto.
Los tres hijos no habían fruto justamente de un sexo pacato y con su marido, ya desde novios, se dedicaron a bucear en los más excelsamente perversos vericuetos del sexo y aquella minetta combinada con la deliciosamente mínima sodomía del dedo, terminó por derribar los muros del recato y en tanto proyectaba su pelvis en ralentado coito, su boca se cerró como la de una boa sobre el sexo de Laura, al que los dedos de una mano distendieron para que accediera a su interior y en tanto chupeteaba a colgajos y clítoris con histérica urgencia, ella también envió su dedo mayor envarado a hundirse en la tripa.
Imbricadas como un perfecto mecanismo del sexo, se debatieron en medio de bramidos, ronquidos, ayes y sollozos de placer al tiempo que bocas, labios, lenguas y dientes se prodigaban en ruidosos chupeteos que llenaron la habitación y en medio de esa frenética entrega por la que ambas parecían querer devorar a la otra para obtener la satisfacción plena, Maira sintió como Laura centraba sus flagelantes chupones al clítoris y la punta de una verga tomaba el lugar de los dedos.

Si bien al principio especulara con que fueran los hombres quienes la violarían, el fantástico sexo con Laura la había hecho olvidar de ellos y presencia del falo introduciéndose a la vagina la trajo a la realidad. Sin saber si se trataba de Manuel o José, se hacía evidente que los hombres, tal como hiciera Laura, no la forzarían con violencia y disfrutando por como aquella todavía mantenía su boca sobre el clítoris al tiempo que recorría con los dedos el interior de la vulva hasta donde el tronco de la verga se adentraba en ella, ejecutó una verdadera masticación de los cálidos pliegues mientras bramaba groseras referencias a cuanto deseaba ser cogida de esa manera.
Quien la viera abrazando los muslos de la otra mujer para poseer sexo y ano con la golosa y ruidosa incontinencia de su boca mientras esta se solazaba en su sexo y el vigoroso hombre la penetraba sexualmente, seguramente la catalogaría como una prostituta y no como una señora de su casa, madre amorosa y amante esposa.
Es que ante el goce desconocido de la homosexualidad, descubría que el ser poseída por un miembro que no fuera el de su marido le insuflaba una euforia que nublaba su entendimiento y dispuesta a gozar el momento sin otra consideración, redobló su accionar en el sexo de la muchacha mientras sentía como el volumen de una verga desmesurada iba lacerando sus tejidos vaginales.
Verdaderamente, la sensación era maravillosa y cuando la verga golpeó en el fondo hasta penetrar al cuello uterino, ella misma proyectó sus piernas encogidas para abrazarlas al hombre y con los talones haciendo presión en las nalgas, le exigió obscenamente que la penetrara más y más.
Obviamente, ya la boca de Laura no estimulaba al clítoris pero sí sus dedos lo estregaban reciamente en delicioso complemento a las lentas penetraciones de Manuel; extasiada por la fantástica cópula y en tanto saboreaba los jugos orgásmicos de la joven, vio como esta salía de encima suyo para ser reemplazada por José, quien, colocando una almohada debajo de sus hombros y arrodillándose junto a la cabeza echada hacia atrás, apoyó en los labios abiertos por el jadeo una verga que, aun amorcillada, se deslizó suavemente sobre la capa de saliva y mucosas vaginales.
Esa loca fantasía que en algún momento cruza por la mente de toda mujer se estaba cumpliendo y sacando la lengua, la hizo tremolar sobre la ovalada cabeza en tanto que con la mano asía el tronco del falo para que el hombre se acercara más.
Viboreando contra el glande, la lengua fustigó las carnes que olían y sabían a sudores y secreciones, mientras los dedos se ceñían contra la verga para iniciar una lenta masturbación que fue dándole rigidez. Acrecentaba sus ansias lo que hacía la verga en la vagina y cuando Manuel se inclinó para aferrar entre los dedos los senos oscilantes y someterlos a deliciosos estrujamientos, corrió el prepucio con los dedos de la otra mano buscando esa cremosidad que suele acumularse en el surco y encontrándola, fue escarbando y deglutiéndola con golosa avidez.
Después del fantástico sesenta y nueve con la muchacha, lo que los hombres hacían en ella no le pareció una violación, sino la consumación de un acto que subconscientemente siempre anhelara vivir e introduciendo al ya rígido falo a la boca, estiró los brazos para que sus manos asieran los peludos muslos de José, incitándolo a ejecutar un leve vaivén por el que la boca era penetrada como un sexo.
Conseguido su ritmo por los vigorosos empellones de sus talones en los glúteos, Manuel se dedicó a trabajar los senos, no sólo con fuertes manoseos y estrujamientos, sino que pulgares e índices empezaron a retorcer los pezones. Alucinada por tanto goce junto, Maira se aplicó en alternar las intensas chupadas al miembro con vigorosas masturbaciones de la mano al tiempo que con la otra, replicando por hábito lo que hacía con su marido, buscó al tanteo el ano de José y después de estimularlo con las yemas, provocando rugidos placenteros en este, fue hundiendo muy lentamente el dedo al recto.
Ella creía que aquello iba a continuar hasta recibir el premio espermático de los hombres y entonces se dejó ir en la maravillosa descarga de sus jugos hormonales en fuertes contracciones convulsivas de sus entrañas.
Tal vez su orgasmo y con él la complaciente docilidad que su expulsión produce en las mujeres, motivó aun más a los hombres. Saliendo de ella y después que José se acostara a su lado boca arriba, fueron guiándola para que se ahorcajara sobre este, penetrándose con su verga.
Esa posición dominante la entusiasmaba y después de acomodar las rodillas junto al cuerpo del hombre, fue descendiendo lentamente para sentir como ese falo que endureciera con la boca y todavía cubierto por su espesa saliva, se deslizaba gratamente en la alfombra fluida de su eyaculación.
Verdaderamente, el miembro era tan poderoso o más que el de Manuel y, seguramente por la posición, lo sintió trasponer el cuello uterino al tiempo que estimulaba al ya protuberante Punto G; flexionando las rodillas, fue elevándose y descendiendo en una morosa jineteada que le hacía sentir toda la potencia de ese falo portentoso.
Era sublime esa sensación inédita de cabalgar sobre una verga que no fuera la de su marido y a la cual superaba con ventaja. Mientras expresaba su satisfacción con ayes, ronquidos y repetidos asentimientos, los dedos buscaron los pezones ya inflamados por las manos de Manuel y en tanto los apretaba y retorcía con verdadera saña, sobrepasada ella misma por la excitación, intensificó la cadencia de la cópula en un violento galope que finalmente la agotó e inclinándose hacia atrás para apoyar las manos en los muslos de José, inició un movimiento atrás y adelante que por la misma inclinación rozaba intensamente sus carnes.
Escuchando como él la pedía que se inclinara hacia delante para poder sobar y chupar sus pechos, modificó la postura y, en tanto este hacía maravillas en los senos, meneó vigorosamente la pelvis al tiempo que disfrutaba de los fuertes empellones que el hombre le propinaba desde abajo.
El placer lujurioso la hundía en una especie de embeleso al que se entregaba con los ojos cerrados y un aire ardiente surgiendo de su pecho jadeante, cuando sintió como en sus caderas se apoyaban las grandes y fuertes manos de Manuel. Un alerta súbito la recorrió como un rayo pero, aun dándose cuenta de lo que sucedería, continuó con el coito mientras dejaba escapar un susurrado pedido de que no lo hicieran.
Su certeza se vio confirmada cuando sintió como Manuel dejaba caer una abundante cantidad de saliva en la raja entre las nalgas y apoyaba contra el ano la ovalada punta del falo. Aunque no era practicante asidua del sexo anal, tampoco lo desconocía y hasta lo encontraba bastante satisfactorio, pero era ese dolor, ese sufrimiento inicial, el que la atemorizaba.
Ahora, no sólo la desesperaba la expectativa de esa sodomía, sino la perspectiva de una doble penetración a las cuales sólo viera en videos pornográficos. Seguramente sabedor del dolor inaugural y como parecían dispuestos a no forzarla sino a procurarse placer con ella, Manuel apuró el trámite y hundió rápidamente la verga en el ano.
A pesar de eso, el tamaño imponente del falo junto con la presencia ineludible del de José en la vagina hizo que el sufrimiento la alcanzara y en tanto proclamaba estentórea esa mezcla de dolor y goce en un ronco rugido, sintió por primera vez como dos miembros ocupaban sus entrañas, apenas separados por los delgados tejidos de la tripa y la vagina.
Prudentemente, José se había mantenido inmóvil durante la sodomía pera ahora, acompañó los embates de Manuel con los rempujones que él efectuaba desde abajo y para Camila fue acceder a una nueva dimensión del goce; fuera de sus hijos, aquello era lo mayor que hubiera soportado en las entrañas y el goce que esa masa carnea recorriendo su interior le provocaba, no tenía parangón.
Apoyando los brazos a cada lado del pecho de José y en tanto mascullaba su contento con regocijadas palabras de aliento y soeces maldiciones, fue acompasando el hamacar del cuerpo a la cadencia de los hombres en un alucinante tiovivo de placer, hasta que estos decidieron variar y haciéndola dar vuelta apoyándose con las manos en las rodillas encogidas de José, fue siendo sodomizada por este.
Inclinada hacia delante, se sujetaba a las piernas y con sus pechos rozando los peludos muslos mientras subía y bajaba flexionando las rodillas, encontró una exquisita variante al sexo anal; acuclillado frente a ella, el vigoroso Manuel fue acercando a su boca abierta por los jadeos la poderosa carnadura de la verga que Maira, embelesada por lo que José hacía en el ano, fue aceptando entre los labios y en tanto morigeraba el ritmo de su galope para que el miembro no escapara, lo succionó con verdadera gula, propiciando que el hombre, asiéndola por la cabeza, penetrara la boca como si fuera una vagina.
Esa combinación la elevaba a un nivel de goce que nunca experimentara y cuando Manuel salió de su boca para que José la fuera conduciendo hacia atrás hasta quedar apoyada en los brazos sobre el pecho del hombre en un ángulo poco menos que imposible, vio como Laura volvía a colocarse entre sus piernas para revivir las delicias de aquel sexo oral tan maravilloso.
Aunque con menos ímpetu pero similar vigor, la verga continuó entrando y saliendo del ano, mientras la joven se hacía un verdadero festín con su sexo, utilizando a lengua, labios y dientes como un eficiente mecanismo del placer más puro, al tiempo que lo complementaba con la curiosidad prepotente de los dedos en la vagina.
Totalmente desmandada, sobrepasada su moral por la exacerbación de los sentidos, proclamaba roncamente su satisfacción mientras el cuerpo se adaptaba a los espasmódicos empellones de José desde abajo con estremecidos corcovos y fue en ese momento que Manuel reemplazó a la joven.
Acuclillado como un fauno y con las piernas abiertas por sobre las de José, fue penetrándola por el sexo hasta que, nuevamente, las dos vergas se rozaron en el interior. Maira formaba un arco casi perfecto con sus rodillas apoyadas en la cama y sus hombros asentados en el pecho del hombre y en tanto este manoseaba y retorcía con los dedos a senos y pezones, Manuel se aplicó en el coito hasta que ella, sintiendo casi como una explosión su descarga orgásmica, manifestaba entre gritos y bramidos su alivio.
Casi simultáneamente, sintió en el recto la tibieza del semen de José y cuando aun se sacudía conmovida por sus espasmódicas contracciones uterinas, masturbándose con la mano, Manuel bañó pechos y vientre con la melosidad blancuzca de su esperma.
Sumida en el sopor amodorrado de la satisfacción más plena, presintió más que vio, como los hombres volvían a colocarse sus overoles y sin siquiera saludarla, salían del cuarto.
Aun cuando toda su zona venérea latía inflamada por el intenso traqueteo, la sensibilidad todavía exaltada por el inmenso goce, la mantenía inmersa en esa dulce somnolencia perezosa del verdadero orgasmo y relajándose entre gruñidos y suspiros mimosos, bendijo el haber vivido la mejor experiencia sexual de su vida.

fuente:elite

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