Paul se rasca la nariz sin levantar la vista del suelo. Jena se mordisquea el pelo. Bob emite cada diez segundos más o menos un sonido que está entre un carraspeo y un gruñido. La doctora Miller da golpecitos sobre la carpeta con el bolígrafo. Tap, tap, tap. Paul se rasca otra vez la nariz. No sabe cómo, pero puede oírlo desde donde está. Suena como un cepillo frotando la superficie áspera de una pizarra. Frus frus frus. Jena sigue destrozándose las puntas con sus dientes amarillentos. Munch, munch munch. Bob y ese infinitamente irritante sonido gutural que dan ganas de estrangularle allí mismo. Argf, argf. Todos estos movimientos parecen estar acompasados, si se concentra en los detalles durante el tiempo suficiente se van amplificando hasta que no puede oír otra cosa. Frus munch argf tap. Munch argf tap frus. Su cabeza está atrapada en una caja de ritmos demoníaca de la que no puede salir…
“Daniel. ¡Daniel!”
Levanta la cabeza algo sobresaltado, pero en un par de segundos cambia su expresión de desconcierto por otra de desprecio y aburrimiento. Se reclina en la silla con los brazos cruzados mientras la doctora Miller le mira con dureza. Él le sostiene la mirada sin pestañear, es un juego que tienen entre ellos dos. Ella no lleva nada de maquillaje salvo por un poco de máscara de pestañas. Quizás sea para atraparle con la mirada e impedir que se fije en que su blusa de gasa transparenta más de lo que debería. Si es así, ha fracasado totalmente.
“Estabas distraído mientras Rita nos contaba cómo le ha ido esta semana. Es una falta de respeto no escuchar a tus compañeros cuando hablan.”
“Me aburría” responde él sin el mínimo reparo “Además, yo no puedo ayudar a esa neurótica”
Rita le mira con ojos de conejo mientras estruja un pañuelo bordado de seda entre sus pálidas manos. Oh, no, lo que faltaba. Ya va a ponerse a llorar.
“Tranquila, Rita, no pasa nada” se apresura a decir la doctora “Estoy segura de que Daniel no lo decía en serio” Daniel percibe cierto tono de sarcasmo en su voz. Ella se vuelve hacia él. Cuando le habla, junta mucho las rodillas y encoge los hombros. Además se inclina hacia delante, con lo que enseña un poco de escote cubierto de pecas. Daniel se pregunta hasta dónde llegan. “No eres el único aquí que tiene problemas, Daniel. Todos tenemos que poner algo de nuestra parte para que esto funcione. Yo te ayudo a ti, tú me ayudas a mí. Así son las cosas.”
Daniel quiere pensar que no hay nadie más en la sala y la doctora está hablando con él exclusivamente. Eso le da un sentido completamente distinto a las palabras de ella. Una sonrisita empieza a asomar en la comisura de su boca. Frunce los labios en gesto desinteresado para disimularla.
“Yo no necesito ayuda. Y vosotros tampoco” añade señalando vagamente a su alrededor con un gesto. “Lo que pasa es que ninguno tenéis el coraje suficiente para enfrentaros a la vida, así que venís aquí a lloriquear y a que os hagan sentir especiales”
“Vete a la mierda” interviene de pronto Jena. El mechón de pelo con las puntas húmedas de saliva se le pega al cuello cuando lo suelta. “¿Sabes todo el valor que ha tenido que reunir Rita para poder abrir su corazón a este grupo y contarnos lo que le angustia? ¿Sabes la confianza que ha depositado en nosotros? No te mereces estar aquí. Joder, no te mereces ni el aire que respiras. Dices que no tenemos coraje para enfrentarnos a la vida, cuando tú has intentado matarte antes que lidiar con tus problemas. Y ahora vienes aquí y nos haces perder el tiempo a nosotros. Pierdes el tiempo de la doctora. Chupas del sistema sin dar nada a cambio. Joder, ¿por qué no te tiras por un puente y nos dejas en paz?”
Vaya. Había olvidado que Jena, además de ser una obsesiva compulsiva con trastorno bipolar, también era una chica dura del barrio obrero.
“No te pases, Jena” le dice Paul, intentando hacer de pacificador mientras se frota los antebrazos como si hiciera mucho frío. “Nadie se merece algo así”
“Tú no te metas” le espeta ella.
“Paul tiene razón” dice la doctora. “Tenemos que intentar ser amables unos con otros, si no…”
“Nadie me preguntó si quería venir aquí” Prosigue Daniel dirigiéndose a Jena. “Pero el estúpido de mi hermano tuvo que encontrarme antes de que las pastillas hicieran efecto, y ahora todos me tratan como a un niño pequeño al que no se puede dejar solo ni cinco minutos. Pues bien, me portaré como tal”
“Vale, ya es suficiente” corta la doctora, tajante. Se levanta de la silla tan bruscamente que por un momento, Daniel casi puede ver por debajo de su falda. “Hemos acabado por hoy. Mañana a la misma hora seguiremos hablando del problema de Rita.”
Salen todos ordenadamente, silenciosos y sin mirarse unos a otros. Daniel oye a Jena murmurarle “capullo” cuando pasa a su lado. Él le dedica una sonrisa llena de dientes y sale detrás de ella. Se queda un poco rezagado hasta que todos desaparecen de su vista, y entonces se dirige en otra dirección. Tuerce por un silencioso pasillo del hospital hasta llegar a una puerta con una placa. Gira el picaporte y sonríe al ver que no está cerrado con llave. Ya no hay necesidad de disimular. Entra sin llamar, cierra la puerta tras de sí y cruza el despacho sin encender la luz. Se sienta sobre el escritorio, coge un portalápices con forma de tronco de árbol y lo gira entre sus manos mientras espera.
A los pocos minutos, la puerta se abre y la doctora Miller entra. Cuando su mano está suspendida sobre el interruptor de la luz, Daniel habla.
“Espera”
Ella se gira hacia él sin mostrar sorpresa ni enfado de que haya invadido su oficina.
“¿Qué haces aquí?” Pregunta dando un paso al frente y cruzándose de brazos.
“Necesitaba verte” Suspira, dejando el pisapapeles sobre la mesa con suavidad. “Jena tiene razón, he sido un capullo con todos desde que entré en el grupo”
“Sí, lo has sido” dice ella simplemente, olvidando por un momento su faceta de psiquiatra paciente y comprensiva.
Daniel examina a la mujer que tiene enfrente unos segundos antes de continuar. Ella nota sus ojos evaluándola de arriba abajo y no puede disimular su incomodidad. Empieza a balancear el peso del cuerpo de una pierna a otra, y a pesar de la escasa luz en la habitación, juraría que se está sonrojando.
“Mi problema es que…” continúa él “No me importa lo que ellos piensen de mí”
Se levanta de la mesa de un brinco y cruza la habitación en dos pasos hasta estar cara a cara frente a ella.
“Sólo me importa lo que pienses tú, Anne.”
Aproxima su rostro hacia ella, pero la doctora gira la cabeza bruscamente. Él se detiene y aspira profundamente, sintiendo un aroma a vainilla que le trastoca los sentidos. Ella no se aparta, quizás por miedo o por la lucha interna que se está librando en su interior, con las partes racionales y emocionales de su ser analizando los pros y los contras de lo que está a punto a ocurrir.
Daniel se inclina un poco más hasta que la punta de su nariz acaricia el cabello rubio rojizo de Anne y le susurra al oído:
“Por favor. Por favor. Te necesito. Ya no puedo soportarlo más”.
Ella no responde, pero tampoco se aparta. Tratando de inclinar la balanza a su favor, Daniel posa sus labios sobre su oreja y nota cómo se estremece cuando le besa el lóbulo.
“No… yo no… No podemos…”
“Shhh” murmura él rodeándola con sus brazos. Su mano derecha sube por la espalda de Anne recorriendo la columna hasta posarse en la base del cuello. Empieza a masajearle la nuca y ella posa la cabeza sobre su hombro. “No pasa nada. No se lo diré a nadie”
Anne levanta sus ojos oscuros hacia él. Daniel vuelve a inclinarse para besarla, y esta vez ella no se aparta. Su boca sabe a frutas silvestres y a tarta de cerezas. Daniel nota cómo los pelos de la nuca se le empiezan a poner de punta mientras levanta la mano y suelta el pasador que ella lleva en la cabeza. Su pelo cae en ondas doradas que acaricia sin dejar de besarla. Sus lenguas se rozan como serpientes africanas bailando la danza de la lluvia y Anne intenta ahogar un gemido. Daniel desliza las manos por debajo de su blusa tentativamente. Al no haber protesta por parte de ella, comienza a ascender. Su piel es suave como la de un melocotón, pero está fría al tacto. Le desbrocha la blusa y le acaricia los brazos mientras la desliza hacia el suelo. Las pecas le surcan los hombros, la espalda y parte del pecho. Sus labios bajan por el cuello hacia la clavícula con impaciencia, queriendo besar todas y cada una de esas pecas.
Deja de besarla durante un momento mientras ella le ayuda a quitarse la camiseta. Daniel le coge el broche del sujetador y lo desata con gracia apenas rozándolo. Tiene los pechos pequeños y redondos como copas de champán, con los pezones rosados. Posa la mano sobre uno de ellos con suavidad, casi sin atreverse a tocar algo tan perfecto.
“Eres preciosa” murmura atrayéndola hacia sí y dirigiéndose al sofá viejo y desteñido del despacho. Los pantalones de él y la falda de ella caen por el camino. Anne es ligera como una pluma entre sus brazos. Por muy horriblemente cliché que suene, no puede evitar pensar que parece una muñeca de porcelana. La reclina sobre el sofá con delicadeza, teme que se rompa si la deja caer.
Sus labios recorren el rastro de pecas por su pecho y su abdomen como un escalador buscando la ruta entre las nevadas montañas del Himalaya. El vientre femenino palpita y se estremece como el temblor de un valle antes de la avalancha. Las ávidas manos de Daniel se deslizan por las piernas de marfil hasta encontrar lo que busca. Anne jadea entrecortadamente y su espalda se arquea sacudida por una corriente eléctrica. Empiezan a moverse en una sincronía tan perfecta que el aire parece solidificarse a su alrededor. Daniel lo ve todo a través de un prisma que lo vuelve todo borroso excepto el cuerpo de ella, se amplifican sus sentidos de percepción y los detalles se magnifican. Cuando siente que está a punto de desfallecer, Anne le mira a los ojos y durante un instante, el tiempo se detiene y el mundo deja de girar sobre su eje. Contiene la respiración hasta que no puede aguantar más y se deja llevar.
Cae rendido sobre ella y entierra la cara en su pecho para ahogar un sollozo. La psiquiatra le acaricia el pelo y tararea lo que suena como una balada de los años veinte. Daniel no sabe si lo que oye son los latidos del corazón de Anne o el zumbido de sus propios oídos. Se siente seguro y a salvo y no quiere irse nunca de allí.
“Anne” murmura al cabo de un rato. Teme que se haya quedado dormida, pero su respuesta no se hace esperar:
“¿Sí?”
“El día que me tomé todas esas pastillas…” la mano que le acaricia el pelo se detiene y traga aire antes de seguir: “No pensaba claramente en lo que hacía. Creo que de eso se trataba, de que no quería tener que pensar en nada más. No quería sentir nada más, porque sentir era… demasiado doloroso. Sólo quería desaparecer.”
Anne guarda silencio, intuyendo que eso no es todo. Ambos perciben que lo que va a decir es el primer gran paso a la aceptación, algo que hará que las cosas ya no vuelvan a ser iguales.
“Anne… no quiero morir solo.”
Ella le abraza con fuerza, y Daniel descubre que también está llorando.
“Daniel. ¡Daniel!”
Levanta la cabeza algo sobresaltado, pero en un par de segundos cambia su expresión de desconcierto por otra de desprecio y aburrimiento. Se reclina en la silla con los brazos cruzados mientras la doctora Miller le mira con dureza. Él le sostiene la mirada sin pestañear, es un juego que tienen entre ellos dos. Ella no lleva nada de maquillaje salvo por un poco de máscara de pestañas. Quizás sea para atraparle con la mirada e impedir que se fije en que su blusa de gasa transparenta más de lo que debería. Si es así, ha fracasado totalmente.
“Estabas distraído mientras Rita nos contaba cómo le ha ido esta semana. Es una falta de respeto no escuchar a tus compañeros cuando hablan.”
“Me aburría” responde él sin el mínimo reparo “Además, yo no puedo ayudar a esa neurótica”
Rita le mira con ojos de conejo mientras estruja un pañuelo bordado de seda entre sus pálidas manos. Oh, no, lo que faltaba. Ya va a ponerse a llorar.
“Tranquila, Rita, no pasa nada” se apresura a decir la doctora “Estoy segura de que Daniel no lo decía en serio” Daniel percibe cierto tono de sarcasmo en su voz. Ella se vuelve hacia él. Cuando le habla, junta mucho las rodillas y encoge los hombros. Además se inclina hacia delante, con lo que enseña un poco de escote cubierto de pecas. Daniel se pregunta hasta dónde llegan. “No eres el único aquí que tiene problemas, Daniel. Todos tenemos que poner algo de nuestra parte para que esto funcione. Yo te ayudo a ti, tú me ayudas a mí. Así son las cosas.”
Daniel quiere pensar que no hay nadie más en la sala y la doctora está hablando con él exclusivamente. Eso le da un sentido completamente distinto a las palabras de ella. Una sonrisita empieza a asomar en la comisura de su boca. Frunce los labios en gesto desinteresado para disimularla.
“Yo no necesito ayuda. Y vosotros tampoco” añade señalando vagamente a su alrededor con un gesto. “Lo que pasa es que ninguno tenéis el coraje suficiente para enfrentaros a la vida, así que venís aquí a lloriquear y a que os hagan sentir especiales”
“Vete a la mierda” interviene de pronto Jena. El mechón de pelo con las puntas húmedas de saliva se le pega al cuello cuando lo suelta. “¿Sabes todo el valor que ha tenido que reunir Rita para poder abrir su corazón a este grupo y contarnos lo que le angustia? ¿Sabes la confianza que ha depositado en nosotros? No te mereces estar aquí. Joder, no te mereces ni el aire que respiras. Dices que no tenemos coraje para enfrentarnos a la vida, cuando tú has intentado matarte antes que lidiar con tus problemas. Y ahora vienes aquí y nos haces perder el tiempo a nosotros. Pierdes el tiempo de la doctora. Chupas del sistema sin dar nada a cambio. Joder, ¿por qué no te tiras por un puente y nos dejas en paz?”
Vaya. Había olvidado que Jena, además de ser una obsesiva compulsiva con trastorno bipolar, también era una chica dura del barrio obrero.
“No te pases, Jena” le dice Paul, intentando hacer de pacificador mientras se frota los antebrazos como si hiciera mucho frío. “Nadie se merece algo así”
“Tú no te metas” le espeta ella.
“Paul tiene razón” dice la doctora. “Tenemos que intentar ser amables unos con otros, si no…”
“Nadie me preguntó si quería venir aquí” Prosigue Daniel dirigiéndose a Jena. “Pero el estúpido de mi hermano tuvo que encontrarme antes de que las pastillas hicieran efecto, y ahora todos me tratan como a un niño pequeño al que no se puede dejar solo ni cinco minutos. Pues bien, me portaré como tal”
“Vale, ya es suficiente” corta la doctora, tajante. Se levanta de la silla tan bruscamente que por un momento, Daniel casi puede ver por debajo de su falda. “Hemos acabado por hoy. Mañana a la misma hora seguiremos hablando del problema de Rita.”
Salen todos ordenadamente, silenciosos y sin mirarse unos a otros. Daniel oye a Jena murmurarle “capullo” cuando pasa a su lado. Él le dedica una sonrisa llena de dientes y sale detrás de ella. Se queda un poco rezagado hasta que todos desaparecen de su vista, y entonces se dirige en otra dirección. Tuerce por un silencioso pasillo del hospital hasta llegar a una puerta con una placa. Gira el picaporte y sonríe al ver que no está cerrado con llave. Ya no hay necesidad de disimular. Entra sin llamar, cierra la puerta tras de sí y cruza el despacho sin encender la luz. Se sienta sobre el escritorio, coge un portalápices con forma de tronco de árbol y lo gira entre sus manos mientras espera.
A los pocos minutos, la puerta se abre y la doctora Miller entra. Cuando su mano está suspendida sobre el interruptor de la luz, Daniel habla.
“Espera”
Ella se gira hacia él sin mostrar sorpresa ni enfado de que haya invadido su oficina.
“¿Qué haces aquí?” Pregunta dando un paso al frente y cruzándose de brazos.
“Necesitaba verte” Suspira, dejando el pisapapeles sobre la mesa con suavidad. “Jena tiene razón, he sido un capullo con todos desde que entré en el grupo”
“Sí, lo has sido” dice ella simplemente, olvidando por un momento su faceta de psiquiatra paciente y comprensiva.
Daniel examina a la mujer que tiene enfrente unos segundos antes de continuar. Ella nota sus ojos evaluándola de arriba abajo y no puede disimular su incomodidad. Empieza a balancear el peso del cuerpo de una pierna a otra, y a pesar de la escasa luz en la habitación, juraría que se está sonrojando.
“Mi problema es que…” continúa él “No me importa lo que ellos piensen de mí”
Se levanta de la mesa de un brinco y cruza la habitación en dos pasos hasta estar cara a cara frente a ella.
“Sólo me importa lo que pienses tú, Anne.”
Aproxima su rostro hacia ella, pero la doctora gira la cabeza bruscamente. Él se detiene y aspira profundamente, sintiendo un aroma a vainilla que le trastoca los sentidos. Ella no se aparta, quizás por miedo o por la lucha interna que se está librando en su interior, con las partes racionales y emocionales de su ser analizando los pros y los contras de lo que está a punto a ocurrir.
Daniel se inclina un poco más hasta que la punta de su nariz acaricia el cabello rubio rojizo de Anne y le susurra al oído:
“Por favor. Por favor. Te necesito. Ya no puedo soportarlo más”.
Ella no responde, pero tampoco se aparta. Tratando de inclinar la balanza a su favor, Daniel posa sus labios sobre su oreja y nota cómo se estremece cuando le besa el lóbulo.
“No… yo no… No podemos…”
“Shhh” murmura él rodeándola con sus brazos. Su mano derecha sube por la espalda de Anne recorriendo la columna hasta posarse en la base del cuello. Empieza a masajearle la nuca y ella posa la cabeza sobre su hombro. “No pasa nada. No se lo diré a nadie”
Anne levanta sus ojos oscuros hacia él. Daniel vuelve a inclinarse para besarla, y esta vez ella no se aparta. Su boca sabe a frutas silvestres y a tarta de cerezas. Daniel nota cómo los pelos de la nuca se le empiezan a poner de punta mientras levanta la mano y suelta el pasador que ella lleva en la cabeza. Su pelo cae en ondas doradas que acaricia sin dejar de besarla. Sus lenguas se rozan como serpientes africanas bailando la danza de la lluvia y Anne intenta ahogar un gemido. Daniel desliza las manos por debajo de su blusa tentativamente. Al no haber protesta por parte de ella, comienza a ascender. Su piel es suave como la de un melocotón, pero está fría al tacto. Le desbrocha la blusa y le acaricia los brazos mientras la desliza hacia el suelo. Las pecas le surcan los hombros, la espalda y parte del pecho. Sus labios bajan por el cuello hacia la clavícula con impaciencia, queriendo besar todas y cada una de esas pecas.
Deja de besarla durante un momento mientras ella le ayuda a quitarse la camiseta. Daniel le coge el broche del sujetador y lo desata con gracia apenas rozándolo. Tiene los pechos pequeños y redondos como copas de champán, con los pezones rosados. Posa la mano sobre uno de ellos con suavidad, casi sin atreverse a tocar algo tan perfecto.
“Eres preciosa” murmura atrayéndola hacia sí y dirigiéndose al sofá viejo y desteñido del despacho. Los pantalones de él y la falda de ella caen por el camino. Anne es ligera como una pluma entre sus brazos. Por muy horriblemente cliché que suene, no puede evitar pensar que parece una muñeca de porcelana. La reclina sobre el sofá con delicadeza, teme que se rompa si la deja caer.
Sus labios recorren el rastro de pecas por su pecho y su abdomen como un escalador buscando la ruta entre las nevadas montañas del Himalaya. El vientre femenino palpita y se estremece como el temblor de un valle antes de la avalancha. Las ávidas manos de Daniel se deslizan por las piernas de marfil hasta encontrar lo que busca. Anne jadea entrecortadamente y su espalda se arquea sacudida por una corriente eléctrica. Empiezan a moverse en una sincronía tan perfecta que el aire parece solidificarse a su alrededor. Daniel lo ve todo a través de un prisma que lo vuelve todo borroso excepto el cuerpo de ella, se amplifican sus sentidos de percepción y los detalles se magnifican. Cuando siente que está a punto de desfallecer, Anne le mira a los ojos y durante un instante, el tiempo se detiene y el mundo deja de girar sobre su eje. Contiene la respiración hasta que no puede aguantar más y se deja llevar.
Cae rendido sobre ella y entierra la cara en su pecho para ahogar un sollozo. La psiquiatra le acaricia el pelo y tararea lo que suena como una balada de los años veinte. Daniel no sabe si lo que oye son los latidos del corazón de Anne o el zumbido de sus propios oídos. Se siente seguro y a salvo y no quiere irse nunca de allí.
“Anne” murmura al cabo de un rato. Teme que se haya quedado dormida, pero su respuesta no se hace esperar:
“¿Sí?”
“El día que me tomé todas esas pastillas…” la mano que le acaricia el pelo se detiene y traga aire antes de seguir: “No pensaba claramente en lo que hacía. Creo que de eso se trataba, de que no quería tener que pensar en nada más. No quería sentir nada más, porque sentir era… demasiado doloroso. Sólo quería desaparecer.”
Anne guarda silencio, intuyendo que eso no es todo. Ambos perciben que lo que va a decir es el primer gran paso a la aceptación, algo que hará que las cosas ya no vuelvan a ser iguales.
“Anne… no quiero morir solo.”
Ella le abraza con fuerza, y Daniel descubre que también está llorando.
4 comentarios - Un relato q me dejo caliente
50 puntos ni a palos te creo con un relato 😀
🙂