Como soy una periodista que recién empieza, estoy obligada a viajar a cualquier lugar del país, por alejado o miserable que sea. Todo por una nota que pueda interesar a los morbosos que nos leen. Trabajo en una revista de casos policiales o de noticias insólitas en general; de esas que no se guardan ni una pizca de sordidez. Hace un mes y medio, mi jefe dijo que fuera urgentemente a cierto pueblito del norte porque le habían pasado un dato que podía ser una bomba para nosotros. En una familia humilde e ignorante, un hombre con retraso mental había permanecido confinado por veinte años, y además parecía que la hermana había cubierto sus necesidades sexuales. La reclusión vergonzosa de un miembro deficiente y su utilización sexual por parte de una hermana que seguramente tampoco estaba muy sana me parecieron una combinación ideal para nuestros lectores. Y para qué te lo voy a negar: a mí me intrigó y hasta me calentó bastante. En mi mente se mezclaron imágenes y dudas. Pensé que la habitación del horror debería estar casi permanentemente cerrada, para que los vecinos la pensaran abandonada, una especie de desván. La imaginé desaseada, igual que su único habitante. Vi a la inmoral mujer que regularmente se encontraba con su hermano para celebrar una atroz ceremonia de sexo, que seguramente él no entendía del todo pero que pronto aprendió a explotar. “¿Por qué ella prefirió este amor prohibido a la posibilidad de una descarga normal?” “¿Será porque él tiene una pija de tamaño desmesurado, como suele atribuirse a los retrasados?” “¿Será eso?” Me preguntaba. También vi a la hermana, despreocupada por su cuerpo que ya empieza perder línea, arrodillada con su cabeza a la altura de la cintura de su tonto amante. Y a su grotesca pija lanzando ingenuo esperma sobre la cara de ella, que lo disfruta con cierto fulgor satánico en los ojos. Todo esto pasó por mi cabeza en unos pocos instantes. ¿Ves con qué velocidad funciona mi imaginación?
(Como te habrás dado cuenta, no soy de las que usan palabras suaves para hablar de sexo o de lo que sea. Pero particularmente de sexo, no. Pocas veces me vas ha escuchar decir vagina, busto, o acto sexual; y menos ahora que estamos hablando en confianza, ¿no? ¿Sabés qué pienso de las palabras obscenas? Las amo porque tienen el poder de hacer presente la imagen de lo que nombran. Si digo pene, imagino, con suerte, un dibujo de libro de anatomía, un inofensivo cilindro rosado. Pero si digo verga, pija, o poronga... veo una barra de carne palpitante con un extremo morado. Cuando estoy cogiendo las uso mucho. ¿Y vos que me decis? ¿Preferis que te diga "quiero tener sexo anal con vos", o que te susurre: "quiero que me rompas el culo"?
Me fui en el primer viaje que encontré. Fue fatal; tuve que soportar diez horas en un ómnibus de cuarta. Cuando llegué al pueblo, pensé que me moría. Apenas unas pocas manzanas de casas muy humildes; ni hotel, ni hospital... Antes de hacer nada o de hablar con alguien, fui a una ciudad cercana, para encontrarme con un informante clave.
Mi jefe se enteró de este caso a través de un médico amigo que viene una vez cada tanto a este pueblo. Atiende en una pequeña casilla de primeros auxilios. Un día se presentó la que él suponía única hija de los Peralta, por una comezón en la entrepierna que no la dejaba en paz desde hacía una semana. El doctor la revisó y tomó algunas muestras, supongo que del interior de su vagina... Bueno, en realidad no conozco los detalles. Lo cierto es que volvió muy preocupado con los resultados. Se trataba de una extraña infección de transmisión sexual, inofensiva para la mujer pero mortal para el hombre. Así que el doctor exigió a su paciente que le revelara el nombre de su amante, ya que su vida corría peligro. Sólo así consiguió que María le confesara el terrible secreto de su hermano encerrado por veinte años, no sin antes pedir absoluta reserva.
Era importante que hablara con este médico. Un destartalado colectivo me llevó hasta donde ejerce de manera estable.
La clínica era de primer nivel, de esas que hacen que te entren ganas de estar un poco enferma para que te mimen. Apenas ingresé, me dijeron que el doctor Claudio Aróstegui, así se llama, estaba ocupado en no sé qué caso de urgencia. Esperé como una hora hasta que finalmente apareció, deshaciéndose en disculpas. Las acepté, por supuesto; porque ya me estaba felicitando por las ventajas de mi trabajo, por la gente que me permite conocer. Era un sueño: la clase hombre que entorpece a cualquier mujer. La extraña mezcla de solidez corporal, delicadeza y belleza me excitó de manera inmediata. Creo que lo notó, porque, después del intercambio de formalidades, me propuso tratar un tema tan confidencial como el nuestro en la seguridad de su casa; y me entregó las llaves para que lo esperara hasta el final de su jornada.
(¡A mí con esos juegos! Pero no me importó, porque si le había gustado y me quería tener, no pensaba frenarlo. En realidad mi cabeza ya estaba trabajando para él. No lo puedo evitar.)
A las cinco de la tarde llegué a su casa. Era una construcción antigua, pero estaba en perfecto estado. Me sentí a gusto apenas entré. ¿Cómo haría para mantener en esas condiciones una casa tan grande? Todo transmitía buen gusto, moderación y equilibrio. Los materiales nobles abundaban.
Lo primero que hice fue darme un baño. Mi cuerpo lo necesitaba; además, estaba segura que él lo conocería íntegramente cuando regresara. Justo al salir del agua comprobé que no había toallas a la vista. Supuse que las guardaba en la cómoda de su recámara. Caminé desnuda hasta el cuarto contiguo, y al entrar vi mi reflejo en un espejo pegado a una ventana que permitía sólo algunos rayos de sol. Me gustó lo que vi - la madera oscura y la poca luz hacían que todo pareciera una foto vieja -, y por un momento sentí deseos de ensayar poses. Viendo mi vientre y mi cola, comprendí por qué los hombres enloquecían. Empecé a revolver cajones. Como sentía frio, no me preocupé por dejar todo intacto. No encontré ni rastro de toallas, pero la solución que me salió al paso superó mis fantasías. En uno de los cajones que abrí agitadamente encontré algo que aún hoy me produce puntadas de excitación. Era una bolsita de supermercado que contenía su ropa interior para enviar a la lavandería. Empecé a secarme con los calzoncillos. El olor era algo dulzón, con un matiz ácido. Deliciosamente opresivo. Quizá los hombres no lo sepan, pero nosotras amamos ese olor. Dicen que el olor es la sensación que más recuerdos consigue traer a la conciencia. Mi cabeza hervía y no sabía cuál escoger. Como un animalito atrapado en un laberinto de metal candente, pasaba de una imagen a otra. Después me masturbé con uno de los calzoncillos. Lo frotaba en mi concha y mis piernas, con la impaciencia de un glotón.
Algo más calmada, me vestí con lo mejor que encontré en mi bolso. Recuerdo que dudé entre la falda azul oscuro o la gris-perla. Quería impresionarlo; quería que me viera como a una mujer con clase. Finalmente me decidí por el enterizo de lana fina, color rosa-viejo, que apenas sugiere los cachetes de mi cola y deja ver lo suficiente de mis piernas. bombacha corpiño de algodón blanco; poco maquillaje y apenas unas gotas de extracto: bella y sobria.
Había oscurecido cuando regresó. Llevaba puesta otra ropa. Todo de muy buen gusto, por supuesto. Le pareció fantástico que hubiera tomado un baño, que hubiera seguido su consejo de sentirme como en casa. ¡Si supiera qué tan en serio tomé su sugerencia! Por supuesto, no le dije nada del asunto de las toallas. Durante la cena que pedimos a una casa de comidas, me contó los detalles del caso que me había llevado hasta allí. Yo le planteé el problema de obtener información sin que los protagonistas lo notaran. Le dimos vueltas a la cuestión bastante rato, hasta que él encontró un camino aceptable. Lo conocerás cuando siga con esa parte de la historia, pero ahora deja que te cuente qué pasó entre nosotros.
Él tomó las tres iniciativas cruciales: pasar al living, sugerir tomar unas copas de licor, advertir o inventar una mala postura en mi manera de estar sentada. De eso a los masajes en su habitación hubo sólo un paso. Era tan evidente qué queríamos que casi no hubo rodeo. Me acosté ofreciéndole la espalda a sus manos; pero lo que sentí, cuando se sentó a caballo en mi cintura, fue su pija dura. Eso diluyó lo que restaba de farsa entre nosotros.
Resultó bastante cerdito; lo primero que me indicó con señas fue que se la chupara, vestidos en gran parte. Yo estaba acostada mirando hacia arriba, y él bombeaba sobre mi cara, con sus rodillas puestas en el ángulo formado por mis axilas. Literalmente me cogió por la boca. Temí que le bastara con eso, que quisiera una chupada para terminar en mi boca y nada más. Pero por suerte era sólo el principio; de cualquier modo, no se lo hubiera permitido. Quizás te preguntes cómo hago ese tipo de predicciones. Las mujeres, o al menos las mujeres sensibles como yo, sabemos cuando un hombre está por acabarnos en la boca: advertimos una leve contracción de las bolas en el instante previo.
Todavía vestidos en parte, me pidió que me pusiera boca abajo y empezó a frotarla contra mi cola. Era un juego, parecía un ensayo de lo que vendría después. Como un avión que no se decide a aterrizar, pasaba su verga por una línea que empezaba en mis pantorrillas y terminaba en el nacimiento de mis cachetes, rozando y levantando con su glande el borde de mi falda, para volver a elevarse luego. ¡Me estaba matando de ganas el hijo de puta...! No quería una simulación de penetración; decidí tomar las riendas. Me di vuelta y quedamos enfrentados. Abrí mis piernas como para abrazarlo con ellas. Luego de correr con mis afinados dedos la tira de la bombacha, y mientras lo miraba a los ojos, guié su pija. ¡Qué placer! Sentí que la calentura me inundaba como una ola de sustancias tóxicas. ¡Con qué fuerza lo hacía...! Cada embestida me hundía más en la cama. En un momento quise mirar el centro de la acción, porque adoro ver cómo entra y sale. Pero fue imposible, porque cuando entraba lo hacía con una fuerza tal que me dejaba tiesa y convexa sobre la cama, y sólo podía mirar al techo. Era evidente que se había decidido, y ¡de qué manera!
Él había conseguido quitarse el pantalón y el calzoncillo, pero yo estaba casi completa; tenia aun mi vestido, que ya estaba mojado y arrugado, y no me había sacado la bombacha sino que la había desplazado para que me penetrara. Me ayudó con la bombacha, pero quiso que conservara el resto. Con suave firmeza, me dio vuelta y me puso en la posición del perrito, con la falda hecha un cordón grueso sobre mi cintura. Abrió los cachetes de mi culo y escupió bastante saliva en el agujero. Me estremecí; sabía lo que venía. Por lo general no tengo problemas con que me la metan por atrás, pero aquella pija... Mmm... Se lo dije. Me tranquilizó y empezó a merodear con su cabeza violeta por mi temeroso esfínter. No sé cómo, pero finalmente se relajó y empezó entrar. Parte de sus rodillas estaban sobre mis piernas, produciéndome un poco de dolor. Comprendí el mensaje, me estaba diciendo: “estás atrapada”. Aflojé todo lo que pude y entró completa. ¡Qué placer!... Aunque la posición me restaba movimiento, empecé a mover el tronco, como si quisiera apoderarme de su verga a pura fuerza de culo... No lo conseguí: la sacó y la volvió a meter a su antojo... y con el rigor del jardinero que clava su pala en la dócil tierra negra. Le gustaba decirme palabras sucias. “Putita mía”, “Mamadora de pijas”, “¡Vieja puta relajada!” En otro momento no hubiera permitido que alguien me tratara así, pero me cogía tan bien... Era tal el placer que lo dejé correr.
Me pidió que lo siguiera al baño de la habitación. Bajó la tapa del inodoro y se sentó. Las palabras no fueron necesarias; su pija me estaba invitando. Me senté y empecé a cabalgar. Vi que su excitación lo sobrepasaba; no sabía qué hacer. Sus manos recorrían mi espalda, indecisas, como si buscaran un lugar donde posarse en una superficie demasiado caliente.
Después me depositó suavemente en el piso, pero con cierta prisa. Estaba dispuesta a cualquier cosa. Me dijo que iba a soltar toda la leche que tenía en mi cara, y que era mucha. Mi posición era totalmente horizontal sobre la fría cerámica, y él me miraba desde arriba, parado a la altura de mi cabeza como si fuera a mear en mi frente. Empezó a agitársela. Le miraba las bolas. ¡Las noté subir ligeramente! Pensé que me había equivocado, que era demasiado pronto para que acabara; pero no. Comenzó el descenso hacia mi cara. Las rodillas se flexionaron hasta que su pija estuvo a la altura de mi nariz. Parecía una caldera a punto de explotar: colorado, resoplando, vibrando. Intenso olor...
Cerré los ojos... Y una cálida red de cordones grises se fijó a mi cara. Quedó cubierta casi por completo, pero pude abrir mi ojo derecho, que me alcanzó para ver que quería dar el toque final en mi boca. La abrí todo lo que pude y ubiqué mi cabeza de modo que nada se desperdiciara. Él agitaba su pija con ardor... Lo consiguió. ¡Vaya, si lo consiguió!
Nos bañamos y dormimos como angelitos. A la mañana siguiente, después de desayunar, partimos los dos; él a su trabajo y yo a un hotel, a esperar que lloviera. Sí, escuchaste bien; no podía aparecer en el pueblo hasta que lloviese, eso era parte de nuestro plan. ¿Por qué en un hotel y no en su casa? Bueno, el doctor resultó ser casado y su mujer regresaba de un congreso ese mediodía.
Lo que se nos ocurrió fue que yo apareciera en el pueblo diciendo ser su prima. Supuestamente, viajaba de Buenos Aires para visitarlo y traerle una droga muy difícil de encontrar en esos lugares. No era más que un placebo inofensivo, pero yo le diría a María, la hermana del retrasado, que era necesaria para la recuperación de su prohibido amante. Lógicamente, se lo diría en secreto, como un soborno para que me dejara pasar una noche en su casa. Sencillamente la amenazaría con divulgar la verdad. El sentido de aparecer en un día de lluvia era dar credibilidad, ante los padres, a mi necesidad de alojamiento. No era perfecto, pero para empezar alcanzaba. Los huecos podría llenarlos en el momento; por algo soy periodista, ¿no?
Por suerte no tuve que esperar demasiado; al tercer día de estar en el hotel, pude partir en un auto alquilado hacia mi destino. Llegué a eso de las nueve de la noche. El tiempo me ayudaba: llovía y el viento era aterrador. Estacioné el auto enfrente de la casa de los Peralta. Era uno de esos caserones de dos plantas de principios de siglo, que ya casi no se ven; sombrío y húmedo como un pozo. Una de las paredes que daba a un baldío estaba cubierta de plantas enamoradas-del-muro. Bajé corriendo y golpeé con fuerza la puerta de madera despintada. En los pequeño lugares la gente es instintivamente amable y hospitalaria. La persona que abrió la puerta literalmente me succionó hacia adentro, y sólo después de asegurarse que estaba a buen resguardo, me preguntó que hacía a esas horas y con ese tiempo. “Mi hijita”, creo que fueron las confiadas palabras que usó. Le largué las mentiras previstas y algunas que me salieron en el momento. Me dijo que había tenido suerte, porque la paciente que buscaba se encontraba en casa. Era increíble, pero no había sospechado nada. Y yo tampoco vi nada sospechoso en esa típica obesa de pueblo. Me entraron dudas sobre todo el asunto. ¿No sería un fraude de María para sacarse el tedio de ese pueblo muerto? Ya me estaba decepcionando, cuando apareció María... Entonces supe que estaba en el lugar correcto, que tendría mi historia.
María mostró toda la desconfianza que no había experimentado en su madre. Era rechoncha, de unos treinta años, con piel espesa y grasienta. Emitía un leve olor rancio. Cuando finalmente estuvimos a solas, no demoré en rodeos. Sentí que si actuaba con la suficiente rapidez y energía, podría doblegarla. Me escuchó con cara tensa y mirada de halcón. Pero, para mi sorpresa, luego de amenazarla con hacer publico lo que ocurría entre su hermano y ella, noté un cambio inesperado en su actitud. Su expresión cambió rápidamente; su cara se ablandó y apareció la punta de una sonrisa infantil. Pensé que estaba frente a una loca. No sé qué lugar adecuado ocupé en su sistema, pero empezó a contarme los detalles más escabrosos como si yo fuera su compañerita de colegio y me hablara de su primera cita. No se guardó nada. Su hermano, en realidad, no era tal. Era el único hijo de un rico hacendado de la zona, a quien ellas habían servido como domésticas. Don Martínez, que así se llamaba, había sido criado por la madre de María y la apreciaba muchísimo. Sin embargo, esto no le impidió cogerse a su hija. No sólo eso, intentó que su hijo se hiciera hombre con la misma adolescente. Entre paréntesis, tal vez María no fuera en esa época tan fea. Como sea, le dieron sin asco el viejo y el hijo. La verdad que se me partió el corazón por el duro destino de aquella mujer.
Poco antes de morir, el viejo les dejó la ruinosa casa. Y también al hijo bobo, porque temía que unos parientes inescrupulosos lo usaran para quedarse con todo, si no desaparecía por cierto tiempo. Había cierta complicada cláusula del testamento, dijo, que explicaba ese extraño pedido. Fue así que decidieron ocultarlo; y, sin advertirlo, pasaron los años. Esa es más o menos la historia. No hay mucho más para contar.
Salvo un detalle... Agregó que no se explicaba cómo había ligado esa enfermedad venérea, pues se limitaba a masturbarlo cuando lo notaba inquieto; hacía muchos años que no dejaba que su monstruoso miembro la penetrara. Estas palabras quedaron girando en mi mente. Me conozco, y en ese instante supe que no me iría sin verlo. Por suerte nada en mi cara reflejó la retorcida calentura que empezaba a crecer en mi cuerpo. O al menos eso fue lo que pensé.
La habitación de huéspedes estaba en la planta alta; para llegar, pasé por el cobertizo interno que servía de casa al fenómeno. Mi cabeza otra vez en acción. Una pija enorme... ¿Cómo podría conocerla? Eran las tres de la mañana y no podía dormir. Me sentía muy tensa; y, aunque soy de las que no pueden en casa ajena, tuve que bajar varias veces a un horrible baño que no tenia suficiente papel. Odio limpiarme a medias.
Cuando subía a mi cuarto, luego del tercer viaje al baño, vi que María salía de la habitación de su hermano. ¿Qué podría estar haciendo a esas horas? Me vio y me llamó con señas. Ya en la puerta, me guió como si quisiera que escuchara pegando mi oreja. Entonces sucedió algo extraordinario. Con rápida eficacia, me obligó a cruzar el umbral y cerró la puerta... La oscuridad era casi total; sólo una vela impedía que no viera nada. Estaba aterrada, incapaz de cualquier acción. Lo primero que sentí fue el olor. No se me ocurre como ilustrarlo; era una mezcla nauseabunda. Quizá fue lo que me activó y me lanzó a la puerta. Pero fue inútil; estaba atrapada. Algo se movió hacia mí. No terminé de avisparme, cuando sus garras me llevaron con rudeza a una especie de camastro. Apestaba. Sentí nauseas. Estaba desnudo. Me mordisqueaba sin ternura; rogué que no llegara a mi boca. Me desperté por completo y empecé a gritar. Creo que esto lo excitó más, porque lo escuché emitir sonidos que ciertamente no eran humanos. Sin embargo, no me asustó. La furia tomó el lugar del pavor y empecé a dar patadas, y morder, y arañar, y...
Había descendido al punto en que somos una sola idea. Quería quitarlo de mi cuerpo como a escamas de piel ajena.
Rodamos del camastro al suelo; yo, un animal protegiendo a su cría; y él, un primate en celo. No había tenido tiempo de pensar en lo referido por su hermana sobre su verga, pero en ese momento noté una presión en mi pierna. Y entonces, por un instante, sentí algo que no puedo describir cómo calentura pero sí como un atisbo de curiosidad.
Era desmesuradamente fuerte. De un golpe me tumbó sobre la áspera frazada. Yo llevaba un camisón de seda, con falda corta, y una tanga naranja. Con brusquedad, mientras estaba embutida en la cama, empezó a romperlo en tiras, hasta dejarme totalmente desnuda. Creo que fue una visión deslumbrante, porque sus expresiones de bestia eran por momentos las de un niño gimoteando. Ahora lo puedo comprender; de algún modo signifiqué un destello de suavidad y belleza en su encierro. Pero en ese momento yo no estaba para conmoverme; corría serio peligro.
Daba vueltas como un loco alrededor de su cama, sin dejar de retenerme con una de sus manos, presionando mi cintura. Yo había empezado a recobrar mi integridad mental, y me preguntaba en qué rito estaba metida. Por alocado que parezca, esto me tranquilizó. Seguramente pensé que todo quedaría en una grotesca ceremonia animal, que no pasaría de ahí. Me equivoqué. Empezó a lamerme el culo. En otra situación me hubiera incomodado por no estar completamente limpia, pero a aquel animal no parecía importarle, y yo le odiaba. Literalmente, hundió su lengua en mi agujero. Olfateaba, mordisqueaba y lamía, en medio de una salsa de saliva y mierda... Entonces fue cuando tuve la idea que sería mi perdición. Me defendí con lo único a mi alcance. Aproveché la circunstancia de estar aferrada por mi cintura para hacer mi mejor esfuerzo rectal. No conseguí gran cosa, pero igual pensé que alcanzaría para espantarlo. Fue mi perdición porque no sólo fue inútil, sino que pareció calentarlo más.
Y algo se quebró en mi organización mental.
Me dejé dominar por una sensación de derrumbe. Sólo tenía una idea: ser poseída con rudeza. Caer imperdonablemente humillada en una multitud. Sentí un vértigo de degradación jamás experimentado.
Pero, ¿qué hacer, cómo indicarle que ahora quería someterme? Como pude, logré desembarazarme de sus garras y empecé a tocar sus bolas. Verdaderamente su pija era descomunal. Al principio pareció sorprendido. Mis ojos se habían adaptado a la oscuridad, y pude ver su ancha y pálida cara; me observaba con expectación. Igual seguí adelante. Tomé en mis manos esa formidable tripa y empecé a pajearlo. Si la loca no me había mentido, a eso se había limitado su sexualidad en los últimos años. Surtió efecto; esa cosa empezó a crecer entre mis manos. Dura, era de temer, pero estaba dispuesta a que me empalara. La situación se invirtió; ahora era dócil como un cachorro. Lo que ocurrió después se ha perdido un poco de mi recuerdo. Pero de alguna manera conseguí que me la pusiera. ¡Qué dolor al principio! Creí que no lo resistiría; fue una especie de parto invertido. Me retorcí, gemí, grité y lloré cuando ese pistón me inundó. Levanté ligeramente mi cabeza y, después de correr al desvanecido mono que presionaba mi pecho, contemple mi pobre conchita, rebosante y pegajosa. Increíblemente, llevé mi mano hasta ahí y traje los dedos embadurnados a mi boca. Fue entonces cuando reparé en la puerta, que estaba ¡abierta! María y su madre me estaban mirando con sonrisa cómplice.
Me jodieron las dos! Otra vez mi debilidad... Nada más pasó esa noche, que sea digno de mención. Sencillamente recogí mis cosas y me fui. Ya vería qué excusa armábamos con Claudio para mi director. Pero esa es otra historia.
Adrián
(Como te habrás dado cuenta, no soy de las que usan palabras suaves para hablar de sexo o de lo que sea. Pero particularmente de sexo, no. Pocas veces me vas ha escuchar decir vagina, busto, o acto sexual; y menos ahora que estamos hablando en confianza, ¿no? ¿Sabés qué pienso de las palabras obscenas? Las amo porque tienen el poder de hacer presente la imagen de lo que nombran. Si digo pene, imagino, con suerte, un dibujo de libro de anatomía, un inofensivo cilindro rosado. Pero si digo verga, pija, o poronga... veo una barra de carne palpitante con un extremo morado. Cuando estoy cogiendo las uso mucho. ¿Y vos que me decis? ¿Preferis que te diga "quiero tener sexo anal con vos", o que te susurre: "quiero que me rompas el culo"?
Me fui en el primer viaje que encontré. Fue fatal; tuve que soportar diez horas en un ómnibus de cuarta. Cuando llegué al pueblo, pensé que me moría. Apenas unas pocas manzanas de casas muy humildes; ni hotel, ni hospital... Antes de hacer nada o de hablar con alguien, fui a una ciudad cercana, para encontrarme con un informante clave.
Mi jefe se enteró de este caso a través de un médico amigo que viene una vez cada tanto a este pueblo. Atiende en una pequeña casilla de primeros auxilios. Un día se presentó la que él suponía única hija de los Peralta, por una comezón en la entrepierna que no la dejaba en paz desde hacía una semana. El doctor la revisó y tomó algunas muestras, supongo que del interior de su vagina... Bueno, en realidad no conozco los detalles. Lo cierto es que volvió muy preocupado con los resultados. Se trataba de una extraña infección de transmisión sexual, inofensiva para la mujer pero mortal para el hombre. Así que el doctor exigió a su paciente que le revelara el nombre de su amante, ya que su vida corría peligro. Sólo así consiguió que María le confesara el terrible secreto de su hermano encerrado por veinte años, no sin antes pedir absoluta reserva.
Era importante que hablara con este médico. Un destartalado colectivo me llevó hasta donde ejerce de manera estable.
La clínica era de primer nivel, de esas que hacen que te entren ganas de estar un poco enferma para que te mimen. Apenas ingresé, me dijeron que el doctor Claudio Aróstegui, así se llama, estaba ocupado en no sé qué caso de urgencia. Esperé como una hora hasta que finalmente apareció, deshaciéndose en disculpas. Las acepté, por supuesto; porque ya me estaba felicitando por las ventajas de mi trabajo, por la gente que me permite conocer. Era un sueño: la clase hombre que entorpece a cualquier mujer. La extraña mezcla de solidez corporal, delicadeza y belleza me excitó de manera inmediata. Creo que lo notó, porque, después del intercambio de formalidades, me propuso tratar un tema tan confidencial como el nuestro en la seguridad de su casa; y me entregó las llaves para que lo esperara hasta el final de su jornada.
(¡A mí con esos juegos! Pero no me importó, porque si le había gustado y me quería tener, no pensaba frenarlo. En realidad mi cabeza ya estaba trabajando para él. No lo puedo evitar.)
A las cinco de la tarde llegué a su casa. Era una construcción antigua, pero estaba en perfecto estado. Me sentí a gusto apenas entré. ¿Cómo haría para mantener en esas condiciones una casa tan grande? Todo transmitía buen gusto, moderación y equilibrio. Los materiales nobles abundaban.
Lo primero que hice fue darme un baño. Mi cuerpo lo necesitaba; además, estaba segura que él lo conocería íntegramente cuando regresara. Justo al salir del agua comprobé que no había toallas a la vista. Supuse que las guardaba en la cómoda de su recámara. Caminé desnuda hasta el cuarto contiguo, y al entrar vi mi reflejo en un espejo pegado a una ventana que permitía sólo algunos rayos de sol. Me gustó lo que vi - la madera oscura y la poca luz hacían que todo pareciera una foto vieja -, y por un momento sentí deseos de ensayar poses. Viendo mi vientre y mi cola, comprendí por qué los hombres enloquecían. Empecé a revolver cajones. Como sentía frio, no me preocupé por dejar todo intacto. No encontré ni rastro de toallas, pero la solución que me salió al paso superó mis fantasías. En uno de los cajones que abrí agitadamente encontré algo que aún hoy me produce puntadas de excitación. Era una bolsita de supermercado que contenía su ropa interior para enviar a la lavandería. Empecé a secarme con los calzoncillos. El olor era algo dulzón, con un matiz ácido. Deliciosamente opresivo. Quizá los hombres no lo sepan, pero nosotras amamos ese olor. Dicen que el olor es la sensación que más recuerdos consigue traer a la conciencia. Mi cabeza hervía y no sabía cuál escoger. Como un animalito atrapado en un laberinto de metal candente, pasaba de una imagen a otra. Después me masturbé con uno de los calzoncillos. Lo frotaba en mi concha y mis piernas, con la impaciencia de un glotón.
Algo más calmada, me vestí con lo mejor que encontré en mi bolso. Recuerdo que dudé entre la falda azul oscuro o la gris-perla. Quería impresionarlo; quería que me viera como a una mujer con clase. Finalmente me decidí por el enterizo de lana fina, color rosa-viejo, que apenas sugiere los cachetes de mi cola y deja ver lo suficiente de mis piernas. bombacha corpiño de algodón blanco; poco maquillaje y apenas unas gotas de extracto: bella y sobria.
Había oscurecido cuando regresó. Llevaba puesta otra ropa. Todo de muy buen gusto, por supuesto. Le pareció fantástico que hubiera tomado un baño, que hubiera seguido su consejo de sentirme como en casa. ¡Si supiera qué tan en serio tomé su sugerencia! Por supuesto, no le dije nada del asunto de las toallas. Durante la cena que pedimos a una casa de comidas, me contó los detalles del caso que me había llevado hasta allí. Yo le planteé el problema de obtener información sin que los protagonistas lo notaran. Le dimos vueltas a la cuestión bastante rato, hasta que él encontró un camino aceptable. Lo conocerás cuando siga con esa parte de la historia, pero ahora deja que te cuente qué pasó entre nosotros.
Él tomó las tres iniciativas cruciales: pasar al living, sugerir tomar unas copas de licor, advertir o inventar una mala postura en mi manera de estar sentada. De eso a los masajes en su habitación hubo sólo un paso. Era tan evidente qué queríamos que casi no hubo rodeo. Me acosté ofreciéndole la espalda a sus manos; pero lo que sentí, cuando se sentó a caballo en mi cintura, fue su pija dura. Eso diluyó lo que restaba de farsa entre nosotros.
Resultó bastante cerdito; lo primero que me indicó con señas fue que se la chupara, vestidos en gran parte. Yo estaba acostada mirando hacia arriba, y él bombeaba sobre mi cara, con sus rodillas puestas en el ángulo formado por mis axilas. Literalmente me cogió por la boca. Temí que le bastara con eso, que quisiera una chupada para terminar en mi boca y nada más. Pero por suerte era sólo el principio; de cualquier modo, no se lo hubiera permitido. Quizás te preguntes cómo hago ese tipo de predicciones. Las mujeres, o al menos las mujeres sensibles como yo, sabemos cuando un hombre está por acabarnos en la boca: advertimos una leve contracción de las bolas en el instante previo.
Todavía vestidos en parte, me pidió que me pusiera boca abajo y empezó a frotarla contra mi cola. Era un juego, parecía un ensayo de lo que vendría después. Como un avión que no se decide a aterrizar, pasaba su verga por una línea que empezaba en mis pantorrillas y terminaba en el nacimiento de mis cachetes, rozando y levantando con su glande el borde de mi falda, para volver a elevarse luego. ¡Me estaba matando de ganas el hijo de puta...! No quería una simulación de penetración; decidí tomar las riendas. Me di vuelta y quedamos enfrentados. Abrí mis piernas como para abrazarlo con ellas. Luego de correr con mis afinados dedos la tira de la bombacha, y mientras lo miraba a los ojos, guié su pija. ¡Qué placer! Sentí que la calentura me inundaba como una ola de sustancias tóxicas. ¡Con qué fuerza lo hacía...! Cada embestida me hundía más en la cama. En un momento quise mirar el centro de la acción, porque adoro ver cómo entra y sale. Pero fue imposible, porque cuando entraba lo hacía con una fuerza tal que me dejaba tiesa y convexa sobre la cama, y sólo podía mirar al techo. Era evidente que se había decidido, y ¡de qué manera!
Él había conseguido quitarse el pantalón y el calzoncillo, pero yo estaba casi completa; tenia aun mi vestido, que ya estaba mojado y arrugado, y no me había sacado la bombacha sino que la había desplazado para que me penetrara. Me ayudó con la bombacha, pero quiso que conservara el resto. Con suave firmeza, me dio vuelta y me puso en la posición del perrito, con la falda hecha un cordón grueso sobre mi cintura. Abrió los cachetes de mi culo y escupió bastante saliva en el agujero. Me estremecí; sabía lo que venía. Por lo general no tengo problemas con que me la metan por atrás, pero aquella pija... Mmm... Se lo dije. Me tranquilizó y empezó a merodear con su cabeza violeta por mi temeroso esfínter. No sé cómo, pero finalmente se relajó y empezó entrar. Parte de sus rodillas estaban sobre mis piernas, produciéndome un poco de dolor. Comprendí el mensaje, me estaba diciendo: “estás atrapada”. Aflojé todo lo que pude y entró completa. ¡Qué placer!... Aunque la posición me restaba movimiento, empecé a mover el tronco, como si quisiera apoderarme de su verga a pura fuerza de culo... No lo conseguí: la sacó y la volvió a meter a su antojo... y con el rigor del jardinero que clava su pala en la dócil tierra negra. Le gustaba decirme palabras sucias. “Putita mía”, “Mamadora de pijas”, “¡Vieja puta relajada!” En otro momento no hubiera permitido que alguien me tratara así, pero me cogía tan bien... Era tal el placer que lo dejé correr.
Me pidió que lo siguiera al baño de la habitación. Bajó la tapa del inodoro y se sentó. Las palabras no fueron necesarias; su pija me estaba invitando. Me senté y empecé a cabalgar. Vi que su excitación lo sobrepasaba; no sabía qué hacer. Sus manos recorrían mi espalda, indecisas, como si buscaran un lugar donde posarse en una superficie demasiado caliente.
Después me depositó suavemente en el piso, pero con cierta prisa. Estaba dispuesta a cualquier cosa. Me dijo que iba a soltar toda la leche que tenía en mi cara, y que era mucha. Mi posición era totalmente horizontal sobre la fría cerámica, y él me miraba desde arriba, parado a la altura de mi cabeza como si fuera a mear en mi frente. Empezó a agitársela. Le miraba las bolas. ¡Las noté subir ligeramente! Pensé que me había equivocado, que era demasiado pronto para que acabara; pero no. Comenzó el descenso hacia mi cara. Las rodillas se flexionaron hasta que su pija estuvo a la altura de mi nariz. Parecía una caldera a punto de explotar: colorado, resoplando, vibrando. Intenso olor...
Cerré los ojos... Y una cálida red de cordones grises se fijó a mi cara. Quedó cubierta casi por completo, pero pude abrir mi ojo derecho, que me alcanzó para ver que quería dar el toque final en mi boca. La abrí todo lo que pude y ubiqué mi cabeza de modo que nada se desperdiciara. Él agitaba su pija con ardor... Lo consiguió. ¡Vaya, si lo consiguió!
Nos bañamos y dormimos como angelitos. A la mañana siguiente, después de desayunar, partimos los dos; él a su trabajo y yo a un hotel, a esperar que lloviera. Sí, escuchaste bien; no podía aparecer en el pueblo hasta que lloviese, eso era parte de nuestro plan. ¿Por qué en un hotel y no en su casa? Bueno, el doctor resultó ser casado y su mujer regresaba de un congreso ese mediodía.
Lo que se nos ocurrió fue que yo apareciera en el pueblo diciendo ser su prima. Supuestamente, viajaba de Buenos Aires para visitarlo y traerle una droga muy difícil de encontrar en esos lugares. No era más que un placebo inofensivo, pero yo le diría a María, la hermana del retrasado, que era necesaria para la recuperación de su prohibido amante. Lógicamente, se lo diría en secreto, como un soborno para que me dejara pasar una noche en su casa. Sencillamente la amenazaría con divulgar la verdad. El sentido de aparecer en un día de lluvia era dar credibilidad, ante los padres, a mi necesidad de alojamiento. No era perfecto, pero para empezar alcanzaba. Los huecos podría llenarlos en el momento; por algo soy periodista, ¿no?
Por suerte no tuve que esperar demasiado; al tercer día de estar en el hotel, pude partir en un auto alquilado hacia mi destino. Llegué a eso de las nueve de la noche. El tiempo me ayudaba: llovía y el viento era aterrador. Estacioné el auto enfrente de la casa de los Peralta. Era uno de esos caserones de dos plantas de principios de siglo, que ya casi no se ven; sombrío y húmedo como un pozo. Una de las paredes que daba a un baldío estaba cubierta de plantas enamoradas-del-muro. Bajé corriendo y golpeé con fuerza la puerta de madera despintada. En los pequeño lugares la gente es instintivamente amable y hospitalaria. La persona que abrió la puerta literalmente me succionó hacia adentro, y sólo después de asegurarse que estaba a buen resguardo, me preguntó que hacía a esas horas y con ese tiempo. “Mi hijita”, creo que fueron las confiadas palabras que usó. Le largué las mentiras previstas y algunas que me salieron en el momento. Me dijo que había tenido suerte, porque la paciente que buscaba se encontraba en casa. Era increíble, pero no había sospechado nada. Y yo tampoco vi nada sospechoso en esa típica obesa de pueblo. Me entraron dudas sobre todo el asunto. ¿No sería un fraude de María para sacarse el tedio de ese pueblo muerto? Ya me estaba decepcionando, cuando apareció María... Entonces supe que estaba en el lugar correcto, que tendría mi historia.
María mostró toda la desconfianza que no había experimentado en su madre. Era rechoncha, de unos treinta años, con piel espesa y grasienta. Emitía un leve olor rancio. Cuando finalmente estuvimos a solas, no demoré en rodeos. Sentí que si actuaba con la suficiente rapidez y energía, podría doblegarla. Me escuchó con cara tensa y mirada de halcón. Pero, para mi sorpresa, luego de amenazarla con hacer publico lo que ocurría entre su hermano y ella, noté un cambio inesperado en su actitud. Su expresión cambió rápidamente; su cara se ablandó y apareció la punta de una sonrisa infantil. Pensé que estaba frente a una loca. No sé qué lugar adecuado ocupé en su sistema, pero empezó a contarme los detalles más escabrosos como si yo fuera su compañerita de colegio y me hablara de su primera cita. No se guardó nada. Su hermano, en realidad, no era tal. Era el único hijo de un rico hacendado de la zona, a quien ellas habían servido como domésticas. Don Martínez, que así se llamaba, había sido criado por la madre de María y la apreciaba muchísimo. Sin embargo, esto no le impidió cogerse a su hija. No sólo eso, intentó que su hijo se hiciera hombre con la misma adolescente. Entre paréntesis, tal vez María no fuera en esa época tan fea. Como sea, le dieron sin asco el viejo y el hijo. La verdad que se me partió el corazón por el duro destino de aquella mujer.
Poco antes de morir, el viejo les dejó la ruinosa casa. Y también al hijo bobo, porque temía que unos parientes inescrupulosos lo usaran para quedarse con todo, si no desaparecía por cierto tiempo. Había cierta complicada cláusula del testamento, dijo, que explicaba ese extraño pedido. Fue así que decidieron ocultarlo; y, sin advertirlo, pasaron los años. Esa es más o menos la historia. No hay mucho más para contar.
Salvo un detalle... Agregó que no se explicaba cómo había ligado esa enfermedad venérea, pues se limitaba a masturbarlo cuando lo notaba inquieto; hacía muchos años que no dejaba que su monstruoso miembro la penetrara. Estas palabras quedaron girando en mi mente. Me conozco, y en ese instante supe que no me iría sin verlo. Por suerte nada en mi cara reflejó la retorcida calentura que empezaba a crecer en mi cuerpo. O al menos eso fue lo que pensé.
La habitación de huéspedes estaba en la planta alta; para llegar, pasé por el cobertizo interno que servía de casa al fenómeno. Mi cabeza otra vez en acción. Una pija enorme... ¿Cómo podría conocerla? Eran las tres de la mañana y no podía dormir. Me sentía muy tensa; y, aunque soy de las que no pueden en casa ajena, tuve que bajar varias veces a un horrible baño que no tenia suficiente papel. Odio limpiarme a medias.
Cuando subía a mi cuarto, luego del tercer viaje al baño, vi que María salía de la habitación de su hermano. ¿Qué podría estar haciendo a esas horas? Me vio y me llamó con señas. Ya en la puerta, me guió como si quisiera que escuchara pegando mi oreja. Entonces sucedió algo extraordinario. Con rápida eficacia, me obligó a cruzar el umbral y cerró la puerta... La oscuridad era casi total; sólo una vela impedía que no viera nada. Estaba aterrada, incapaz de cualquier acción. Lo primero que sentí fue el olor. No se me ocurre como ilustrarlo; era una mezcla nauseabunda. Quizá fue lo que me activó y me lanzó a la puerta. Pero fue inútil; estaba atrapada. Algo se movió hacia mí. No terminé de avisparme, cuando sus garras me llevaron con rudeza a una especie de camastro. Apestaba. Sentí nauseas. Estaba desnudo. Me mordisqueaba sin ternura; rogué que no llegara a mi boca. Me desperté por completo y empecé a gritar. Creo que esto lo excitó más, porque lo escuché emitir sonidos que ciertamente no eran humanos. Sin embargo, no me asustó. La furia tomó el lugar del pavor y empecé a dar patadas, y morder, y arañar, y...
Había descendido al punto en que somos una sola idea. Quería quitarlo de mi cuerpo como a escamas de piel ajena.
Rodamos del camastro al suelo; yo, un animal protegiendo a su cría; y él, un primate en celo. No había tenido tiempo de pensar en lo referido por su hermana sobre su verga, pero en ese momento noté una presión en mi pierna. Y entonces, por un instante, sentí algo que no puedo describir cómo calentura pero sí como un atisbo de curiosidad.
Era desmesuradamente fuerte. De un golpe me tumbó sobre la áspera frazada. Yo llevaba un camisón de seda, con falda corta, y una tanga naranja. Con brusquedad, mientras estaba embutida en la cama, empezó a romperlo en tiras, hasta dejarme totalmente desnuda. Creo que fue una visión deslumbrante, porque sus expresiones de bestia eran por momentos las de un niño gimoteando. Ahora lo puedo comprender; de algún modo signifiqué un destello de suavidad y belleza en su encierro. Pero en ese momento yo no estaba para conmoverme; corría serio peligro.
Daba vueltas como un loco alrededor de su cama, sin dejar de retenerme con una de sus manos, presionando mi cintura. Yo había empezado a recobrar mi integridad mental, y me preguntaba en qué rito estaba metida. Por alocado que parezca, esto me tranquilizó. Seguramente pensé que todo quedaría en una grotesca ceremonia animal, que no pasaría de ahí. Me equivoqué. Empezó a lamerme el culo. En otra situación me hubiera incomodado por no estar completamente limpia, pero a aquel animal no parecía importarle, y yo le odiaba. Literalmente, hundió su lengua en mi agujero. Olfateaba, mordisqueaba y lamía, en medio de una salsa de saliva y mierda... Entonces fue cuando tuve la idea que sería mi perdición. Me defendí con lo único a mi alcance. Aproveché la circunstancia de estar aferrada por mi cintura para hacer mi mejor esfuerzo rectal. No conseguí gran cosa, pero igual pensé que alcanzaría para espantarlo. Fue mi perdición porque no sólo fue inútil, sino que pareció calentarlo más.
Y algo se quebró en mi organización mental.
Me dejé dominar por una sensación de derrumbe. Sólo tenía una idea: ser poseída con rudeza. Caer imperdonablemente humillada en una multitud. Sentí un vértigo de degradación jamás experimentado.
Pero, ¿qué hacer, cómo indicarle que ahora quería someterme? Como pude, logré desembarazarme de sus garras y empecé a tocar sus bolas. Verdaderamente su pija era descomunal. Al principio pareció sorprendido. Mis ojos se habían adaptado a la oscuridad, y pude ver su ancha y pálida cara; me observaba con expectación. Igual seguí adelante. Tomé en mis manos esa formidable tripa y empecé a pajearlo. Si la loca no me había mentido, a eso se había limitado su sexualidad en los últimos años. Surtió efecto; esa cosa empezó a crecer entre mis manos. Dura, era de temer, pero estaba dispuesta a que me empalara. La situación se invirtió; ahora era dócil como un cachorro. Lo que ocurrió después se ha perdido un poco de mi recuerdo. Pero de alguna manera conseguí que me la pusiera. ¡Qué dolor al principio! Creí que no lo resistiría; fue una especie de parto invertido. Me retorcí, gemí, grité y lloré cuando ese pistón me inundó. Levanté ligeramente mi cabeza y, después de correr al desvanecido mono que presionaba mi pecho, contemple mi pobre conchita, rebosante y pegajosa. Increíblemente, llevé mi mano hasta ahí y traje los dedos embadurnados a mi boca. Fue entonces cuando reparé en la puerta, que estaba ¡abierta! María y su madre me estaban mirando con sonrisa cómplice.
Me jodieron las dos! Otra vez mi debilidad... Nada más pasó esa noche, que sea digno de mención. Sencillamente recogí mis cosas y me fui. Ya vería qué excusa armábamos con Claudio para mi director. Pero esa es otra historia.
Adrián
4 comentarios - La periodista sensacionalista