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Mi hermosa lavandería

Llevaba ya dos años en aquella lluviosa ciudad. Miraba atrás en el tiempo y me sorprendía la capacidad que había demostrado para adaptarme a ella y no sucumbir a la nostalgia de mi soleada tierra del sur. Había viajado a Londres no sólo para aprender inglés y completar mis estudios universitarios como le había dicho a mi familia, sino también para huir de una relación con un hombre que me había dejado más tocada de lo que yo creía. Era necesario no sólo poner tiempo para superarlo sino también una larga distancia que me impidiera cualquier acercamiento en caso de debilidad por mi parte a aquel hombre que me había herido. Necesitaba una especie de parón en mi vida, un replantearme lo que yo realmente quería hacer, lo que yo buscaba en la vida profesionalmente hablando y por qué no, reflexionar sobre mis relaciones con los hombres, siempre plagadas de problemas.

Pero no fue fácil en los primeros momentos. Encontrar trabajo resultó una ardua tarea, buscar un sitio donde vivir tampoco y adaptarme a la diferente forma de ser y actuar de los ingleses tampoco. Todo era distinto a lo que había vivido antes, además de la dificultad añadida de no tener a nadie al que contar las penas para poder desahogarme.

Lo cierto es que lentamente todo fue encajando en el puzzle: encontré trabajo en una hamburguesería, que no es que fuese el trabajo de mi vida, pero me daba margen suficiente para tener dinero para vivir y plantearme buscar otro trabajo como profesora de español, que era de lo que yo pretendía ejercer. También encontré, a través de un compañero de trabajo, un pequeño estudio que bien podía haber sido en otra vida una caja de zapatos de segunda mano, dado su reducido tamaño y el olor a sucio de la moqueta ennegrecida que había en el suelo y que fui incapaz de quitar, ni siquiera suplicando a la dueña e intentar convencerla a través de un estudio sobre ácaros, moquetas y alfombras que había encontrado en Internet.

fuente: http://alicecarroll.blogspot.com/

Aquella mini morada se componía de lo imprescindible para poder vivir sin más alharacas: una zona de salón-comedor-dormitorio donde se ubicaba una cama de 80 que hacía las veces de sofá y asiento cuando comía, la zona propiamente de la cocina que tan sólo la separaba del salón una estrecha barra que hacía también de aparador, una estantería, un armario diminuto al que jamás pude ver ordenado dada la diferencia entre lo que podía contener y lo que yo quería que contuviera, una mesa baja con la que más de un día me tropecé y un pequeño aseo independiente al que habían tenido el detalle de ponerle una ducha que seguramente la habían robado de una clínica para anoréxicas que jamás se hubieran mirado en el roñoso espejo que había en el baño dado que distaba mucho de irradiar felicidad ajena.

Pero en mi pequeño espacio para vivir faltaba algo que jamás hubiera pensado que se obviaría en ningún hogar, y era una lavadora. Fue al buscar piso cuando me di cuenta de ese pequeño detalle: prácticamente en todos los lugares que visitaba brillaba por su ausencia. Al principio rechacé todas las ofertas de alquiler que no dispusieran de aquel útil complemento, pero tras desesperarme completamente por lo que iban viendo mis ojos, me rendí y decidí que, dada la abundancia de lavanderías que había en las calles de Londres, alquilaría un piso algo más decente y llevaría mi ropa a lavar a un sitio público, igual que mi bisabuela había lavado su ropa al lado del río cuando vivía en el pueblo.

El pequeño estudio que había alquilado se encontraba en una de las zonas de Londres que eran territorio de los “paquis”, habían pasado ya años desde que los primeros poblaran Londres y lo que allí había era ya una segunda e incluso una tercera generación de los mismos. Siempre me atrajeron los hombres de rostro algo oscuro, mas no negro, y los hindúes y paquis que pasaban a mi lado por las calles de Londres me provocaban un revuelo de emociones en todo mi ser. No me importaba su pequeño tamaño, eran sus ojos de mirada profunda, su cara redondeada y su piel morena los que me revolvían.

Mi trabajo terminaba cada día a las 12 de la noche, pero era difícil que jamás saliera antes de la una de madrugada, todo tenía que estar pulcramente recogido y ordenado para la mañana siguiente y nadie podía escaparse hasta que la jefa no nos diera su bendición. Al salir, me encontraba extenuada y el simple aroma a carne, independientemente del animal de que se tratara, me provocaba más de un vómito que tenía que aplacar con unas inspiraciones profundas intentando relajarme. Evidentemente no tardé ni dos meses en cambiar mi dieta carnívora de toda la vida por una dieta vegetariana ausente de todo recuerdo del lugar donde trabajaba.

Al llegar a mi casa y hacer una liviana cena apenas me quedaba tiempo siquiera para pensar en mí misma. Poco le podía dedicar a la limpieza de mi hogar pero se hacía inexcusable llevar una vez por semana la ropa a la lavandería de la calle donde yo vivía así que cogía una bolsa grande de basura negra, metía todo lo que debía lavarse y con el hatillo al hombro salía a la calle de madrugada. A pesar de los horarios de los habitantes de la city, la ciudad tenía vida, aunque fuera más sútil. El hecho de que la lavandería estuviera abierta a esas horas era prueba evidente de ello.

Cuando llegaba, me embargaba la soledad de las máquinas esperando ser utilizadas. Solía ponerme siempre en la que había al fondo, justo al lado del banco que utilizaba para esperar que el proceso de lavado y secado finalizara.

Pero no tardé en disfrutar de compañía al cambiar mi día de visita y coincidir con un hombre atizonado de mirada penetrante y pelo sombrío. Ni siquiera saludó al entrar y verme ya sentada en mi banco de siempre con un libro en la mano. Depositó sus prendas en una lavadora cercana a la mía y sin más, se sentó a mi lado a esperar. Estando acostumbrada a vivir en una tierra sociable donde la gente no sólo se saludaba sino que además, hasta conversaba aunque fuera de temas banales, me sentía algo incómoda con la escena de mutismo absoluto a pesar de la corta distancia que nos separaba.

Lo cierto es que me resultaba atractivo, mucho, pero era en esos casos cuando mis feronomas bloqueaban completamente mi cerebro y a pesar de mis ganas de hablar, permanecí en completo silencio como él hasta que mi lavadora finalizó, recogí mi ropa y salí del lugar con un tímido “bye”.

Mi encuentro fue suficiente para que mi poderosa imaginación elucubrara mil encuentros con él, cómo empezaríamos a conversar, la primera cita en un café y los besos posteriores. Era fácil, sólo era cuestión de trasvasar la barrera que le imponía el mundo virtual para hacerlo real.

Pero nada de eso sucedió. Ni en el segundo encuentro, ni en el tercero. Seguíamos siendo dos completos desconocidos a pesar de conocer al dedillo la ropa interior que cada uno usaba.

Fue en una noche excepcional de cielo estrellado cuando todo cambió. Cuando llegué, ya estaba sentado esperando en el banco. Me dirigí a mi lavadora y fui metiendo toda mi ropa poco a poco. A pesar del ruido de su lavadora funcionando oí su respiración tan cerca de mí, que no pude sino volverme. Y ahí estaba él, el hombre sin nombre, a menos de veinte centímetros de distancia de mí. Por un instante sentí miedo y me imaginé que realmente era un ladrón de lavanderías que acechaba a las trabajadoras de las hamburgueserías en un cuidado ritual de cuatro encuentros o un asesino en serie que esa noche tenía que cumplir con su necesidad de matar. Creo que toda mi vida pasó por delante hasta que sentí sus manos en su cadera y sus labios en mi cuello. Me estremecí pero aún fui capaz de dar al botón de “start” y que mi ropa comenzara su lavado. Ni me moví, ni siquiera volví la cabeza para preguntarle qué hacía. De sobra lo sabía, tanto, como que hasta lo había soñado en más de una ocasión en mi pequeño cuarto.

Aquel moreno de ojos penetrantes inspeccionó mi cuerpo hasta que fue encontrando sus rincones favoritos: rodeó mis pechos alertas con sus pequeñas manos y las bajó por mi blusa hasta llegar a mi falda. Mi corta falda entre sus manos parecía ser incluso más escasa, pues no tardó en adivinar por su tacto el aspecto de mi sexo. Sentía sus dedos bajó mis bragas y comencé a gemir con algo de timidez. La distancia que nos separaba había desaparecido y podía sentir su miembro erecto frotándose entre mis nalgas. En un instante sentí su calor, mi compañero de lavandería me había bajado mis bragas hasta la rodilla, había subido mi falda por detrás y ahora palpaba a sus anchas los melocotones que se le ponían tan a la vista. Sus caricias me enloquecían de placer, y más cuando sentí que deslizaba su mano desde atrás hacia delante, acariciando toda mi intimidad, ahora a la vista.

Me empujó suavemente contra mi lavadora y aclimató su miembro al calor de mi sexo, penetrándome firmemente hasta que me sentí completamente llena. Aquel moreno comenzó un ritmo de empujes constantes, quizás muy parecidos al que marcaba el electrodoméstico, mientras yo, inclinada levemente sobre la lavadora, sentía en toda su plenitud ambas cadencias. Me gustaba sentir bajo mi cuerpo aquellas vibraciones que emitía la lavadora, aumentaban el placer que me proporcionaba mi amigo nocturno.

A medida que me embestía, yo dejaba caer mi cuerpo sobre la lavadora, hasta sentir mis pechos sobre ella. Era entonces cuando él me ayudaba a levantarme para poder amasar mis pechos con sus manos. Lo cierto es que mi amigo se tomaba el ataque con calma, quizás quería degustar todo lo que en otros encuentros no habíamos hecho. Nada nos preocupaba que entrara alguien y pudiera vernos. ¿Quién se acuerda de esos pequeños detalles cuando se ha ascendido al Paraíso por unos instantes? Mi compañero sin nombre agarró mis nalgas cual jinete y aceleró sus embestidas mientras yo, apenas recordaba si ya había disfrutado de dos o tres orgasmos. Quizás fueron cuatro. Su montura estaba a su disposición para seguir cuanto quisiera.

En esos momentos, mi lavadora había iniciado su proceso de centrifugado y mi amigo, contagiado por el frenético ritmo que le imponían, se dejó llevar hasta que un leve gemido y su calor invadiendo mis entrañas, me anunció que había terminado. También mi ropa estaba lista para ser sacada de allí. Mi compañero en un curioso gesto con su dedo haciéndome una especie de garabatos en mi espalda se apartó de mí y como si nada hubiera pasado, se fue hasta su lavadora a recoger la ropa que hacía unos minutos había finalizado.

Me recompuse mis prendas y metí en la bolsa toda la ropa lavada y ya seca aunque arrugada. Me volví para verle pero sorprendentemente se había marchado. Se había ido sin decirme siquiera adiós.

Caminé a mi casa pensando en lo raros que eran los insulares, pero con una sensación de bienestar que hacía mucho no tenía. Esa noche dormiría de un tirón a pesar de los ruidos que a veces tenían las cañerías de mi hogar, si se le podía llamar así al lugar donde habitaba.

Al llegar a mi casa me desvestí para entrar en la ducha y al mirarme en el espejo pude ver que en mi espalda había escrito a rotulador dos palabras en inglés “See you”. Estaba claro que no sería la última vez que aquel desconocido y yo lavaríamos juntos la ropa…

7 comentarios - Mi hermosa lavandería

monica_lov
me encanto tu relato verito69 😀 😀 😀
alanjojo
TE NOMBRO OFICIALMENTE NFU !!!!!
monica_lov
felicidades y bienvenida verito!!!!! 😀 😀 😀
rogger_169
muy buen relato...m encanto

espero tengas mas d ste estilo