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Gabriela, esa dulce joven ejecutiva

Eran las 6 de la tarde y el frío de Junio partía el asfalto de la calle Esmeralda, ruidosa y atestada de oficinistas.
Por un momento pensé que la memoria se había burlado otra vez de mi, pero cruzando Viamonte lo encontré, y sin dudar traspasé la puerta, mirando de reojo los luminosos escaparates laterales del hotel.
Después de una consulta precisa elegí, entre tres alternativas posibles, la mas económica.
Ya latía en el bolsillo interno de mi campera un paquete pequeño y flexible, que mis manos no dejaban de estrujar, provocándome una lasciva ansiedad durante la interminable caminata hacia el Kilkeny.

Una pinta y media luego de mi arribo, ella ingresó al local. De negro y con una mirada luminosa pero inquieta, rastreando entre los hombres apoyados en la barra. Las botas negras, de caña corta y taco aguja le regalaron a mis labios la sonrisa que la Heineken todavía no había podido dibujar.
Después, mi sugerencia de Caipiroska, la suavidad de su pelo lacio, pesado y rubio, los pantalones sedosos, ceñidos, la tensión en sus manos, su boca jugosa y su lengua caliente.
Cara o seca.
Primero los dos tercios de Magnus cincuenta y después el anuncio sobre la reserva de una suite para las 8:30. Sentí como se agitaba su respiración. Trémula, sus ojos me escrutaron. Fue entonces que la induje a palpar la sorpresa, escondida en mi bolsillo; con una condición: se la entregaría más tarde, ya en intimidad del cuarto de hotel.

Suite Kansas. le dije al conserje, y mi frase sonó como el timbre del recreo largo.
Los nueve pisos de ascensor bastaron para chequear el color de mis mejillas y mis ojos. El fármaco entraba en su momento dorado.
Cuando finalizó el reconocimiento de las comodidades, dispuse el seteo del audio y de la iluminación. Todo estaba preparado, y el aire se cortaba solo con diamante.
Gabriela se disculpó para ingresar al lavabo, pero yo la interrumpí. Era el momento de entregar la sorpresa. Le pedí que desenvuelva el paquete gomoso dentro del baño. No quería interferir con su decisión de emplearlo o de rehusarse a hacerlo. La iba a respetar.
Decidí alivianarme de ropas y esperar tendido sobre la king zise.
Mi cabeza sonaba como una bolsa de grillos, y el miembro enardecido comenzó a enderezarse como vampiro a la luz del crepúsculo. Ansiaba presenciar la mutación de esa hermosa joven ejecutiva de aire tímido, pero no estaba seguro hasta adonde ella sería capaz de apostar. Percibía que en su intimidad, el deseo se dispersaba entre ráfagas de turbación.

Oí el ruido del picaporte del baño, y cuando giré mi cabeza Gabriela ya estaba apoyada en el marco de la puerta, mirándome fijo.
Se había recogido el pelo y colocado unas gafas modernas de vidrios transparentes, a través de los cuales se adivinaban los ojos oscuros, espesamente sombreados en violeta claro. El rouge, bordeaux.
Sus primeros pasos fueron alrededor de la cama. Estaba decidida a mostrar en detalle su creación.
Sentí una cálida sorpresa al momento en que vi los dos tatuajes. En el hombro, una pequeña constelación, el que decoraba la parte inferior de su espalda, un signo chino.
Se detuvo de frente al pié del lecho, puso sus manos en forma de jarra y estiró hacia adelante su torso. Me estaba invitando a disfrutar de sus senos perfectos, sostenidos por un corpiño negro muy pequeño, que dejaba asomar dos pezones rosados y erectos, huérfanos de abrigo.

Y llegó el momento de bajar la vista...
Por supuesto, las botas de caña corta y taco aguja continuaban allí. Pero lo más halagador estaba entre éstas y el piercing de su ombligo.
Mi sorpresa: Panthies de red, negras, en trama fina, provistas de un generoso corte dispuesto entre el clítoris y el ano, pero solo visible en ciertas posturas.
Con un giro Gabriela expuso su espalda arqueada y la visión de su trasero firme, redondo y saltón, trajo una oleada de calor a mis mejillas.
Comenzó a caminar meneándose, mientras observaba mis ojos y también mi pene.
En un instante de lucidez, sintonicé el audio en una frecuencia de música electrónica, subí un poco el volumen, y oscurecí apenas la luz.
La respuesta fue la esperada. La joven ejecutiva comenzó a interpretar una coreografía improvisada, en la cual se puso de manifiesto un oscuro talento.
Me dispuse a no tocarla.
Esperé que se vaya acercando, un tiempo casi infinito.

Sacudió sus nalgas cerca de mi boca, hasta inclinarse lo suficiente como para deleitarme con la cercanía perfumada de su sexo lampiño y su esfínter rosado y palpitante.
Pedí que se recueste de lado, con su boca cerca del pene, para poder así contemplar de cerca mi técnica masturbatoria.
Después de la tercera vez que me imploró chupar, la autoricé, pero con la condición de que ella también se tocara.
Mientras la observaba aspirando con placer desesperado y refregando con maestría su clítoris, comencé a apoyar muy despacio mi anular, ya lubricado, en el vestíbulo anal, asistiendo suavemente a la cadencia de sus caderas.
Los gemidos se aceleraron, un movimiento certero de su pelvis enterró completamente mi dedo en su ano diminuto y ardiente, en medio de un grito corto y seco.
Nos miramos a la cara, y mientras le introducía mi pulgar en la vagina sentí la fluidez de su orgasmo. En el mismo instante, mi miembro explotó junto a su cara, dejando en el aire un efluvio casi eléctrico.
Tres tonos en la radio anunciaron la hora 22. Pensé distraídamente que estábamos en medio del barrio de Once.

2 comentarios - Gabriela, esa dulce joven ejecutiva

fionnahoty80
Buen relato, muy lleno de imágenes.
felicitaciones.

F.