Cuando reaccionó tras el letargo de la corrida, cubrió su cuerpo desnudo con un pequeño slip y salió de la tienda dejando a Marcela con la arrechera a flor de piel.
En sus labios, los resabios de la leche varonil le daban un gustillo salobre y los vestían con una capa fina y transparente.
Sus ojos azules transmitían su sed de sexo.
Tomó conciencia de su cuerpo, de las marcas que le dejara la libido descontrolada de la noche anterior y un dejo de vergüenza le cubrió de pies a cabeza.
Sabía que sus primos la esperaban en el río.
Un baño frío no le vendría mal después de tanto desborde, por lo que se enfundó la tanga y el diminuto sostén, quedando tan en cueros como vino al mundo.
Por adelante los vellos hirsutos parecían escaparse de la tela que, por detrás, se perdía entre sus muelles nalgas, acentuando la profundidad de su ranura.
Afuera, el sol del medio día rajaba las piedras y las sombras de los árboles caían rectas sobre sus raíces. De la carpa hasta la playa solo había un tramo de pasto verde, arena y pedregullo.
Enfiló hacia atrás de la tienda en la búsqueda de algún bracillo discreto del río para asearse, respondiendo a ese pudor tan femenino y contradictorio.
Las tensiones que aún le quedaban comenzaron a desvanecerse cuando el chorro de orina salió con fuerza de su meato, charqueando la tierra de ambarino, mientras liberaba con placer la recargada vejiga.
En su paladar un resabio salobre envolvía la cueva de su boca como recuerdo, tal vez, de las lechadas recibidas.
En blanco y negro los recuerdos se le arremolinaban, en desorden.
Hizo un cuenco con la palma de su mano y, colocándose en U, se tiró el agua del riacho así recogida, la que estrelló su frescor en las paredes de sus doloridos anillos.
La curiosidad pudo más que el temor y arriesgó palparse el ahora ensanchado aro. Luego de percibirse en el irritado agujero, sus tentáculos entraron con poca o ninguna resistencia en el interior de su caverna tomando, recién, algún tipo de conciencia del diámetro de su culo. Un estremecimiento le recorrió por dentro.
Volvió sobre sus pasos y enfiló hacia sus primos.
Carlos y Jorge la recibieron con la amplia sonrisa del mediodía, le tomaron de los brazos y la arrojaron al agua, pese a su resistencia, con la suavidad que les caracterizaba para largarse encima de ella, hundirla en el frío líquido, echarle agua con las manos y jugar a pasearse, como buzos, entre sus piernas abiertas.
El espectáculo de su sexo apenas cubierto por la fina tela del tanga, visto desde abajo, con el movimiento del agua transparente corriendo entre las piernas, era una visión digna de película.
Del retozo al manoseo hubo solo un trecho. El puente se cruzó por un jabón aparecido en una de las manos que se posó sobre la mansa piel de Marcela y comenzó a restregarla, acción aprovechada por el otro que friccionaba la tez a mano limpia, excitando los poros de la poco resistente prima.
Las manos de ambos se entretuvieron con todo detalle en el torso de ella y, al momento de sortear la cintura, la despojaron de su tanga para solazarse en las zonas íntimas y allí, sí, el juego dejó de serlo para transformarse en una orgía de arrumacos.
Con toda pericia, Carlos y Jorge hurgaban en los lugares más recónditos de Marcela quien solo suplicaba sin convencimiento, que se detuvieran. "Me duele", decía cada vez que alguno le metía los dedos por atrás, o "ay", exclamaba ante los pellizcos que le propinaban en las nalgas, los muslos o por los chupones de sus erizados pezones mientras, en general, mantenía una actitud de pasiva aceptación, aún sintiendo los dedos de sus primos abriendo su enrojecida vagina.
El franeleo a Marcela y el frío del agua no impidieron que los sables se encendieran. Rodaron los bañadores que aún quedaban en su sitio y aparecieron en todo su esplendor las porongas erguidas y desafiantes.
Marcela había descubierto el sexo junto a sus primos y, de a tres, fueron perfeccionando en sus juegos las inclinaciones de cada uno, trabajo sostenido en los últimos cinco años de encames reiterados.
El calor les consumía por dentro y las manos de ella tomaron posesión de cada una de esas vergas meciéndolas en todas las direcciones posibles más al compás de la pasión que de la concienzuda masturbación.
Su boca se abrió para recibir los besos de sus hombres. A su turno, cada uno, le comió los labios y le metió su lengua en el interior de su caverna, mientras el otro, garabateándole palabras incomprensibles con la punta de la lengua le calcinaba el cuello y los lóbulos de ambas orejas, al compás del ritmo enfebrecido que animaba a sus brazos a multiplicarse hasta calentar cada célula de su piel.
Como siempre sucedía entre ellos, las caricias saltaron las barreras y las manos se palpaban sin detenerse en quien es quien, al igual que las bocas y las lenguas se confundían en una manifestación de piel a piel sin importar qué ni con quien.
Marcela no podía mantenerse en pie. La agitación de la noche anterior y la mamada matutina le habían consumido gran parte de sus fuerzas, por lo que, aún de pie, dejó caer el peso de su cuerpo en Carlos, en quien había apoyado su espalda.
En esa posición fue inevitable que Carlos la abrace desde atrás, besándole el cuello y acariciándole sus pechos mientras apoyaba su enhiesto palo en las excitadas nalgas.
Jorge hincó sus rodillas en el pedregoso y punzante lecho y, con sus dientes, jaló las hebras de la tanga liberando los hirsutos vellos del apetecido triángulo y el aro amarronado entre sus nalgas.
Cayó su delicada prenda al agua, aún sujeta por las piernas abiertas. La lengua del joven se afanó en la suavidad interior de los muslos, lamiéndole como una golosina, mientras Marcela se deshacía en gemidos de pasión.
La inquieta lengua alcanzó la comisura de los rosados labios vaginales en la busca del preciado botón.
Los jadeos de la joven se volvieron vehementes al sentir la succión de su clítoris, el compás de la lengua que, como cascabel, acariciaba el excitado órgano elevándola casi hasta el orgasmo.
En ese preciso instante Carlos acomodó su lanza entre las piernas de su prima y ella sintió el vértigo del caliente falo en sus labios vaginales y su quemante dureza al apretarla entre sus muslos.
El miembro entre las piernas de la mujer sacó la rosada cabeza por el frente para incrustarse en la boca Jorge, quien continuó su mamada ahora en el glande de su hermano sin descuidar la sutil porción de su prima.
Sacando fuerzas de la arrechera, Marcela se arrodilló frente a la verga de Jorge y comenzó a trabajarle la zona inguinal con besos chiquitos y calientes y mimos de lengua por la base de su pene, el escroto y la entrepierna.
Jorge había pasado a ser el objeto del deseo de ambos.
Con la verga alzada, Carlos se puso a la espalda de su hermano asentando la cabeza en la desvirgada roseta, contacto de fuego con fuego que arrancó la primer descarga eléctrica en el bajo vientre, fogoneos que se multiplicaron a medida que el endurecido tizón presionaba en el ano jorgelino y abría el camino trasero dentro del siempre estrecho esfínter.
Jorge tiraba hacia atrás su culo ensartándose más la tiesa verga que a su paso le desgarraba el ya abierto sendero a sus entrañas, mientras Marcela se enseñaba en la mamada para mantener la dureza de esa verga que se doblegaba a medida de que la de Carlos profundizaba su posesión.
Como jamón del sándwich, el placer de Jorge se extendió hasta abarcar toda la zona ano genital, recibiendo una sensación de placer anal que a medida que se extendía diluía la dureza de su pene, la que se volcaba en forma de energía en un vaivén de su culo para gozar de la penetración que le arrancaba goces y dilataciones anales cada vez más descontrolados.
En su paso mete saca la pija de Carlos sobaba la próstata transformando el conducto anal en la fuente del placer.
Una corriente interminable de precum era desgustado por la golosa Marcela, mientras las contorsiones anales, incontrolables, presionaban como una mano la virilidad de Carlos quien, además, de hundirse en sus profundidades, besábale y mordíale el cuello, los hombros, mientras le decía al oído "como te gusta la pija", "qué culo tenés", "como cogés", frases que calentaban aún más a Jorge, quien se desbocaba y moviendo sus ancas friccionaba la enorme estaca, clavándola y revolviéndosela en su interior, acrecentando el placer anal, a pesar de la flacidez de su sexo, hasta estallar en un desleche laxo y continuo que fue tragado por Marcela, en reacción a la explosión intensa e incesante que le surgió nació bien adentro del esfínter y se extendió por todas sus cédulas.
Percatados del orgasmo anal, Marcela y Carlos dejaron a Jorge en restablecimiento en tanto con un beso sellaron su parentesco aprovechando la mujer para montarse a caballito en los ijares de Carlos e incrustarse la estaca en su hambrienta vagina. Parados en el frágil equilibrio de la posición, la mujer sintió como la endurecida verga se alojó en la dilatada vagina y refregó su sexo en el de su amante hasta reventar en un merecido y sostenido orgasmo, oleaje tras oleaje, tras el cual Carlos liberó el suyo explotando en trallazos de lava ardiente que llenaron la vagina de la apasionada joven.
Se desenredaron los cuerpos y los tres, abrazados, caminaron a la carpa para un bien ganado reposo.
¡¡¡Corten!!! Fue lo último que escucharon antes de caer dormidos en el piso de la carpa que ocupaba el centro del estudio.
En sus labios, los resabios de la leche varonil le daban un gustillo salobre y los vestían con una capa fina y transparente.
Sus ojos azules transmitían su sed de sexo.
Tomó conciencia de su cuerpo, de las marcas que le dejara la libido descontrolada de la noche anterior y un dejo de vergüenza le cubrió de pies a cabeza.
Sabía que sus primos la esperaban en el río.
Un baño frío no le vendría mal después de tanto desborde, por lo que se enfundó la tanga y el diminuto sostén, quedando tan en cueros como vino al mundo.
Por adelante los vellos hirsutos parecían escaparse de la tela que, por detrás, se perdía entre sus muelles nalgas, acentuando la profundidad de su ranura.
Afuera, el sol del medio día rajaba las piedras y las sombras de los árboles caían rectas sobre sus raíces. De la carpa hasta la playa solo había un tramo de pasto verde, arena y pedregullo.
Enfiló hacia atrás de la tienda en la búsqueda de algún bracillo discreto del río para asearse, respondiendo a ese pudor tan femenino y contradictorio.
Las tensiones que aún le quedaban comenzaron a desvanecerse cuando el chorro de orina salió con fuerza de su meato, charqueando la tierra de ambarino, mientras liberaba con placer la recargada vejiga.
En su paladar un resabio salobre envolvía la cueva de su boca como recuerdo, tal vez, de las lechadas recibidas.
En blanco y negro los recuerdos se le arremolinaban, en desorden.
Hizo un cuenco con la palma de su mano y, colocándose en U, se tiró el agua del riacho así recogida, la que estrelló su frescor en las paredes de sus doloridos anillos.
La curiosidad pudo más que el temor y arriesgó palparse el ahora ensanchado aro. Luego de percibirse en el irritado agujero, sus tentáculos entraron con poca o ninguna resistencia en el interior de su caverna tomando, recién, algún tipo de conciencia del diámetro de su culo. Un estremecimiento le recorrió por dentro.
Volvió sobre sus pasos y enfiló hacia sus primos.
Carlos y Jorge la recibieron con la amplia sonrisa del mediodía, le tomaron de los brazos y la arrojaron al agua, pese a su resistencia, con la suavidad que les caracterizaba para largarse encima de ella, hundirla en el frío líquido, echarle agua con las manos y jugar a pasearse, como buzos, entre sus piernas abiertas.
El espectáculo de su sexo apenas cubierto por la fina tela del tanga, visto desde abajo, con el movimiento del agua transparente corriendo entre las piernas, era una visión digna de película.
Del retozo al manoseo hubo solo un trecho. El puente se cruzó por un jabón aparecido en una de las manos que se posó sobre la mansa piel de Marcela y comenzó a restregarla, acción aprovechada por el otro que friccionaba la tez a mano limpia, excitando los poros de la poco resistente prima.
Las manos de ambos se entretuvieron con todo detalle en el torso de ella y, al momento de sortear la cintura, la despojaron de su tanga para solazarse en las zonas íntimas y allí, sí, el juego dejó de serlo para transformarse en una orgía de arrumacos.
Con toda pericia, Carlos y Jorge hurgaban en los lugares más recónditos de Marcela quien solo suplicaba sin convencimiento, que se detuvieran. "Me duele", decía cada vez que alguno le metía los dedos por atrás, o "ay", exclamaba ante los pellizcos que le propinaban en las nalgas, los muslos o por los chupones de sus erizados pezones mientras, en general, mantenía una actitud de pasiva aceptación, aún sintiendo los dedos de sus primos abriendo su enrojecida vagina.
El franeleo a Marcela y el frío del agua no impidieron que los sables se encendieran. Rodaron los bañadores que aún quedaban en su sitio y aparecieron en todo su esplendor las porongas erguidas y desafiantes.
Marcela había descubierto el sexo junto a sus primos y, de a tres, fueron perfeccionando en sus juegos las inclinaciones de cada uno, trabajo sostenido en los últimos cinco años de encames reiterados.
El calor les consumía por dentro y las manos de ella tomaron posesión de cada una de esas vergas meciéndolas en todas las direcciones posibles más al compás de la pasión que de la concienzuda masturbación.
Su boca se abrió para recibir los besos de sus hombres. A su turno, cada uno, le comió los labios y le metió su lengua en el interior de su caverna, mientras el otro, garabateándole palabras incomprensibles con la punta de la lengua le calcinaba el cuello y los lóbulos de ambas orejas, al compás del ritmo enfebrecido que animaba a sus brazos a multiplicarse hasta calentar cada célula de su piel.
Como siempre sucedía entre ellos, las caricias saltaron las barreras y las manos se palpaban sin detenerse en quien es quien, al igual que las bocas y las lenguas se confundían en una manifestación de piel a piel sin importar qué ni con quien.
Marcela no podía mantenerse en pie. La agitación de la noche anterior y la mamada matutina le habían consumido gran parte de sus fuerzas, por lo que, aún de pie, dejó caer el peso de su cuerpo en Carlos, en quien había apoyado su espalda.
En esa posición fue inevitable que Carlos la abrace desde atrás, besándole el cuello y acariciándole sus pechos mientras apoyaba su enhiesto palo en las excitadas nalgas.
Jorge hincó sus rodillas en el pedregoso y punzante lecho y, con sus dientes, jaló las hebras de la tanga liberando los hirsutos vellos del apetecido triángulo y el aro amarronado entre sus nalgas.
Cayó su delicada prenda al agua, aún sujeta por las piernas abiertas. La lengua del joven se afanó en la suavidad interior de los muslos, lamiéndole como una golosina, mientras Marcela se deshacía en gemidos de pasión.
La inquieta lengua alcanzó la comisura de los rosados labios vaginales en la busca del preciado botón.
Los jadeos de la joven se volvieron vehementes al sentir la succión de su clítoris, el compás de la lengua que, como cascabel, acariciaba el excitado órgano elevándola casi hasta el orgasmo.
En ese preciso instante Carlos acomodó su lanza entre las piernas de su prima y ella sintió el vértigo del caliente falo en sus labios vaginales y su quemante dureza al apretarla entre sus muslos.
El miembro entre las piernas de la mujer sacó la rosada cabeza por el frente para incrustarse en la boca Jorge, quien continuó su mamada ahora en el glande de su hermano sin descuidar la sutil porción de su prima.
Sacando fuerzas de la arrechera, Marcela se arrodilló frente a la verga de Jorge y comenzó a trabajarle la zona inguinal con besos chiquitos y calientes y mimos de lengua por la base de su pene, el escroto y la entrepierna.
Jorge había pasado a ser el objeto del deseo de ambos.
Con la verga alzada, Carlos se puso a la espalda de su hermano asentando la cabeza en la desvirgada roseta, contacto de fuego con fuego que arrancó la primer descarga eléctrica en el bajo vientre, fogoneos que se multiplicaron a medida que el endurecido tizón presionaba en el ano jorgelino y abría el camino trasero dentro del siempre estrecho esfínter.
Jorge tiraba hacia atrás su culo ensartándose más la tiesa verga que a su paso le desgarraba el ya abierto sendero a sus entrañas, mientras Marcela se enseñaba en la mamada para mantener la dureza de esa verga que se doblegaba a medida de que la de Carlos profundizaba su posesión.
Como jamón del sándwich, el placer de Jorge se extendió hasta abarcar toda la zona ano genital, recibiendo una sensación de placer anal que a medida que se extendía diluía la dureza de su pene, la que se volcaba en forma de energía en un vaivén de su culo para gozar de la penetración que le arrancaba goces y dilataciones anales cada vez más descontrolados.
En su paso mete saca la pija de Carlos sobaba la próstata transformando el conducto anal en la fuente del placer.
Una corriente interminable de precum era desgustado por la golosa Marcela, mientras las contorsiones anales, incontrolables, presionaban como una mano la virilidad de Carlos quien, además, de hundirse en sus profundidades, besábale y mordíale el cuello, los hombros, mientras le decía al oído "como te gusta la pija", "qué culo tenés", "como cogés", frases que calentaban aún más a Jorge, quien se desbocaba y moviendo sus ancas friccionaba la enorme estaca, clavándola y revolviéndosela en su interior, acrecentando el placer anal, a pesar de la flacidez de su sexo, hasta estallar en un desleche laxo y continuo que fue tragado por Marcela, en reacción a la explosión intensa e incesante que le surgió nació bien adentro del esfínter y se extendió por todas sus cédulas.
Percatados del orgasmo anal, Marcela y Carlos dejaron a Jorge en restablecimiento en tanto con un beso sellaron su parentesco aprovechando la mujer para montarse a caballito en los ijares de Carlos e incrustarse la estaca en su hambrienta vagina. Parados en el frágil equilibrio de la posición, la mujer sintió como la endurecida verga se alojó en la dilatada vagina y refregó su sexo en el de su amante hasta reventar en un merecido y sostenido orgasmo, oleaje tras oleaje, tras el cual Carlos liberó el suyo explotando en trallazos de lava ardiente que llenaron la vagina de la apasionada joven.
Se desenredaron los cuerpos y los tres, abrazados, caminaron a la carpa para un bien ganado reposo.
¡¡¡Corten!!! Fue lo último que escucharon antes de caer dormidos en el piso de la carpa que ocupaba el centro del estudio.
2 comentarios - Marcela de Campamento - Relato erotico