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La otra cara de la asamblea

La Asamblea especial en Santiago, "Prediquemos las buenas noticias", resuena aún en mi memoria, un eco de fervor espiritual que contrasta con el fervor mucho más terrenal que despertó en mí. Del 18 al 20 de octubre de 2024, en el salón El Trébol, representé a mi país como delegada, en un viaje solitario debido al trabajo de mi esposo... Esa soledad, sin embargo, se disipó rápidamente bajo la cálida bienvenida de los hermanos chilenos, pero una nueva, y más intensa, soledad se instaló en mi corazón: la ausencia de la compañía masculina. Esa ausencia fue llenada, de una forma inesperada e intensa, por Andrés.
 
Fue allí donde conocí a Andrés. Alto, delgado, con una voz grave que me erizaba la piel, y unos ojos tras sus lentes que parecían guardar historias y deseos ocultos. Su amabilidad fue inmediata, una caballerosidad que me envolvió, pero que también despertó en mí una tensión latente, una anticipación que se intensificaba con cada encuentro, cada mirada, cada conversación. Me invitó a recorrer Santiago, a compartir comidas, a conocer la vibrante energía de la ciudad. Habló de su pasado, de una relación con una hondureña que había partido a Estados Unidos; sus ojos se humedecieron al recordar, y en ese instante, una conexión profunda, más allá de la amistad, comenzó a tejerse entre nosotros, con una conexión impregnada de una carga eléctrica palpable.
 
A pesar de mi matrimonio, la atracción era innegable, una fuerza magnética que nos unía en cada mirada, en cada sonrisa, en cada silencio prolongado. La química entre nosotros era explosiva, una corriente eléctrica que nos unía y nos separaba a la vez, creando una tensión sexual palpable, un juego de acercamientos y retiradas que alimentaba el deseo. Nuestras conversaciones fluían con una facilidad asombrosa, llenas de risas, confidencias, y una creciente intimidad que se sentía tan natural como el aire que respirábamos, pero que estaba cargada de una energía subyacente, una promesa tácita de algo más.
 
Nuestra primera noche, en "El Fogón" en Bellavista, fue una antesala. El vino tinto, el roce accidental de nuestras manos, la intensidad de su mirada… todo contribuía a una carga eléctrica que se hacía cada vez más intensa. En su departamento, la atmósfera era íntima, cargada de una expectación silenciosa que se rompía con besos lentos, profundos, que me dejaban sin aliento. Sus manos, expertas y seguras, exploraron mi cuerpo con una delicadeza que contrastaba con la fuerza de su deseo.
 
Recuerdo la sensación de sus manos en mi espalda, la suave presión que me empujaba hacia él, la curva de mi cuerpo acentuada por su abrazo. Luego, ya en su departamento no se cómo termine en esa posición: mis piernas, abiertas y levantadas, descansaban sobre sus hombros, mientras se movían con cada feroz embestida, la firmeza de sus brazos sosteniéndome y apretando mis senos, el sonido del choque de nuestros cuerpos, mis gemidos. Sentí su peso, su fuerza, su calor, y la intensidad del momento se intensificó, la pasión se elevó a un nivel nuevo. Cada movimiento era un susurro, cada roce una promesa, cada beso una explosión.
 
Al día siguente, la posición fue diferente: yo me encontraba empinada con la cabeza sobre la cama, mis manos abrían mis nalgas para mostrar toda mi intimidad a Andrés, sintiendo la fuerza de sus manos en mi cintura, sujetándome con firmeza mientras él me penetraba salvajemente. La presión de su cuerpo contra el mío, la intensidad del momento, la entrega total me volvía loca. Sentí sus dedos apretar mi cintura y tocar mi ano, guiándome, intensificando el placer. Mi espalda se arqueaba instintivamente, mi cuerpo se tensaba con cada salvaje embestida, un éxtasis que me dejaba sin aliento y sin voz.
 
Y en la última noche... La pasión y el cansancio nos llevó a un nivel diferente. La imagen de mis rodillas enrojecidas, ardientes, mientras mis labios rodeaban y succionaban su miembro, aún me provoca un escalofrío en todo mi cuerpo. La sensación de su piel contra la mía, la intensidad de su respiración, el cruce de nuestras miradas. El placer era mutuo, intenso, una conexión profunda que nos unía en un torbellino de sensaciones. Su semen escurriendo de mi boca, el calor de su piel, sus manos acariciando mi cabeza...
 
Cada encuentro era una exploración, una nueva forma de descubrir la intensidad de nuestro deseo, un baile de cuerpos entrelazados, un juego de caricias y susurros que se intensificaban hasta alcanzar un clímax de pasión. La tensión sexual entre nosotros era una presencia constante, una fuerza que nos empujaba hacia un abismo de placer y prohibición. La ciudad de Santiago, con su belleza y su energía, se convirtió en el escenario de nuestro romance prohibido, un romance que se alimentaba de la clandestinidad, de la intensidad de los momentos robados, de la promesa tácita de un deseo insaciable.
 
Ahora, a través de WhatsApp y Telegram, mantenemos viva la llama de nuestro romance. Las conversaciones, llenas de reminiscencias de nuestras noches en Santiago, a veces se acompañan de fotos íntimas, imágenes que trasmiten la intensidad de nuestros momentos juntos, imágenes que mantienen viva la pasión entre nosotros, un recuerdo tangible del fuego que nos unió en esa ciudad. Esas imágenes son un puente que nos conecta a través de la distancia, un recordatorio constante de la intensidad de nuestro amor prohibido. Un amor prohibido, sí, pero un amor que ha dejado una marca indeleble en mi alma, una marca que arde con la intensidad del deseo.

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