En la profundidad de la noche, dentro del geriátrico, donde el silencio solo se rompía por el zumbido de las máquinas y el ocasional suspiro de un anciano soñando, María, la esposa de Juan, transformaba su labor de mucama en un espectáculo de seducción. Su uniforme era una provocación andante; la falda, tan corta que apenas cubría lo esencial, jugaba con cada movimiento, revelando más de lo que escondía. Sus medias negras, subidas hasta los muslos y sujetas por ligas de encaje, eran una invitación a la lujuria.
Cada paso que daba era una promesa de placer, cada inclinación para limpiar una mesa o recoger algo del suelo era una exhibición que hacía que la tela de su falda subiera, dejando a la vista su ropa interior, un minúsculo tanga que apenas cubría su intimidad. Su blusa, desabrochada un botón más de lo necesario, mostraba un escote que atraía las miradas como un imán.
Pablo, el enfermero, no estaba preparado para el show que se desplegaba ante sus ojos. Desde el momento en que vio a María, sintió cómo su cuerpo respondía a cada movimiento de ella. Su mirada se perdía en las curvas de María, en cómo su falda se ajustaba a sus caderas con cada balanceo. El deseo creció dentro de él, palpable, su erección evidente bajo el fino pantalón de trabajo.
María lo sabía, podía sentir los ojos de Pablo sobre ella, y disfrutaba cada segundo. Se acercó a él, su caminar era un espectáculo erótico; cada paso provocaba un leve balanceo de sus pechos, apenas contenidos por el sujetador que se vislumbraba bajo la blusa. "¿Hay algo que necesites, Pablo?" su voz era un susurro cargado de promesas, mientras su mano rozaba "accidentalmente" su entrepierna.
El enfermero, ya sin control, murmuró algo incoherente, su mente llena de imágenes de lo que podría pasar. María, sin esperar respuesta, se inclinó hacia él, asegurándose de que su falda subiera aún más, dejando ver todo. Su mano se deslizó por la pierna de Pablo, subiendo hasta encontrar la evidente protuberancia en su pantalón, apretándola suavemente, provocando un gemido involuntario de él.
En un rincón oscuro del geriátrico, lejos de los ojos de los pacientes dormidos, María llevó la seducción al siguiente nivel. Con movimientos deliberados, se sentó en el regazo de Pablo, su falda subida completamente, revelando todo su ser. Sus labios encontraron los de él en un beso hambriento, sus lenguas explorándose con urgencia. Las manos de Pablo recorrieron su cuerpo, encontrando cada curva, cada parte de ella que había deseado desde que la vio.
María, ahora sin inhibiciones, guio la mano de Pablo hacia su entrepierna, donde él sintió la humedad a través del fino material de su tanga. Con movimientos ágiles, ella desabrochó su pantalón, liberando su erección, y comenzó a mover sus caderas contra él, haciendo que el placer de ambos aumentara. Sus gemidos se mezclaron en el aire nocturno, sus cuerpos presionados el uno contra el otro en un acto de lujuria que desafió el decoro del lugar.
En la penumbra del geriátrico, donde la noche ocultaba sus secretos más oscuros, María había llevado su seducción a un punto de no retorno. Con Pablo ya completamente atrapado en su hechizo, ella se arrodilló frente a él, sus manos encontrando el botón y la cremallera de su pantalón con una destreza que prometía placeres inimaginables.
Al liberar el miembro de Pablo, María se encontró con algo que superaba sus expectativas; su tamaño era tal que sus manos no podían abarcarlo completamente. La vista de su enorme erección, palpitante y dura, hizo que un escalofrío de anticipación recorriera su cuerpo. Con una mirada cargada de lujuria, comenzó un movimiento rítmico de arriba hacia abajo, sus manos trabajando en sincronía para intentar envolver aquella impresionante extensión de carne.
Pablo, sintiendo las manos de María deslizarse sobre su miembro, se perdió en un abismo de placer. Cada caricia de ella era como un relámpago de éxtasis, llevándolo cada vez más cerca del borde. Los movimientos de María eran deliberados, cada uno más intenso que el anterior, su toque experto sabiendo exactamente cómo llevarlo al borde del placer infinito.
Los gemidos de Pablo llenaban el aire, sus caderas moviéndose involuntariamente al ritmo de las manos de María. Ella, disfrutando del control que tenía sobre él, aumentó el ritmo, sus manos deslizándose con maestría, la fricción y el calor de sus palmas empujando a Pablo hacia un clímax inevitable.
Las manos de María, aunque no podían envolver completamente el miembro de Pablo, lo llevaron con cada movimiento más cerca del éxtasis, hasta que él no pudo más y se rindió al placer infinito que solo ella podía proporcionarle.
Dentro del ambiente silencioso del geriátrico, donde la noche cubría con su manto cada movimiento, María había dejado atrás todo pensamiento de su esposo, Juan. Su mente estaba consumida por el deseo, su cuerpo moviéndose con una intención clara y única: proporcionarle a Pablo un placer que superara todos los límites conocidos.
Con el enorme miembro de Pablo en sus manos, que apenas podía envolver con sus dedos, María sintió una corriente de excitación recorrerla. Su mirada estaba fija en esa impresionante extensión de carne, su respiración se hizo más profunda, anticipando lo que vendría. Sin más preámbulos, llevó esa punta redondeada hacia sus labios, sus ojos encontrando los de Pablo en un momento de conexión intensa antes de que su boca se abriera para recibirlo.
Primero, solo un beso, sus labios rozando la cabeza de la enorme verga lamiendo con suavidad, saboreando el calor y la textura de su piel. Luego, con la decisión de quien se entrega completamente, María comenzó a introducirlo en su boca, sus labios estirándose para acomodar su tamaño. Cada milímetro que avanzaba era un nuevo descubrimiento de placer para ambos.
Sus manos, que no podían abarcarlo completamente, seguían moviéndose de arriba abajo en la base, proporcionando una fricción continua mientras su boca trabajaba. La lengua de María se deslizaba por la parte inferior de su miembro, explorando cada vena, cada pulso de vida que sentía bajo su toque. La saliva facilitaba el movimiento, haciendo que cada deslizamiento fuera más fluido, más intenso.
María comenzó a chupar, sus mejillas hundiéndose con cada succión, sus ojos levantándose para ver la expresión de Pablo, que estaba sumido en un éxtasis absoluto. Ella podía sentir cómo su verga palpitaba en su boca, cada gemido que escapaba de él era una confirmación de su poder sobre él en ese momento.
El ritmo aumentó, sus movimientos se hicieron más profundos, más rítmicos. María, completamente absorta en su tarea, olvidó cualquier otra cosa más allá del placer que estaba dando y recibiendo. Su boca se abrió aún más para tomarlo más profundamente, sus labios rozando la base mientras su lengua seguía jugando, provocando, llevando a Pablo a un borde del placer que parecía no tener fin.
Mientras María envolvía el enorme miembro de Pablo con sus labios, su boca estirada al máximo para acomodarlo, un pensamiento fugaz y culpable sobre su esposo, Juan, le cruzó la mente. Imaginó a Juan, probablemente en la cama de su hogar, sumido en un sueño profundo, ajeno a lo que estaba sucediendo en ese rincón oscuro del geriátrico.
Pero ese pensamiento no duró mucho. La realidad de lo que tenía ante ella, el tamaño y la dureza del pene de Pablo, la trajo de vuelta a la tierra con una fuerza abrumadora. La sensación de su boca llena, la textura de su piel, el sabor salado de su excitación, todo esto borró cualquier imagen de Juan en un instante.
María, con una determinación renovada, comenzó a chupar con más intensidad, sus labios deslizándose por la longitud de Pablo, su lengua lamiendo cada centímetro que podía alcanzar. El tamaño de su miembro la obligaba a mover la cabeza de manera que pudiera tomarlo más profundo, sus manos apretando la base, moviéndose en sincronía con su boca, provocando gemidos de Pablo que resonaban en el aire nocturno.
El sabor, el calor, la sensación de estar completamente llena por él, todo esto eclipsaba cualquier otra consideración. María se entregó al acto, sus pensamientos ahora solo en la tarea de llevar a Pablo al clímax. Su boca se abría más, sus labios se cerraban alrededor de él, su lengua danzaba con maestría sobre su glande, provocando espasmos de placer en Pablo.
El pensamiento de Juan se desvaneció por completo, reemplazado por el deseo crudo y la necesidad física de continuar, de sentir cómo Pablo se perdía en el placer que ella le proporcionaba. Cada sonido, cada movimiento, cada gota de saliva que facilitaba el ir y venir de su boca sobre su miembro, era una declaración de su entrega total al momento, al placer, a la lujuria que los consumía a ambos en esa noche de pasión prohibida.
Mientras el placer se volvía insostenible, Pablo, con la voz entrecortada por el esfuerzo de contenerse, logró advertir: "María, estoy por... por eyacular". Sus palabras eran un susurro cargado de urgencia, su cuerpo temblando con el inminente clímax.
María, sin perder un momento, se levantó de su posición arrodillada, su boca liberando el miembro de Pablo con un sonido húmedo y erótico que llenó el aire. Con una mirada que hablaba de deseo puro, apartó rápidamente su tanga a un lado, revelando su sexo húmedo y palpitante, listo para la invasión de Pablo.
Su voz, ahora una mezcla de mando y anhelo, le ordenó: "cojeme, cojeme duro Pablo, ahora". María se inclinó hacia adelante, su cuerpo casi rogando por ser llenado, su postura perfecta para recibirlo. Se apoyó en una de las superficies cercanas, elevando su trasero, su tanga desplazado mostrando claramente su deseo.
Pablo, dominado por el deseo y la urgencia, se posicionó detrás de ella, su poronga parada dura y palpitante buscando instintivamente la entrada de María. Al encontrarla, sintió su humedad envolviéndolo, y con una embestida controlada pero firme, la penetró. El gemido que escapó de ambos fue un testimonio del placer compartido, la sensación de plenitud y conexión palpable en el aire.
el tamaño de la pija de pablo le provoca un dolor inicialmente al estirar al máximo las paredes vaginales.
El ritmo que establecieron era frenético; Pablo, sintiendo cómo su clímax se acercaba de nuevo, comenzó a moverse con embestidas largas y profundas. Cada empuje era una exploración de la profundidad de María, su miembro entrando y saliendo, cubierto por su humedad, cada movimiento visible y audible en la oscuridad.
María, moviéndose al compás, empujaba hacia atrás, buscando más, su cuerpo temblando con cada embestida, su tanga aún a un lado permitiendo que cada penetración fuera completa. Sus gemidos se mezclaban con los de Pablo, creando una sinfonía de lujuria y placer.
En ese rincón, donde el mundo exterior no tenía cabida, cada embestida de Pablo encontraba un eco en los movimientos de María, su unión física era un acto de pasión desenfrenada. El sonido de sus cuerpos uniéndose, el olor del sexo, el sabor del deseo en el aire, todo esto los llevaba más allá de cualquier consideración moral o de lealtad, sumergiéndolos en un mar de placer donde solo existían ellos, el momento y el acto de amor carnal.
El enorme pene de Pablo la llenaba hasta lo más profundo, su tamaño y grosor abarcando cada centímetro de su interior. Al principio, María había sentido un dolor agudo, el estiramiento de su cuerpo adaptándose a la imponente circunferencia de él, pero ese dolor se convirtió rápidamente en un placer abrumador.
Con cada embestida, María sentía cómo los orgasmos la atravesaban, uno tras otro, sin darle tregua. Su cuerpo, ahora completamente acostumbrado a la presencia de Pablo, respondía con orgasmos que se sucedían en cascada, cada uno más intenso que el anterior. Sus músculos internos se contraían alrededor de él, apretándolo, disfrutando de cada penetración.
El dolor inicial, que había sido un recordatorio del tamaño de la verga de Pablo, se había desvanecido, transformándose en un placer puro y crudo. La fricción, el calor, la sensación de estar completamente llena, todo esto era una sinfonía de sensaciones que la hacían gemir, gritar, perderse en el placer. Cada empuje de Pablo no solo la llenaba físicamente sino que también desencadenaba una nueva oleada de éxtasis, sus gritos resonando en el silencio del geriátrico.
El ritmo que habían alcanzado era casi animal, cada movimiento de Pablo era correspondido por el cuerpo de María, empujando hacia atrás, buscando más profundidad, más intensidad. Sus cuerpos chocaban con fuerza, cada penetración hacía que sus pechos se balancearan, su tanga aún a un lado, evidenciando la unión completa.
el enorme miembro de Pablo se había convertido en el centro de su mundo de placer, llevándola a un estado de éxtasis constante. El dolor había sido superado por el placer, y ahora, cada embestida la llevaba a nuevos picos de gozo, descubriendo en sí misma una capacidad para el placer que nunca había imaginado.
Consciente del abismo de placer en el que había sumido a María, Pablo decidió intensificar aún más la experiencia. Mientras mantenía el ritmo constante de sus embestidas, dirigió su mano hacia el trasero de María. Su dedo encontró el ano rosado y apretado de ella, ya lubricado por los jugos que se habían acumulado durante su unión.
Usando esos mismos fluidos para facilitar su tarea, Pablo comenzó a trazar círculos alrededor de su entrada trasera, sus movimientos deliberados y eróticos, cada toque enviando un escalofrío de placer a través de María. El dedo de Pablo, ahora resbaladizo, empezó a presionar suavemente, introduciéndose poco a poco, dilatando y explorando esa área sensible.
María reaccionó con un gemido profundo, su cuerpo respondiendo de manera visceral a la dualidad de la penetración. El placer que sentía era una mezcla de la llenura en su interior y la nueva sensación de ser explorada también por detrás. Su espalda se arqueó aún más, ofreciéndose completamente, sus caderas moviéndose para recibir tanto el miembro de Pablo como su dedo.
Pablo, notando el entusiasmo de María, aumentó la profundidad y el ritmo de sus movimientos. Su dedo se deslizaba dentro y fuera, en sincronía con sus embestidas, creando una sensación de plenitud total que empujaba a María hacia un nuevo clímax. Los gemidos de ella se volvieron más agudos, más desesperados, su cuerpo temblando con cada caricia, cada penetración, ahora doblemente estimulada.
En el pináculo de su gozo, con su cuerpo todavía vibrando de los orgasmos anteriores, María se giró, sus ojos brillando con una mezcla de deseo y determinación. Sus palabras, pronunciadas entre jadeos, eran una invitación y una confesión: "Usa mi trasero... es virgen, Juan nunca quiso penetrarlo."
La proposición de María encendió en Pablo un deseo aún más ardiente. Con el lubricante natural de su encuentro facilitando el camino, se posicionó detrás de ella, su miembro todavía palpitante de deseo. María, entendiendo la gravedad y la novedad de su petición, se inclinó hacia adelante, ofreciendo su parte más íntima y hasta ahora inexplorada.
Pablo, consciente de la virginidad de esa área en María, procedió con cuidado. Primero, usó sus dedos para lubricar y dilatar, asegurándose de que la experiencia sería placentera. Los jugos de María facilitaron esta tarea, sus dedos moviéndose con precisión, preparando su ano para lo que vendría.
Cuando María sintió la punta del miembro de Pablo presionando contra su entrada trasera, hubo un momento de tensa anticipación. La penetración fue lenta, cada centímetro avanzando con cuidado, permitiendo a su cuerpo adaptarse. El dolor inicial, una sensación de ser estirada más allá de lo conocido, se mezcló rápidamente con un placer nuevo, profundo y abrumador.
María, con cada empuje cuidadoso de Pablo, sintió una plenitud que nunca había experimentado. Sus gemidos cambiaron, volviéndose más guturales, más profundos, reflejando un placer mezclado con el descubrimiento de nuevas sensaciones. Cada movimiento de Pablo era una exploración, su miembro entrando y saliendo, cada vez con más facilidad, llevándola a un éxtasis que antes solo había imaginado.
En ese rincón oscuro del geriátrico, María estaba viviendo una experiencia completamente nueva, entregándose a Pablo de una manera que nunca había considerado con Juan. Los gritos de placer de María resonaban, ahora descubriendo un nuevo aspecto de su deseo y su capacidad para experimentar el placer, todo mientras Pablo la llevaba a alturas de gozo que ella nunca supo que existían.
En ese rincón oscuro, donde el tiempo parecía detenerse, la conexión entre ellos se intensificó. Pablo, con cada movimiento, exploraba y ampliaba los límites del placer de María, llevándola a un estado de éxtasis que trascendía lo físico, donde cada empuje la llevaba a algo jamás vivido.
María estaba viviendo una experiencia completamente nueva, entregándose a Pablo de una manera que nunca había considerado con Juan. Los gritos de placer de María resonaban, ahora descubriendo un nuevo aspecto de su deseo y su capacidad para experimentar el placer, todo mientras Pablo la llevaba a alturas de gozo que ella nunca supo que existían.
Después de haber experimentado sus primeros orgasmos anales, María se encontraba exhausta, su cuerpo aún temblando con las réplicas del placer pero también sintiendo un dolor y un ardor palpables en su cola, recordatorio de la intensidad de lo vivido.
Pablo, sintiendo el clímax inminente, su voz temblorosa por el esfuerzo de contenerse, le advirtió: "Voy a terminar, María." Ella, con la determinación de quien quiere controlar ese final, se retiró de la posición en la que se encontraban. Con agilidad, se arrodilló ante él, sus ojos aún brillando con el deseo y la satisfacción de lo que acababan de compartir.
Tomando el miembro de Pablo en su boca, María estaba lista para recibir su eyaculación. Pero la fuerza y la cantidad de semen que Pablo liberó fueron más de lo que ella podía manejar. La primera ráfaga llenó su boca, pero el exceso comenzó a rebosar, deslizándose por sus labios, su barbilla, y cayendo en cascada sobre sus senos, dejando un rastro blanco y viscoso sobre su piel.
El semen continuó su camino, manchando el uniforme de trabajo que aún llevaba puesto, creando patrones húmedos y visibles sobre la tela. María, con la boca aún llena, intentó contenerlo, pero el líquido escapaba, decorando su pecho y su ropa con la evidencia de su acto íntimo. Con una mano, intentó limpiar algo del semen de su boca, pero la mayor parte ya había dejado su marca, tanto en su cuerpo como en su uniforme.
En ese momento, ambos respiraban pesadamente, el aire cargado con el olor del sexo y el sabor de la pasión. María, a pesar del agotamiento físico y las sensaciones de dolor y ardor, se sentía poderosa, satisfecha, habiendo explorado y disfrutado de placeres nuevos y extremos. Los restos de la eyaculación de Pablo sobre ella eran un trofeo silencioso de su noche de lujuria desenfrenada.
María se levantó, intentando recuperar la compostura, acomodó su uniforme lo mejor que pudo, aunque las manchas de semen eran todavía evidentes. Con movimientos rápidos, limpió los restos de semen de su cara y senos, usando toallas de papel que encontró cerca, intentando borrar las huellas de su encuentro.
En ese momento, su teléfono vibró con una llamada de su esposo, Juan. Con el corazón acelerado y la mente todavía procesando lo que acababa de vivir, contestó. Mientras hablaba con Juan, su mente estaba llena de imágenes de los últimos momentos: la sensación del miembro de Pablo dentro de ella, los orgasmos que la habían sacudido, y ahora, la vista de Pablo guardando su enorme pene dentro de sus pantalones de trabajo, un acto que parecía tan mundano después de lo que habían compartido.
Con una voz dulce y llena de amor, María le dijo a Juan cuánto lo amaba, sus palabras una mezcla de cariño y culpa, un intento de reconciliar el amor que sentía por su esposo con las acciones de hace unos instantes. "Te amo tanto, Juan," decía, su voz suave pero cargada de emociones encontradas.
Mientras hablaba, sus ojos no podían evitar seguir los movimientos de Pablo, quien, sin sospechar la dualidad del momento, se vestía nuevamente, volviendo a su rol de enfermero después de haber sido su amante. La conversación con Juan era un ancla a su vida normal, mientras que la imagen de Pablo era un recordatorio vívido de su desvío hacia el placer prohibido.
En ese instante, María vivía en dos mundos: uno de amor y compromiso con su esposo, y otro de deseo y pasión que acababa de explorar con Pablo. Ella mantuvo su voz firme, tratando de no dejar que las emociones de la noche se filtraran en su conversación, mientras su mente y su cuerpo todavía resonaban con las sensaciones de lo que había experimentado.
Cada paso que daba era una promesa de placer, cada inclinación para limpiar una mesa o recoger algo del suelo era una exhibición que hacía que la tela de su falda subiera, dejando a la vista su ropa interior, un minúsculo tanga que apenas cubría su intimidad. Su blusa, desabrochada un botón más de lo necesario, mostraba un escote que atraía las miradas como un imán.
Pablo, el enfermero, no estaba preparado para el show que se desplegaba ante sus ojos. Desde el momento en que vio a María, sintió cómo su cuerpo respondía a cada movimiento de ella. Su mirada se perdía en las curvas de María, en cómo su falda se ajustaba a sus caderas con cada balanceo. El deseo creció dentro de él, palpable, su erección evidente bajo el fino pantalón de trabajo.
María lo sabía, podía sentir los ojos de Pablo sobre ella, y disfrutaba cada segundo. Se acercó a él, su caminar era un espectáculo erótico; cada paso provocaba un leve balanceo de sus pechos, apenas contenidos por el sujetador que se vislumbraba bajo la blusa. "¿Hay algo que necesites, Pablo?" su voz era un susurro cargado de promesas, mientras su mano rozaba "accidentalmente" su entrepierna.
El enfermero, ya sin control, murmuró algo incoherente, su mente llena de imágenes de lo que podría pasar. María, sin esperar respuesta, se inclinó hacia él, asegurándose de que su falda subiera aún más, dejando ver todo. Su mano se deslizó por la pierna de Pablo, subiendo hasta encontrar la evidente protuberancia en su pantalón, apretándola suavemente, provocando un gemido involuntario de él.
En un rincón oscuro del geriátrico, lejos de los ojos de los pacientes dormidos, María llevó la seducción al siguiente nivel. Con movimientos deliberados, se sentó en el regazo de Pablo, su falda subida completamente, revelando todo su ser. Sus labios encontraron los de él en un beso hambriento, sus lenguas explorándose con urgencia. Las manos de Pablo recorrieron su cuerpo, encontrando cada curva, cada parte de ella que había deseado desde que la vio.
María, ahora sin inhibiciones, guio la mano de Pablo hacia su entrepierna, donde él sintió la humedad a través del fino material de su tanga. Con movimientos ágiles, ella desabrochó su pantalón, liberando su erección, y comenzó a mover sus caderas contra él, haciendo que el placer de ambos aumentara. Sus gemidos se mezclaron en el aire nocturno, sus cuerpos presionados el uno contra el otro en un acto de lujuria que desafió el decoro del lugar.
En la penumbra del geriátrico, donde la noche ocultaba sus secretos más oscuros, María había llevado su seducción a un punto de no retorno. Con Pablo ya completamente atrapado en su hechizo, ella se arrodilló frente a él, sus manos encontrando el botón y la cremallera de su pantalón con una destreza que prometía placeres inimaginables.
Al liberar el miembro de Pablo, María se encontró con algo que superaba sus expectativas; su tamaño era tal que sus manos no podían abarcarlo completamente. La vista de su enorme erección, palpitante y dura, hizo que un escalofrío de anticipación recorriera su cuerpo. Con una mirada cargada de lujuria, comenzó un movimiento rítmico de arriba hacia abajo, sus manos trabajando en sincronía para intentar envolver aquella impresionante extensión de carne.
Pablo, sintiendo las manos de María deslizarse sobre su miembro, se perdió en un abismo de placer. Cada caricia de ella era como un relámpago de éxtasis, llevándolo cada vez más cerca del borde. Los movimientos de María eran deliberados, cada uno más intenso que el anterior, su toque experto sabiendo exactamente cómo llevarlo al borde del placer infinito.
Los gemidos de Pablo llenaban el aire, sus caderas moviéndose involuntariamente al ritmo de las manos de María. Ella, disfrutando del control que tenía sobre él, aumentó el ritmo, sus manos deslizándose con maestría, la fricción y el calor de sus palmas empujando a Pablo hacia un clímax inevitable.
Las manos de María, aunque no podían envolver completamente el miembro de Pablo, lo llevaron con cada movimiento más cerca del éxtasis, hasta que él no pudo más y se rindió al placer infinito que solo ella podía proporcionarle.
Dentro del ambiente silencioso del geriátrico, donde la noche cubría con su manto cada movimiento, María había dejado atrás todo pensamiento de su esposo, Juan. Su mente estaba consumida por el deseo, su cuerpo moviéndose con una intención clara y única: proporcionarle a Pablo un placer que superara todos los límites conocidos.
Con el enorme miembro de Pablo en sus manos, que apenas podía envolver con sus dedos, María sintió una corriente de excitación recorrerla. Su mirada estaba fija en esa impresionante extensión de carne, su respiración se hizo más profunda, anticipando lo que vendría. Sin más preámbulos, llevó esa punta redondeada hacia sus labios, sus ojos encontrando los de Pablo en un momento de conexión intensa antes de que su boca se abriera para recibirlo.
Primero, solo un beso, sus labios rozando la cabeza de la enorme verga lamiendo con suavidad, saboreando el calor y la textura de su piel. Luego, con la decisión de quien se entrega completamente, María comenzó a introducirlo en su boca, sus labios estirándose para acomodar su tamaño. Cada milímetro que avanzaba era un nuevo descubrimiento de placer para ambos.
Sus manos, que no podían abarcarlo completamente, seguían moviéndose de arriba abajo en la base, proporcionando una fricción continua mientras su boca trabajaba. La lengua de María se deslizaba por la parte inferior de su miembro, explorando cada vena, cada pulso de vida que sentía bajo su toque. La saliva facilitaba el movimiento, haciendo que cada deslizamiento fuera más fluido, más intenso.
María comenzó a chupar, sus mejillas hundiéndose con cada succión, sus ojos levantándose para ver la expresión de Pablo, que estaba sumido en un éxtasis absoluto. Ella podía sentir cómo su verga palpitaba en su boca, cada gemido que escapaba de él era una confirmación de su poder sobre él en ese momento.
El ritmo aumentó, sus movimientos se hicieron más profundos, más rítmicos. María, completamente absorta en su tarea, olvidó cualquier otra cosa más allá del placer que estaba dando y recibiendo. Su boca se abrió aún más para tomarlo más profundamente, sus labios rozando la base mientras su lengua seguía jugando, provocando, llevando a Pablo a un borde del placer que parecía no tener fin.
Mientras María envolvía el enorme miembro de Pablo con sus labios, su boca estirada al máximo para acomodarlo, un pensamiento fugaz y culpable sobre su esposo, Juan, le cruzó la mente. Imaginó a Juan, probablemente en la cama de su hogar, sumido en un sueño profundo, ajeno a lo que estaba sucediendo en ese rincón oscuro del geriátrico.
Pero ese pensamiento no duró mucho. La realidad de lo que tenía ante ella, el tamaño y la dureza del pene de Pablo, la trajo de vuelta a la tierra con una fuerza abrumadora. La sensación de su boca llena, la textura de su piel, el sabor salado de su excitación, todo esto borró cualquier imagen de Juan en un instante.
María, con una determinación renovada, comenzó a chupar con más intensidad, sus labios deslizándose por la longitud de Pablo, su lengua lamiendo cada centímetro que podía alcanzar. El tamaño de su miembro la obligaba a mover la cabeza de manera que pudiera tomarlo más profundo, sus manos apretando la base, moviéndose en sincronía con su boca, provocando gemidos de Pablo que resonaban en el aire nocturno.
El sabor, el calor, la sensación de estar completamente llena por él, todo esto eclipsaba cualquier otra consideración. María se entregó al acto, sus pensamientos ahora solo en la tarea de llevar a Pablo al clímax. Su boca se abría más, sus labios se cerraban alrededor de él, su lengua danzaba con maestría sobre su glande, provocando espasmos de placer en Pablo.
El pensamiento de Juan se desvaneció por completo, reemplazado por el deseo crudo y la necesidad física de continuar, de sentir cómo Pablo se perdía en el placer que ella le proporcionaba. Cada sonido, cada movimiento, cada gota de saliva que facilitaba el ir y venir de su boca sobre su miembro, era una declaración de su entrega total al momento, al placer, a la lujuria que los consumía a ambos en esa noche de pasión prohibida.
Mientras el placer se volvía insostenible, Pablo, con la voz entrecortada por el esfuerzo de contenerse, logró advertir: "María, estoy por... por eyacular". Sus palabras eran un susurro cargado de urgencia, su cuerpo temblando con el inminente clímax.
María, sin perder un momento, se levantó de su posición arrodillada, su boca liberando el miembro de Pablo con un sonido húmedo y erótico que llenó el aire. Con una mirada que hablaba de deseo puro, apartó rápidamente su tanga a un lado, revelando su sexo húmedo y palpitante, listo para la invasión de Pablo.
Su voz, ahora una mezcla de mando y anhelo, le ordenó: "cojeme, cojeme duro Pablo, ahora". María se inclinó hacia adelante, su cuerpo casi rogando por ser llenado, su postura perfecta para recibirlo. Se apoyó en una de las superficies cercanas, elevando su trasero, su tanga desplazado mostrando claramente su deseo.
Pablo, dominado por el deseo y la urgencia, se posicionó detrás de ella, su poronga parada dura y palpitante buscando instintivamente la entrada de María. Al encontrarla, sintió su humedad envolviéndolo, y con una embestida controlada pero firme, la penetró. El gemido que escapó de ambos fue un testimonio del placer compartido, la sensación de plenitud y conexión palpable en el aire.
el tamaño de la pija de pablo le provoca un dolor inicialmente al estirar al máximo las paredes vaginales.
El ritmo que establecieron era frenético; Pablo, sintiendo cómo su clímax se acercaba de nuevo, comenzó a moverse con embestidas largas y profundas. Cada empuje era una exploración de la profundidad de María, su miembro entrando y saliendo, cubierto por su humedad, cada movimiento visible y audible en la oscuridad.
María, moviéndose al compás, empujaba hacia atrás, buscando más, su cuerpo temblando con cada embestida, su tanga aún a un lado permitiendo que cada penetración fuera completa. Sus gemidos se mezclaban con los de Pablo, creando una sinfonía de lujuria y placer.
En ese rincón, donde el mundo exterior no tenía cabida, cada embestida de Pablo encontraba un eco en los movimientos de María, su unión física era un acto de pasión desenfrenada. El sonido de sus cuerpos uniéndose, el olor del sexo, el sabor del deseo en el aire, todo esto los llevaba más allá de cualquier consideración moral o de lealtad, sumergiéndolos en un mar de placer donde solo existían ellos, el momento y el acto de amor carnal.
El enorme pene de Pablo la llenaba hasta lo más profundo, su tamaño y grosor abarcando cada centímetro de su interior. Al principio, María había sentido un dolor agudo, el estiramiento de su cuerpo adaptándose a la imponente circunferencia de él, pero ese dolor se convirtió rápidamente en un placer abrumador.
Con cada embestida, María sentía cómo los orgasmos la atravesaban, uno tras otro, sin darle tregua. Su cuerpo, ahora completamente acostumbrado a la presencia de Pablo, respondía con orgasmos que se sucedían en cascada, cada uno más intenso que el anterior. Sus músculos internos se contraían alrededor de él, apretándolo, disfrutando de cada penetración.
El dolor inicial, que había sido un recordatorio del tamaño de la verga de Pablo, se había desvanecido, transformándose en un placer puro y crudo. La fricción, el calor, la sensación de estar completamente llena, todo esto era una sinfonía de sensaciones que la hacían gemir, gritar, perderse en el placer. Cada empuje de Pablo no solo la llenaba físicamente sino que también desencadenaba una nueva oleada de éxtasis, sus gritos resonando en el silencio del geriátrico.
El ritmo que habían alcanzado era casi animal, cada movimiento de Pablo era correspondido por el cuerpo de María, empujando hacia atrás, buscando más profundidad, más intensidad. Sus cuerpos chocaban con fuerza, cada penetración hacía que sus pechos se balancearan, su tanga aún a un lado, evidenciando la unión completa.
el enorme miembro de Pablo se había convertido en el centro de su mundo de placer, llevándola a un estado de éxtasis constante. El dolor había sido superado por el placer, y ahora, cada embestida la llevaba a nuevos picos de gozo, descubriendo en sí misma una capacidad para el placer que nunca había imaginado.
Consciente del abismo de placer en el que había sumido a María, Pablo decidió intensificar aún más la experiencia. Mientras mantenía el ritmo constante de sus embestidas, dirigió su mano hacia el trasero de María. Su dedo encontró el ano rosado y apretado de ella, ya lubricado por los jugos que se habían acumulado durante su unión.
Usando esos mismos fluidos para facilitar su tarea, Pablo comenzó a trazar círculos alrededor de su entrada trasera, sus movimientos deliberados y eróticos, cada toque enviando un escalofrío de placer a través de María. El dedo de Pablo, ahora resbaladizo, empezó a presionar suavemente, introduciéndose poco a poco, dilatando y explorando esa área sensible.
María reaccionó con un gemido profundo, su cuerpo respondiendo de manera visceral a la dualidad de la penetración. El placer que sentía era una mezcla de la llenura en su interior y la nueva sensación de ser explorada también por detrás. Su espalda se arqueó aún más, ofreciéndose completamente, sus caderas moviéndose para recibir tanto el miembro de Pablo como su dedo.
Pablo, notando el entusiasmo de María, aumentó la profundidad y el ritmo de sus movimientos. Su dedo se deslizaba dentro y fuera, en sincronía con sus embestidas, creando una sensación de plenitud total que empujaba a María hacia un nuevo clímax. Los gemidos de ella se volvieron más agudos, más desesperados, su cuerpo temblando con cada caricia, cada penetración, ahora doblemente estimulada.
En el pináculo de su gozo, con su cuerpo todavía vibrando de los orgasmos anteriores, María se giró, sus ojos brillando con una mezcla de deseo y determinación. Sus palabras, pronunciadas entre jadeos, eran una invitación y una confesión: "Usa mi trasero... es virgen, Juan nunca quiso penetrarlo."
La proposición de María encendió en Pablo un deseo aún más ardiente. Con el lubricante natural de su encuentro facilitando el camino, se posicionó detrás de ella, su miembro todavía palpitante de deseo. María, entendiendo la gravedad y la novedad de su petición, se inclinó hacia adelante, ofreciendo su parte más íntima y hasta ahora inexplorada.
Pablo, consciente de la virginidad de esa área en María, procedió con cuidado. Primero, usó sus dedos para lubricar y dilatar, asegurándose de que la experiencia sería placentera. Los jugos de María facilitaron esta tarea, sus dedos moviéndose con precisión, preparando su ano para lo que vendría.
Cuando María sintió la punta del miembro de Pablo presionando contra su entrada trasera, hubo un momento de tensa anticipación. La penetración fue lenta, cada centímetro avanzando con cuidado, permitiendo a su cuerpo adaptarse. El dolor inicial, una sensación de ser estirada más allá de lo conocido, se mezcló rápidamente con un placer nuevo, profundo y abrumador.
María, con cada empuje cuidadoso de Pablo, sintió una plenitud que nunca había experimentado. Sus gemidos cambiaron, volviéndose más guturales, más profundos, reflejando un placer mezclado con el descubrimiento de nuevas sensaciones. Cada movimiento de Pablo era una exploración, su miembro entrando y saliendo, cada vez con más facilidad, llevándola a un éxtasis que antes solo había imaginado.
En ese rincón oscuro del geriátrico, María estaba viviendo una experiencia completamente nueva, entregándose a Pablo de una manera que nunca había considerado con Juan. Los gritos de placer de María resonaban, ahora descubriendo un nuevo aspecto de su deseo y su capacidad para experimentar el placer, todo mientras Pablo la llevaba a alturas de gozo que ella nunca supo que existían.
En ese rincón oscuro, donde el tiempo parecía detenerse, la conexión entre ellos se intensificó. Pablo, con cada movimiento, exploraba y ampliaba los límites del placer de María, llevándola a un estado de éxtasis que trascendía lo físico, donde cada empuje la llevaba a algo jamás vivido.
María estaba viviendo una experiencia completamente nueva, entregándose a Pablo de una manera que nunca había considerado con Juan. Los gritos de placer de María resonaban, ahora descubriendo un nuevo aspecto de su deseo y su capacidad para experimentar el placer, todo mientras Pablo la llevaba a alturas de gozo que ella nunca supo que existían.
Después de haber experimentado sus primeros orgasmos anales, María se encontraba exhausta, su cuerpo aún temblando con las réplicas del placer pero también sintiendo un dolor y un ardor palpables en su cola, recordatorio de la intensidad de lo vivido.
Pablo, sintiendo el clímax inminente, su voz temblorosa por el esfuerzo de contenerse, le advirtió: "Voy a terminar, María." Ella, con la determinación de quien quiere controlar ese final, se retiró de la posición en la que se encontraban. Con agilidad, se arrodilló ante él, sus ojos aún brillando con el deseo y la satisfacción de lo que acababan de compartir.
Tomando el miembro de Pablo en su boca, María estaba lista para recibir su eyaculación. Pero la fuerza y la cantidad de semen que Pablo liberó fueron más de lo que ella podía manejar. La primera ráfaga llenó su boca, pero el exceso comenzó a rebosar, deslizándose por sus labios, su barbilla, y cayendo en cascada sobre sus senos, dejando un rastro blanco y viscoso sobre su piel.
El semen continuó su camino, manchando el uniforme de trabajo que aún llevaba puesto, creando patrones húmedos y visibles sobre la tela. María, con la boca aún llena, intentó contenerlo, pero el líquido escapaba, decorando su pecho y su ropa con la evidencia de su acto íntimo. Con una mano, intentó limpiar algo del semen de su boca, pero la mayor parte ya había dejado su marca, tanto en su cuerpo como en su uniforme.
En ese momento, ambos respiraban pesadamente, el aire cargado con el olor del sexo y el sabor de la pasión. María, a pesar del agotamiento físico y las sensaciones de dolor y ardor, se sentía poderosa, satisfecha, habiendo explorado y disfrutado de placeres nuevos y extremos. Los restos de la eyaculación de Pablo sobre ella eran un trofeo silencioso de su noche de lujuria desenfrenada.
María se levantó, intentando recuperar la compostura, acomodó su uniforme lo mejor que pudo, aunque las manchas de semen eran todavía evidentes. Con movimientos rápidos, limpió los restos de semen de su cara y senos, usando toallas de papel que encontró cerca, intentando borrar las huellas de su encuentro.
En ese momento, su teléfono vibró con una llamada de su esposo, Juan. Con el corazón acelerado y la mente todavía procesando lo que acababa de vivir, contestó. Mientras hablaba con Juan, su mente estaba llena de imágenes de los últimos momentos: la sensación del miembro de Pablo dentro de ella, los orgasmos que la habían sacudido, y ahora, la vista de Pablo guardando su enorme pene dentro de sus pantalones de trabajo, un acto que parecía tan mundano después de lo que habían compartido.
Con una voz dulce y llena de amor, María le dijo a Juan cuánto lo amaba, sus palabras una mezcla de cariño y culpa, un intento de reconciliar el amor que sentía por su esposo con las acciones de hace unos instantes. "Te amo tanto, Juan," decía, su voz suave pero cargada de emociones encontradas.
Mientras hablaba, sus ojos no podían evitar seguir los movimientos de Pablo, quien, sin sospechar la dualidad del momento, se vestía nuevamente, volviendo a su rol de enfermero después de haber sido su amante. La conversación con Juan era un ancla a su vida normal, mientras que la imagen de Pablo era un recordatorio vívido de su desvío hacia el placer prohibido.
En ese instante, María vivía en dos mundos: uno de amor y compromiso con su esposo, y otro de deseo y pasión que acababa de explorar con Pablo. Ella mantuvo su voz firme, tratando de no dejar que las emociones de la noche se filtraran en su conversación, mientras su mente y su cuerpo todavía resonaban con las sensaciones de lo que había experimentado.
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