A mis 28 años, mi vida aparenta ser perfecta. Soy Silvia, una mujer con curvas marcadas por la maternidad y una piel que conserva el suave tono bronceado típico de mi tierra, Lima. Mi cabello castaño oscuro cae en ondas naturales hasta la mitad de mi espalda, y mis ojos, de un marrón cálido, reflejan una mezcla de inquietud y determinación que siempre ha sido parte de mí. Mido 1.65 metros, y aunque no me considero delgada, llevo mis caderas pronunciadas con una elegancia innata. Mis senos, redondos y llenos, han sido motivo de orgullo para mí, pero en los últimos años se han convertido en un recordatorio de las demandas de la maternidad.
Hoy llevaba un vestido sencillo pero favorecedor, ajustado a la cintura, con un estampado floral discreto que dejaba ver mis pantorrillas tonificadas. Unos tacones bajos complementaban el conjunto, dándome una apariencia profesional y accesible al mismo tiempo. Sin embargo, mientras recorría los pasillos de la oficina, sentía que algo dentro de mí estaba a punto de cambiar.
Fue entonces cuando Emiliano llegó.
Él apareció un lunes por la mañana, alto y seguro, con una presencia que parecía llenar todo el espacio. Su cabello oscuro tenía un desorden calculado, y su rostro estaba enmarcado por una barba sutil que añadía un aire de madurez a su mirada penetrante. Sus ojos, verdes como el agua en calma, irradiaban una intensidad que resultaba desconcertante y magnética a la vez. Su traje, aunque sobrio, resaltaba su físico atlético.
—¿Silvia, verdad? —preguntó con una voz grave y pausada que tenía un leve acento argentino—. Soy Emiliano. Encantado de conocerte.
Mi mano, pequeña en comparación con la suya, quedó atrapada en un apretón firme pero cálido. Un leve temblor recorrió mi cuerpo al escuchar mi nombre en sus labios.
—El gusto es mío —respondí, luchando por mantener la compostura mientras el calor subía a mis mejillas.
La dinámica entre nosotros empezó de forma profesional, o al menos eso intenté convencerme. Trabajábamos juntos en un proyecto importante, y cada interacción se llenaba de una tensión inexplicable. Emiliano era observador, atento a los detalles, y su voz tenía un ritmo hipnótico que parecía envolverme. Pero lo que más me desconcertaba era la manera en que sus ojos se posaban en los míos, como si intentara leer lo que no decía.
Una tarde, mientras discutíamos un diseño, nuestras manos se rozaron al alcanzar el mismo lápiz. Fue un toque fugaz, pero sentí una corriente eléctrica recorrerme desde los dedos hasta el pecho. Mi respiración se aceleró de forma casi imperceptible, y un calor incómodo se concentró en mi cuello y mejillas.
—Perdón —murmuré, retirando la mano rápidamente.
—No tienes que disculparte —respondió con una sonrisa ladeada que hizo que mi estómago se contrajera.
El calor que sentí no se detuvo ahí. Mientras avanzaba el día, me di cuenta de que mi cuerpo reaccionaba de maneras que no podía controlar. Bajo mi vestido, la tela de mi ropa interior se sentía más pegajosa, como si la humedad fuera un reflejo físico de mis pensamientos. Traté de ignorarlo, pero cada vez que Emiliano hablaba o se inclinaba sobre el escritorio para señalar algo, la sensación aumentaba.
Esa noche, al llegar a casa, me sentí como si hubiera cruzado un límite invisible. Mientras cenaba con Javier y los niños, mi mente regresaba una y otra vez a los momentos compartidos con Emiliano. El recuerdo de su mirada fija en la mía, la suavidad de su voz acariciando mis oídos, me perseguía. Me acosté junto a mi esposo, pero mi cuerpo seguía tenso, mi mente atrapada en una espiral de pensamientos que no podía detener.
En los días siguientes, cada interacción con Emiliano se volvía más intensa. Notaba cómo sus ojos recorrían mi figura con discreción, pero con una intención que no podía negar. Hoy llevaba una falda lápiz negra que marcaba mis caderas, combinada con una blusa blanca que dejaba entrever apenas el contorno de mis senos. Sabía que me veía bien, y aunque nunca admitiría que lo hacía por él, la verdad era evidente.
Una tarde, después de una reunión prolongada, Emiliano se ofreció a llevarme a casa. Acepté, aunque sabía que era una mala idea. En el auto, el aire parecía más denso, cargado de una electricidad que hacía que mi piel se erizara.
—Silvia, sé que esto no es fácil de decir, pero siento algo cada vez que estoy contigo —confesó, rompiendo el silencio.
Sus palabras cayeron como un peso sobre mi pecho. Lo miré, sin saber qué responder. Por un lado, quería negarlo, detenerlo, pero por otro, sentía que todo mi ser estaba esperando este momento.
Cuando llegamos a mi casa, bajé del auto con las piernas temblorosas y el corazón latiendo a mil por hora. Esa noche, mientras intentaba dormir, las palabras de Emiliano, su voz grave y su mirada ardiente, no dejaban de resonar en mi mente. Supe entonces que algo dentro de mí había cambiado para siempre, y que no había vuelta atrás.
Hoy llevaba un vestido sencillo pero favorecedor, ajustado a la cintura, con un estampado floral discreto que dejaba ver mis pantorrillas tonificadas. Unos tacones bajos complementaban el conjunto, dándome una apariencia profesional y accesible al mismo tiempo. Sin embargo, mientras recorría los pasillos de la oficina, sentía que algo dentro de mí estaba a punto de cambiar.
Fue entonces cuando Emiliano llegó.
Él apareció un lunes por la mañana, alto y seguro, con una presencia que parecía llenar todo el espacio. Su cabello oscuro tenía un desorden calculado, y su rostro estaba enmarcado por una barba sutil que añadía un aire de madurez a su mirada penetrante. Sus ojos, verdes como el agua en calma, irradiaban una intensidad que resultaba desconcertante y magnética a la vez. Su traje, aunque sobrio, resaltaba su físico atlético.
—¿Silvia, verdad? —preguntó con una voz grave y pausada que tenía un leve acento argentino—. Soy Emiliano. Encantado de conocerte.
Mi mano, pequeña en comparación con la suya, quedó atrapada en un apretón firme pero cálido. Un leve temblor recorrió mi cuerpo al escuchar mi nombre en sus labios.
—El gusto es mío —respondí, luchando por mantener la compostura mientras el calor subía a mis mejillas.
La dinámica entre nosotros empezó de forma profesional, o al menos eso intenté convencerme. Trabajábamos juntos en un proyecto importante, y cada interacción se llenaba de una tensión inexplicable. Emiliano era observador, atento a los detalles, y su voz tenía un ritmo hipnótico que parecía envolverme. Pero lo que más me desconcertaba era la manera en que sus ojos se posaban en los míos, como si intentara leer lo que no decía.
Una tarde, mientras discutíamos un diseño, nuestras manos se rozaron al alcanzar el mismo lápiz. Fue un toque fugaz, pero sentí una corriente eléctrica recorrerme desde los dedos hasta el pecho. Mi respiración se aceleró de forma casi imperceptible, y un calor incómodo se concentró en mi cuello y mejillas.
—Perdón —murmuré, retirando la mano rápidamente.
—No tienes que disculparte —respondió con una sonrisa ladeada que hizo que mi estómago se contrajera.
El calor que sentí no se detuvo ahí. Mientras avanzaba el día, me di cuenta de que mi cuerpo reaccionaba de maneras que no podía controlar. Bajo mi vestido, la tela de mi ropa interior se sentía más pegajosa, como si la humedad fuera un reflejo físico de mis pensamientos. Traté de ignorarlo, pero cada vez que Emiliano hablaba o se inclinaba sobre el escritorio para señalar algo, la sensación aumentaba.
Esa noche, al llegar a casa, me sentí como si hubiera cruzado un límite invisible. Mientras cenaba con Javier y los niños, mi mente regresaba una y otra vez a los momentos compartidos con Emiliano. El recuerdo de su mirada fija en la mía, la suavidad de su voz acariciando mis oídos, me perseguía. Me acosté junto a mi esposo, pero mi cuerpo seguía tenso, mi mente atrapada en una espiral de pensamientos que no podía detener.
En los días siguientes, cada interacción con Emiliano se volvía más intensa. Notaba cómo sus ojos recorrían mi figura con discreción, pero con una intención que no podía negar. Hoy llevaba una falda lápiz negra que marcaba mis caderas, combinada con una blusa blanca que dejaba entrever apenas el contorno de mis senos. Sabía que me veía bien, y aunque nunca admitiría que lo hacía por él, la verdad era evidente.
Una tarde, después de una reunión prolongada, Emiliano se ofreció a llevarme a casa. Acepté, aunque sabía que era una mala idea. En el auto, el aire parecía más denso, cargado de una electricidad que hacía que mi piel se erizara.
—Silvia, sé que esto no es fácil de decir, pero siento algo cada vez que estoy contigo —confesó, rompiendo el silencio.
Sus palabras cayeron como un peso sobre mi pecho. Lo miré, sin saber qué responder. Por un lado, quería negarlo, detenerlo, pero por otro, sentía que todo mi ser estaba esperando este momento.
Cuando llegamos a mi casa, bajé del auto con las piernas temblorosas y el corazón latiendo a mil por hora. Esa noche, mientras intentaba dormir, las palabras de Emiliano, su voz grave y su mirada ardiente, no dejaban de resonar en mi mente. Supe entonces que algo dentro de mí había cambiado para siempre, y que no había vuelta atrás.
1 comentarios - Entre dos fuegos Capítulo 1: Los límites invisibles