Resulta obra del purÃsimo karma que yo, hombre obsesionado con las mujeres grandes y bonitas —me refiero, las BBW, el tipo de mujeres que en su mayorÃa existen solo en ilustraciones hiperbólicas, pero que pocas veces se llegan a ver en la realidad— hubiera dedicado mi vida a criar a una sin saberlo.
A veces el destino te pone en tu sitio. Asà fue como me enamoré de Elizabeth, una mujer de figura esbelta, atlética y con un rostro angelical, que nada tenÃa que ver con lo que siempre habÃa buscado. Pero fue amor a primera vista y, tan solo 2 años luego de conocerla, lo dejé todo: familia, empleo, amigos… para casarme con ella e irnos a vivir a su ciudad. Para nuestro segundo año de matrimonio, Elizabeth me regaló a mi primera hija, Betty, la persona más importante de mi vida a dÃa de hoy, a pesar de lo todo lo que le hice, que ahora voy a revelar.
Desde su nacimiento hasta el dÃa de los hechos, Betty se mantuvo como un ángel, carente de cualquier clase de malicia y dotada con la habilidad de hacer un millón de veces mejor la vida con el simple hecho de mirarla. Era la más tierna de las niñas, y tenÃa el rostro igual de perfecto que el de su madre. La verdad, duele ver crecer a un hijo, mucho más si se trata de una mujercita. Deseas con el alma que se mantenga niña, pura, inocente…, pero no puede ser asà por siempre. Y quizá el mi error más grande fue intentarlo.
Betty llegó a la pubertad, y sus caderas comenzaron a ensancharse y su pecho a adquirir una nueva dimensión, pero a los 14 años todavÃa le ponÃa la ropa a sus muñecas. A esa edad las formas de su cuerpo apuntaban directamente a las de su madre, serÃa su viva imagen. Pero nunca supimos en qué momento ni por qué exactamente su desarrollo fÃsico decidió tomar una senda diferente. A los 15, ya solo conservaba el bello rostro de la niña tierna que un dÃa fue, pero el resto de su cuerpo desfiguraba escabrosamente con la dulzura que sus ojos infundÃan. Era como si el karma se estuviera cobrando las cuentas de mis malos pensamientos de antaño, cuando solÃa ser un hombre al que lo movÃa el puro morbo. Sus caderas se ensancharon exageradamente, y creció tanto de altura que ya ni parecÃa de su edad. Su pecho cogió el volumen de un par de melones, resultaba inevitable mirarla a la cara en un primer lugar. Su trasero y sus muslos se agigantaron y hasta desacomodaron su caminar. Sus atributos de mujer cogieron demasiada carne, en tan poco tiempo, que ya a parte de sus padres, la reconocÃa. Pero ella ni se inmutó. Y, es más, todavÃa le temÃa a los chicos, preferÃa siempre sus muñecas y se habÃa distanciado de todas sus amigas por evidentes motivos. Y lo más grave del asunto: seguÃa siendo mi princesa.
Tanto a mi mujer como a mà nos daba pudor hablar del tema. Evitábamos a toda costa mencionar cualquier cosa que tuviera que ver con las desproporciones que hasta hace poco habÃa adquirido el cuerpo de nuestra niñita. Pero sobre todo decidimos ignorar las innumerables advertencias de un comportamiento infantil que se iba exacerbando con el tiempo. HabÃa algo raro con ella, claro estaba, algo que yo más que nadie, pero que ambos, a fin de cuentas, propiciamos. Algo de lo que éramos los únicos culpables, porque nos lo advirtió todo el mundo, pero no quisimos escuchar. La habÃamos sobreprotegido absurdamente.
—¿Crees que… deberÃamos llevarla a un psicólogo? —se atrevió a sugerir Elizabeth una tarde en el sofá, mientras delante nuestro, tendida sobre la alfombra, Betty coloreaba.
—¿Por qué preguntas eso? —le dije yo.
—Pues creo que tiene razón mi madre… y la gente en general. MÃrala, no es normal. No es normal que prefiera quedarse en casa pintando esas tontas revistas mientras todos sus compañeros disfrutan del baile de fin de curso.
—Elizabeth, sabes que Betty es diferente…
—Porque nosotros la hemos hecho diferente. Y la amo, tanto como tú, pero no podemos seguir fingiendo que no pasa nada. —Eran contadas las ocasiones en que la veÃa llorar, pero aquel dÃa lo hizo— Mauricio…, ha sido nuestra culpa.
Mi gran esfuerzo hasta entonces habÃa sido aguantar, jamás fijarme en el cuerpo de mi hija ni entenderla como una mujer, como debió seguir siendo para siempre. Pero su ingenuidad, una noche de verano, me hizo replantearme las cosas para mal, para cambiar radicalmente nuestras vidas, para dejar de ser exclusivamente su padre. Elizabeth no se encontraba en casa, habÃa ido a atender a su padre enfermo como cada fin de semana. La niña, Betty, preferÃa quedarse en casa conmigo, ¡era su padre favorito! A pesar de nuestras frágiles circunstancias, nunca habÃamos pasado momento incómodo juntos. Nos encantaba jugar a juegos de mesa, cenar pizza, mirar series de televisión…, a veces le hablaba sobre mi infancia, pero siempre el uno respetando el espacio del otro. Hasta aquella noche, en que me encontraba a punto de dormir, recostado en la cama matrimonial que solÃa compartir con Elizabeth, y mi hija tuvo que llamar a la puerta.
—Papi, ¿te has dormido ya? —la escuché decir, por fuera.
Cuando abrà la puerta, Betty apareció con su acostumbrada bata de pijama púrpura estampada.
—Aún no, princesa, ¿qué sucede?
—Es que vine a mostrarte algo.
—Vaya, vale. ¿De qué se trata?
Entonces introdujo un brazo en el interior de la habitación para encender la luz y de inmediato adentró el resto de su cuerpo. Miré sus ojos a la altura de los mÃos, medÃamos lo mismo. Cuando hubo llegado al centro, justo debajo de la lámpara de luz, me pidió de favor que volviera a la cama, y yo lo hice, fui a sentarme con los ojos medio cerrados, cansado de un viernes duro de trabajo, con ganas de que el dÃa terminara de una vez.
—Y bien, princesa, ¿qué es lo que vienes a mostrarme?
—Aquà voy… —dijo, a solo un metro de mÃ, de pie dándome la espalda.
PodÃa ver cómo le resbalaba el cabello por los hombros, tenÃa que fijarme solamente en eso, aunque debajo centellearan sus curvas y protuberancias. Ese era mi único trabajo. Y lo estaba haciendo bien, pero Betty giró el cuello, como buscándome con la mirada, me sonrió traviesamente y, de sopetón, dejó caer su bata Ãntegra al suelo.
—¡Be-Betty! ¡¿Qué-qué estás haciendo?! —grité.
Me levanté tan rápido como pude, llegué hasta ella y me agaché para recoger su ropa y volverla a vestir. Pero me tomó de los hombros y dijo:
—Papi, je, je, je, ¿qué te ocurre? TranquilÃzate, solo quiero que veas esto…
—¡SÃ-Sà pero no tienes por qué desvestirte!
—Es que tiene que ser asÃ. Vamos, vuelve a sentarte. ¿sÃ?
Regresé a mi lugar resignado, derrotado por una niña, sin decir nada más. Me hacÃa daño, me destruÃa contemplar su cuerpo a solo un paso de quedarse desnudo. Y es que jamás la habÃa visto en ropa interior. Ambas prendas eran oscuras. En su espalda corrÃa horizontalmente una tira elástica que se sujetaba de dos tirantes prendidos de sus hombros. Su piel de noche se veÃa mucho más blanca, tersa y vulnerable. La amplitud de su torso se iba reduciendo a medida que mis ojos descendÃan y llegaban a su cintura. Un par de rollitos se tambaleaban a cada lateral, y más abajo todo volvÃa a ensancharse desmesuradamente. Las dos enormes bolas de carne que eran sus nalgas se escapaban de unas bragas de tiro alto que ya de por sà eran bastante grandes. Sus muslos como siempre lucÃan enormes, y me resultaba inverosÃmil que a pesar de ello carecieran de asperezas. Mi hija era ya todo una mujer —¡en qué momento me fui a dar cuenta, Dios mÃo!—, vistiendo la más sexy lencerÃa de encaje del universo.
—Ahora escucha, papi…
Elevó completamente ambos brazos, se tomó de las manos en el aire y entonces comenzó a dar pequeños saltos en su lugar sin despegar los pies del suelo. Solo flexionaba y estiraba las rodillas, y lo volvÃa a hacer sin parar, sacudiendo toda su masa en el proceso. Sus largos cabellos flameaban y los pliegues de su torso vibraban, y se veÃa magnÃfico. Pero habÃa algo que cortaba bruscamente la sintonÃa de sus movimientos. Y era que cada que su enorme trasero descendÃa y rebotaba contra la zona alta de sus muslos, se emitÃa un fuerte sonido de azote. Era como una serie de latigazos, o de truenos que dejaban eco en lo más profundo de mis alma.
—¿Lo estás escuchando, papi? ¡Estoy aplaudiendo con mis pompis!
—Be-Betty…
No paraba. Me miraba y me sonreÃa genuinamente entusiasmada, como si aquello que hacÃa fuera algo que pudiera hacer delante de su padre, sin repercusiones, sin efectos colaterales. Pero mi moral se corrompÃa. Y la magnitud, el color claro y la grasa bien colocada de su cuerpo no hicieron más que terminar de volarme la cabeza.
Era cuestión de tiempo, claro. Lo supe desde el principio, cuando su desarrollo comenzó a desbordarse. Era cuestión de tiempo para que sucediera lo inevitable. Nunca lo quise ver, y debà hacerlo cuando tuve oportunidad para estar preparado, para trazar un plan que me ayudara a escapar de algo tan mayor como esto. Pero ahora no tenÃa nada, tan solo un morbo que habÃa sepultado hace años y que hoy resucitaba, en el peor momento de todos, detrás de mi niña.
—¡Vaya, Betty, lo haces de maravilla! —dije por fin.
—¿De verdad, papi? ¿Te gustan mis aplausos?
¡Me encantan, cariño! Pero… ¿PodrÃas acercarte un poco más para que tu padre pueda verte mejor?
Retrocedió sin dejar de saltar, tanto que llevó su culo a escasos centÃmetros de mi frente. No lo podÃa creer. No habÃa cosa más grande en el mundo. Era simplemente lo mejor. Levanté mis brazos que habÃan estado pegados todo este rato a mis rodillas, los extendà uno a cada lado y cogà fuertemente sus caderas. Comenzó a reÃr. Su piel era extremadamente suave y se moldeaba con solo el tacto de mis dedos. Sentà un escalofrÃo terrible, que me advertÃa lo peor: se trataba de mi propia hija, ¡de mi niña, mi princesa!, vistiendo las pieles de la BBW de mis más retorcidas fantasÃas.
—Ay, je, je, je, papi, ¿qué le haces a mis pompis?
Mis pulgares cogieron furia y se hundieron. Mi hija se reducÃa ante mis ojos a una masa de carne inmensa, tan cálida como peligrosa. Cogà sus bragas, las estiré y las tallé con las sucias yemas de mis dedos. Me perdÃ.
—¿Qué te parece, princesa, si por esta noche te quedas a dormir conmigo, aquÃ, en mi cama, como si fueras tu mamá?
Continuará…
A veces el destino te pone en tu sitio. Asà fue como me enamoré de Elizabeth, una mujer de figura esbelta, atlética y con un rostro angelical, que nada tenÃa que ver con lo que siempre habÃa buscado. Pero fue amor a primera vista y, tan solo 2 años luego de conocerla, lo dejé todo: familia, empleo, amigos… para casarme con ella e irnos a vivir a su ciudad. Para nuestro segundo año de matrimonio, Elizabeth me regaló a mi primera hija, Betty, la persona más importante de mi vida a dÃa de hoy, a pesar de lo todo lo que le hice, que ahora voy a revelar.
Desde su nacimiento hasta el dÃa de los hechos, Betty se mantuvo como un ángel, carente de cualquier clase de malicia y dotada con la habilidad de hacer un millón de veces mejor la vida con el simple hecho de mirarla. Era la más tierna de las niñas, y tenÃa el rostro igual de perfecto que el de su madre. La verdad, duele ver crecer a un hijo, mucho más si se trata de una mujercita. Deseas con el alma que se mantenga niña, pura, inocente…, pero no puede ser asà por siempre. Y quizá el mi error más grande fue intentarlo.
Betty llegó a la pubertad, y sus caderas comenzaron a ensancharse y su pecho a adquirir una nueva dimensión, pero a los 14 años todavÃa le ponÃa la ropa a sus muñecas. A esa edad las formas de su cuerpo apuntaban directamente a las de su madre, serÃa su viva imagen. Pero nunca supimos en qué momento ni por qué exactamente su desarrollo fÃsico decidió tomar una senda diferente. A los 15, ya solo conservaba el bello rostro de la niña tierna que un dÃa fue, pero el resto de su cuerpo desfiguraba escabrosamente con la dulzura que sus ojos infundÃan. Era como si el karma se estuviera cobrando las cuentas de mis malos pensamientos de antaño, cuando solÃa ser un hombre al que lo movÃa el puro morbo. Sus caderas se ensancharon exageradamente, y creció tanto de altura que ya ni parecÃa de su edad. Su pecho cogió el volumen de un par de melones, resultaba inevitable mirarla a la cara en un primer lugar. Su trasero y sus muslos se agigantaron y hasta desacomodaron su caminar. Sus atributos de mujer cogieron demasiada carne, en tan poco tiempo, que ya a parte de sus padres, la reconocÃa. Pero ella ni se inmutó. Y, es más, todavÃa le temÃa a los chicos, preferÃa siempre sus muñecas y se habÃa distanciado de todas sus amigas por evidentes motivos. Y lo más grave del asunto: seguÃa siendo mi princesa.
Tanto a mi mujer como a mà nos daba pudor hablar del tema. Evitábamos a toda costa mencionar cualquier cosa que tuviera que ver con las desproporciones que hasta hace poco habÃa adquirido el cuerpo de nuestra niñita. Pero sobre todo decidimos ignorar las innumerables advertencias de un comportamiento infantil que se iba exacerbando con el tiempo. HabÃa algo raro con ella, claro estaba, algo que yo más que nadie, pero que ambos, a fin de cuentas, propiciamos. Algo de lo que éramos los únicos culpables, porque nos lo advirtió todo el mundo, pero no quisimos escuchar. La habÃamos sobreprotegido absurdamente.
—¿Crees que… deberÃamos llevarla a un psicólogo? —se atrevió a sugerir Elizabeth una tarde en el sofá, mientras delante nuestro, tendida sobre la alfombra, Betty coloreaba.
—¿Por qué preguntas eso? —le dije yo.
—Pues creo que tiene razón mi madre… y la gente en general. MÃrala, no es normal. No es normal que prefiera quedarse en casa pintando esas tontas revistas mientras todos sus compañeros disfrutan del baile de fin de curso.
—Elizabeth, sabes que Betty es diferente…
—Porque nosotros la hemos hecho diferente. Y la amo, tanto como tú, pero no podemos seguir fingiendo que no pasa nada. —Eran contadas las ocasiones en que la veÃa llorar, pero aquel dÃa lo hizo— Mauricio…, ha sido nuestra culpa.
Mi gran esfuerzo hasta entonces habÃa sido aguantar, jamás fijarme en el cuerpo de mi hija ni entenderla como una mujer, como debió seguir siendo para siempre. Pero su ingenuidad, una noche de verano, me hizo replantearme las cosas para mal, para cambiar radicalmente nuestras vidas, para dejar de ser exclusivamente su padre. Elizabeth no se encontraba en casa, habÃa ido a atender a su padre enfermo como cada fin de semana. La niña, Betty, preferÃa quedarse en casa conmigo, ¡era su padre favorito! A pesar de nuestras frágiles circunstancias, nunca habÃamos pasado momento incómodo juntos. Nos encantaba jugar a juegos de mesa, cenar pizza, mirar series de televisión…, a veces le hablaba sobre mi infancia, pero siempre el uno respetando el espacio del otro. Hasta aquella noche, en que me encontraba a punto de dormir, recostado en la cama matrimonial que solÃa compartir con Elizabeth, y mi hija tuvo que llamar a la puerta.
—Papi, ¿te has dormido ya? —la escuché decir, por fuera.
Cuando abrà la puerta, Betty apareció con su acostumbrada bata de pijama púrpura estampada.
—Aún no, princesa, ¿qué sucede?
—Es que vine a mostrarte algo.
—Vaya, vale. ¿De qué se trata?
Entonces introdujo un brazo en el interior de la habitación para encender la luz y de inmediato adentró el resto de su cuerpo. Miré sus ojos a la altura de los mÃos, medÃamos lo mismo. Cuando hubo llegado al centro, justo debajo de la lámpara de luz, me pidió de favor que volviera a la cama, y yo lo hice, fui a sentarme con los ojos medio cerrados, cansado de un viernes duro de trabajo, con ganas de que el dÃa terminara de una vez.
—Y bien, princesa, ¿qué es lo que vienes a mostrarme?
—Aquà voy… —dijo, a solo un metro de mÃ, de pie dándome la espalda.
PodÃa ver cómo le resbalaba el cabello por los hombros, tenÃa que fijarme solamente en eso, aunque debajo centellearan sus curvas y protuberancias. Ese era mi único trabajo. Y lo estaba haciendo bien, pero Betty giró el cuello, como buscándome con la mirada, me sonrió traviesamente y, de sopetón, dejó caer su bata Ãntegra al suelo.
—¡Be-Betty! ¡¿Qué-qué estás haciendo?! —grité.
Me levanté tan rápido como pude, llegué hasta ella y me agaché para recoger su ropa y volverla a vestir. Pero me tomó de los hombros y dijo:
—Papi, je, je, je, ¿qué te ocurre? TranquilÃzate, solo quiero que veas esto…
—¡SÃ-Sà pero no tienes por qué desvestirte!
—Es que tiene que ser asÃ. Vamos, vuelve a sentarte. ¿sÃ?
Regresé a mi lugar resignado, derrotado por una niña, sin decir nada más. Me hacÃa daño, me destruÃa contemplar su cuerpo a solo un paso de quedarse desnudo. Y es que jamás la habÃa visto en ropa interior. Ambas prendas eran oscuras. En su espalda corrÃa horizontalmente una tira elástica que se sujetaba de dos tirantes prendidos de sus hombros. Su piel de noche se veÃa mucho más blanca, tersa y vulnerable. La amplitud de su torso se iba reduciendo a medida que mis ojos descendÃan y llegaban a su cintura. Un par de rollitos se tambaleaban a cada lateral, y más abajo todo volvÃa a ensancharse desmesuradamente. Las dos enormes bolas de carne que eran sus nalgas se escapaban de unas bragas de tiro alto que ya de por sà eran bastante grandes. Sus muslos como siempre lucÃan enormes, y me resultaba inverosÃmil que a pesar de ello carecieran de asperezas. Mi hija era ya todo una mujer —¡en qué momento me fui a dar cuenta, Dios mÃo!—, vistiendo la más sexy lencerÃa de encaje del universo.
—Ahora escucha, papi…
Elevó completamente ambos brazos, se tomó de las manos en el aire y entonces comenzó a dar pequeños saltos en su lugar sin despegar los pies del suelo. Solo flexionaba y estiraba las rodillas, y lo volvÃa a hacer sin parar, sacudiendo toda su masa en el proceso. Sus largos cabellos flameaban y los pliegues de su torso vibraban, y se veÃa magnÃfico. Pero habÃa algo que cortaba bruscamente la sintonÃa de sus movimientos. Y era que cada que su enorme trasero descendÃa y rebotaba contra la zona alta de sus muslos, se emitÃa un fuerte sonido de azote. Era como una serie de latigazos, o de truenos que dejaban eco en lo más profundo de mis alma.
—¿Lo estás escuchando, papi? ¡Estoy aplaudiendo con mis pompis!
—Be-Betty…
No paraba. Me miraba y me sonreÃa genuinamente entusiasmada, como si aquello que hacÃa fuera algo que pudiera hacer delante de su padre, sin repercusiones, sin efectos colaterales. Pero mi moral se corrompÃa. Y la magnitud, el color claro y la grasa bien colocada de su cuerpo no hicieron más que terminar de volarme la cabeza.
Era cuestión de tiempo, claro. Lo supe desde el principio, cuando su desarrollo comenzó a desbordarse. Era cuestión de tiempo para que sucediera lo inevitable. Nunca lo quise ver, y debà hacerlo cuando tuve oportunidad para estar preparado, para trazar un plan que me ayudara a escapar de algo tan mayor como esto. Pero ahora no tenÃa nada, tan solo un morbo que habÃa sepultado hace años y que hoy resucitaba, en el peor momento de todos, detrás de mi niña.
—¡Vaya, Betty, lo haces de maravilla! —dije por fin.
—¿De verdad, papi? ¿Te gustan mis aplausos?
¡Me encantan, cariño! Pero… ¿PodrÃas acercarte un poco más para que tu padre pueda verte mejor?
Retrocedió sin dejar de saltar, tanto que llevó su culo a escasos centÃmetros de mi frente. No lo podÃa creer. No habÃa cosa más grande en el mundo. Era simplemente lo mejor. Levanté mis brazos que habÃan estado pegados todo este rato a mis rodillas, los extendà uno a cada lado y cogà fuertemente sus caderas. Comenzó a reÃr. Su piel era extremadamente suave y se moldeaba con solo el tacto de mis dedos. Sentà un escalofrÃo terrible, que me advertÃa lo peor: se trataba de mi propia hija, ¡de mi niña, mi princesa!, vistiendo las pieles de la BBW de mis más retorcidas fantasÃas.
—Ay, je, je, je, papi, ¿qué le haces a mis pompis?
Mis pulgares cogieron furia y se hundieron. Mi hija se reducÃa ante mis ojos a una masa de carne inmensa, tan cálida como peligrosa. Cogà sus bragas, las estiré y las tallé con las sucias yemas de mis dedos. Me perdÃ.
—¿Qué te parece, princesa, si por esta noche te quedas a dormir conmigo, aquÃ, en mi cama, como si fueras tu mamá?
Continuará…
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