Mi historia con L no fue muy extensa pero si fue muy intensa, en ese tiempo ambos casados, ambos con hijos menores de edad, ocupados también en nuestros trabajos, de todas maneras manteníamos una frecuente comunicación telefónica y nuestros encuentros se repetían en distintos horarios y siempre con el automóvil de cualquiera de los dos como medio de transporte y ámbito de privacidad al mismo tiempo.
Solíamos encontrarnos a tomar un café en alguna estación de servicio alejada o simplemente quedarnos dentro del auto conversando, cada diálogo y cada encuentro terminaba en un amasijo de besos, caricias, toqueteos pero no siempre terminabamos garchando, una vez estacionados en una calle oscura en la zona de las facultades estabamos matándonos a pura franela, ella con sus manos en mi miembro al borde de estallar y un agente de la policía nos golpeó la ventanilla del coche y nos dijo que ese no era un lugar seguro, obviamente nos acomodamos un poco y partimos de allí.
Claramente cada encuentro nos dejaba más calientes y ansiosos, si bien al volver a casa después de estar con ella hacía el amor con mi mujer apasionadamente en mi mente estaba la cara de L, sus miradas, sus jadeos y las sensaciones a flor de piel de lo que habíamos hecho un rato atrás.
Una tarde pasó a buscrme con su auto temprano, hacía calor y llevaba puesto una remera musculosa y un pantalón liviano. Ni bien subí y nos dimos un beso arrancó y comenzó a manejar hacia el norte de nustra ciudad, hacia las afueras, no me preocupaba para nada el destino, sabía que buscaría un lugar alejado donde no pudieran vernos, manejaba rápido y mientras hablabamos de vanalidades, de los que habíamos hecho, como dos buenos amigos que en realidad esperan llegar al final del recorrido para volver a convertirnos en amantes.
Llegamos bien a las afueras, allí donde está en inmenso parque que separa la ciudad del conurbano, dobló hacia la derecha cruzando las vías del tren y nos metimos por un camino de tierra rodeado de numerosas huertas hasta llegar al comienzo del monte. Descendimos del coche y caminamos unos metros entre los árboles y cuando ya no lo pudimos soportar más nos abrazamos y nos comimos la boca, su lengua metiéndose bien adentro, recorriendo la superficie de la mía, nuestra manos que iniciaban una exploración en nuestros cuerpos, mi pija que se erguía dentro de mis pantalones bien pegado a su vientre, lamí su cuello, besé su escote, acariciaba su espalda y ella no dejaba de gemir y susrrar cuanto me deseaba, allí de pie contra un árbol subí su remera, levanté su corpiño y comencé a besar sus pezones pequeños y rosados, ella desabrochó mi pantalón y metió su mano acariciando mi pene al principio suavemente para después sujetarlo con fuerza y empezar a pajearme, mis manos recorrían su cadera, su cola, desabroché su pantalón que cayó inmediatamente a sus pies, acaricié su vulva delicadamente coronada por el vello púvico cortado bien prolijo y estaba empapada, no hubo tiempo para nada más, la levanté un poco para poder clavarla apoyada contra ese árbol y al estar ya en su interior soltó un gemido de alivio y satisfacción, no nos importó nada, volvimos a coger como adolescentes a escodidas en un parque, bajo la frodosa copa de los árboles como guarida y la tenue brisa de la tarde como aliento de la naturaleza.
Solíamos encontrarnos a tomar un café en alguna estación de servicio alejada o simplemente quedarnos dentro del auto conversando, cada diálogo y cada encuentro terminaba en un amasijo de besos, caricias, toqueteos pero no siempre terminabamos garchando, una vez estacionados en una calle oscura en la zona de las facultades estabamos matándonos a pura franela, ella con sus manos en mi miembro al borde de estallar y un agente de la policía nos golpeó la ventanilla del coche y nos dijo que ese no era un lugar seguro, obviamente nos acomodamos un poco y partimos de allí.
Claramente cada encuentro nos dejaba más calientes y ansiosos, si bien al volver a casa después de estar con ella hacía el amor con mi mujer apasionadamente en mi mente estaba la cara de L, sus miradas, sus jadeos y las sensaciones a flor de piel de lo que habíamos hecho un rato atrás.
Una tarde pasó a buscrme con su auto temprano, hacía calor y llevaba puesto una remera musculosa y un pantalón liviano. Ni bien subí y nos dimos un beso arrancó y comenzó a manejar hacia el norte de nustra ciudad, hacia las afueras, no me preocupaba para nada el destino, sabía que buscaría un lugar alejado donde no pudieran vernos, manejaba rápido y mientras hablabamos de vanalidades, de los que habíamos hecho, como dos buenos amigos que en realidad esperan llegar al final del recorrido para volver a convertirnos en amantes.
Llegamos bien a las afueras, allí donde está en inmenso parque que separa la ciudad del conurbano, dobló hacia la derecha cruzando las vías del tren y nos metimos por un camino de tierra rodeado de numerosas huertas hasta llegar al comienzo del monte. Descendimos del coche y caminamos unos metros entre los árboles y cuando ya no lo pudimos soportar más nos abrazamos y nos comimos la boca, su lengua metiéndose bien adentro, recorriendo la superficie de la mía, nuestra manos que iniciaban una exploración en nuestros cuerpos, mi pija que se erguía dentro de mis pantalones bien pegado a su vientre, lamí su cuello, besé su escote, acariciaba su espalda y ella no dejaba de gemir y susrrar cuanto me deseaba, allí de pie contra un árbol subí su remera, levanté su corpiño y comencé a besar sus pezones pequeños y rosados, ella desabrochó mi pantalón y metió su mano acariciando mi pene al principio suavemente para después sujetarlo con fuerza y empezar a pajearme, mis manos recorrían su cadera, su cola, desabroché su pantalón que cayó inmediatamente a sus pies, acaricié su vulva delicadamente coronada por el vello púvico cortado bien prolijo y estaba empapada, no hubo tiempo para nada más, la levanté un poco para poder clavarla apoyada contra ese árbol y al estar ya en su interior soltó un gemido de alivio y satisfacción, no nos importó nada, volvimos a coger como adolescentes a escodidas en un parque, bajo la frodosa copa de los árboles como guarida y la tenue brisa de la tarde como aliento de la naturaleza.
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