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Casada pero necesitada de macho

Casada pero necesitada de macho


Aquella mujer estaba enardecida, bufando como burra que recibiera macho desde detrás. Por lo visto le encantaba, pues la expresión de su rostro, abriendo la boca como pez en pecera, podría determinar que la mujer quería, deseaba, necesitaba verga; tanto como inhalar oxígeno.


esposa


A esa mujer se le tenía que dar su ración de embutido periódicamente, y por eso estaba en esa postura receptiva. Aquel acuoso agujero debía llenarse, meterle y sacarle su tan deseado alimento por el cual salivaba.


A Enaida le encantaba la verga, era un hecho, tanto que cuando su penetrador realizaba una necesaria pausa, ella continuaba moviéndose contra él, retorciéndose serpenteante, fluctuando de placer, bien clavada en ese apéndice que la saciaba en su apetito.

infiel


Apenas iba a cumplir el tercer año de casada y sus deseos carnales aún no se le aplacaban. Parecía recién desposada en su noche de bodas. Y sería pertinente señalar que ella llegó virgen al matrimonio. Antes no había conocido verga, pues sus papás eran muy estrictos con ella en ese tema. Por lo que su esposo, Crispín, fue el primer hombre en su intimidad, quien la desvirgó y le abrió ese intenso apetito.


Pero en ese momento, quien le mataba el hambre, no era su esposo sino un vecino llamado Esteban.


cornudo


Si alguien del pueblo viera a Enaida en esas condiciones (incluyendo a sus padres) la calificarían de adúltera, por lo menos.


casada


Lo que el matrimonio religioso había consagrado a Crispín, otro lo estaba llenando. Uno que gustoso satisfacía las necesidades de aquella, a pesar de conocer bien a su mencionado cónyuge. De hecho, pensar en él en ese momento le daba a Esteban un regustillo adicional a la situación. Crispín estaba lejos, pues estaba trabajando, él bien lo sabía. Ni siquiera andaba en el pueblo. Por eso Esteban penetraba a su mujer con toda la confianza.


cogelona


Pero de pronto, a mitad de ese rico palo que se estaba echando, a Enaida le cayó la culpa. Sacada de aquella pasión por el arrepentimiento, se desacopló de la unión sexual para girarse y así abrazarse al hombre que la había estado penetrando.


cuernos


Paradójicamente buscó consuelo en el pecho de su compañero de adulterio.


matrimonio


“¡¿Por qué lo hice?!”, emitió ella, como molesta consigo misma por lo ya realizado.


Aquél la consoló, ciertamente, sin embargo, también trató de convencerla de continuar con la actividad que realizaban; después de todo, ya estaba hecho. Pero ella ya no cedió.


Como ni siquiera se había quitado los pantalones, ni mucho menos los calzones, los cuales simplemente se los había bajado hasta las pantorrillas, a Enaida no le costó vestirse. Aquella creyó que Esteban era todo un caballero, ya que no parecía molesto, pese a haberle interrumpido tan rico palo que se estaban echando. Por lo que lo abrazó, agradecida por su comprensión. Bien sabía que lo estaba dejando con los testículos bien calientes y acicateados. De seguro le dolerían.

esposo


Enternecida por eso se le escaparon algunas lágrimas. Con palabras tiernas y amorosas, le agradeció. Luego tomó sus llaves de una cómoda y, cubriéndose con una mano las lágrimas que brotaban de sus ojos, se fue.


adultera


Aquél cerró la puerta tras su partida. Bien podría estar disgustado luego de no haber descargado, quizás hasta encabronado. No obstante, se le vio correr entusiasmado hacia el celular.


corneador


Pues, sin que ella lo supiese, la había grabado clandestinamente.


“¡¿Qué hice?!”, se profería a sí misma Enaida, mientras caminaba acelerada hacia su casa con paso rápido pero torpe y nervioso.


Dos viejas chismosas, de esas que nunca faltan en un pueblo, al verla salir de casa de Esteban dijeron:


—Pinche güila. ¿Cómo ves? Mírala nada más, ¡qué descaro!


—Esa está casada pero aún así anda bien necesitada de macho que se la... —y la señora golpeó con la palma de una mano el puño cerrado de la otra repetidamente, en un ademán que, además de producir sonidos chasqueantes, no dejaba duda de lo que quería decir.


Días más tarde, Crispín, yendo en un camión junto a otros compañeros a la venta de sus muebles rústicos, fue víctima de las burlas.


—Oye, ¿es cierto que prestas a tu mujer? Caray cabrón, yo me apunto a ver si pa’ cuando regresemos me la chingo —dijo uno de sus compañeros, quien junto a otros dos veían en un celular el video protagonizado por su esposa.


El joven aguantaba carrilla como todos los demás, pero aquellas palabras fueron demasiado. Crispín se encabritó pero aún faltaba, cuando le mostraron el video estalló. Tras irse a los golpes bajó del vehículo furibundo, y regresó corriendo a su pueblo.


Ya estando a unos pasos de su casa se detuvo. Su respiración era agitada. Estaba por enfrentarse, quizás, a un terrible escenario. Esperaba encontrar a su mujer en la mera maroma. Ya se imaginaba a su Señora bien entrepiernada con Esteban, o algún otro. Quizás hasta dos hombres se la estarían chingando. Con tales imágenes en su cabeza su miembro se le puso bien tieso. Esto le dio vergüenza, lo que lo detuvo por un segundo, pero su enojo volvió a imponerse.


Al abrir la puerta sólo halló a su mujer a quien increpó. Le echó en cara su infidelidad con total arrebato. En su mente estaba dispuesto a lo peor, sin embargo, Enaida se mantuvo estoica.


—Crispín, tenemos que hablar —le dijo en un tono que jamás él le había escuchado.


Fue un milagro que aquella bestia en la que se había transformado el cónyuge no se le fuera a los golpes y pudiera contenerse. Pero entonces, ya sentados...


—Mira, la mera verda’ sí lo hice —en ese momento aquél pareció que se le iría encima, no obstante la otra lo contuvo—. Pero no te atrevas a levantarme la mano sin escucharme primero. Te juro por lo más sagrado que sólo a ti te amo. Y si lo hice fue sólo con él, no como andan diciendo por ahí que con quién sabe cuantos...


—¡¿Andan diciendo?! —exclamó Crispín sobresaltado.


—Ya sabes cómo es la gente.


—¡Hija de la chingada, qué chingaderas dices! ¡Ando en boca de todos!


—¡An-da-mos! Pero antes de que me eches la culpa de todo escúchame. Tú fuistes quien me despertó esas ansias por coger.


Y entonces Enaida rememoró su noche de bodas.


Mientras que los invitados (la misma gente del pueblo que ahora mal hablaba de ellos criticándolos y tachándolos de lo peor) aún tomaban y se embrutecían hasta perderse, a costa del evento que los había unido, Enaida y su esposo habían dejado la pachanga para consumar su matrimonio.


A solas en su habitación, Crispín, siendo el único de la pareja en ya haber tenido experiencias previas, guió a su consorte por los caminos de la entrega y la pasión.


—Ya quiero hacerte mía, corazón —le dijo él al oído mientras la desnudaba.


—Ya Crispín, hazme tuya, hazme tu mujer —le respondió ella, totalmente dispuesta.


Una vez la tuvo en prendas menores, Crispín le metió dedo en la raja. Una gruta virginal que ya lo ansiaba. Y la babita que escurría de ella lo demostraba.


—¡Estás pero que te escurres amor! —dijo Crispín.


Para ese momento, Enaida, ya no decía nada, sólo se dejaba hacer y gemía en respuesta.


Crispín le retiró las pantaletas con el fin de saborearle la virtud que ella había guardado sólo para él. Fue así como Enaida supo por primera vez en su vida lo que una lengua podía provocarle allí abajo. Lamió y penetró con aquel húmedo apéndice. La joven no supo de sí cuando fue llevada al cielo. El mismísimo paraíso era aquello.


Luego fue el turno de Crispín. Tras desnudarse, aquél le mostró su otro órgano, también carente de hueso.


Enaida quedó boquiabierta. Crispín le dio precisas indicaciones:


—Métetela en la boca... eso, lo más que puedas. ‘Ora mama, mama como hacen los becerros recién paridos.


Enaida, siendo de rancho, sabía a qué se refería.


La succión fue satisfactoria, pero, aún así, Crispín la tomó de la nuca.


—‘Ora no te muevas, quédate quieta, na’más mantén la boca bien abierta.


Luego le comenzó a meter y sacar su verga, de forma ruda y violenta. Pese a ello, Enaida aguantó.


—A ver, saca la lengua que te voy a dar unos vergazos.


Lejos de tomarlo como insulto, la muchacha aceptó eso de buena gana, y al poco rato se oían los chasquidos de la reata masculina al chocar con la lengua encharcada de Enaida.


Más tarde, Crispín acomodó a su esposa en cuatro, sobre la cama.


—Siéntela —le dijo, mientras la punta de su vergudo tolete le rosaba la virginal entrada a Enaida.


Sin decírselo, Enaida ya deseaba tenerlo adentro. Había esperado mucho para ser la mujer de su amado.


Por fin, Crispín rompió la delgada telilla de su ahora cónyuge..., sus nupcias estaban consumadas.


—¡Ay... se siente bien rico! —gritó Enaida.


Las nalgas de la ahora Señora rebotaron morbosamente sobre su marido, cuando ya lo cabalgaba. Luego, totalmente abierta de piernas, no dejaba de bufar como burra penetrada en el cerro, mientras que el otro, encima de ella, entraba y salía sin descanso.


Ambos disfrutaron de aquella primera cópula. Aquella primera noche de pasión Crispín dejó a su Señora bien llenita de leche.


Tras rememorar cómo fue desvirgada, su esposo cambió su ánimo interno. Se sorprendió de que su esposa recordara a detalle (quizás más que él) tal evento. Pero por supuesto eso no justificaba el hecho de que su señora fuera toda una puta.


—Luego acuérdate que me enseñastes a experimentar.


Para los siguientes días de casados los cónyuges disfrutaron de frecuentes encamadas de pasión.


—Nomás ve cómo te la comes —le decía su marido a Enaida, mientras le sostenía un espejito justo debajo de sus sexos para que ella pudiera apreciar cómo era penetrada.


En aquel reflejo, Enaida podía ver el pene de Crispín metiéndosele resbalosamente. A ella aquello le pareció muy morboso e incentivo. En Enaida comenzaba a espolearse un apetito nunca antes despertado.


Crispín se esforzaba en descubrir nuevas y variadas formas de culear y disfrutar así a su esposa.


—‘Ora, trépate a la mesa de la cocina y ponte de ladito que así te voy a dar —le ordenaba su amado.


La mujer nunca ponía un “no” a ninguna propuesta de su esposo, después de todo era su marido, su hombre. Ella le obedecía pese a lo raro que le pareciera.


—Ay, amor. Me da pena usarlo. ¿A ti te gusta? —le decía Enaida a Crispín, mientras le modelaba un vestido súper ajustado que resaltaba sus morenas carnes y dejaba poco a la imaginación.


—¡Te quedó pero si bien chingón! —le respondía viéndola vestir lo que él mismo le había comprado; aquello no podría calificarse menos que de “putivestido”.


Así es, él mismo le había dado la imagen de una puta. Enaida se lo hizo ver. A Crispín le gustaba que su esposa atrajera las miradas de otros hombres. Eso le excitaba muchísimo.


Pero él no lo aceptó.


—Crispín eres un cogelón y tú me hicistes igual. Además sé muy bien que ni te conformas conmigo. Bien sé que te vas con las putas cuando sales a la venta, y nunca te lo he reclamado, ¡nunca!




Y eso era verdad. Como suele suceder no había faltado un boca suelta y las andanzas del hombre habían llegado a los oídos de su esposa.


Luego de su pesada faena: bajar sus muebles del vehículo que los llevaba, cargarlos caminando por calles y plazas para ofrecerlos; si Crispín sacaba lo suficiente entonces...


—¿En cuánto sale el brinco? —él preguntaba a la suripanta.


—En quinientos tres posiciones, mas lo del cuarto —le respondían.


Era así como Crispín saciaba sus necesidades de penetrar hembra estando lejos de su esposa.


El catre de aquel diminuto cuartito crujía y crujía mientras Crispín se montaba en aquella mujer de alquiler.


—¡Dale, dale! Así papi, así... —decía mecánicamente la mujer.


A diferencia de los encuentros con su esposa, allí no había amor de por medio, sin embargo, tales sesiones le servían al joven no sólo de disfrute ocasional, sino que también de aprendizaje.


—¿Y cómo dices que se llama esta posición? —preguntaba Crispín.


—Pollitos rostizados —respondió la mujer que tenía frente a él.


Ambos mantenían las piernas bien flexionadas, trabadas entre sí, mientras sus sexos se conectaban.


Así fue como aquél fue ganando habilidad en el sexo y una vez que llegaba con su mujer lo daba a demostrar.


—¿Te gusta así? —le preguntaba a su mujer, mientras que él la penetraba girando sobre un eje el cuál era su propia verga.


—¡Sí mi amor! Me gusta cómo se siente —contestaba entre risillas.


—Pues a esto se le llama el helicóptero —decía él sin dejar de girar.


Enaida reía.


Luego la trepaba en cuclillas a una silla y así, flexionada, le daba.


—¡Ay Crispo...! ¡Siento que me voy a caer!


—Tú no te agüites que yo te sostengo.


Acto seguido, le metía un dedo ensalivado en el fundillo.


—¡¿Y’ora qué haces?!


—Tú nomás aguanta.


Fue así como Crispín dilató aquel fruncido orificio preparándolo para lo que vendría.


—Uuuyyy... no lo voy a aguantar —decía Enaida, cuando su esposo le metía por primera vez la cabezota de su glande por el estrecho huequito.


Enaida creía que su marido se inventaba aquellas particulares posiciones.


—Eres de lo más ocurrente —le decía, creyendo que tenía al mejor esposo del mundo.


Con la mente calenturienta de Crispo, y su habilidad artesanal, no fue sorpresa que se las ingeniara para fabricar un taburete pequeño con asas a los costados, cuyo asiento, hecho de cuero bien tensado, tenía un agujero por en medio.


—¡Hay Crispo, qué ideas tienes! —le decía su joven esposa, mientras seguía las indicaciones de su cónyuge sentándose desnuda sobre el agujero.


Crispín, también en cueros, se acostó debajo del taburete y metió el pene por el hoyo; no sólo del mueble, sino de su mujer en sí. Fue así que su señora, afianzada a las agarraderas del banquillo, tuvo el mejor apoyo para darle los más sobresalientes sentones a su marido, quien no podía estar más satisfecho de su obra.


Luego de escuchar aquellas anécdotas que él ya había olvidado, la actitud de Crispín hacia su señora se apaciguó. Tomaba consciencia de que, en efecto, él mismo había inflamado los fuegos uterinos propios de su mujer. En su fuero interno tuvo que aceptar que le fascinaba eso, además.


Entonces fue cuando se atrevió:


—¿Y cómo fue? —le preguntó a su consorte.


Y es que algo estaba naciendo en el interior de Crispín, algo morboso. Le provocaba un peculiar placer el saber que a su señora se la hubiese cogido otro, y quería conocer los detalles de aquella adultera cópula.


Una leve sonrisa apareció en el rostro de Enaida y le contó.


—Fue la vez que te tardastes en volver. Estaba que no me aguantaba. La casa se me hacía chiquita. Ya no me hallaba, te lo juro. Me puse a limpiar aquí y allá, pero no podía más. Algo me faltaba. Me sentía intranquila, ansiosa. Hasta sentí que me faltaba el aire. Tuve que salir a caminar pa’ ver si así me calmaba. Entonces me topé con Esteban en la plaza.


—Así de improviso.


—Pu´s sí. No te creas que lo tenía planeado ni nada. Fue un de repente. Como ya él me había abordado una vez en el tianguis. Ah, pu’s esa vez que me dijistes que usara el vestido amarillo, el entallado ¿te acuerdas?, el que te decía que sólo me entraba con calzador —y al decir esto Enaida rió—. Ya ves que te dije que me daba pena usarlo porque se me embarra como mantequilla al cuerpo, pero tú insististes que lo llevara cuando fuera al mercado, que disque para que luego te contara cómo se me quedaban mirando. Pu’s desde ese día se me insinuó. Y pu´s bueno, aquel otro día le acepté las intenciones al desgraciado ese, la mera verda’ es que ya andaba yo rete caliente. Total que, según él, pa’ no levantar sospechas, me dijo que yo llegara a su casa una hora más tarde, y así lo hice.

Casada pero necesitada de macho


—Él estaba muy ansioso, creí que igual que yo estaba nervioso por hacer lo que íbamos a hacer. Pero ahora pienso que tenía su plan con maña. Obvio que yo no sabía que él había escondido su celular pa’que nos grabara. Yo creo que más bien por eso andaba así, no quería que me fuera a dar cuenta del celular escondido. Pero yo ni en cuenta, ya me conoces, no soy maliciosa. Yo, la verda’, sí estaba nerviosa. Aún dudaba, de verda’ buena te lo digo. Tal vez no me quieras creer pero aún dudaba, aunque ya estaba en su cuarto. Ya me conoces lo vergonzosa que soy, y si me atreví a tanto sólo fue por... bueno, ya sabes. Pero como que eso de encuerarme ante otro pu’sss... me costaba. Fue él quien me desabrochó y bajó el pantalón. Yo, vergonzosa, no quería ni bajarme los chones.


esposa


—Así, toda insegura, le dije que nos fuéramos a la cama, pu´s, ya sabes, pa’ eso. Pero él no quiso. Quería que lo hiciéramos frente a la puerta. Yo ni en cuenta, te digo, pero ya cuando vi el mentado video me di cuenta que no quería que nos moviéramos de ahí para que nos grababa el celular, pu’s lo había acomodado para allá. Si nos hubiésemos ido a la cama no nos hubiera grabado.


infiel


—Bueno, total que empezamos a cachondear. Él dijo algo de mis calzones, ya ni me acuerdo qué. Ah, sí, ya me acordé, quesque parecían de señora. Pu’s le dije, soy señora. No, quiero decir que son como de viejita, me dijo. Entonces nos reímos. Como que eso ayudó a romper el turrón.


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—Luego se descubrió el pecho y me bajó más el pantalón.


casada


cogelona


—En ese momento, ya sintiendo lo que vendría, dudé. Me quise echar pa´trás, te lo juro. Se lo dije, pero él insistía que ya estábamos ahí y... Traté de alejarme, di unos pasos, pero él no me dejó. Me tomó de la cadera y me hizo hacia él.

cuernos


matrimonio


—Nomás sentir su verga detrás me erizó. Y sentir sus tallones, uuufff. No resistí más y me giré para besarlo.


esposo


adultera


—Aquello estaba bien rico, no te lo voy a negar. Como que saber que te estaba poniendo los cuernos pu’s... no sé Crispín, cómo te lo digo, como que me daba placer. Pero no te creas, eh, pese a eso, me volví a sentir indecente en esa situación; ya sabes, estar ahí con... bueno, no contigo. Traté de retirarme, a pesar de que, como se lo comenté a él, ya me estaba mojando de ahí abajo. Hasta me vi debajo del calzón y sí, estaba yo chorreando. Me sentí avergonzada. Pero él volvió a hacerme hacia él.


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—Entonces me bajó el calzón y se adueñó de mis nalgas.


Casada pero necesitada de macho


—Me alzó. Siguiendo ese movimiento yo me levanté una y otra vez sobre las puntas de los dedos de los pies, y es que mi clítoris estaba rozando bien rico contra su verga. Se sentía muy sabroso.


Al escuchar eso, a Crispín se le inyectaron los ojos y la cara de sangre, aunque bien a bien no podría asegurarse si estaba lleno de furia o excitación.

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—Fue ahí cuando me quitó el brasier.


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—Y seguimos cachondeando así, bien rico, rozando nuestros sexos.


cornudo


—Me agarraba bien sabroso del culo.


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—Sentí su fuerza al cargarme de las nalgas.


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—Y cuando acomodó su verga, y me la metió por primera vez en esa posición de abrazo, o como él la nombró, de a cartón de chelas, uy qué rico. Eso me hizo acordarme de ti, cuando le ponías nombres bien cotorros a las posiciones que hacíamos para coger. ¿Te acuerdas?


cuernos


—Me levantaba totalmente del piso, en vilo, cargándome sólo de las nalgas. Es muy fuerte.


Este calificativo, por parte de su esposa al macho que se la había culeado, provocó molestia en Crispín al sentirse celoso.

matrimonio


—Para ese momento me tenía cómo quería. Me giró y yo me dejé hacer. Me puso de espaldas para metérmela desde detrás.


esposo


adultera


—Yo, sin pensármelo, le di las nalgas, pa’qué te lo niego, es que ya estaba muy, muy caliente. Bueno, tú ya lo viste en el video de seguro.

—¿Usó condón?


—No —admitió Enaida.


—¡Carajo! ¡¿Y si te embarazó?!


—La verda’ no pensé en eso. Pero no creo, eh. No se vino, además, no estaba en mis días para eso.


Crispín, sin poder aguantar más se fue encima de su esposa. Pero no como otro tipo de hombre hubiera hecho, no. No fue para agredirla, sino con intención de cogérsela. Lo narrado por su señora lo había puesto como cautín y tenía que penetrar a aquella mujer que era capaz de eso: de serle infiel; de contárselo con lujo de detalle; de ponerlo así de caliente.


Luego de coger como lo que eran, una pareja caliente y muy sexosa, ambos hablaron.


—¿Te lo hizo rico? —aún jadeante le preguntó


—Sí.


—¿Mejor que yo?


—No, nunca. Nadie puede hacérmelo mejor que tú, Crispín.


Sudorosos, amorosos, se besaron.


—¿Lo volverás a ver? ¿Piensas volver a...?


—¡Jamás! A ese hijo de puta no quiero ni verlo. Pinche traicionero, es un vil.


—Bueno, pero siempre hay otros.


—¡¿Qué?! ¿Quieres que te ponga los cuernos...? ¿Otra vez?


La sonrisa en la cara de Crispín contestó su pregunta.

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