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PDB 55 Primicia




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Compendio III


•¡Oh, dios! ¡Oh, dios! ¡Oh, dios! – escapaban las palabras de los labios de Isabella en un ritmo melodiosamente frenético a medida que la penetraba por detrás, con mis fuertes embestidas causándole ondas de placer a través de su cuerpo.

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Sus ojos se pusieron en blanco, mientras que su orgasmo iba llegando, cuya intensidad parecía sobrepasarla. Su apretado agujero ahora me recibe con mayor facilidad, puesto que de la misma manera que le dije la primera vez que le mandé mensajes por texto, se había vuelto una viciosa por el sexo anal.

La sujeté fuertemente de las caderas, con mis dedos escarbando su piel a medida que iba acercándome más y más al límite.

•¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahí! – gritó con una voz densa y apasionada.

El sentimiento era tan intenso, tan primitivo, que ella no podía resistir.

Le estaba dando con todo, metiendo mi pene completamente dentro de ella, estirándola de una manera que ningún hombre lo había hecho antes con ella.

•¡Empuja más duro! ¡Dios! ¡Más duro! – me imploraba, con su cuerpo sacudiéndose inquieto bajo de mí.

Podía darme cuenta de que se sentía extremadamente viva, consumida por nuestro deseo mutuo.
Respiré profundamente en su oído, gruñendo de gozo.

•¡Me voy a venir tan fuerte en tu culo! – le prometí, amenazante a medida que nuestra pasión alcanzaba el clímax.

Y fue entonces que, con unas cuantas poderosas embestidas, alcanzamos el orgasmo.

•¡Oh, dios! ¡Oh, dios! ¡Oh, dios! – gritó, con su cuerpo sacudiéndose con la fuerza de mi orgasmo.
Inyectaba mi semen caliente en su oquedad trasera y apretada de una manera increíble. El placer era tan intenso, que parecía casi doloroso. Pero ni a ella ni a mí nos importaba. Lo único que pensábamos en esos momentos era que no quería que terminara.

Permanecí apegado a ella, sus nalgas tibias, redondas y sensuales calentando mis testículos. Ella, en cambio, jadeaba sobre la cama, con el corazón acelerado al ritmo del mío.

•¡Fuiste muy brusco! – exclamó, con una voz cansina que me sorprendió.

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Se volteó a verme. Se veía bellísima. Sus cabellos negros y liso escondían sus hombros de una manera sensual, mientras que sus labios gruesos carmesí parecían sedientos por un beso.

Podía darme cuenta que haría cualquier cosa por mí, expresando sentimientos que sus labios no lograban conformar todavía.

•¿Fue bueno para ti? ¿Fui acaso la mejor? – me preguntó, con su respiración tibia, apegándose a mi pecho.

La besé en la frente y le sonreí.

-¿Por qué te importa? – le molesté, oliendo sus cabellos y familiarizándome con su aroma.

•¡Vamos! ¡No seas un chico malo! ¡Di mi mejor esfuerzo! – insistió protestando, haciendo un puchero que mostraba su inseguridad.

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Suspiré, mirándola con dulzura mientras la miraba a los ojos.

-¡Lo siento, pero no puedes ser la mejor! – le confesé, con una voz suave y comprensiva. – Ese es el lugar de mi esposa. Pero tú eres… buena.

Noté la decepción en sus ojos. A pesar de que sabe que tengo otras, ella esperaba ser la mejor para mí. Sin embargo, tras conocerme por varios meses, sabe que a pesar de todo, sigo teniendo principios.

•Pero… ¿Fui mejor que Emma? ¿Mejor que Aisha? – me preguntó con una tímida voz.

Me acerqué hacia ella, capturando sus labios en un tierno beso, lleno de pasión, tratando de hacerle sentir algo que nunca había experimentado algo. Trataba de decirle en mi beso no solamente “te amo”, pero era un beso definitivo que buscaba dejarle claro que la deseaba.

Finalmente, cuando me retiré, dejándola sobreseída por la sensación, busqué en sus ojos.

-¿Por qué te interesa? Sabes que eres la más hermosa…- le susurré.

Se veía tan tierna, luciendo avergonzada y sincera.

•¡Lo sé! – respondió, dejando salir parte de su orgullo. – Pero quiero hacerte sentir mejor que nadie más.

La estudié unos momentos, confundiéndola e intimidándola.

-Isabella, eres diferente. – logré finalmente decirle. – Eres especial.

En realidad, reconocí que nunca me había acostado con una mujer como ella. Para mí, es como un Lamborghini. Isabella es sensual y cautivante. Una mujer que usa ropa interior de seda de Victoria Secret y carteras de Louis Vitton. Es elegante. Tiene clase. Literalmente, una princesa.

Pero a pesar de que mis palabras parecían cliché, tuvieron algún efecto. Sabe que soy sincero y mis palabras la entusiasmaron. Claramente, no era lo que buscaba oír, pero sí la intrigaba.

•¿Cómo soy yo diferente? – preguntó con una voz temblorosa e insegura.

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-¡Eres salvaje! – le dije, acariciando sus cabellos con dulzura y lujuria. - ¡Eres como una tormenta, impredecible y consumidora!

El entusiasmo de Isabella la sobrecogió. No era la declaración de amor que buscaba, pero una pequeña victoria en su batalla secreta y cautivante.

•¡Quiero ser más que salvaje para ti! – me susurró, deslizando su mano agarrando mi pene con ansias.

Mi respiración se aceleró, a medida que ella me tocaba, mirándome como una gata jugando con su presa.

-¿Qué quieres ser? – pregunté con una voz compungida.

•Quiero ser la mujer que no puedas vivir sin. – exclamó empoderada, con una voz llena de determinación. – Quiero ser la que te hace sentir vivo.

Pero yo ya tengo una mujer que me hace sentir así, con la que estoy casado.

Aun así, no quería decepcionarla.

-Tendremos que esforzarnos mucho, entonces. – le respondí, con una voz lujuriosa.

Y diciéndole eso, la acosté en la cama, con mi pene introduciéndose en ella una vez más. Empezamos a hacer el amor en perfecta armonía, con nuestros corazones latiendo al mismo tiempo.

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La sensación del grosor de mi apéndice era reconfortante. Se afirmaba del marco de la cama, como ha ido acostumbrándose en esta habitación.

Y es que, aunque no me lo ha admitido, nuestra habitación de hotel, aunque no muy opulenta, se ha vuelto un santuario de pasión en sus ojos. Hablé con el administrador, reservando las 3 por separado (porque para Madeleine, Emma e Isabella uso habitaciones distintas y en días diferentes).

Pero cada crujido de la cama y cada gemido compartido se había vuelto una sinfonía habitual de nuestro ritual amoroso.

Isabella sabía que yo no la trataba como un trofeo, a diferencia de los otros hombres. A mí, me era indiferente sus ropas de diseñador o su clase social. Me gustaba Isabella simplemente por cómo es ella.

A medida que nos íbamos fusionando, besándonos apasionadamente, podía darme cuenta de que ella me empezó a recibir en su mundo. Cada una de mis embestidas era recibida con un leve gemido de dolor y placer. Poco a poco, la iba tocando en lugares que ella misma desconocía su existencia. Y a pesar de que yo era tan inferior a ella, Izzie seguía volviendo por mí más y más.

Mientras la embestía, sus ojos se dieron cuenta cómo los míos seguían el movimiento de sus generosos pechos, los cuales parecían rebotar con cada sacudida. Se veía como una diosa, como la mujer más deseable y suculenta en el mundo. Y podía darme cuenta que se estaba enamorando de mí.

Su primer orgasmo llegó de improviso, con su cuerpo contorsionándose mientras gritaba descontrolada.

•¡Marco! ¡Marco! ¡Oh, dios mío! – gritó desesperada.

No pasé mucho en acompañarla en el placer, con mi verga pulsando dentro suyo llenándola de leche. Permanecimos ahí, agotados y cansados, agitados por la emoción.

Nos volvimos a besar, compartiendo nuestra pasión y nuestros secretos a través de nuestros labios, prometiéndonos más encuentros.

•¡Te amo… la verga! – susurró de repente, con sus mejillas enrojeciendo.

(I love you… your cock.)

Parecía ser lo único que podía decir producto de la intensidad de sus emociones. Y curiosamente, le parecía más fácil admitir que amaba más mi pene que decirme que me amaba.

•¡Amo tu verga! – repitió, humillándose y confirmando mis sospechas.

(I love your cock!)

Le sonreí, tratando de no burlarme de ella.

-¡Te amo… las tetas! – le respondí, imitando su tono de voz.

(I love you… your tits!)

La mirada de Izzie se iluminó al instante, curvando sus labios en una sonrisa.

Pero aprovechando la situación, agregué.

-¡Amo tus enormes tetas! – le susurré, agarrando sus pechos entre los dedos, restregando mis dedos en sus sensibles pezones.

(I love your large tits!)

La sensación de mis ansiosas manos le dio otro golpe de placer, recorriendo todo su cuerpo, haciéndole gemir y estremecerse.

•¡Marco, por favor! – me suplicó, insegura de lo que ella misma quería.

Saboreé uno de sus pechos, atrapándolo y succionándolo levemente con mis labios, mientras que mis dientes mordisqueaban su piel sensible.

-¿Qué deseas, Isabella? – le pregunté, con una voz rasposa.

Y aunque estaba disfrutando de mis cuidados, logró sobreponerse.

•Estaba pensando… que deberíamos bañarnos… antes de buscar a nuestros hijos. – comentó entre suspiros.

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Le sonreí, asintiendo. Me puse de pie, ayudándola. Nos deslizamos en el baño con torpeza, besándonos con locura, con nuestros cuerpos pegajosos con sudor y semen. El agua fresca nos aliviaba, con el chorro de la ducha enfriando nuestra piel.

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Pero nuestros cuerpos no habían tenido suficiente. La empujé a la pared, como ella buscaba, con mi pene encontrando su entrada. Ella gemía a medida que la restregaba en contra de la pared.

Nos besábamos y abrazábamos con ansiedad. Mis besos eran demandantes, con mis dientes rozando su cuello mientras la hacía mía una vez más. Su orgasmo fue creciendo, con la presión incrementándose hasta el punto en que no lo pudo tolerar.

•¡Marco! ¡Oh, dios! – gritó, enterrándome las uñas en la espalda.

Continuamos comiéndonos la boca bajo la ducha. Proseguía penetrándola implacablemente. La penetraba por tercera vez consecutiva, apretándola sobre las refrescantes baldosas de la ducha. Isabella respiraba agitada, sintiéndose llena una vez más. Le volvía loca el hecho que apoyaba su cuerpo entero en torno a mi pelvis. Nuestros besos eran excepcionales. Agarraba sus pechos, causándole un enorme placer. Se sentía amada. Completa.

Nuestro amor era crudo, desenfrenado y absolutamente satisfactorio. Cada estocada le causaba ondas de placer que se extendían a través de todo su cuerpo, otorgándole un enorme orgasmo interminable que la hacía acabar más y más.

Mis besos puntualizaban sus suspiros y gemidos, con mis dientes mordisqueando levemente su piel, clamándola como mía. En esos momentos, se sentía satisfecha, como si hubiese encontrado la pieza faltante para su felicidad en su vida.

Nuestro amor era indomable, una bestia salvaje que parecía consumirnos. Cada estocada hacía que esas insaciables ondas la hacían sentir más viva en una vida llena de lujos y falta de cariño.

Nuestros besos se volvieron frenéticos, con nuestros cuerpos agolpándose descontroladamente dentro de la ducha. Besaba su cuello, sus pechos, dejando un trazo de besos húmedos por todo su cuerpo. Se sentía querida, adorada de una manera que nunca se había sentido con el incompetente de Victor.

Mis caderas embestían en ella con locura, sintiendo cómo mi orgasmo volvía una vez. Nos vinimos juntos, con nuestros cuerpos sacudiéndose con la fuerza de nuestra pasión.

Saliendo de la ducha, mis jugos todavía escapando entre sus piernas. Aun así, no podía despegar mis ojos de ella mientras se vestía.

•¿Qué? – me preguntó con una sonrisa cautivante.

-Nada. Estaba contemplando tu hermoso trasero. – me disculpé. – Isabella, tu trasero es simplemente una obra de arte.

Como era de esperarse, enrojeció en vergüenza.

•¡Eres un chico tan malo! ¡Mirando el culito de una mujer casada! – me reprendió, en ese tono tan sensual, parecido al de Marilyn Monroe.

Aun así, cuando se ponía su sensual calzoncito negro, levantó la cola, sabiendo que la miraba.

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-¡No puedo evitarlo! ¡Es el trasero más bonito que he visto! – insistí, haciendo que me diera un coqueto mohín.

Pero a ella, le gustaba el juego. A pesar de que sabía que estábamos jugando con fuego, se volteó a medio perfil, para darme una mejor vista.

•¡Pues entonces, sigue mirando! – me desafió.

-¡Me terminarás matando, Isabella! – le respondí, riendo.

•¡Y yo quiero que me mates con eso! – exclamó, señalando lo que reposaba entre mis piernas.

Pero una vez que nos vestimos y nos preparamos para abandonar la habitación, nos preocupamos de los últimos detalles de nuestras vestimentas, como si estuviésemos realmente casados. Una vez que nos aprobamos mutuamente, nos besamos una vez más y salimos del hotel.

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-¿Quieres manejar? – le pregunté, ofreciéndole las llaves de mi camioneta.

Sus ojos chispearon ansiosos, tomándolas de mis manos contenta.

Era sensual contemplar sus piernas y sus pechos, luego que ajustó el asiento y sus espejos, para luego encender el motor. Sonreía coqueta al ver que me la comía con los ojos.

El trayecto a la casa de Aisha fue tranquilo, con conversaciones casuales y miradas cómplices, con nuestra tensión regresando a niveles normales de amistad.

Al llegar a su casa, tanto Emma como Aisha nos esperaban afuera, sonrientes al tener clara idea de lo que había pasado entre nosotros, pero guardaron silencio, manteniendo la secrecía de su club.

Nuestros hijos salieron de la escuela, sonriendo felices. Cheryl me sonreía, esperándonos a mí y a Bastián.

Pero mis ojos siguieron a Lily, que muy feliz abrazó a su madre. Pude apreciar cómo la alzaba en sus brazos, apretándola con bastante cariño.

Isabella abrió los ojos y me miró contenta.

•¡Gracias! – alcanzó a musitar, antes de vernos a mi cachorro y a mí ingresar a la escuela una vez más.


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