Parte 2
La había visto un par de veces por el barrio, era piba (unos 22 años) sus ojos y pelo oscuros como la noche contrastaban con lo blanco y puro de su piel. Tenía dos tatuajes que adornaban su brazo y espalda. Siempre andaba a las corridas, esquivando miradas como si llevara la tormenta en los talones. No era de las que se quedaban mirando vidrieras, ni cuchicheando con las otrasen la cola del Rapipago.
Se llamaba Valentina, pero en el barrio todos la conocían porser "la hermana del transa". Se decía que tenía un hermano mayor, quese había comido un par de años cana por vender de lo que cultivaba, y que ahora se dedicaba a vender falopa.
Volvamos a la historia: Valentina. Había bajado hacía un rato con El Cuza, su hermano, un tipo con más músculos que cerebro y fama dehacer cumplir sus caprichos a los golpes. La tenía agarrada del brazo, como sifuera un perro con correa. Valentina apenas se movía, con un vestido rojo quele marcaba cada curva, como si estuviera hecha de fuego.
El Cuza, con su cara de pocos amigos y la mirada fija encualquier lugar menos en ella, me saludó con una sonrisa irónica. "Qué haces,Mati, disfrutando del agite?". Sabía que me estaba tanteando. La fama meprecedía. Le sonreí de vuelta, con un brillo de desafío en los ojos."Disfrutando, como vos, Cuza."
Valentina apenas me dirigió una mirada, rápida como unrelámpago, y la apartó, como si le diera vergüenza el roce de mi mirada. Megustaba eso. Las chicas que se dejaban llevar por el primer movimiento, no meinteresaban.
"A ella no le gusta la fiesta", dijo El Cuza, conuna voz que parecía un trueno seco.
"Yo sí que la disfruto, Cuza", repliqué, y le tiréuna sonrisa a Valentina que ella no pudo evitar. El Cuza me observó con recelo.Le gustaba el control, ese era su juego. Y yo iba a jugar con él.
"¿Te gusta el whisky, Valen?”, le pregunté, sin dejar de mirarla. Ella no respondió, pero me miró con esa mezcla de desconfianza y deseo que me tenía enganchado.
"Ella no toma", dijo El Cuza, con un tono de amenaza.
"Está bien", dije sin perder la calma. "Entonces te voy a traer un trago a vos, Cuza. ¿Qué te parece? El mejor que hay en la barra.
"El Cuza, demasiado confiado, tomó el vaso que le ofrecía. Unos minutos después lo vi con la mirada nublada y la boca torcida por lamezcla de alcohol y pastillas que le había servido, se había quedado dormido enun rincón del living. Su respiración ronca, interrumpida por jadeosirregulares, era música para mis oídos. La había drogado, no para hacerle daño,no para aprovecharme, sino para liberar a Valentina.
Ella se quedó ahí, con esa mirada que te ponía la piel de gallina, como si leyera tus pensamientos. "Mejor me voy", dijo,pero la voz le temblaba un poco. No era un "mejor me voy" cualquiera, era un "me tengo que ir", un "no me puedo quedar", como si tuviera que volver al redil.
Y a mí me apretaba el pecho, la idea de que se fuera me hacía sentir un hueco en el estómago. No quería dejarla ir.
"No te vayas todavía", le dije, casi en un susurro. "Recién empezó la joda." Se metió un poco más en el balcón,como buscando un poco de aire fresco en ese mar de gente que revoloteaba anuestro alrededor. Como si fuera un pajarito que se escapaba del encierro.
Me quedé callado, mirándola bailar con la música. La veía mover las caderas como un sauce bajo la brisa, y era como si la música lerecorriera el cuerpo, le hablara al alma. "A la música le gusta que labailen", le dije, con una sonrisa que se me escapó sin querer.
Valentina se sonrojó un poco, como si le hubiera dadovergüenza mi comentario. "Yo no sé bailar."
"Yo tampoco", le dije, con un guiño. "Peropodemos aprender juntos, ¿no?" Le extendí la mano, como si fuera uncaballero medieval ofreciendo su brazo a una dama. Ella la tomó, y sentí esapiel suave, calentita, que me hacía temblar por dentro.
Y ahí, sin decir nada, solo con la música de fondo, nosmovimos, un poco torpes, un poco despatarrados, pero con una alegría que senotaba en cada paso. La música nos envolvía como una manta, nos hacía sentircomo si solo estuviéramos nosotros dos, en el medio del quilombo, en un mundode humo y deseo.
El ambiente se puso denso, como un vapor que te envolvía, lamúsica vibraba en las paredes, y el olor a birra, a pucho, se mezclaba con eseperfume tan dulce que ella tenía. Sentí que la angustia que me había acompañadotoda la noche se iba, se esfumaba, como si ella, con solo estar ahí, me llenarade fuerza, me diera ganas de vivir, de sentir, de olvidarme de la oscuridad queme había perseguido durante tanto tiempo.
De pronto, Valentina paró de bailar, me miró con esa sonrisapícara que me ponía loco. "Vamos afuera", dijo, como un susurro quesolo yo pude escuchar. "Necesito aire fresco."
La seguí como un perro fiel, hasta el balcón. Valentina seapoyó en la baranda, con esa pose que te hacía poner nervioso, y sacó uncigarrillo de su cartera. Su cuerpo se dibujaba contra la baranda, y no pudeevitar mirar cómo su remera se tensaba en su espalda, marcando la curva de sushombros y levantando la cadera hizo que mis ojos se desviaran a su culo."Te gusta el porro?", preguntó con un guiño que te ponía los pelos depunta.
"No me disgusta", le respondí, con la gargantaseca, tratando de sonar casual. Ella sonrió, una sonrisa que te podía derretirel alma, y me ofreció el cigarrillo. Inhalé profundo, y nunca había visto a unamina fumar un porro con tanta sensualidad, como si fuera un ritual. Sus labiosrojos rodeaban la boquilla, sus ojos oscuros brillaban con una luz que no erade este mundo, y me sentí atrapado en su mirada.
"Lo mejor de la noche", dijo, soltando una nube dehumo que se fundía con el cielo oscuro. "La cultive yo, esta buena ¿viste?”.
"Sí son tuyas me encantan", respondí sin dudar."Solo fumo prensado yo." Agregué.
"Fumar me pone sensible", me dijo con una sonrisapícara. "¿A vos también te pasa?" me preguntó, con una mirada que tehacía sentir que estaba leyendo tu alma. La verdad es que nunca me había puestoa pensar en eso. Yo fumaba para olvidar, para evadirme, para dejar de pensar enlas cosas que me hacían mal. Pero ella, con esa mirada, me hizo dudar.
"No sé si sensible, pero te da otras ganas,¿viste?", respondí, sin poder evitar un guiño. Ella asintió, como siestuviera de acuerdo, y me miró de arriba abajo, con esos ojos oscuros que teatrapaban como una telaraña.
"Te gusta mi remera?", preguntó, con una sonrisaque me puso la piel de gallina. Su remera de los Redondos, se había levantadoun poco con el movimiento, dejando ver un poco de su panza. Y sobre su piel, untatuaje que se extendía hasta la base de su columna, me hacía imaginar cosasque no tenía que imaginar.
"Es un poco... fuerte", dije, con un tono quepretendía ser casual, pero que no podía ocultar la verdad. La verdad es que megustaba, me gustaba mucho, esa remera, esa panza, ese tatuaje. Y a ella legustaba que me gustara, eso estaba claro.
"A mí también me gusta", dijo, con una sonrisa quese transformaba en una mueca pícara. "Me gusta que los pibes se quedenmirando." Y me miró con una intensidad que me dejó sin aliento.
"Y vos, ¿qué te gusta?", le pregunté, con lagarganta seca, sin poder evitar que la voz me temblara un poco.
Ella se encogió de hombros, como si fuera una cosa sinimportancia. "No sé, no tengo mucho tiempo para pensar en esascosas." Pero sus ojos, esos ojos oscuros, me decían otra cosa. Me decíanque ella sí pensaba en esas cosas, que le gustaba pensar en esas cosas, y queme estaba invitando a entrar en su juego.
"Pero vos tenés tiempo ahora", le dije, con untono suave, casi suplicante. "Y yo también."
Valentina soltó una risita, como una campanita que se movíaentre sus labios, y se acercó a mí, tan cerca que pude sentir el calor de sucuerpo, el perfume que llevaba, la fuerza de su mirada.
"Tenés razón", dijo, con una sonrisa que me hizoperder la cabeza. "Y no tengo ganas de desperdiciarlo."
Y me dio una última mirada, como si estuviera revisándomepor dentro, antes de agregar: "Además, se está levantando frío, y no megusta que mis invitados se pongan a temblar de frío."
Su tono era tan casual, tan natural, que me costó un pocoprocesar la invitación. "A tu casa?", pregunté, casi sin podercreerlo.
"Sí, ¿qué te parece?", dijo, con un guiño que mehizo sentir que estaba jugando conmigo, que estaba jugando con fuego. Y yo, sinpensarlo dos veces, me dejé llevar.
"Me parece perfecto", respondí, con una sonrisaque se extendió de oreja a oreja. Y en ese momento, sentí que el mundo cambiabaa mi alrededor. La noche, que antes me había parecido oscura y llena depeligros, ahora se transformaba en un espacio de posibilidades, de sueños, dedeseos. Y Valentina, con esa sonrisa pícara, con esa mirada que te hacía sentirque estabas entrando en un mundo nuevo, me estaba llevando de la mano.
La había visto un par de veces por el barrio, era piba (unos 22 años) sus ojos y pelo oscuros como la noche contrastaban con lo blanco y puro de su piel. Tenía dos tatuajes que adornaban su brazo y espalda. Siempre andaba a las corridas, esquivando miradas como si llevara la tormenta en los talones. No era de las que se quedaban mirando vidrieras, ni cuchicheando con las otrasen la cola del Rapipago.
Se llamaba Valentina, pero en el barrio todos la conocían porser "la hermana del transa". Se decía que tenía un hermano mayor, quese había comido un par de años cana por vender de lo que cultivaba, y que ahora se dedicaba a vender falopa.
Volvamos a la historia: Valentina. Había bajado hacía un rato con El Cuza, su hermano, un tipo con más músculos que cerebro y fama dehacer cumplir sus caprichos a los golpes. La tenía agarrada del brazo, como sifuera un perro con correa. Valentina apenas se movía, con un vestido rojo quele marcaba cada curva, como si estuviera hecha de fuego.
El Cuza, con su cara de pocos amigos y la mirada fija encualquier lugar menos en ella, me saludó con una sonrisa irónica. "Qué haces,Mati, disfrutando del agite?". Sabía que me estaba tanteando. La fama meprecedía. Le sonreí de vuelta, con un brillo de desafío en los ojos."Disfrutando, como vos, Cuza."
Valentina apenas me dirigió una mirada, rápida como unrelámpago, y la apartó, como si le diera vergüenza el roce de mi mirada. Megustaba eso. Las chicas que se dejaban llevar por el primer movimiento, no meinteresaban.
"A ella no le gusta la fiesta", dijo El Cuza, conuna voz que parecía un trueno seco.
"Yo sí que la disfruto, Cuza", repliqué, y le tiréuna sonrisa a Valentina que ella no pudo evitar. El Cuza me observó con recelo.Le gustaba el control, ese era su juego. Y yo iba a jugar con él.
"¿Te gusta el whisky, Valen?”, le pregunté, sin dejar de mirarla. Ella no respondió, pero me miró con esa mezcla de desconfianza y deseo que me tenía enganchado.
"Ella no toma", dijo El Cuza, con un tono de amenaza.
"Está bien", dije sin perder la calma. "Entonces te voy a traer un trago a vos, Cuza. ¿Qué te parece? El mejor que hay en la barra.
"El Cuza, demasiado confiado, tomó el vaso que le ofrecía. Unos minutos después lo vi con la mirada nublada y la boca torcida por lamezcla de alcohol y pastillas que le había servido, se había quedado dormido enun rincón del living. Su respiración ronca, interrumpida por jadeosirregulares, era música para mis oídos. La había drogado, no para hacerle daño,no para aprovecharme, sino para liberar a Valentina.
Ella se quedó ahí, con esa mirada que te ponía la piel de gallina, como si leyera tus pensamientos. "Mejor me voy", dijo,pero la voz le temblaba un poco. No era un "mejor me voy" cualquiera, era un "me tengo que ir", un "no me puedo quedar", como si tuviera que volver al redil.
Y a mí me apretaba el pecho, la idea de que se fuera me hacía sentir un hueco en el estómago. No quería dejarla ir.
"No te vayas todavía", le dije, casi en un susurro. "Recién empezó la joda." Se metió un poco más en el balcón,como buscando un poco de aire fresco en ese mar de gente que revoloteaba anuestro alrededor. Como si fuera un pajarito que se escapaba del encierro.
Me quedé callado, mirándola bailar con la música. La veía mover las caderas como un sauce bajo la brisa, y era como si la música lerecorriera el cuerpo, le hablara al alma. "A la música le gusta que labailen", le dije, con una sonrisa que se me escapó sin querer.
Valentina se sonrojó un poco, como si le hubiera dadovergüenza mi comentario. "Yo no sé bailar."
"Yo tampoco", le dije, con un guiño. "Peropodemos aprender juntos, ¿no?" Le extendí la mano, como si fuera uncaballero medieval ofreciendo su brazo a una dama. Ella la tomó, y sentí esapiel suave, calentita, que me hacía temblar por dentro.
Y ahí, sin decir nada, solo con la música de fondo, nosmovimos, un poco torpes, un poco despatarrados, pero con una alegría que senotaba en cada paso. La música nos envolvía como una manta, nos hacía sentircomo si solo estuviéramos nosotros dos, en el medio del quilombo, en un mundode humo y deseo.
El ambiente se puso denso, como un vapor que te envolvía, lamúsica vibraba en las paredes, y el olor a birra, a pucho, se mezclaba con eseperfume tan dulce que ella tenía. Sentí que la angustia que me había acompañadotoda la noche se iba, se esfumaba, como si ella, con solo estar ahí, me llenarade fuerza, me diera ganas de vivir, de sentir, de olvidarme de la oscuridad queme había perseguido durante tanto tiempo.
De pronto, Valentina paró de bailar, me miró con esa sonrisapícara que me ponía loco. "Vamos afuera", dijo, como un susurro quesolo yo pude escuchar. "Necesito aire fresco."
La seguí como un perro fiel, hasta el balcón. Valentina seapoyó en la baranda, con esa pose que te hacía poner nervioso, y sacó uncigarrillo de su cartera. Su cuerpo se dibujaba contra la baranda, y no pudeevitar mirar cómo su remera se tensaba en su espalda, marcando la curva de sushombros y levantando la cadera hizo que mis ojos se desviaran a su culo."Te gusta el porro?", preguntó con un guiño que te ponía los pelos depunta.
"No me disgusta", le respondí, con la gargantaseca, tratando de sonar casual. Ella sonrió, una sonrisa que te podía derretirel alma, y me ofreció el cigarrillo. Inhalé profundo, y nunca había visto a unamina fumar un porro con tanta sensualidad, como si fuera un ritual. Sus labiosrojos rodeaban la boquilla, sus ojos oscuros brillaban con una luz que no erade este mundo, y me sentí atrapado en su mirada.
"Lo mejor de la noche", dijo, soltando una nube dehumo que se fundía con el cielo oscuro. "La cultive yo, esta buena ¿viste?”.
"Sí son tuyas me encantan", respondí sin dudar."Solo fumo prensado yo." Agregué.
"Fumar me pone sensible", me dijo con una sonrisapícara. "¿A vos también te pasa?" me preguntó, con una mirada que tehacía sentir que estaba leyendo tu alma. La verdad es que nunca me había puestoa pensar en eso. Yo fumaba para olvidar, para evadirme, para dejar de pensar enlas cosas que me hacían mal. Pero ella, con esa mirada, me hizo dudar.
"No sé si sensible, pero te da otras ganas,¿viste?", respondí, sin poder evitar un guiño. Ella asintió, como siestuviera de acuerdo, y me miró de arriba abajo, con esos ojos oscuros que teatrapaban como una telaraña.
"Te gusta mi remera?", preguntó, con una sonrisaque me puso la piel de gallina. Su remera de los Redondos, se había levantadoun poco con el movimiento, dejando ver un poco de su panza. Y sobre su piel, untatuaje que se extendía hasta la base de su columna, me hacía imaginar cosasque no tenía que imaginar.
"Es un poco... fuerte", dije, con un tono quepretendía ser casual, pero que no podía ocultar la verdad. La verdad es que megustaba, me gustaba mucho, esa remera, esa panza, ese tatuaje. Y a ella legustaba que me gustara, eso estaba claro.
"A mí también me gusta", dijo, con una sonrisa quese transformaba en una mueca pícara. "Me gusta que los pibes se quedenmirando." Y me miró con una intensidad que me dejó sin aliento.
"Y vos, ¿qué te gusta?", le pregunté, con lagarganta seca, sin poder evitar que la voz me temblara un poco.
Ella se encogió de hombros, como si fuera una cosa sinimportancia. "No sé, no tengo mucho tiempo para pensar en esascosas." Pero sus ojos, esos ojos oscuros, me decían otra cosa. Me decíanque ella sí pensaba en esas cosas, que le gustaba pensar en esas cosas, y queme estaba invitando a entrar en su juego.
"Pero vos tenés tiempo ahora", le dije, con untono suave, casi suplicante. "Y yo también."
Valentina soltó una risita, como una campanita que se movíaentre sus labios, y se acercó a mí, tan cerca que pude sentir el calor de sucuerpo, el perfume que llevaba, la fuerza de su mirada.
"Tenés razón", dijo, con una sonrisa que me hizoperder la cabeza. "Y no tengo ganas de desperdiciarlo."
Y me dio una última mirada, como si estuviera revisándomepor dentro, antes de agregar: "Además, se está levantando frío, y no megusta que mis invitados se pongan a temblar de frío."
Su tono era tan casual, tan natural, que me costó un pocoprocesar la invitación. "A tu casa?", pregunté, casi sin podercreerlo.
"Sí, ¿qué te parece?", dijo, con un guiño que mehizo sentir que estaba jugando conmigo, que estaba jugando con fuego. Y yo, sinpensarlo dos veces, me dejé llevar.
"Me parece perfecto", respondí, con una sonrisaque se extendió de oreja a oreja. Y en ese momento, sentí que el mundo cambiabaa mi alrededor. La noche, que antes me había parecido oscura y llena depeligros, ahora se transformaba en un espacio de posibilidades, de sueños, dedeseos. Y Valentina, con esa sonrisa pícara, con esa mirada que te hacía sentirque estabas entrando en un mundo nuevo, me estaba llevando de la mano.
2 comentarios - La vecinita del 2-B (parte-2)