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La vecinita del 2-B (parte-1)

El sol se colaba con violencia por la rendija de la persiana rota, esa que me juraba arreglar cada mañana, pero la resaca y la desidia siempre podían más. Otro viernes de mierda en el Fuerte Apache. Me levanté con el cuerpo más duro que garrote de preso, el colchón lleno de resortes clavándome en cada puto hueso. Veinte años y me sentía como si tuviera setenta.
Ma vieja me gritaba desde la cocina que me apure, que el mate se enfriaba, pero yo tenía la cabeza hecha un bombo y las tripas rugiendo por algo más fuerte que un reviente. Bajé al final, no fuera cosa que me tirara el agua fria de nuevo. Me clavé dos mates amargos mientras esquivaba la mirada de decepción de la vieja. Sabía que algo me traía entre manos, siempre lo sabe, pero nunca pregunta. Le dejé un beso en la cabeza antes de salir, una mezcla de culpa y cariño.
Las calles del barrio me escupían en la cara la misma realidad de siempre: pibes con la mirada perdida, perros flacos hurgando en la basura, la música a todo volumen tapando la miseria. Tenía un par de laburos que hacer, la guita no caía del cielo, y menos en este agujero.
Me encontré al Rata en la esquina, con esa cara de rata que tenía el hdp. Más nervioso que de costumbre. El robo al kiosco ese nos había dejado a los dos con el culo en la mano. Y el pibe ese… No, mejor no pensar en el pibe.
Después de escabiar unas birras calientes en lo de Don Julio, la cabeza me daba vueltas más que calesita de plaza. Necesitaba algo más fuerte para olvidar la cara del pibe, la cara de susto del Rata, mi propia cara reflejada en el charco de sangre.
Al pasar por la puerta del monoblock, la vi salir. La del dos B. Con ese shortcito negro que le marcaba ese hermoso culo y la remera de los redondos que tenia atada arriba del ombligo. Estaba más buena que nunca. Confieso que siempre tuve debilidad por las morochas con felquillo. Me la cruzaba en el pasillo y nos quedabamos mirando, a veces en la cola del almacén, pero nunca nada.
Veinte lucas por un polvo, me había dicho el Turco que le había ofrecido hacía un tiempo. Veinte lucas, ja. Como si la piba fuera una mercadería. Y yo que la quería ver revolcándose en mi cama, sudando, gritando mi nombre...
Mejor ni pensar en eso ahora. Esta noche tocaba escabio en lo del Tuerca, música fuerte, y porqueria. Tenía que borrar la película de terror que me pasaba por la cabeza.
El departamento del Tuerca era un quilombo hermoso. Música a todo trapo, humo de cigarrillo flotando en el aire como neblina tóxica, y una fauna de personajes dignos de una película de Tarantino. El Tuerca era un capo en eso de organizar fiestas clandestinas, siempre y cuando no le diera por ponerse en pedo y empezar a los tiros al aire.
El Rata ya estaba ahí, más pálido que de costumbre, con la mirada perdida en el fondo de un vaso de plástico. Evité cruzar mirada con él, no tenía ganas de escuchar sus reproches, sus miedos de principiante. Yo también tenía miedo, claro que sí, pero me lo tragaba con la birra tibia y el porro que me pasó el Pipa.
La música, un remix de cumbia villera y reggaeton viejo, me golpeaba el pecho como un martillazo. En la pista improvisada, parejas se restregaban con una mezcla de deseo y desesperación. Traté de concentrarme en el ritmo, estuve en el vaivén con unas chicas que bailaban cerca, pero la culpa, esa puta, me seguía como una sombra. De pronto, como una aparición divina en medio del infierno de humo y sudor, la vi. Valentina...

Dentro de poco la parte 2

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