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Si así como monta potro, monta la verga...

Sensacional de Hembras Calientes y Machos Cogelones #3

Si así como monta potro, monta la verga...


—Si así como monta potro, monta la verga... jija de su madre, yo sí me chingaba a la patrona —le decía Liborio a otro jornalero de nombre Dionisio, chanceando entre risotadas, sin ningún respeto ni miramiento mientras veía a la esposa de Don Justo, el dueño del rancho, cabalgando regia e imponente, haciendo rebotar esas tremendas nalgas y saltar esas deliciosas tetas amamantadoras de hembra lechera.

                                                                                                esposa


No sería el primero ni el último en decir algo así, sin embargo sí fue el más imprudente al decirlo sin prevenirse de quién podía escucharlo. De repente, el joven sintió una pesada mano en su hombro y se le arrugó el escroto. Y es que bien sabía que aquella Señora la cuidaban.


—Y enton’s, ¿qué pasó? —le cuestionó Felipe a Dionisio (testigo del incidente).


—Pu´s que el tal Nabor le acomodó un chingadazo al pendejo de Liborio, por andar de hocicón, y nos corrieron del rancho —le completó el chisme, Dionisio.


—¿Así que está muy buena la vieja esa?


—Sí, se llama María Luisa, ¡es un mujerononón! Tiene como veintitantos años. Es de buenas carnes, ¡tiene unas nalgotas y unas tetotas... uuufff! no chingues, está bien buena.


—Aaah... no te la restires pinche Dioni. Pero si Don Justo ya tiene sus años, además, ¿y su mujer? ¿Doña Dolores, qué pasó con ella? —le respondía el otro.


—La mandó a volar y se casó con ésta. Nada pendejo el Don ¿verda’? Está más jovencilla y sabrosa. De verda’ buena canijo. Te lo juro. Esta Señora está de muy buen ver. Y Don Justo la tiene como reina.


—¿Enton’s? ¿Por qué le pone el cuerno?


—Pos... no sé. Unos dicen que a esa huerca la sacó de un putero, y que por eso le regresan las ganas. Otros dicen que se la trajo de San Nicolás de los Palos, y por allá las hembras son bien entronas para hacer rechinar el catre, pero lo que yo creo es que el Don de todo la atiende menos de ahí.


Ambos rieron.


—No jodas, pinche Dioni. Pero dices que le cuidan la verija, ¿no?


—Sí, Don Justo le puso un vigilante, para que naiden le falte al respeto. El cabrón se llama Nabor. ¡Un pinche güerote de ojo azul, bien mamado y como de uno noventa de altura! ¡No chingues! Sí te pone en tu madre. Pero a la huerca le vale, eh. Se ve que es de sangre caliente y que necesita verga como respirar. Se las ingenia para escaparse del tal Nabor y cogerse a quien se le antoja. Dicen que... —y Dionisio le compartió los díceres que él mismo había escuchado en el rancho.


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cogida


A pesar del entusiasmo con el que Dionisio narraba aquellas anécdotas, Felipe se mostró escéptico.


—¡Ya párale Dioni, que no te creo nada! Viejotas así, nomás en el Libro Vaquero.


Felipe estaba de visita en el pueblo, pues eran las vacaciones universitarias, así que ayudaba en la tienda y mercería de sus padres.


No podía creer que una mujer con tales cualidades existiera por allí.


«Ah qué Dionisio, tiene mucha imaginación», se decía Felipe, ya estando a solas en su cuarto, mientras se desvestía para irse a dormir.


No obstante, más tarde, ya echado en la cama, vestido únicamente en calzoncillos, Felipe no se abstuvo de acariciarse el miembro recordando las historias contadas por su amigo. La Señora que describía debía estar re-buena. Y si de verdad era tan sexosa... ¡...jijo!


Días después, mientras Felipe barría el local, Dionisio se le presentó abruptamente.


—¡“Aí” anda! —gritó Dionisio.


—¿Quién? —le preguntó Felipe.


—La tal María Luisa. Vino de compras al pueblo. ¡Vente!


Felipe se dejó llevar por la curiosidad y siguió a su amigo.


La joven Señora en verdad que era bella. Las considerables curvas de sus generosas carnes se hacían notar empaquetadas por los vaqueros y la estrecha blusa que vestía. Sin embargo, Nabor también se hacía notar. El rudo guardián no permitía que los hombres se le quedaran viendo por durante mucho tiempo a su patrona.


Tomando con seriedad su trabajo, custodiaba a la esposa de su patrón como perro a su hueso. Era muy consciente de la evidente sensualidad que desprendía la hembra que acompañaba y, más aún, sabía bien que la Señora se dejaba llevar por sus ansias de mujer.


—¡¿Qué chingaos le ven?! —gritó Nabor, cuando un grupo de muchachos hicieron patente su interés en la mujer—. ¡Pinches chamacos pendejos! —terminó por decir.


Mientras Dionisio resintió con temor los gritos del tal Nabor, a Felipe ya se le había puesto tiesa la hombría al ver el sensual caminar de la señora. Movía las caderas de una forma que incitaban a los espermas contenidos en sus testículos.


«De veras que está rete buena», se dijo así mismo, y sin ser consciente de su acción llevó su mano hacia su propio bulto para apretujarlo dándole consuelo.


De pronto, Dionisio lo sacó de su ensoñación agitándolo del hombro.


—¡Güey, viene para acá! ¡Ya no la mires, que sino el mentado Nabor nos pone en la madre!


—No te agüites. A esa dama la atiendo como se merece.


—Bueno, luego te veo —dijo Dionisio y se alejó.


Segundos más tarde, mientras María Luisa veía unas pañoletas, Felipe se la quedó viendo repasándola de abajo a arriba con mucho deleite. Esto no pasó desapercibido por Nabor y...


—¡Qué tanto mira pinche chamaco! —dijo el rudo hombre, tomándolo de la camisa.


Y con fuerza lo aventó de espaldas contra un anaquel. El otro se quedó callado ante la afrenta, pues vio que aquél llevaba pistola al cinto, aunque no dejó de mirarlo con coraje.


—¡Oiga, ¿tiene más grandes?! —exclamó María Luisa.


Aquél se reacomodó la ropa y fue hacia ella. Nabor no dejó de mirarlo con una expresión de: “nomás le faltas al respeto y te parto la madre”.


—Mire, aquí tenemos otras pañoletas más grandes y de diversos colores —le decía muy sonriente Felipe a la dama, a la vez que sacaba de un cajón tales prendas.


Para la joven Señora no pasó desapercibido la influencia que sus sensuales carnes provocaban en aquel muchacho más joven que ella, y, a la vez, aquél le pareció simpático.


—Oye, tú no eres de por aquí, ¿verdad?


—Sí, sólo que estudio en la capital. ‘Orita estoy de visita, por vacaciones.


La mujer le sonrió.


—Ajá. Oye y me muestras esos calzoncillos que tienes allí abajo.


—Claro, en qué talla —respondió aquél.


—Pues.... mmm, como para un joven como tú —le respondió con tono coqueto.


Felipe le mostró algunos que colocó sobre el mostrador, delante de ella.


María Luisa tomó unos y los restiró, probando su elasticidad. Luego metió una de sus manos al interior, y con el dedo medio simuló un pequeño pene erecto que abultaba la prenda desde dentro.


Con sonrisa maliciosa dijo:


—Cómo ves, ¿así se te verían a ti?


—No pos... yo creo que los llenaría con más.


Aprovechando que Nabor estaba lo suficientemente retirado para no darse cuenta de su amena disertación, ambos se sonrieron en evidente complicidad.


Sin embargo, cuando el otro comenzó a aproximarse, la Señora no perdió más tiempo.


—Me cuadras muchacho. Mira, te espero en Rancho Alegre, ¿sabes dónde es?


—Claro.


—Te dejo una escalera por dentro, del lado del río. Si te puedes trepar la barda lo demás ya es fácil —y aprovechando los últimos instantes de privacidad dijo—. Después de las once de la noche; Nabor ya se acostó para entonces... no me falles.


Después se hizo la disimulada.


—Bien, pues envuélvamelos todos que me los llevo.


Felipe cerró temprano aquel día, pues se moría de ganas por llevar a cabo sus más naturales deseos: Culearse a una dama quien de por sí lo había invitado a copular.


Dionisio, preocupado, le aconsejó:


—No juegues con fuego Felipe. Ese Nabor es bien perro. Además si te descubre y Don Justo se entera... no ma... el cabrón es dueño del pueblo. Te puede mandar a matar sin correr ningún riesgo.


Felipe no se dejó intimidar, sin embargo, escuchó los rumores que Dionisio le comentó.


—Dicen que Nabor ya ha matado a por lo menos tres. Que a uno se lo echó en pleno acto.


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—Los descubrió en la cama de un cuarto, y que ahí mismo plomeó al vato. No te vaya a pasar lo mismo.


—Pos sea lo que sea, pero por montar a una potra así... bien vale la pena el riesgo —le respondió Felipe.


Pese a todo, como amigos son los amigos, Dioni no se le rajó y le ayudó a llevar una escalera para poder trepar el muro del rancho. El temeroso compañero se quedó afuera, mientras el otro se arrojaba a la aventura.


Ya en el interior del rancho, Felipe, con mucho cuidado, se aproximó a la casa principal. De todas las habitaciones, había una con la luz encendida, y allí una ventana estaba abierta. Corrió la cortina y la vio.


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—Uhmmm... qué rico te saben —dijo aquél, después de haberle catado los fluidos.


—Sí, pero no los desaproveches. Bájate al aguaje —le replicó con cachondez, la mujer de la que emanaba aquello. Y lo bajó para que éste bebiera directamente del manantial.

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Aferrado a las nalgas de la mujer, el jovencillo hundía su lengua en la raja tan profundo como su apéndice le permitía, pese a los cosquilleos que le provocaba el espeso vello femenino.


Buenota


La hembra a quien estaba a punto de penetrar detuvo la cópula y después de colocarse una bata, salió. Y es que se había oído el llanto de un bebé.


Tardó un rato que para él pareció una eternidad pero, al regresar:


—Disculpa, era mi niño. Pero ya no te preocupes, le di de comer y ya se durmió.


En aquel momento más de un pensamiento asaltó, eslabonadamente, la mente del joven:


«Tiene bebé /...aún lo amamanta /...tiene leche».


Y su atención se fijó en aquel par de tetas prometedoras de placer lácteo.


Un momento después el joven, ya totalmente encuerado, se avorazaba succionándole las tetas a la dama, sin impedimento de ésta, claro. Felipe mamó la leche que le había dejado aquel hijo de María Luisa, a quien no tenía el gusto de conocer pero de quien agradecía su existencia.


—Bendito sea tu niño —dijo Felipe entre sorbos.


María Luisa le sonrió mirándolo hacia abajo, y acariciándolo como si fuera su propio niño pequeño.


Luego de satisfacerse, pero aún jugando con los senos de la mujer que le brindaba cobijo en su regazo, Felipe preguntó:


—¿Y es hijo legítimo de Don Justo? —inquirió con cierta perversidad.


—Y a ti ¿qué más te da? —le respondió María Luisa.


—Bueno, sólo pregunto.


—Pues digamos que otro hombre le hizo el favor —respondió muy ladina.


—O te lo hizo a ti.


Y la mujer le dio un cachete juguetón, aunque con tono serio pronunció:


—De eso nada, Justo quería embarazarme, pero él no lo consiguió, así que...


—Así que tú le hiciste el favor de conseguírselo.


Ambos rieron.


—Bueno, tú ya te diste gusto, ¿y yo? Órale, voltéate para que nos mamemos nuestras cosas.


Cada cual puso su sexo en la cara del otro. Felipe le comió la jugosa pepa, mientras que María Luisa se tragaba el falo.


«¡Qué jugosa que está!», pensaba Felipe, mientras se daba gusto, no sólo con su acuosa raja, sino que manoseándole las nalgas.


Él la lamía como a una fruta fresca y ella le devoraba la verga con hábil maestría.


Minutos después, la sensual hembra que gobernaba la cópula, le indicó al joven:


—Ven acá, pon aquí tu verga, en el canalillo —decía María Luisa, al mismo tiempo que apretaba el surco entre sus tetas al apachurrarlas entre sí.


Felipe obedeció y así la dama le dio más placer con sus mamas.


—Uy, ya estás empezando a moquear. No te me vayas a venir aún —María Luisa le dijo.


Felipe hizo un gran esfuerzo por contener su venida.


No la había siquiera penetrado y ya se sentía en el edén. Si aquella finca se llamaba Rancho Alegre, en verdad no estaba errado tal nombre.


Cuando la mujer se puso en cuatro y se empinó de manera por demás cachonda, convocando a los espermas para que se prepararan, aquél se dispuso a penetrarla, pero...


—No me la metas aún... dame unos vergazos en las nalgas —ella demandó.


A una mujer así no se le podría negar nada, pues le había llevado casi al clímax sin la necesidad del contacto directo con sus genitales. Felipe obedeció.


—Sí —dijo él, y puso manos a la obra.


El trozo de carne tubular empezó a golpear las firmes posaderas femeninas.


—¡Más fuerte...! ¡Sí! —gritaba ella, evidenciando que aquello verdaderamente la encendía.


—¡Ouf! —exclamó él, haciendo su mejor esfuerzo para que su pedazo de carne tiesa fuera lo suficientemente contundente para cachetear los tremendos glóbulos de carne.


Cada golpe arrancaba alaridos de la propietaria de ese rancho. Los clamores lujuriosos llegaban más lejos de las paredes de esa habitación, pero ni se preocuparon por ello.


—Te estoy castigando por ser una mala esposa. Una mujer infiel.


—¡Así! ¡Así!¡ ¡Asííí...! ¡Castígame con los latigazos de tu vara! —María Luisa dijo, siguiéndole el juego.


Aquello era tan excitante para ambos que Felipe sintió que estaba a punto de la venida.


—Ya no aguanto, te la tengo que meter ya, o si no me voy a venir sin probar tu panocha con mi verga. ‘Ora sí. Ahí te voy potranca. ¡Que me castren sino te cojo como Dios manda! —dijo Felipe, muy confiado de lo que vendría.


Aquellos dos gajos de hermosa carne eran el umbral del placer perfecto, pues en medio de ellos se hallaba un asterisco café, que ya se imaginaba dilatar, luego de que se saciara con la raja que había debajo.


La punta de su glande estaba toda babosa por su líquido pre-seminal, y así hizo contacto con aquella abertura vertical. Ya se disponía a entrar en ella cuando...


La puerta de la habitación se abrió estrepitosamente y se hicieron terriblemente reales sus anteriores palabras: “estaba por ser castrado”; por lo menos eso parecía, pues vio a Nabor con cara de: “aquí te llevó la chingada”.


—¡’Ora sí te va a cargar el diablo, cabrón! —gritó Nabor, dirigiéndose a Felipe.


—¡No...! ¡No lo toques! Él no tiene la culpa —exclamó María Luisa, aún estando en cuatro.


El joven quedó mudo.


Nabor hizo oídos sordos y comenzó a golpearlo. Felipe se enrollo en una esquina. El hombretón lo pateó múltiples veces. La fantasía realizada se le estaba convirtiendo en terrible pesadilla al joven escaldado.


—¡Basta, basta, ya déjalo y mejor mira aquí!


Oyó gritar a sus espaldas, Nabor.


Al voltear, el rudo hombre pudo ver a la esposa de su patrón bien empinada sobre la cama, y abriéndose a sí misma los cachetes del trasero, a la vez que volteaba a verlo.


—En vez de gastar así tus energías mejor úsalas en mí. ¡¿O qué...?! ¿Me vas a decir que nunca me has deseado en todo el tiempo que me conoces? —le dijo María Luisa, al mismo tiempo que, completamente ofrecida, lo miraba dispuesta a entregársele.


—¡¿Eh...?! —musitó Nabor.


—Anda... ven y móntame —ofreció la Dama.


¿Y quién podría quedar indiferente ante aquel panorama y tal proposición?


Minutos más tarde, mientras el chico se recuperaba de los golpes recibidos, y aún estaba en el suelo, Nabor, ya sólo en calzoncillos, chupeteaba la raja de su patrona empinada.


—Mmmm... desde cuando quería chuparle la pepa —decía el bronco hombre, al mismo tiempo que se abrazaba al cabús de la Señora a quien cuidaba.


Las rudas pero vigorosas lamidas, además del fuerte estrujón que recibía por los brazos del musculoso hombre, avivaron la fogosidad de la hembra, poniéndole a tope el hervor de su sangre caliente.


—¡Ay cabrón!, nunca imaginé que fueras tan bueno pa’ esto —gritó la dama.


Felipe, sentado en el suelo, pudo atestiguar como el custodio de la Señora, se retiró el calzón y así expuso un tolete de notable grosor y no menos longitud.


María Luisa, quien seguía empinada, cual cabra mirando al precipicio, lo vio de reojo y...


—¡Válgame...! No creí que calzaras tan grande —dijo, con un tono algo divertido.


—¡Trágatelo! —exclamó rudamente el descortés macho, a la vez que se lo introducía de golpe.


La Señora así lo hizo, se lo tragó vaginalmente.


Ella dio un grito que llenó la habitación. Aquel hombrón no se conformó y con ambas manos hizo que ella se lo tragara hasta el tope.


—¡Cómetelo todo! —ordenó Nabor.


Prácticamente horadó a la Señora como si fuera un taladro, entrando y saliendo brusca y vertiginosamente.


Felipe atestiguó cómo el “pescuezo venoso” del temido Nabor se abría paso entre aquellos labios genitales, que él mismo había apetecido minutos antes.


—¡Eso...! ¡Lo quiero todo Nabor, lo quiero todo! ¡Síguemela metiendo, no pares!—gritaba la dueña de la finca, mientras era penetrada por el asalariado.


En cuanto aquél tocaba fondo, la Señora daba gritos de placer, o de dolor. Felipe no lo lograba discernir.


Nabor se subió a la cama y como si cabalgara a una yegua dejó caer todo su peso sobre su patrona a quien siguió taladrando con brío. Un brío que, quizás, el propio Felipe no hubiera podido suministrar. Las constituciones físicas y fuerzas eran muy diferentes.


El tosco macho sólo la dejó descansar cuando la cambió de posición. María Luisa quedó colocada encima de aquél.


Desde donde estaba, Felipe pudo así atestiguar el subir y bajar de esas preciosas nalgas que estuvieron a punto de recibir su semen. Fue en ese momento, viendo entrar y salir resbalosamente el vergazo del hocico vaginal de María Luisa, cuando el joven tomó consciencia.


«Bueno, ¿y yo que chingaos hago aquí?», reflexionó adolorido.


Felipe con dificultad se puso en pie y, después de tomar sus ropas, se fue.


En el exterior del rancho lo aguardaba Dionisio, su amigo fiel. Cuando cayeron las ropas de su contraparte, aquél se avivó y se levantó del suelo para volver a colocar la escalera. Felipe bajó vestido únicamente con sus calzoncillos.


—¡¿Y bien?! ¿Y qué tal? ¿Cómo estuvo? —le dijo Dionisio, muy intrigado.


El otro, sin decir palabra, se fue a un rincón, y entre la pared y un árbol comenzó a hacerse una desahogadora “chaqueta”, aunque aún emitiendo quejidos de dolor.


Mientras que su amigo lo veía desconcertado, sin lograr comprender aquel acto, el pobre Felipe hacía lo necesario para calmar su padecimiento. No sólo se había quedado adolorido tras ser golpeado, sino que también se había quedado dolido de sus huevos, ya que no se les había permitido escupir su tan acicateada simiente. El desdichado muchacho había sido calentado hasta el hervor, pero se había quedado sin descargar.

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