Las máquinas de costura no paraban su traquetear en esa factoría. Como las demás trabajadoras, Eulogia ejercía su labor rutinariamente. Sin embargo ella estaba preocupada, su amiga y comadre, Trinidad, no estaba en su área de trabajo. Había notado su ausencia luego de la hora de comida, pues no regresó como todas las demás. Pero lo peor era que, para ese momento, ya había empezado a correr el chisme, chisme que no tardó en llegar a sus oídos. Trinidad se había ido a comer con el Jefe de Personal, Alberto Sánchez Medina.
Así que Eulógia ya se hacía una idea de dónde estaba su comadre. «¡Chingada madre!, pero si bien que se lo advertí. ¡Carajo, pinche comadre!», pensó Eulogia para sus adentros.
Y es que hacía días ella le aconsejaba:
—Ten cuidado comadre, yo sé lo que te digo. Sánchez Medina te trae ganas. Eso se ve a leguas, y si no le pones un alto atente a las consecuencias. Cuando a él se le antoja una trabajadora se la chinga porque se la chinga.
—¿Pero cómo? ¿Por qué nadie lo ha denunciado?
—Uy comadre. Como es Jefe de Personal él se aprovecha. Muchas han preferido irse por miedo al escándalo. Tienes que ponerle un freno antes de que... bueno, antes de que te pase algo. Si supieras cómo les ha ido a las que han caído en sus manos, ni te cuento. Más que nada por el chismerío, y es que... eres casada, si estuvieras soltera, bueno..., pues allá tú, la cosa podría ser diferente. Muchas caen en sus redes porque les habla bonito, y creen que las hará su esposa, pero ni creas que él va en serio, eh. No es un príncipe azul como muchas creen. Él sólo busca hembra pa’ saciarse, ya luego ni las pela. Aquél es un verdadero verraco, nada más se las aprovecha y listo. ‘Ora que si a ti se te antoja y quieres darte el gusto pues... Tiene un buen puesto y no es feo. Te entendería que tú...
—Ay Eulogia, cómo crees que voy a estar interesada en él. No, no, no, no. Cómo crees. Ni se me pasaría por la cabeza algo así. Jamás, ¿me escuchas? ¡Jamás haría algo así! —le respondió Trinidad muy indignada.
—Bueno, pues te lo digo, haz algo. Lo mejor que puedes hacer es pedir tu cambio. Deberías irte pa’ la fábrica de Naucalpan. Allá estarías a salvo de ese cabrón. Hasta estarías más cerca de tu casa —le aconsejó Eulogia.
—Pero es que no es tan fácil. Para que me den el cambio hay que meter permuta, y luego ver si hay alguien de allá que se quiera venir pa’ cá. Está muy difícil.
—¡Pues haz algo comadre! Antes de que pase alguna cosa grave... ¡ay Trini, donde se enteré Casimiro! Donde se entere que aquél te está echando los perros se arma la de Dios Padre. Ya sabes cómo es tu marido, bien prontito que se encabrona por cualquier pendejada. Y... no se vaya a comprometer poniéndole una madriza a aquel desgraciado. Que la tiene bien merecida, que ni qué. Maldito sinvergüenza. Pero Casimiro puede perder el trabajo... o hasta pior, ¿qué tal si lo meten a la cárcel...? ¡...nomás por defenderte! —concluyó Eulogia.
Al oír las palabras de Eulogia, a Trini le vino a la mente su esposo. Su comadre tenía razón, si Casimiro la veía siendo “cortejada” por el Jefe de Personal de la fábrica poco le importaría el cargo de aquél y su propio trabajo. De seguro Casimiro se le iría directamente a los golpes a Alberto. Y quizás hasta a ella misma por dejarse.
Pero qué podía hacer para que aquel patán la dejara en paz. Si hacía tan sólo un par de días el mencionado le había expuesto sus intenciones físicamente. De sólo recordarlo se abochornaba. De hecho, ni a su comadre se lo había comentado por la vergüenza.
El Jefe de Personal había coincidido con ella en el estrecho pasillo que llevaba a los servicios. Ella salía del baño de damas y él se dirigía al de hombres.
Como otras ocasiones, al sólo verlo, Trinidad se sintió acalenturada. Se daba perfecta cuenta de que aquél algo quería con ella y eso la hacía sonrojarse, entre otras sensaciones. El hombre la estimulaba instintivamente de tal forma que le espoleaba las hormonas. Era como si su ser requiriera saciarse de una necesidad que sólo él pudiera aplacar.
Por su parte, Alberto Sánchez Medina, como cada vez que estaba ante una nueva “víctima”, exhibió una particular caballerosidad.
—Pase usted —le dijo en el tono más amable, brindándole indiscutiblemente el paso por el angosto pasaje.
Trinidad aceptó la cortesía y procedió a avanzar, no obstante, y pese a lo dicho, Alberto también avanzó tan rápido que fue inevitable que ambos cuerpos colisionaran en terrible encontrón. El hombre procuró colocarse de tal forma que su bulto se resguardó justo en medio de las nalgas de Trinidad, sacando lo mejor de la situación.
El tamaño y suavidad de las ancas femeninas se le hicieron sentir deliciosamente al hombre, mientras que a la mujer le fue patente la dureza y el grosor del pene de su atacador, quien hasta movió la pelvis como copulando, aunque había ropa de por medio.
La Señora quedó así en una situación comprometedora. Ella temía, más que él, que alguna compañera pasara por ahí descubriéndolos en tales circunstancias. Trinidad ni protestó ni reclamó, sólo pujó en reacción involuntaria y se desatrancó como pudo. Se alejó de ahí sin decir nada, como si no hubiera pasado. No se lo confió a nadie, ni en ese momento ni después. Y es que hubo otras ocasiones previas en las que Sánchez Medina le expresara corporalmente sus deseos de aparearse con ella, pero ese era el problema, Trinidad no pronunciaba queja alguna. Ni concedía ni se negaba, simplemente hacía como si no pasara nada. Ella nunca se quejó de las acciones de aquél, ni mucho menos se lo dijo a su esposo. No quería que, por soltarse de la lengua, Casimiro se viera metido en problemas. Pero quizás había algo más. Era como un placer culposo, pero Trini no tomaba consciencia de ello.
“No, ese hombre no me gusta. Además... ¡soy casada! ¡Por Dios!”, le decía a su comadre Eulogia, engañándose con sus propias palabras, porque en el fondo algo sentía por aquel hombre.
Trinidad se auto engañaba diciéndose que Alberto no llegaría a más, pese a que era evidente que aquél era uno de esos “vergas sueltas” que no se detienen si no los detienen. Alberto Sánchez Medina se cogía toda hembra que se dejara, esa era la verdad. Y aunque en el caso de Trini la cosa era más arriesgada, ya que su esposo laboraba en la misma empresa, eso a aquél no le importaba. Si se la quería coger se la iba a coger, aunque fuera frente a las narices del marido.
Por algo bien se lo había advertido Eulogia, “O te interesa y te sacias de él, cuidándote de que tu marido no se entere, o le pones un hasta aquí al cabrón y se lo dejas bien claro, sino vas a tener problemas”. Pero Trinidad no parecía ser coherente. Decía que no le interesaba, pero no hacía nada al respecto para evitarlo. Ni se alejaba de las intenciones de Sánchez Medina, ni las aceptaba abiertamente. Dejó que todo siguiera su curso. Trinidad hizo lo que las personas que no quieren cargar con la responsabilidad de vivir hacen: dejar todo a la voluntad de Dios. “Que sea lo que Diosito quiera”, solía decirse.
Y por eso pasó lo que pasó:
Trinidad fue despertando, recuperando la consciencia, y conforme abría los ojos pudo percibir movimiento. Trató de enfocar su vista hasta poder distinguir con claridad. Era Sánchez Medina. Lo tenía encima de ella, desnudo. Inmediatamente Trinidad miró hacia su zona baja, donde evidentemente algo pasaba, y lo que vio fue esto:
La cabezona punta de un glande abría los labios de su propia vagina (los cuales parecían los de una boca de niña que saboreara una ensalivada y gorda paleta). Si bien sólo patinaba juguetonamente, aquella cabezota amenazaba con metérsele en su intimidad en cualquier momento.
—No, Alberto. Estoy casada —rogó Trini a su atacante, que bien lo conocía. Hacía unos minutos tan solo le había dejado de decir “Don Alberto”, pues la había invitado a tutearlo durante la comida y...
Fue entonces que lo supo. De seguro algo le había puesto en la comida o en la bebida. ¡La había drogado!
Recordó así cómo había iniciado ese día.
—Ahí va ese pinche barbero de Sánchez Medina —expuso Casimiro, el esposo de Trinidad, expresando los sentimientos que el mentado Jefe de Personal le producía en las entrañas.
Alberto seguía los pasos del Patrón hacia su oficina mientras que Casimiro le estaba revisando la máquina de coser a su esposa. Se había estropeado y él era el técnico encargado del mantenimiento de dichos aparatos.
—Hasta parece que le encanta olerle los pedos al viejo; pinche lambiscón, siempre detrás del patrón —siguió comentando el esposo de Trini.
Ella vio a Alberto sin compartir los sentimientos de su marido.
—Ay, tú ni te metas. No te vaya escuchar y te busques un problema —comentó Trinidad.
—¿Y qué...? ¡¿Crees que le tengo miedo?! —le respondió en tono brusco Casimiro.
Por el tono de su voz, a Casimiro le pareció que su mujer defendía al otro hombre y aquello le molestó. «¿Por qué defiende a ese güey?», pensó.
Una vez estuvo reparada la máquina, Casimiro se fue dejando a su esposa Trinidad cumpliendo con su jornada laboral. Y, como era habitual, la mujer se enfocó en su labor.
Horas después:
—¿Qué tal Trinidad, cómo te va? —dijo la voz masculina sobre el hombro de la trabajadora.
Trini, sorprendida, volteó y vio a Alberto Sánchez Medina, el Jefe de Personal, justo detrás de ella. El hombre estaba allí plantado y aquella temió que los viera su marido. Miró a su alrededor en busca de Casimiro pero no lo halló.
Sánchez Medina continuó hablando. Su sola presencia producía reacciones químicas en el cuerpo de la mujer quien no lograba comprender aquello. Apenas si cayó en la cuenta de que su corazón palpitaba más rápido.
—Oye. Ya casi es hora de comer y me gustaría invitarte a un lugar que conozco. Es muy agradable.
—Ah... disculpe... Don Alberto, pero mi esposo y yo comemos juntos y... —inmediatamente objetó Trinidad.
—Sé que es así, pero hoy no estará para hacerlo. El patrón me dijo que lo necesitaban en Naucalpan y lo envié para allá. Es por eso que te invito a comer. Qué te parece si sólo por hoy nos acompañamos. Anda, no me desaires, es sólo una ocasión y nada más.
Trinidad, ingenuamente, no se imaginaba lo que Alberto traía en su cabeza al decir esas palabras. Y aún así no podría ser tan inocente como para no darse cuenta lo que aceptar una invitación así significaba. No obstante lo hizo.
Sánchez Medina la llevó a un restaurante ciertamente ostentoso. Trini, acostumbrada a comer en el humilde mercado al que iba con su marido, salió completamente de lo convencional. El lugar se veía de buen gusto; limpísimo, con bella decoración, y hasta tenía música en vivo. Los alimentos a la carta eran de considerable precio pero su acompañante le recalcó que no se preocupara por ello, él pagaría la cuenta.
Trinidad se sintió extraña allí. No sólo era por el lujo al que no estaba habituada, sino que se sentía estar siendo cortejada por un pretendiente que se esforzaba por complacerla. Su propio marido nunca la había llevado a un sitio así, ni siquiera cuando anduvieron de novios. Claro que no contaba con los recursos como para hacerlo de manera frecuente, pero... «De vez en cuando siquiera. Una vez al año, ya de perdis», pensó para sus adentros Trini.
La mujer degustó pescado y mariscos, mientras que él comió un corte de carne tipo argentino (preparando energías, seguramente, para el siguiente festín).
Sánchez Medina tuvo el buen tino de no molestarla a la hora de saborear los alimentos, y la única conversación que hubo entre plato y plato sirvió para que el Jefe de Personal conociera mejor a la “carne” que unos minutos después se iba a devorar.
—Así que tienes dos hijas.
—Sí, una en secundaria y otra en la primaria —respondió la señora.
—Ah, pues me gustaría un día conocerlas, deben ser tan bonitas como tú —le dijo él, halagándola.
Ella se sonrojó y Sánchez Medina sonrió confiado mientras que a Trini se le vino la sangre a las mejillas. Se sintió incómoda al ser adulada por un hombre que no fuera su esposo, aunque, a la vez, Alberto la hacía sentir especial con sus palabras. Realmente parecía interesado en ella. Después de toda una vida de casada, Trinidad volvía a sentirse una mujer atractiva, deseada, pretendida, y en su interior eso le agradaba.
Mientras continuaron comiendo y charlando, Trinidad estaba bien consciente de que estaba disfrutando aquello, mientras que su esposo estaba trabajando lejos de ahí.
Sánchez Medina, después de todo, no parecía tan desagradable como su marido creía, o tan aprovechado como su comadre opinaba. Es decir, más allá de su evidente atractivo de hombre, Alberto era alguien con quien le era grato estar.
Luego de la comida Trinidad salió del restaurante junto con Alberto. Ella se sentía muy bien, de hecho era como si su cuerpo se aligerara. Parecía que caminaba entre las nubes. Se sintió tan liviana, tan despreocupada como nunca antes. El hombre le brindó su brazo y ella se agarró pues en realidad necesitaba tal soporte. Se sentía como una pluma. Temía que si no se sujetaba de él sus pies perderían el piso. Aquella se dejó llevar a la fábrica apoyada en ese hombre, a pesar de que sus compañeras la vieran así y probablemente la criticaran. De seguro eso harían, o aún peor, bien le pudieran ir con el chisme al marido.
No obstante se dejó llevar por Alberto sin preocuparse de nada.
Como se sentía bastante somnolienta, antes de ir a su lugar de trabajo, fue a los sanitarios, con el fin de lavarse la cara y así obligarse a despabilarse.
Cuando levantó la cabeza y se miró en el espejo se sintió como en un sueño. Su propia imagen no la podía ver con claridad, se le nublaba la vista. Luego, suavemente, se desvaneció.
Al volver en sí, Trinidad se descubrió desnuda. La cabezona punta de un falo notablemente hinchado patinaba lúbricamente por la hendidura vertical de su sexo. ¡Amenazaba por entrar! ¡Y su sexo estaba... estaba depilado!
Trinidad nunca se había depilado de allí. ¡¿Qué había pasado?!
Ella nunca sabría lo que había ocurrido minutos antes, pero fue esto:
Aquel hombre, una vez la hubiese cargado del sanitario a aquella bodega, la tendió en un montículo de retazos de tela. Ya teniéndola así la desnudó. Luego de contemplarla le puso su mano sobre el vientre, saboreando la calidez que la mujer desprendía. Animado, presionó más su palma contra el cuerpo femenino al mismo tiempo que con la otra le introducía un dedo en la raja. Poco a poco la piel y el músculo que masajeaba se aflojaron respondiendo así a sus caricias.
Trini, inconscientemente, comenzó a reaccionar. Su bajo vientre se movió de forma espasmódica como en respuesta a la manipulación masculina.
Como a la vez la besaba desde detrás de la oreja, hasta bajarle por el cuello, Alberto la escuchó gemir. Él comenzó a frotar su miembro desnudo en una de las piernas de ella y éste se le puso duro, enderezándosele al máximo.
Literalmente se le hizo agua la boca, pero de su verga; ya deseaba hundirse en ella. Pero antes, sintiéndose dueño de la situación, Sánchez Medina se tomó el tiempo para rasurarla de ahí abajo, ya tenía todo listo (le gustaban las hembras afeitadas), quería sentirla recién rasurada y lavada; suave como la tersura de un bebé. Y así fue. Tras haberle quitado el excedente velludo, el jabón usado le había dejado un agradable olor a la zona púbica de la mujer que estaba por ser usada.
Aquél relamió la limpia abertura y ella sólo gimió. Luego la dedeó nuevamente, dilatando así la cada vez más jugosa gruta vaginal. Pero aún con eso no despertaba. Trinidad aún permanecía en el limbo. Alberto, entonces, hizo contacto sexo con sexo por primera vez con la Señora que estaba a su merced. Cuando él deslizaba juguetonamente la brillosa cabeza por aquellos labios fue cuando ella despertó.
El hombre sonrió para sí. Su plan había ido tan bien como quería. Bien sabía que, aquel mismo día, aquella hembra pese a ser casada y ser madre (cosa que le daba sabor al asunto), lo resguardaría en su intimidad. Él ya había hecho su trabajo, la había “cortejado”, y ahora era tiempo de disfrutar la cogida.
Echada sobre ese montón de retazos de tela (que era lo bastante mullido como para servir de cama) la mujer le pesaba aquella realidad. Tenía a Alberto Sánchez Medina, el Jefe de Personal, encima de ella, completamente desnudo, y a punto de penetrarla sexualmente. ¡Y por Dios, ella era una mujer casada! ¿Cómo había llegado hasta ese punto? ¡¿Cómo le explicaría a su esposo que le hubiese desaparecido su pelambre?! ¡Él inevitablemente se daría cuenta de eso! Ella misma se desconocía al mirarse esa zona en la que en ese momento el asta de carne de Alberto resbalaba lúbricamente, amenazando con ingresar a su cuerpo. Aquella hendidura se le abría de manera natural como deseosa de que aquel cuerpo se le introdujera.
— ¡No, no, no por favor Alberto, soy una mujer casada! —gritó la señora.
—Olvidaste la palabra clave. Debiste decir, soy una mujer “felizmente” casada —subrayó aquél—. Si lo hubieras dicho yo no haría esto —y entonces el hombre procedió.
En ese instante la mujer sintió el ingreso del invasor a su cuerpo. Era notablemente mayor que el de su marido. Aunque le era incómodo, su cuerpo en verdad lo deseaba, pues se abrió y adaptó al tamaño y espesor del ocupante con calidez y lubricación. Desnuda y pelada de ahí abajo, echada sobre aquel montículo de sobras de tela, Trinidad (fuere como fuere) estaba abriéndose a otro hombre. Uno que la deseaba más que su propio marido. Ella no se había sentido tan apetecida desde su adolescencia y por tanto su cuerpo, por propia natura, comenzó a muellear al ritmo de las embestidas que del macho recibía.
Mordiéndose los labios tuvo que admitir que lo disfrutaba así que “dio su brazo a torcer”.
Sánchez Medina la estaba penetrando con su tiesa y maciza carne, haciéndola gemir. Trinidad estaba consciente de que ella le ponía bien dura la verga, lo que la hizo sentir extrañamente excitada.
—¡Qué rico! ¡Qué rico! ¡Qué rico me lo haces Alberto...! Sigue, sigue —decía, entre gemidos de evidente placer.
Alberto le puso una mano sobre el vientre y presionó con intención de sentir su propio pene a través del abdomen femenino, y en efecto, lo sintió. El miembro entraba y salía, entraba y salía. Trinidad comenzó a reaccionar al tamaño y a los bríos de la arremetida. Su bajo vientre se movía de forma espasmódica, como en respuesta a la ocupación fálica.
Él la besaba y ella gemía.
La hendidura recibía y tragaba con gusto el gordo pescuezo fibroso. Sánchez Medina se abría paso sintiéndola casi tan estrecha como señorita, pese a que... «es madre de dos escuinclas», él recordaba. Trinidad bien sabía que Casimiro, su marido, no le daba con tal enjundia, ni la dilataba tanto. Él jamás podría hacerlo, no poseía ni la capacidad ni las intenciones de brindar aquel placer. El sólo pensarlo provocaba que sus fluidos de mujer brotaran sirviéndoles a ambos de lubricante necesario para la labor.
El brillo que podía verse a lo largo del fuste de Alberto, mientras entraba y salía, provenía de la propia Trinidad. Percibiendo la temperatura, movimiento y grosor del invasor, el cuerpo de Trini expulsaba aquellos jugos de forma espontanea, reaccionando de acuerdo al placer recibido. Su vibrante reacción a cada arremetida era como un estallido de éxtasis, parecía invitar a una fricción más constante y vigorosa. Ella lo tragaba abrazándolo contra las paredes de su túnel, y éste le quedaba tan estrecho al macho que parecía un ceñido guante hecho para su falo.
Trinidad también se abrazaba a Alberto con sus brazos, pues en ese momento lo amaba. Pero para Alberto aquel acto no era precisamente amoroso, así que sin pensar en su compañera de apareamiento, ni mucho menos consultarle, la volteó con brusquedad, como si de un juguete sexual se tratara, y la colocó en cuatro, mostrando su interés en cogérsela de a perro.
Pocos segundos más tarde ambos parecieron convertirse en máquinas de “coger”. Así como a unos cuantos metros las máquinas de coser no paraban en su movimiento productivo, así ellos se mantuvieron su vaivén sexual cogiendo y cogiendo en un continuo traqueteo de mete y saque rítmico, acelerado. Tan coordinado que parecían pareja de hace tiempo. Cada uno se ocupaba del movimiento que le correspondía, uno arremetía y la otra recibía; luego el macho lo sacaba respingando la cola para inmediatamente volver a meterla con velocidad. La ejecución se realizaba diestramente; restregándose uno contra el otro entre suspiros y jadeos; moviéndose constantemente; chocando sus vientres y meneando febrilmente sus caderas; siguiendo un compás marcado por sus anhelos. El de Alberto era disfrutar de la hembra sexualmente hasta saciarse; el de ella era amar y ser amada. Lo único en lo que en realidad coincidían era en el acto sexual, pues sus motivaciones eran muy distintas. Como fuere ambos se consumían en el fuego sexual del adulterio.
Cuando por fin llegó el tan anhelado orgasmo para Trini, la sudorosa mujer se encorvó y tiritó de placer. No obstante, su amante, quien la tenía bien sujeta de sus caderas, la siguió horadando sin siquiera pensar en brindarle una pausa. La merecida y necesaria para que ella pudiera saborear su venida. Pues él aún estaba lejos del clímax, así que no dejó de bombearla.
«Cómo aguanta», pensó ella, teniendo como única referencia previa a su esposo. A su lado Alberto lucía como un amante fogoso, insuperable.
Sánchez Medina la embestía con un frenesí que nunca le viera a Casimiro. Cada choque de pubis masculino contra trasero femenino demostraba a Trini que aquel hombre en verdad sentía algo por ella. Creyó que Alberto Sánchez Medina la amaba con una pasión desbordada, y que así se lo estaba demostrando. Sin embargo, lo que para la mujer era amor para el macho era puro ardor sexual, deseos de desahogarse.
Esto sería evidente para cualquiera que viera la cópula desde fuera. El hombre se puso en cuclillas y la entrada y salida del miembro masculino se volvió aún más violenta y bestial, pues caía sobre la dama con todo su peso y energía. Viendo a detalle la penetración bien parecería un férreo pistón entrando y saliendo en rápida fricción en la vagina de la mujer, no acostumbrada a tal trato. Esto llegó a serle doloroso.
—¡Aaaayyyy....! ¡Para, para! ¡Me lastimas! —gritó ella.
Pero el hombre no cesó. La cópula se había vuelto terriblemente violenta y, como remate de ello, Sánchez Medina usó sus manos para cachetearle varias veces las morenas nalgas a la señora que empalaba con su asta de carne.
Los terribles manotazos pronto rompieron vasos capilares que le confirieron un tono más oscuro a las (de por sí) prietas asentaderas de la dama. Aquellas mejillas nunca habían sido tratadas así.
Alberto colocó a la Señora boca abajo, con una de sus piernas estirada y la otra flexionada. Así siguió penetrándola a la vez que le amasaba las nalgas. Estas ya exponían el maltrato recibido.
Sin dar muestras de cansancio, aunque sí bañado en sudor, la colocó luego encima de él para que ella lo cabalgara.
La mujer, a pesar del trato recibido, hizo lo que estaba en su instinto de mujer. Sin necesidad de mayor instrucción meneó sus caderas automáticamente. Empotrada en el poste de carne, cual suripanta ejerciendo su oficio, batió su pelvis como si su vida dependiera de ello. Lo meneó con la mayor de las fuerzas. Terrible montada brindó aquella mujer casada a su improvisada yunta sexual.
Alberto, tomándola de las pantorrillas, deslizó las piernas de Trini hacia el frente haciendo que ella quedara en cuclillas. Era su turno de hacer sentadillas sexuales. La exhortó a que las hiciera sobre su vergazo.
Ella estaba cansada, pero a pesar de eso lo hizo. Sánchez Medina le ofreció sus manos como apoyo entrelazando sus dedos con los de ella. Esto Trini lo tomó como otro gesto amoroso que le brindaba seguridad para no caer. No obstante, aquél pronto le retiró tal sostén, pues usó sus manos para pellizcarle los oscuros pezones. De forma extraña, Trinidad sintió un doloroso placer. Sujetando tales remates de las tetas de la Señora, Alberto los meneó con tal fuerza que las dos mamas temblaron.
Para cuando aquél se le vino, disparándole su semilla dentro sin protección alguna (no se había preocupado por ponerse condón), la mujer vibraba; su sudor la recorría desde la cabeza hasta deslizarse por el surco de la espalda y llegarle al canalillo en medio de sus nalgas. Trinidad Gómez Hernández se sentía consumida de placer y consumada como mujer.
Se dejó caer sobre el hombre que la había poseído, y así ambos amantes se abrazaron; ella pensando que aquél la amaba, él satisfecho de haberse chingado a otra más, cuyo marido había alejado para lograr su objetivo.
Luego de una breve y merecida pausa, la antes recatada señora le mamó el miembro a su penetrador. Lo hizo a pedido de él, quien no se quedó pasivo ya que le metió dedo en el apretado anillo, un orificio que a la mujer le servía exclusivamente de salida de sus excrementos hasta ese momento, pero que, sin embargo, se convertiría en entrada para aquello que en ese momento ella mamaba; aunque Trinidad aún no lo sabía.
Conociendo de hembras, el Jefe de Personal ejerció un especial trato al área clitoral para que ella estuviese susceptible. Con dedicación y tiempo, logró poner en marcha la propia lujuria de la dama, a quien estaba dispuesto a empalar por el ano. Trinidad, por propia mano, siguió masturbándole.
Sin que ella lo advirtiera, el hombre tomó posición, colocándose detrás suyo. Trinidad supuso que simplemente le volvería a “hacer el amor” desde detrás. Alberto, sin embargo, manipuló su propio miembro hasta que éste estuvo sobre el asterisco bien cerrado de la dama a penetrar. Esto dio aviso a la mujer de que aquél pretendía...
—¡No, por ahí no! —gritó.
Trató de detener a su invasor empujándole el pubis con una mano, pero no pudo, fue inútil, Alberto era más fuerte y se abrió camino por el túnel estrecho. El miembro fálico expandió el oscuro canal cual embutido al ser llenado, alojándose ahí por unos segundos.
La mujer chilló como cochino, pero su atacante no dejó de asediarla. En cambio dio fuerte cachetada en una de las mejillas traseras. Alberto no la amaba, no le hacía el amor, sólo quería saciar su apetito sexual, pero ella aún no lo entendía.
Tras un momento, Sánchez Medina se puso en cuclillas e inició el bombeo; parecía como si estuviese haciendo un ejercicio físico, con la peculiaridad de estar conectado con la Señora vía fálica - anal. Su talega testicular daba constantes chasquidos al pegar incesantemente en el área íntima de la mujer.
Sánchez Medina la tomó de ambos brazos para cruzarlos tras su espalda, haciendo que ella cayera directamente sobre su cara en los retazos de tela, mientras la seguía penetrando analmente. Pese a intentarlo, Trinidad no podía zafarse.
El hombre siguió así por varios minutos. Las vigorosas sentadillas se ejercían con disciplina. La dama lo continuó recibiendo con evidente dolor por el ano.
Las otras trabajadoras de la fábrica, sus compañeras, estaban por concluir su jornada laboral. Algunas sabían lo que le estaba ocurriendo a Trini, no eran tontas. Al haberla visto anteriormente con el Jefe de Personal, era lo más obvio.
Eulogia también lo sabía y lo lamentaba. Lamentaba que no le hubiese hecho caso. Ahora se venía lo peor cuando Casimiro se enterase de que el Jefe de Personal se había chingado a su esposa en plena fábrica. Sus compañeras chismosas seguramente se lo harían saber, lo harían sólo por chingar, ni hablar, así son, bien las conocía.
Cuando llegó la hora de la salida, como una buena amiga, en vez de irse a su casa decidió esperar a Trinidad afuera de la fábrica. Rogaba porque Casimiro no llegara.
Pero los minutos pasaban y aquella no salía. Eulogia no sabía si esperarla aún o ya de plano irse. Hacía mucho que sus demás compañeras se habían marchado y ella todavía estaba ahí. Ya debería ir en camino a casa, tenía mucho que hacer: preparar comida; lavar ropa; atender a los niños, además... ¿qué necesidad de estar ahí perdiendo el tiempo? Pero Trinidad era su amiga después de todo. Se sentía responsable de verla salir con bien de allí pese a...
En fin, pese a lo que hubiese hecho. Corría un gran riesgo si su esposo llegaba y la descubría. Quería estar ahí para protegerla.
Los minutos le parecieron horas mientras aguardaba a su comadre hasta que ésta por fin salió.
Se le notaba exhausta, agotada, se diría que abatida.
—¡¿Qué pasó comadre?! —le inquirió preocupadísima Eulogia.
Pero Trinidad se quedó en silencio, no contestó y como una autómata caminó lentamente y con dificultad alejándose de la fábrica. Su comadre la siguió.
—No me digas que aquel maldito te violó.
Trini, sin voltear a verla, negó ligeramente con la cabeza.
—¡¿Entonces...?! —preguntó Eulogia tomándola del brazo para que ella la viera a los ojos.
Y tal cuestionamiento inició una ola de pensamientos en Trini. Todo aquello le parecía muy confuso. Ni ella misma sabía cómo explicarse lo ocurrido. ¡Quiso impedirlo!, ¿no? Por lo menos lo había intentado; le había dicho “no” más de una vez, le había expuesto que “era casada” aunque aquél bien lo sabía. Pero, por otra parte, llegado el momento no podría negar que lo disfrutó, y eso no podría ocultarlo ni para sí misma.
Y en ese instante Alberto, el Jefe de Personal, salió de la fábrica por el estacionamiento en su auto. Trinidad lo volteó a ver, Eulogia también, pero luego vio a su amiga. Observando cómo aquella lo miraba creyó comprenderlo todo.
—Ah... ya entiendo —dijo Eulogia.
Al oír aquello, en ese tono de voz desdeñoso, Trinidad se sintió ofendida. Miró a su amiga a los ojos. ¿Cómo podía creer Eulogia que fuese capaz de...? Es decir, ella amaba a su marido.
Pero, después de todo, eso es lo que había hecho.
—¿No que no comadre? —terminó por decir Eulogia, con cierto fastidio, pues estaba arrepentida de haberse mortificado tanto por aquella mujer.
Así que Eulógia ya se hacía una idea de dónde estaba su comadre. «¡Chingada madre!, pero si bien que se lo advertí. ¡Carajo, pinche comadre!», pensó Eulogia para sus adentros.
Y es que hacía días ella le aconsejaba:
—Ten cuidado comadre, yo sé lo que te digo. Sánchez Medina te trae ganas. Eso se ve a leguas, y si no le pones un alto atente a las consecuencias. Cuando a él se le antoja una trabajadora se la chinga porque se la chinga.
—¿Pero cómo? ¿Por qué nadie lo ha denunciado?
—Uy comadre. Como es Jefe de Personal él se aprovecha. Muchas han preferido irse por miedo al escándalo. Tienes que ponerle un freno antes de que... bueno, antes de que te pase algo. Si supieras cómo les ha ido a las que han caído en sus manos, ni te cuento. Más que nada por el chismerío, y es que... eres casada, si estuvieras soltera, bueno..., pues allá tú, la cosa podría ser diferente. Muchas caen en sus redes porque les habla bonito, y creen que las hará su esposa, pero ni creas que él va en serio, eh. No es un príncipe azul como muchas creen. Él sólo busca hembra pa’ saciarse, ya luego ni las pela. Aquél es un verdadero verraco, nada más se las aprovecha y listo. ‘Ora que si a ti se te antoja y quieres darte el gusto pues... Tiene un buen puesto y no es feo. Te entendería que tú...
—Ay Eulogia, cómo crees que voy a estar interesada en él. No, no, no, no. Cómo crees. Ni se me pasaría por la cabeza algo así. Jamás, ¿me escuchas? ¡Jamás haría algo así! —le respondió Trinidad muy indignada.
—Bueno, pues te lo digo, haz algo. Lo mejor que puedes hacer es pedir tu cambio. Deberías irte pa’ la fábrica de Naucalpan. Allá estarías a salvo de ese cabrón. Hasta estarías más cerca de tu casa —le aconsejó Eulogia.
—Pero es que no es tan fácil. Para que me den el cambio hay que meter permuta, y luego ver si hay alguien de allá que se quiera venir pa’ cá. Está muy difícil.
—¡Pues haz algo comadre! Antes de que pase alguna cosa grave... ¡ay Trini, donde se enteré Casimiro! Donde se entere que aquél te está echando los perros se arma la de Dios Padre. Ya sabes cómo es tu marido, bien prontito que se encabrona por cualquier pendejada. Y... no se vaya a comprometer poniéndole una madriza a aquel desgraciado. Que la tiene bien merecida, que ni qué. Maldito sinvergüenza. Pero Casimiro puede perder el trabajo... o hasta pior, ¿qué tal si lo meten a la cárcel...? ¡...nomás por defenderte! —concluyó Eulogia.
Al oír las palabras de Eulogia, a Trini le vino a la mente su esposo. Su comadre tenía razón, si Casimiro la veía siendo “cortejada” por el Jefe de Personal de la fábrica poco le importaría el cargo de aquél y su propio trabajo. De seguro Casimiro se le iría directamente a los golpes a Alberto. Y quizás hasta a ella misma por dejarse.
Pero qué podía hacer para que aquel patán la dejara en paz. Si hacía tan sólo un par de días el mencionado le había expuesto sus intenciones físicamente. De sólo recordarlo se abochornaba. De hecho, ni a su comadre se lo había comentado por la vergüenza.
El Jefe de Personal había coincidido con ella en el estrecho pasillo que llevaba a los servicios. Ella salía del baño de damas y él se dirigía al de hombres.
Como otras ocasiones, al sólo verlo, Trinidad se sintió acalenturada. Se daba perfecta cuenta de que aquél algo quería con ella y eso la hacía sonrojarse, entre otras sensaciones. El hombre la estimulaba instintivamente de tal forma que le espoleaba las hormonas. Era como si su ser requiriera saciarse de una necesidad que sólo él pudiera aplacar.
Por su parte, Alberto Sánchez Medina, como cada vez que estaba ante una nueva “víctima”, exhibió una particular caballerosidad.
—Pase usted —le dijo en el tono más amable, brindándole indiscutiblemente el paso por el angosto pasaje.
Trinidad aceptó la cortesía y procedió a avanzar, no obstante, y pese a lo dicho, Alberto también avanzó tan rápido que fue inevitable que ambos cuerpos colisionaran en terrible encontrón. El hombre procuró colocarse de tal forma que su bulto se resguardó justo en medio de las nalgas de Trinidad, sacando lo mejor de la situación.
El tamaño y suavidad de las ancas femeninas se le hicieron sentir deliciosamente al hombre, mientras que a la mujer le fue patente la dureza y el grosor del pene de su atacador, quien hasta movió la pelvis como copulando, aunque había ropa de por medio.
La Señora quedó así en una situación comprometedora. Ella temía, más que él, que alguna compañera pasara por ahí descubriéndolos en tales circunstancias. Trinidad ni protestó ni reclamó, sólo pujó en reacción involuntaria y se desatrancó como pudo. Se alejó de ahí sin decir nada, como si no hubiera pasado. No se lo confió a nadie, ni en ese momento ni después. Y es que hubo otras ocasiones previas en las que Sánchez Medina le expresara corporalmente sus deseos de aparearse con ella, pero ese era el problema, Trinidad no pronunciaba queja alguna. Ni concedía ni se negaba, simplemente hacía como si no pasara nada. Ella nunca se quejó de las acciones de aquél, ni mucho menos se lo dijo a su esposo. No quería que, por soltarse de la lengua, Casimiro se viera metido en problemas. Pero quizás había algo más. Era como un placer culposo, pero Trini no tomaba consciencia de ello.
“No, ese hombre no me gusta. Además... ¡soy casada! ¡Por Dios!”, le decía a su comadre Eulogia, engañándose con sus propias palabras, porque en el fondo algo sentía por aquel hombre.
Trinidad se auto engañaba diciéndose que Alberto no llegaría a más, pese a que era evidente que aquél era uno de esos “vergas sueltas” que no se detienen si no los detienen. Alberto Sánchez Medina se cogía toda hembra que se dejara, esa era la verdad. Y aunque en el caso de Trini la cosa era más arriesgada, ya que su esposo laboraba en la misma empresa, eso a aquél no le importaba. Si se la quería coger se la iba a coger, aunque fuera frente a las narices del marido.
Por algo bien se lo había advertido Eulogia, “O te interesa y te sacias de él, cuidándote de que tu marido no se entere, o le pones un hasta aquí al cabrón y se lo dejas bien claro, sino vas a tener problemas”. Pero Trinidad no parecía ser coherente. Decía que no le interesaba, pero no hacía nada al respecto para evitarlo. Ni se alejaba de las intenciones de Sánchez Medina, ni las aceptaba abiertamente. Dejó que todo siguiera su curso. Trinidad hizo lo que las personas que no quieren cargar con la responsabilidad de vivir hacen: dejar todo a la voluntad de Dios. “Que sea lo que Diosito quiera”, solía decirse.
Y por eso pasó lo que pasó:
Trinidad fue despertando, recuperando la consciencia, y conforme abría los ojos pudo percibir movimiento. Trató de enfocar su vista hasta poder distinguir con claridad. Era Sánchez Medina. Lo tenía encima de ella, desnudo. Inmediatamente Trinidad miró hacia su zona baja, donde evidentemente algo pasaba, y lo que vio fue esto:
La cabezona punta de un glande abría los labios de su propia vagina (los cuales parecían los de una boca de niña que saboreara una ensalivada y gorda paleta). Si bien sólo patinaba juguetonamente, aquella cabezota amenazaba con metérsele en su intimidad en cualquier momento.
—No, Alberto. Estoy casada —rogó Trini a su atacante, que bien lo conocía. Hacía unos minutos tan solo le había dejado de decir “Don Alberto”, pues la había invitado a tutearlo durante la comida y...
Fue entonces que lo supo. De seguro algo le había puesto en la comida o en la bebida. ¡La había drogado!
Recordó así cómo había iniciado ese día.
—Ahí va ese pinche barbero de Sánchez Medina —expuso Casimiro, el esposo de Trinidad, expresando los sentimientos que el mentado Jefe de Personal le producía en las entrañas.
Alberto seguía los pasos del Patrón hacia su oficina mientras que Casimiro le estaba revisando la máquina de coser a su esposa. Se había estropeado y él era el técnico encargado del mantenimiento de dichos aparatos.
—Hasta parece que le encanta olerle los pedos al viejo; pinche lambiscón, siempre detrás del patrón —siguió comentando el esposo de Trini.
Ella vio a Alberto sin compartir los sentimientos de su marido.
—Ay, tú ni te metas. No te vaya escuchar y te busques un problema —comentó Trinidad.
—¿Y qué...? ¡¿Crees que le tengo miedo?! —le respondió en tono brusco Casimiro.
Por el tono de su voz, a Casimiro le pareció que su mujer defendía al otro hombre y aquello le molestó. «¿Por qué defiende a ese güey?», pensó.
Una vez estuvo reparada la máquina, Casimiro se fue dejando a su esposa Trinidad cumpliendo con su jornada laboral. Y, como era habitual, la mujer se enfocó en su labor.
Horas después:
—¿Qué tal Trinidad, cómo te va? —dijo la voz masculina sobre el hombro de la trabajadora.
Trini, sorprendida, volteó y vio a Alberto Sánchez Medina, el Jefe de Personal, justo detrás de ella. El hombre estaba allí plantado y aquella temió que los viera su marido. Miró a su alrededor en busca de Casimiro pero no lo halló.
Sánchez Medina continuó hablando. Su sola presencia producía reacciones químicas en el cuerpo de la mujer quien no lograba comprender aquello. Apenas si cayó en la cuenta de que su corazón palpitaba más rápido.
—Oye. Ya casi es hora de comer y me gustaría invitarte a un lugar que conozco. Es muy agradable.
—Ah... disculpe... Don Alberto, pero mi esposo y yo comemos juntos y... —inmediatamente objetó Trinidad.
—Sé que es así, pero hoy no estará para hacerlo. El patrón me dijo que lo necesitaban en Naucalpan y lo envié para allá. Es por eso que te invito a comer. Qué te parece si sólo por hoy nos acompañamos. Anda, no me desaires, es sólo una ocasión y nada más.
Trinidad, ingenuamente, no se imaginaba lo que Alberto traía en su cabeza al decir esas palabras. Y aún así no podría ser tan inocente como para no darse cuenta lo que aceptar una invitación así significaba. No obstante lo hizo.
Sánchez Medina la llevó a un restaurante ciertamente ostentoso. Trini, acostumbrada a comer en el humilde mercado al que iba con su marido, salió completamente de lo convencional. El lugar se veía de buen gusto; limpísimo, con bella decoración, y hasta tenía música en vivo. Los alimentos a la carta eran de considerable precio pero su acompañante le recalcó que no se preocupara por ello, él pagaría la cuenta.
Trinidad se sintió extraña allí. No sólo era por el lujo al que no estaba habituada, sino que se sentía estar siendo cortejada por un pretendiente que se esforzaba por complacerla. Su propio marido nunca la había llevado a un sitio así, ni siquiera cuando anduvieron de novios. Claro que no contaba con los recursos como para hacerlo de manera frecuente, pero... «De vez en cuando siquiera. Una vez al año, ya de perdis», pensó para sus adentros Trini.
La mujer degustó pescado y mariscos, mientras que él comió un corte de carne tipo argentino (preparando energías, seguramente, para el siguiente festín).
Sánchez Medina tuvo el buen tino de no molestarla a la hora de saborear los alimentos, y la única conversación que hubo entre plato y plato sirvió para que el Jefe de Personal conociera mejor a la “carne” que unos minutos después se iba a devorar.
—Así que tienes dos hijas.
—Sí, una en secundaria y otra en la primaria —respondió la señora.
—Ah, pues me gustaría un día conocerlas, deben ser tan bonitas como tú —le dijo él, halagándola.
Ella se sonrojó y Sánchez Medina sonrió confiado mientras que a Trini se le vino la sangre a las mejillas. Se sintió incómoda al ser adulada por un hombre que no fuera su esposo, aunque, a la vez, Alberto la hacía sentir especial con sus palabras. Realmente parecía interesado en ella. Después de toda una vida de casada, Trinidad volvía a sentirse una mujer atractiva, deseada, pretendida, y en su interior eso le agradaba.
Mientras continuaron comiendo y charlando, Trinidad estaba bien consciente de que estaba disfrutando aquello, mientras que su esposo estaba trabajando lejos de ahí.
Sánchez Medina, después de todo, no parecía tan desagradable como su marido creía, o tan aprovechado como su comadre opinaba. Es decir, más allá de su evidente atractivo de hombre, Alberto era alguien con quien le era grato estar.
Luego de la comida Trinidad salió del restaurante junto con Alberto. Ella se sentía muy bien, de hecho era como si su cuerpo se aligerara. Parecía que caminaba entre las nubes. Se sintió tan liviana, tan despreocupada como nunca antes. El hombre le brindó su brazo y ella se agarró pues en realidad necesitaba tal soporte. Se sentía como una pluma. Temía que si no se sujetaba de él sus pies perderían el piso. Aquella se dejó llevar a la fábrica apoyada en ese hombre, a pesar de que sus compañeras la vieran así y probablemente la criticaran. De seguro eso harían, o aún peor, bien le pudieran ir con el chisme al marido.
No obstante se dejó llevar por Alberto sin preocuparse de nada.
Como se sentía bastante somnolienta, antes de ir a su lugar de trabajo, fue a los sanitarios, con el fin de lavarse la cara y así obligarse a despabilarse.
Cuando levantó la cabeza y se miró en el espejo se sintió como en un sueño. Su propia imagen no la podía ver con claridad, se le nublaba la vista. Luego, suavemente, se desvaneció.
Al volver en sí, Trinidad se descubrió desnuda. La cabezona punta de un falo notablemente hinchado patinaba lúbricamente por la hendidura vertical de su sexo. ¡Amenazaba por entrar! ¡Y su sexo estaba... estaba depilado!
Trinidad nunca se había depilado de allí. ¡¿Qué había pasado?!
Ella nunca sabría lo que había ocurrido minutos antes, pero fue esto:
Aquel hombre, una vez la hubiese cargado del sanitario a aquella bodega, la tendió en un montículo de retazos de tela. Ya teniéndola así la desnudó. Luego de contemplarla le puso su mano sobre el vientre, saboreando la calidez que la mujer desprendía. Animado, presionó más su palma contra el cuerpo femenino al mismo tiempo que con la otra le introducía un dedo en la raja. Poco a poco la piel y el músculo que masajeaba se aflojaron respondiendo así a sus caricias.
Trini, inconscientemente, comenzó a reaccionar. Su bajo vientre se movió de forma espasmódica como en respuesta a la manipulación masculina.
Como a la vez la besaba desde detrás de la oreja, hasta bajarle por el cuello, Alberto la escuchó gemir. Él comenzó a frotar su miembro desnudo en una de las piernas de ella y éste se le puso duro, enderezándosele al máximo.
Literalmente se le hizo agua la boca, pero de su verga; ya deseaba hundirse en ella. Pero antes, sintiéndose dueño de la situación, Sánchez Medina se tomó el tiempo para rasurarla de ahí abajo, ya tenía todo listo (le gustaban las hembras afeitadas), quería sentirla recién rasurada y lavada; suave como la tersura de un bebé. Y así fue. Tras haberle quitado el excedente velludo, el jabón usado le había dejado un agradable olor a la zona púbica de la mujer que estaba por ser usada.
Aquél relamió la limpia abertura y ella sólo gimió. Luego la dedeó nuevamente, dilatando así la cada vez más jugosa gruta vaginal. Pero aún con eso no despertaba. Trinidad aún permanecía en el limbo. Alberto, entonces, hizo contacto sexo con sexo por primera vez con la Señora que estaba a su merced. Cuando él deslizaba juguetonamente la brillosa cabeza por aquellos labios fue cuando ella despertó.
El hombre sonrió para sí. Su plan había ido tan bien como quería. Bien sabía que, aquel mismo día, aquella hembra pese a ser casada y ser madre (cosa que le daba sabor al asunto), lo resguardaría en su intimidad. Él ya había hecho su trabajo, la había “cortejado”, y ahora era tiempo de disfrutar la cogida.
Echada sobre ese montón de retazos de tela (que era lo bastante mullido como para servir de cama) la mujer le pesaba aquella realidad. Tenía a Alberto Sánchez Medina, el Jefe de Personal, encima de ella, completamente desnudo, y a punto de penetrarla sexualmente. ¡Y por Dios, ella era una mujer casada! ¿Cómo había llegado hasta ese punto? ¡¿Cómo le explicaría a su esposo que le hubiese desaparecido su pelambre?! ¡Él inevitablemente se daría cuenta de eso! Ella misma se desconocía al mirarse esa zona en la que en ese momento el asta de carne de Alberto resbalaba lúbricamente, amenazando con ingresar a su cuerpo. Aquella hendidura se le abría de manera natural como deseosa de que aquel cuerpo se le introdujera.
— ¡No, no, no por favor Alberto, soy una mujer casada! —gritó la señora.
—Olvidaste la palabra clave. Debiste decir, soy una mujer “felizmente” casada —subrayó aquél—. Si lo hubieras dicho yo no haría esto —y entonces el hombre procedió.
En ese instante la mujer sintió el ingreso del invasor a su cuerpo. Era notablemente mayor que el de su marido. Aunque le era incómodo, su cuerpo en verdad lo deseaba, pues se abrió y adaptó al tamaño y espesor del ocupante con calidez y lubricación. Desnuda y pelada de ahí abajo, echada sobre aquel montículo de sobras de tela, Trinidad (fuere como fuere) estaba abriéndose a otro hombre. Uno que la deseaba más que su propio marido. Ella no se había sentido tan apetecida desde su adolescencia y por tanto su cuerpo, por propia natura, comenzó a muellear al ritmo de las embestidas que del macho recibía.
Mordiéndose los labios tuvo que admitir que lo disfrutaba así que “dio su brazo a torcer”.
Sánchez Medina la estaba penetrando con su tiesa y maciza carne, haciéndola gemir. Trinidad estaba consciente de que ella le ponía bien dura la verga, lo que la hizo sentir extrañamente excitada.
—¡Qué rico! ¡Qué rico! ¡Qué rico me lo haces Alberto...! Sigue, sigue —decía, entre gemidos de evidente placer.
Alberto le puso una mano sobre el vientre y presionó con intención de sentir su propio pene a través del abdomen femenino, y en efecto, lo sintió. El miembro entraba y salía, entraba y salía. Trinidad comenzó a reaccionar al tamaño y a los bríos de la arremetida. Su bajo vientre se movía de forma espasmódica, como en respuesta a la ocupación fálica.
Él la besaba y ella gemía.
La hendidura recibía y tragaba con gusto el gordo pescuezo fibroso. Sánchez Medina se abría paso sintiéndola casi tan estrecha como señorita, pese a que... «es madre de dos escuinclas», él recordaba. Trinidad bien sabía que Casimiro, su marido, no le daba con tal enjundia, ni la dilataba tanto. Él jamás podría hacerlo, no poseía ni la capacidad ni las intenciones de brindar aquel placer. El sólo pensarlo provocaba que sus fluidos de mujer brotaran sirviéndoles a ambos de lubricante necesario para la labor.
El brillo que podía verse a lo largo del fuste de Alberto, mientras entraba y salía, provenía de la propia Trinidad. Percibiendo la temperatura, movimiento y grosor del invasor, el cuerpo de Trini expulsaba aquellos jugos de forma espontanea, reaccionando de acuerdo al placer recibido. Su vibrante reacción a cada arremetida era como un estallido de éxtasis, parecía invitar a una fricción más constante y vigorosa. Ella lo tragaba abrazándolo contra las paredes de su túnel, y éste le quedaba tan estrecho al macho que parecía un ceñido guante hecho para su falo.
Trinidad también se abrazaba a Alberto con sus brazos, pues en ese momento lo amaba. Pero para Alberto aquel acto no era precisamente amoroso, así que sin pensar en su compañera de apareamiento, ni mucho menos consultarle, la volteó con brusquedad, como si de un juguete sexual se tratara, y la colocó en cuatro, mostrando su interés en cogérsela de a perro.
Pocos segundos más tarde ambos parecieron convertirse en máquinas de “coger”. Así como a unos cuantos metros las máquinas de coser no paraban en su movimiento productivo, así ellos se mantuvieron su vaivén sexual cogiendo y cogiendo en un continuo traqueteo de mete y saque rítmico, acelerado. Tan coordinado que parecían pareja de hace tiempo. Cada uno se ocupaba del movimiento que le correspondía, uno arremetía y la otra recibía; luego el macho lo sacaba respingando la cola para inmediatamente volver a meterla con velocidad. La ejecución se realizaba diestramente; restregándose uno contra el otro entre suspiros y jadeos; moviéndose constantemente; chocando sus vientres y meneando febrilmente sus caderas; siguiendo un compás marcado por sus anhelos. El de Alberto era disfrutar de la hembra sexualmente hasta saciarse; el de ella era amar y ser amada. Lo único en lo que en realidad coincidían era en el acto sexual, pues sus motivaciones eran muy distintas. Como fuere ambos se consumían en el fuego sexual del adulterio.
Cuando por fin llegó el tan anhelado orgasmo para Trini, la sudorosa mujer se encorvó y tiritó de placer. No obstante, su amante, quien la tenía bien sujeta de sus caderas, la siguió horadando sin siquiera pensar en brindarle una pausa. La merecida y necesaria para que ella pudiera saborear su venida. Pues él aún estaba lejos del clímax, así que no dejó de bombearla.
«Cómo aguanta», pensó ella, teniendo como única referencia previa a su esposo. A su lado Alberto lucía como un amante fogoso, insuperable.
Sánchez Medina la embestía con un frenesí que nunca le viera a Casimiro. Cada choque de pubis masculino contra trasero femenino demostraba a Trini que aquel hombre en verdad sentía algo por ella. Creyó que Alberto Sánchez Medina la amaba con una pasión desbordada, y que así se lo estaba demostrando. Sin embargo, lo que para la mujer era amor para el macho era puro ardor sexual, deseos de desahogarse.
Esto sería evidente para cualquiera que viera la cópula desde fuera. El hombre se puso en cuclillas y la entrada y salida del miembro masculino se volvió aún más violenta y bestial, pues caía sobre la dama con todo su peso y energía. Viendo a detalle la penetración bien parecería un férreo pistón entrando y saliendo en rápida fricción en la vagina de la mujer, no acostumbrada a tal trato. Esto llegó a serle doloroso.
—¡Aaaayyyy....! ¡Para, para! ¡Me lastimas! —gritó ella.
Pero el hombre no cesó. La cópula se había vuelto terriblemente violenta y, como remate de ello, Sánchez Medina usó sus manos para cachetearle varias veces las morenas nalgas a la señora que empalaba con su asta de carne.
Los terribles manotazos pronto rompieron vasos capilares que le confirieron un tono más oscuro a las (de por sí) prietas asentaderas de la dama. Aquellas mejillas nunca habían sido tratadas así.
Alberto colocó a la Señora boca abajo, con una de sus piernas estirada y la otra flexionada. Así siguió penetrándola a la vez que le amasaba las nalgas. Estas ya exponían el maltrato recibido.
Sin dar muestras de cansancio, aunque sí bañado en sudor, la colocó luego encima de él para que ella lo cabalgara.
La mujer, a pesar del trato recibido, hizo lo que estaba en su instinto de mujer. Sin necesidad de mayor instrucción meneó sus caderas automáticamente. Empotrada en el poste de carne, cual suripanta ejerciendo su oficio, batió su pelvis como si su vida dependiera de ello. Lo meneó con la mayor de las fuerzas. Terrible montada brindó aquella mujer casada a su improvisada yunta sexual.
Alberto, tomándola de las pantorrillas, deslizó las piernas de Trini hacia el frente haciendo que ella quedara en cuclillas. Era su turno de hacer sentadillas sexuales. La exhortó a que las hiciera sobre su vergazo.
Ella estaba cansada, pero a pesar de eso lo hizo. Sánchez Medina le ofreció sus manos como apoyo entrelazando sus dedos con los de ella. Esto Trini lo tomó como otro gesto amoroso que le brindaba seguridad para no caer. No obstante, aquél pronto le retiró tal sostén, pues usó sus manos para pellizcarle los oscuros pezones. De forma extraña, Trinidad sintió un doloroso placer. Sujetando tales remates de las tetas de la Señora, Alberto los meneó con tal fuerza que las dos mamas temblaron.
Para cuando aquél se le vino, disparándole su semilla dentro sin protección alguna (no se había preocupado por ponerse condón), la mujer vibraba; su sudor la recorría desde la cabeza hasta deslizarse por el surco de la espalda y llegarle al canalillo en medio de sus nalgas. Trinidad Gómez Hernández se sentía consumida de placer y consumada como mujer.
Se dejó caer sobre el hombre que la había poseído, y así ambos amantes se abrazaron; ella pensando que aquél la amaba, él satisfecho de haberse chingado a otra más, cuyo marido había alejado para lograr su objetivo.
Luego de una breve y merecida pausa, la antes recatada señora le mamó el miembro a su penetrador. Lo hizo a pedido de él, quien no se quedó pasivo ya que le metió dedo en el apretado anillo, un orificio que a la mujer le servía exclusivamente de salida de sus excrementos hasta ese momento, pero que, sin embargo, se convertiría en entrada para aquello que en ese momento ella mamaba; aunque Trinidad aún no lo sabía.
Conociendo de hembras, el Jefe de Personal ejerció un especial trato al área clitoral para que ella estuviese susceptible. Con dedicación y tiempo, logró poner en marcha la propia lujuria de la dama, a quien estaba dispuesto a empalar por el ano. Trinidad, por propia mano, siguió masturbándole.
Sin que ella lo advirtiera, el hombre tomó posición, colocándose detrás suyo. Trinidad supuso que simplemente le volvería a “hacer el amor” desde detrás. Alberto, sin embargo, manipuló su propio miembro hasta que éste estuvo sobre el asterisco bien cerrado de la dama a penetrar. Esto dio aviso a la mujer de que aquél pretendía...
—¡No, por ahí no! —gritó.
Trató de detener a su invasor empujándole el pubis con una mano, pero no pudo, fue inútil, Alberto era más fuerte y se abrió camino por el túnel estrecho. El miembro fálico expandió el oscuro canal cual embutido al ser llenado, alojándose ahí por unos segundos.
La mujer chilló como cochino, pero su atacante no dejó de asediarla. En cambio dio fuerte cachetada en una de las mejillas traseras. Alberto no la amaba, no le hacía el amor, sólo quería saciar su apetito sexual, pero ella aún no lo entendía.
Tras un momento, Sánchez Medina se puso en cuclillas e inició el bombeo; parecía como si estuviese haciendo un ejercicio físico, con la peculiaridad de estar conectado con la Señora vía fálica - anal. Su talega testicular daba constantes chasquidos al pegar incesantemente en el área íntima de la mujer.
Sánchez Medina la tomó de ambos brazos para cruzarlos tras su espalda, haciendo que ella cayera directamente sobre su cara en los retazos de tela, mientras la seguía penetrando analmente. Pese a intentarlo, Trinidad no podía zafarse.
El hombre siguió así por varios minutos. Las vigorosas sentadillas se ejercían con disciplina. La dama lo continuó recibiendo con evidente dolor por el ano.
Las otras trabajadoras de la fábrica, sus compañeras, estaban por concluir su jornada laboral. Algunas sabían lo que le estaba ocurriendo a Trini, no eran tontas. Al haberla visto anteriormente con el Jefe de Personal, era lo más obvio.
Eulogia también lo sabía y lo lamentaba. Lamentaba que no le hubiese hecho caso. Ahora se venía lo peor cuando Casimiro se enterase de que el Jefe de Personal se había chingado a su esposa en plena fábrica. Sus compañeras chismosas seguramente se lo harían saber, lo harían sólo por chingar, ni hablar, así son, bien las conocía.
Cuando llegó la hora de la salida, como una buena amiga, en vez de irse a su casa decidió esperar a Trinidad afuera de la fábrica. Rogaba porque Casimiro no llegara.
Pero los minutos pasaban y aquella no salía. Eulogia no sabía si esperarla aún o ya de plano irse. Hacía mucho que sus demás compañeras se habían marchado y ella todavía estaba ahí. Ya debería ir en camino a casa, tenía mucho que hacer: preparar comida; lavar ropa; atender a los niños, además... ¿qué necesidad de estar ahí perdiendo el tiempo? Pero Trinidad era su amiga después de todo. Se sentía responsable de verla salir con bien de allí pese a...
En fin, pese a lo que hubiese hecho. Corría un gran riesgo si su esposo llegaba y la descubría. Quería estar ahí para protegerla.
Los minutos le parecieron horas mientras aguardaba a su comadre hasta que ésta por fin salió.
Se le notaba exhausta, agotada, se diría que abatida.
—¡¿Qué pasó comadre?! —le inquirió preocupadísima Eulogia.
Pero Trinidad se quedó en silencio, no contestó y como una autómata caminó lentamente y con dificultad alejándose de la fábrica. Su comadre la siguió.
—No me digas que aquel maldito te violó.
Trini, sin voltear a verla, negó ligeramente con la cabeza.
—¡¿Entonces...?! —preguntó Eulogia tomándola del brazo para que ella la viera a los ojos.
Y tal cuestionamiento inició una ola de pensamientos en Trini. Todo aquello le parecía muy confuso. Ni ella misma sabía cómo explicarse lo ocurrido. ¡Quiso impedirlo!, ¿no? Por lo menos lo había intentado; le había dicho “no” más de una vez, le había expuesto que “era casada” aunque aquél bien lo sabía. Pero, por otra parte, llegado el momento no podría negar que lo disfrutó, y eso no podría ocultarlo ni para sí misma.
Y en ese instante Alberto, el Jefe de Personal, salió de la fábrica por el estacionamiento en su auto. Trinidad lo volteó a ver, Eulogia también, pero luego vio a su amiga. Observando cómo aquella lo miraba creyó comprenderlo todo.
—Ah... ya entiendo —dijo Eulogia.
Al oír aquello, en ese tono de voz desdeñoso, Trinidad se sintió ofendida. Miró a su amiga a los ojos. ¿Cómo podía creer Eulogia que fuese capaz de...? Es decir, ella amaba a su marido.
Pero, después de todo, eso es lo que había hecho.
—¿No que no comadre? —terminó por decir Eulogia, con cierto fastidio, pues estaba arrepentida de haberse mortificado tanto por aquella mujer.
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