Llegué a la playa de Copacabana y la encontré llena de gente. El mar estaba crecido y eso reducía el espacio disponible. Coloqué mi kanga lejos de la costa, al lado de la barranca de bebidas y al costado de las canchas de vóley. Y entonces, lo vi.
Era alto, con piernas trabajadas, cintura pequeña y un pecho enorme. Cuando saltaba para golpear la pelota se le marcaban los abdominales. Era negro, tenía alrededor de treinta años y usaba zunga roja. Luego de mirarlo durante un buen rato me di cuenta, porque saludó a otro vestido igual que subió a la torre, que era un guardavidas de la playa.
Lo miraba correr, saltar, pegarle a la pelota de un lado y del otro de la cancha. En una de las jugadas, la pelota llegó al lado mío. La agarré y me levanté. En vez de tirarla hacia la cancha, caminé con ella en la mano y se la alcancé. Juro que mi intención era mirarlo a los ojos, sin embargo, creo que se dio cuenta que cuando bajé la vista para tomar la pelota y alcanzársela, le miré el paquete. Me sonrió.
Los escuchaba jugar y pude notar cuando el partido estaba por terminar. Entonces, me levanté y me fui con mis cosas al lado de la torre donde están los guardavidas. Al terminar el partido él pasó por ahí. Era mi oportunidad para, al menos, hablarle. Y lo hice.
-Tendrían que tener más cuidado con la pelota, casi me matan…
Me quedó mirando serio, iba a responderme y entonces sonreí.
-¡Es broma! No pasa nada, me gusto verte jugar.
Me devolvió la sonrisa y le pregunté lo obvio, si era guardavidas. Me dijo que sí, y que ese era su día de franco, por eso aprovechó para jugar con amigos. Y que al día siguiente ya le tocaba trabajar nuevamente. Después se disculpó y se fue.
Al día siguiente estuve nuevamente en la playa, pero esta vez, cerca del puesto de guardavidas. Casi no podía verlo ya que en Copacabana los puestos están en una construcción blanca, en planta baja los baños y en el primer piso recién el lugar de ellos. Sin embargo, sabía que tenían que salir a hacer recorrida varias veces al día, así que en algún momento lo cruzaría.
Cuando vi que había movimiento empecé a guardar mis cosas (entraban todas en un bolso) e hice como que ya me iba de la playa. Cuando salió lo crucé y lo saludé por su nombre, que le había preguntado el día anterior.
-¡Hola Paulo! ¿Cómo va todo? Acá medio aburrido, me estaba yendo a caminar. ¿Tu día de trabajo como viene?
Aproveché que me estaba respondiendo para caminar con él. Seguimos charlando y recorrimos toda la playa, desde el puesto 5 hasta la playa de Leme y volvimos. Lo que conversamos no era tan importante como lo que yo observaba que él hacía. Se la pasaba mirando a la gente. Pensé que era lo lógico, porque él debe cuidar que nadie se ahogue. Pero miraba también a las mujeres tomando sol en la playa, a las que estaban apenas entrando al mar. También miraba algunos chicos. Le pregunté que kiosko (son los bares que están sobre la rambla, antes de la playa) era el que tenía mejor movida para bailar cuando baje el sol y me recomendó uno donde él iría al atardecer. Ya tenía mi plan armado. El kiosko quedaba al lado del puesto de guardavidas.
Volví de casa duchado, con ropa nueva y con forros en los bolsillos. En el kiosko había empezado la música y se juntó un montón de gente a bailar, muchos de ellos recién llegados de la playa. Algunos en la rambla, otros descalzos del lado de la playa. Al rato lo encontré a Paulo, estaba con unos amigos. Lo saludé y me alejé. Bailé y tomé durante varias horas. Paulo bailaba con sus amigos, y a veces con algunas chicas que se acercaban. Una de ellas le perreó fuerte, apoyándolo, y se le notó la erección. Recién a eso de las dos de la mañana se terminó la fiesta. Yo no sabía como acercarme a Paulo. Hasta que empezó a juntar las sillas que estaban afuera y lo ayudé. Me dijo que esas sillas las guardaba en la casilla de los guardavidas, así que las fuimos llevando juntos y charlando. Cuando terminamos de llevar las últimas sillas, y él ya se había despedido de la gente del kiosko, fui con la charla que quería:
-¡Tremendo el perreo que te hizo la morena!
Se río y me dijo que si, que le había gustado.
-Se notó que te gustó -le dije-. Casi se te rompe la zunga.
-No, nada que ver -me respondió. Y le hice un gesto de no creerle.
-Seguro que te imaginaste cogiéndola -le dije.
-Es que… a ella ya me la cogí -me confesó-. Y me vinieron recuerdos.
-¿Coje rico? -le pregunté, solo para llevarlo al terreno de la excitación. No me respondió, pero se quedó con la mirada perdida, mientras la tela zunga se estiraba nuevamente.
-Parece que si -le dije mientras le miraba la entrepierna.
-¡Perdón! -dijo, y no lo dejé continuar.
-¡Para nada! Está perfecto recordar, fantasear, hay que disfrutar. Yo también estaba fantaseando recién… Me imaginaba como la cogías a ella, no sé por qué pero me imaginaba tu pija bien grande entrando en la conchita que ella te refregaba hace un rato. ¿En qué posición la cogiste?
Mientras él me respondía que la había cogido de parada, yo me fui acercando. Él se había empezado a tocar.
-¿La chupaba rico? -le pregunté, y mi mano empezaba a moverse cerca de la zunga, y a rozar casi sin querer el costado de su pija. Él ya no me respondía. Yo lo acariciaba con el revés de mi mano. El quitó la suya, como para dejarme a mí, y entonces la di vuelta y apoyé la palma de la mano en su pija. Empecé a recorrerla del principio hacia la punta, que apuntaba a un costado aún dentro de la zunga.
Yo estaba frente a él. Mi otra mano recorrió su espalda, desde la cintura diminuta hasta el cuello pasando por unos omoplatos enormes, negros y musculosos. Toqué sus pectorales mientras seguía masajeando su pija que ya no cabía dentro de la zunga roja. Hasta que él, como si se hubiera despertado, empezó a mover sus manos también.
Con la izquierda liberó su pija de la zunga, que se levantó como el mástil de un barco saliendo de una enorme ola, con la otra empezó a recorrer mi espalda y buscar mi cola. Yo ahora podía tocar su pija sin intermediarios y sentía el calor de la piel, la sangre corriendo en esas venas. El recorría mi espalda y al llegar a mi cola la estrujaba. Yo me fui poniendo nuevamente frente a él (me había ido corriendo hacia un costado mientras me tocaba la espalda y la cola), llevé mis manos a sus hombros y las fui bajando por sus pechos, por su cintura, y cuando llegué a la zunga empecé a agacharme para bajarla del todo. Quedé con la pija a la altura de mi cara. No podía dejar de mirarla. Era grande, de grosor parejo excepto en la cabeza. Era más negra que la piel de su cuerpo. Desde ahí busqué sus ojos y el prácticamente me lo pidió con su mirada. Empecé a besar la base de la pija, a recorrer con la lengua los alrededores. Con una mano tomé sus huevos y con la boca empecé a recorrer la base de su pija. Con lengüetazos, como si fuera un helado derritiéndose, subí poco a poco, recorriendo cada lado, no quería dejar un centímetro de piel sin recorrer, sin llenar de saliva. Cuando pasé la lengua por su glande aflojó las piernas y casi se cae. Temí lo que fuera a pasar cuando me metiera la cabeza en la boca, pero sin pensarlo lo hice. Gimió y me agarró la cabeza. Empecé a chuparlo con velocidad. No entraba toda en mi boca, pero trataba de cubrir lo más posible.
Me hizo poner de costado nuevamente y volvió a mi cola. Me dijo que me había mirado la cola antes. Metió su mano debajo de la bermuda y empezó a jugar con mi agujerito. Yo se la seguía chupando. Ya había crecido mucho, estaba muy dura y super humedecida por mi saliva. No se con qué movimiento me sacó la bermuda, y entones estaba todo dicho.
Me levanté y me apoyé en la pared dándole la espalda. Él se agachó, me separó los cachetes y escupió en mi cola. Luego empezó a pasar su lengua. ¡Qué sensación hermosa! Daba giros alrededor y luego intentaba ir hacia dentro lo más posible. Fue preparando la zona como un maestro. Hasta que sentí la ausencia de su aliento y una distancia por unos segundos. Luego, ya parado detrás de mí, empezó a rozar su pija en mi cola. La apoyaba en mi espalda y la bajaba hasta que zafaba y me golpeaba los huevos. Hacía el camino inverso y cada vez que pasaba por el agujero intentaba entrar un poco.
Después, me abrazó por detrás, empezó a acariciarme los pezones con una mano, mientras que con la otra ponía su pija justo en la entrada de mi culo. Y empezó el balanceo: hacia delante presionando mi agujero, hacia atrás, una y otra vez, hasta que entró la punta. Entonces gemí yo, y eso le dio bandera verde, porque empezó a moverse más rápido, y en cada movimiento entraba un poco más. Hasta que me la metió toda. Yo sentía su cuerpo golpear el mío con cada embestida. Se movía con ritmo constante, parecía las olas del mar. Y cada tanto, venía una ola enorme, que me empujaba contra la pared y me arrancaba un nuevo gemido.
Le pedí que se sentara en una de las pilas de sillas que habíamos traído. Entonces, después de meterme varias veces su pija en la boca otra vez, me senté en su pija dándole la espalda y empecé a llevar yo el ritmo de la travesía. Subía hasta ponerme de punta de pies y me dejaba caer enterrándome toda la pija dentro. Me movía hacia los costados, a babor y estribor, para sentirla recorriéndome por todo el interior. Le pedí que se sentara en el piso y otra vez lo enhebré, pero ahora de frente a él, así que podíamos mirarnos, acariciarnos los pechos, yo le tocaba los brazos, el me agarraba de la espalda mientras subía y bajaba.
Finalmente, me detuvo y me pidió que me pusiera en cuatro. Entendí que estaba llegando al límite. Detrás mío, entró con total facilidad y empezó a bombearme con ritmo frenético, hasta que sentí que bajaba la velocidad, como cuando uno quita el pie del acelerador y el auto sigue en movimiento, y comenzó a gemir. Inmediatamente, y en sincronía con sus movimientos rectos, espasmódicos, sentí el líquido llenarme por dentro, varias veces, como buscando dejarlo lo más profundo posible, con temblores al final, con una sensación de mareo que la sentía yo mismo, hasta que se recostó sobre mi y empezó a besarme la espalda.
Nos recostamos en el piso, uno al lado del otro, y yo empecé a pajearme. Me bastaba recordar todo lo que acababa de vivir para elevar la excitación. Con algo de temor busqué su mano y la llevé con la mía a mi pija. Seguí pajeándome con mi mano y la suya. Quité la mía y él siguió estimulándome.
-Era mentira -me dijo-. No me cogí a la morena. Lo que pensaba con los ojos cerrados era en cogerte a vos. Lo vengo pensando desde que ayer me miraste cuando me devolviste la pelota.
-Yo también fantaseaba lo mismo cuando vos me hablabas de la morena -le dije, mientras quitaba su mano y me pajeaba al ritmo que yo sabía que me haría acabar.
Era alto, con piernas trabajadas, cintura pequeña y un pecho enorme. Cuando saltaba para golpear la pelota se le marcaban los abdominales. Era negro, tenía alrededor de treinta años y usaba zunga roja. Luego de mirarlo durante un buen rato me di cuenta, porque saludó a otro vestido igual que subió a la torre, que era un guardavidas de la playa.
Lo miraba correr, saltar, pegarle a la pelota de un lado y del otro de la cancha. En una de las jugadas, la pelota llegó al lado mío. La agarré y me levanté. En vez de tirarla hacia la cancha, caminé con ella en la mano y se la alcancé. Juro que mi intención era mirarlo a los ojos, sin embargo, creo que se dio cuenta que cuando bajé la vista para tomar la pelota y alcanzársela, le miré el paquete. Me sonrió.
Los escuchaba jugar y pude notar cuando el partido estaba por terminar. Entonces, me levanté y me fui con mis cosas al lado de la torre donde están los guardavidas. Al terminar el partido él pasó por ahí. Era mi oportunidad para, al menos, hablarle. Y lo hice.
-Tendrían que tener más cuidado con la pelota, casi me matan…
Me quedó mirando serio, iba a responderme y entonces sonreí.
-¡Es broma! No pasa nada, me gusto verte jugar.
Me devolvió la sonrisa y le pregunté lo obvio, si era guardavidas. Me dijo que sí, y que ese era su día de franco, por eso aprovechó para jugar con amigos. Y que al día siguiente ya le tocaba trabajar nuevamente. Después se disculpó y se fue.
Al día siguiente estuve nuevamente en la playa, pero esta vez, cerca del puesto de guardavidas. Casi no podía verlo ya que en Copacabana los puestos están en una construcción blanca, en planta baja los baños y en el primer piso recién el lugar de ellos. Sin embargo, sabía que tenían que salir a hacer recorrida varias veces al día, así que en algún momento lo cruzaría.
Cuando vi que había movimiento empecé a guardar mis cosas (entraban todas en un bolso) e hice como que ya me iba de la playa. Cuando salió lo crucé y lo saludé por su nombre, que le había preguntado el día anterior.
-¡Hola Paulo! ¿Cómo va todo? Acá medio aburrido, me estaba yendo a caminar. ¿Tu día de trabajo como viene?
Aproveché que me estaba respondiendo para caminar con él. Seguimos charlando y recorrimos toda la playa, desde el puesto 5 hasta la playa de Leme y volvimos. Lo que conversamos no era tan importante como lo que yo observaba que él hacía. Se la pasaba mirando a la gente. Pensé que era lo lógico, porque él debe cuidar que nadie se ahogue. Pero miraba también a las mujeres tomando sol en la playa, a las que estaban apenas entrando al mar. También miraba algunos chicos. Le pregunté que kiosko (son los bares que están sobre la rambla, antes de la playa) era el que tenía mejor movida para bailar cuando baje el sol y me recomendó uno donde él iría al atardecer. Ya tenía mi plan armado. El kiosko quedaba al lado del puesto de guardavidas.
Volví de casa duchado, con ropa nueva y con forros en los bolsillos. En el kiosko había empezado la música y se juntó un montón de gente a bailar, muchos de ellos recién llegados de la playa. Algunos en la rambla, otros descalzos del lado de la playa. Al rato lo encontré a Paulo, estaba con unos amigos. Lo saludé y me alejé. Bailé y tomé durante varias horas. Paulo bailaba con sus amigos, y a veces con algunas chicas que se acercaban. Una de ellas le perreó fuerte, apoyándolo, y se le notó la erección. Recién a eso de las dos de la mañana se terminó la fiesta. Yo no sabía como acercarme a Paulo. Hasta que empezó a juntar las sillas que estaban afuera y lo ayudé. Me dijo que esas sillas las guardaba en la casilla de los guardavidas, así que las fuimos llevando juntos y charlando. Cuando terminamos de llevar las últimas sillas, y él ya se había despedido de la gente del kiosko, fui con la charla que quería:
-¡Tremendo el perreo que te hizo la morena!
Se río y me dijo que si, que le había gustado.
-Se notó que te gustó -le dije-. Casi se te rompe la zunga.
-No, nada que ver -me respondió. Y le hice un gesto de no creerle.
-Seguro que te imaginaste cogiéndola -le dije.
-Es que… a ella ya me la cogí -me confesó-. Y me vinieron recuerdos.
-¿Coje rico? -le pregunté, solo para llevarlo al terreno de la excitación. No me respondió, pero se quedó con la mirada perdida, mientras la tela zunga se estiraba nuevamente.
-Parece que si -le dije mientras le miraba la entrepierna.
-¡Perdón! -dijo, y no lo dejé continuar.
-¡Para nada! Está perfecto recordar, fantasear, hay que disfrutar. Yo también estaba fantaseando recién… Me imaginaba como la cogías a ella, no sé por qué pero me imaginaba tu pija bien grande entrando en la conchita que ella te refregaba hace un rato. ¿En qué posición la cogiste?
Mientras él me respondía que la había cogido de parada, yo me fui acercando. Él se había empezado a tocar.
-¿La chupaba rico? -le pregunté, y mi mano empezaba a moverse cerca de la zunga, y a rozar casi sin querer el costado de su pija. Él ya no me respondía. Yo lo acariciaba con el revés de mi mano. El quitó la suya, como para dejarme a mí, y entonces la di vuelta y apoyé la palma de la mano en su pija. Empecé a recorrerla del principio hacia la punta, que apuntaba a un costado aún dentro de la zunga.
Yo estaba frente a él. Mi otra mano recorrió su espalda, desde la cintura diminuta hasta el cuello pasando por unos omoplatos enormes, negros y musculosos. Toqué sus pectorales mientras seguía masajeando su pija que ya no cabía dentro de la zunga roja. Hasta que él, como si se hubiera despertado, empezó a mover sus manos también.
Con la izquierda liberó su pija de la zunga, que se levantó como el mástil de un barco saliendo de una enorme ola, con la otra empezó a recorrer mi espalda y buscar mi cola. Yo ahora podía tocar su pija sin intermediarios y sentía el calor de la piel, la sangre corriendo en esas venas. El recorría mi espalda y al llegar a mi cola la estrujaba. Yo me fui poniendo nuevamente frente a él (me había ido corriendo hacia un costado mientras me tocaba la espalda y la cola), llevé mis manos a sus hombros y las fui bajando por sus pechos, por su cintura, y cuando llegué a la zunga empecé a agacharme para bajarla del todo. Quedé con la pija a la altura de mi cara. No podía dejar de mirarla. Era grande, de grosor parejo excepto en la cabeza. Era más negra que la piel de su cuerpo. Desde ahí busqué sus ojos y el prácticamente me lo pidió con su mirada. Empecé a besar la base de la pija, a recorrer con la lengua los alrededores. Con una mano tomé sus huevos y con la boca empecé a recorrer la base de su pija. Con lengüetazos, como si fuera un helado derritiéndose, subí poco a poco, recorriendo cada lado, no quería dejar un centímetro de piel sin recorrer, sin llenar de saliva. Cuando pasé la lengua por su glande aflojó las piernas y casi se cae. Temí lo que fuera a pasar cuando me metiera la cabeza en la boca, pero sin pensarlo lo hice. Gimió y me agarró la cabeza. Empecé a chuparlo con velocidad. No entraba toda en mi boca, pero trataba de cubrir lo más posible.
Me hizo poner de costado nuevamente y volvió a mi cola. Me dijo que me había mirado la cola antes. Metió su mano debajo de la bermuda y empezó a jugar con mi agujerito. Yo se la seguía chupando. Ya había crecido mucho, estaba muy dura y super humedecida por mi saliva. No se con qué movimiento me sacó la bermuda, y entones estaba todo dicho.
Me levanté y me apoyé en la pared dándole la espalda. Él se agachó, me separó los cachetes y escupió en mi cola. Luego empezó a pasar su lengua. ¡Qué sensación hermosa! Daba giros alrededor y luego intentaba ir hacia dentro lo más posible. Fue preparando la zona como un maestro. Hasta que sentí la ausencia de su aliento y una distancia por unos segundos. Luego, ya parado detrás de mí, empezó a rozar su pija en mi cola. La apoyaba en mi espalda y la bajaba hasta que zafaba y me golpeaba los huevos. Hacía el camino inverso y cada vez que pasaba por el agujero intentaba entrar un poco.
Después, me abrazó por detrás, empezó a acariciarme los pezones con una mano, mientras que con la otra ponía su pija justo en la entrada de mi culo. Y empezó el balanceo: hacia delante presionando mi agujero, hacia atrás, una y otra vez, hasta que entró la punta. Entonces gemí yo, y eso le dio bandera verde, porque empezó a moverse más rápido, y en cada movimiento entraba un poco más. Hasta que me la metió toda. Yo sentía su cuerpo golpear el mío con cada embestida. Se movía con ritmo constante, parecía las olas del mar. Y cada tanto, venía una ola enorme, que me empujaba contra la pared y me arrancaba un nuevo gemido.
Le pedí que se sentara en una de las pilas de sillas que habíamos traído. Entonces, después de meterme varias veces su pija en la boca otra vez, me senté en su pija dándole la espalda y empecé a llevar yo el ritmo de la travesía. Subía hasta ponerme de punta de pies y me dejaba caer enterrándome toda la pija dentro. Me movía hacia los costados, a babor y estribor, para sentirla recorriéndome por todo el interior. Le pedí que se sentara en el piso y otra vez lo enhebré, pero ahora de frente a él, así que podíamos mirarnos, acariciarnos los pechos, yo le tocaba los brazos, el me agarraba de la espalda mientras subía y bajaba.
Finalmente, me detuvo y me pidió que me pusiera en cuatro. Entendí que estaba llegando al límite. Detrás mío, entró con total facilidad y empezó a bombearme con ritmo frenético, hasta que sentí que bajaba la velocidad, como cuando uno quita el pie del acelerador y el auto sigue en movimiento, y comenzó a gemir. Inmediatamente, y en sincronía con sus movimientos rectos, espasmódicos, sentí el líquido llenarme por dentro, varias veces, como buscando dejarlo lo más profundo posible, con temblores al final, con una sensación de mareo que la sentía yo mismo, hasta que se recostó sobre mi y empezó a besarme la espalda.
Nos recostamos en el piso, uno al lado del otro, y yo empecé a pajearme. Me bastaba recordar todo lo que acababa de vivir para elevar la excitación. Con algo de temor busqué su mano y la llevé con la mía a mi pija. Seguí pajeándome con mi mano y la suya. Quité la mía y él siguió estimulándome.
-Era mentira -me dijo-. No me cogí a la morena. Lo que pensaba con los ojos cerrados era en cogerte a vos. Lo vengo pensando desde que ayer me miraste cuando me devolviste la pelota.
-Yo también fantaseaba lo mismo cuando vos me hablabas de la morena -le dije, mientras quitaba su mano y me pajeaba al ritmo que yo sabía que me haría acabar.
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