Ni tan casta ni tan puta [02]

Ni tan casta ni tan puta [02]


CAPÍTULO 2
Producto de las continuas noches de pasión en la recámara matrimonial, que por desgracia no pasaban de las mismas posturas sexuales, Clara dio a luz a la primogénita de Andrés al año siguiente. Era una niña preciosa, pelirroja como Clara, y la llamaron Andrea, la variante en femenino del nombre de “Andrés”.

Luego del nacimiento de la pequeña Andrea, el sexo entre el joven matrimonio fue mínimo. Tanto porque Andrea tenía que dedicar el total de su tiempo a criar y alimentar a la niña, como porque Andrés se la pasaba estresado criando a los animales de su rancho.

Incluso desde antes Clara no dejaba que su esposo la mirara desnuda durante gestación. A ella le daba vergüenza que Andrés la viera con los pechos lactantes crecidos, colgando muy pesados en su pecho. Le aterraba la idea de que Andrés la mirara con ese tremendo bombo que le estaba creciendo y que mes tras mes se hacía enorme, deformando su cuerpo.

Lo peor siguieron siendo sus enormes tetotas, que le crecieron como si fueran dos enormes pelotas de carne que empezaron a colgarle en el pecho como las ubres de una vaca.

Los pezones y las areolas se le oscurecieron. Se le hicieron más grandes e hinchadas. El estiramiento indiscriminado de su piel en las tetas le provocó algunas estrías que se fueron expandiendo a medida que tremendas tetas le crecían y creían.

Un día, su cuñadito Rubén, tuvo el descaro de decirle que parecía que iba a tener tres bebés, pues tenía tres grandes panzas encima: la barriga y los dos tetonzones. Clarita se ofendió tanto que denunció la impertinencia de Rubén ante su marido, pero éste no le dio mucha importancia recordándole que Rubén tan sólo era un niño. Por lo tanto, Clarita tuvo que continuar el resto de su embarazo evitando las miradas indiscretas el pequeño chiquillo precoz que, para su edad, ya lucía muy alto y corpulento.

En las últimas semanas de embarazo las hormonas provocaron que Clarita estuviera constantemente excitada. Era una calentura que nunca antes había experimentado. Sentía picores en su panochita. La sensibilidad de sus pezones y sus areolas la lastimaban al tacto de sus blusas, por lo que hubo días en que se tuvo que encerrar en su cuarto para permanecer desnuda.

Además, un día se miró desnuda en el espejo y notó que además de tener semejantes tetonzones duros, llenos y repletos de leche, en su vagina había brotado un botoncito que al contacto con su dedo o sus braguitas le hacía dólar y excitar a la vez.

Clara no sabía que ese botoncito era su clítoris, que por extrañas circunstancias estaba brotado y pedía a gritos que lo estimularan. De haberlo sabido, Clarita se habría convertido desde entonces en una adicta al sexo o quizá en una ninfómana sin remedio.

Claro que cuando se miró en el espejo quedó traumatizada. Lo le gustó ver tremenda barriga a punto de explotar, y mucho menos los deformes tetonzones que se habían inflado como si alguien los hubiese atiborrado de hielo. Una tarde que olvidó dejar su puerta cerrada, el pequeño Andrés entró al cuarto de improvisto y al ver a su cuñada completamente encuerada gritó:

—¡Tienes unas chichotas de vaca, cuñada! ¡Jajajajaja!

Esta vez ni siquiera se desgastó acusando a Rubén con su marido Andrés. Le daba más rabia que su marido no le diera importancia a sus quejas más de lo que le daba rabia las constantes impertinencias de su demoniaco cuñado.

Para reducir las estrías que se iban alargando en sus tetonzones, Clarita pidió el consejo a una de las sirvientas mayores de la casa, quien le sugirió que usara el calostro que recién producía de sus glándulas mamarias para embadurnarse sus melones y desvanecer las marcas.

Ella comenzó a hacerlo y al verse en el espejo completamente manchada con la lechita de sus propias tetas, y con las que alimentaría a su bebé, no pudo evitar sentirse muy cachonda y sucia.

Pero finalmente el tormento para Clarita terminó cuando parió a la pequeña Andrea, y aunque con las semanas el bombo de la barriga se fue reduciendo, por la cantidad de leche que producían sus glándulas mamarias sus tetazas no volvieron a su estado natural y continuaron infladas durante mucho tiempo.

Está claro que cualquier otro hombre del pueblo habría estado desilusionado por no haber tenido un hijo varón, pero Andrés, que amaba hasta las trancas a su hermosa y dulce Clarita, estaba conforme y feliz con Andrea.

Rubén, aunque seguía siendo un niño inquieto y rebelde, empezó a interesarse por los pechos de su cuñada cada vez que ésta le daba de comer a su sobrina Andrea.

—¿Te sale leche de las ubres? —le preguntó el cuñadito a Clara una vez.

A estas alturas, aunque Clara seguía sintiéndose incómoda, ya no hizo por ocultarse de la mirada perversa del curioso chiquillo.

—Así es, Rubén, pero no se llaman ubres, se llaman pechos, bubis o senos.

Rubén veía con recelo cómo Andreíta mamaba una y otra vez de las chichis de su cuñada, alimentándose de ella.

—Pero Clara, las vacas del rancho tienen ubres y también les sale leche por ahí.

—Sí, Rubén, lo sé, pero las ubres de las vacas son diferentes a los pechos de nosotras las mujeres.

—¿Por qué ahora tienes las ubres tan gordas, cuñada? Antes no las tenías tan gordotas como ahora.

Clara, a pesar de que procuraba ponerse una sábana encima, esa mañana no lo había hecho, y ahora estaba muy abochornada, viviendo este momento tan incómodo.

—Porque mis pechos están almacenando toda la leche que le doy a Andreíta. Es su alimento. Con mi leche ella crecerá sana y fuerte.

—¿Puedo probar, cuñada?

Andrea se horrorizó ante la pregunta de su pequeño y diabólico cuñadito. No creía del todo en su inocencia.

—¡Claro que no, Rubén! Esta leche es exclusiva para los bebés, para que crezcan sanos y fuertes, ya te dije.

—Con mayor razón —dijo el chiquillo—, aún me falta crecer sano y fuerte. Me gustaría probar la leche chupando tus ubres.

—¡Rubén, basta! —lo reprendió Clara—. Además, es pecado que un niño vea los pechos desnudos de una mujer. ¡Y te repito que no son ubres, se llaman pechos!

Entonces Clara, que estaba sentada en el sofá del salón de estar, se levantó roja por la vergüenza, y se encerró en su cuarto donde continuó dándole de beber leche a su hija.

Pero Rubén no dejó de atosigarla. Constantemente seguía a Clara a todas partes, sobre todo cuando sabía que ésta le daría de comer a la niña.

Siendo un niño tan precoz, Rubén empezó a tener sus primeras erecciones viendo cómo las hinchadas tetonzones de su cuñada caían gordas y pesadas en su pecho al darle de mamar a su nueva sobrinita, que se prendía de la punta y mamaba sin parar, a veces mojándosele todo el pechito.

—Tremendas ubres —pensaba él en silencio.

Al pequeño Rubén le gustaban las formas ocres de los pezones hinchados y lechosos de su cuñada. Las areolas se le habían expandido por sobre las tetas. Las ubres parecían cada vez más infladas, como si estuvieran a punto de reventar, toda vez que Clara almacenaba tanta leche que a veces, en cuanto se bajaba el brassier, Rubén veía cómo la leche salía sola de los pezones, aventando chisguetes que mojaban toda su tetonaza y a la propia bebé.

Mientras tanto, Andrés ignoraba las espiadas de su hermano menor hacia su mujer. Andrés se la pasaba estresado por la poca productividad que estaban teniendo sus gestiones en el rancho que le dejaron sus papás.

La mayoría de las familias de aquella localidad se dedicaban a la ganadería, pero las vacas y las pocas reses que le quedaban a Andrés ya eran insuficientes para sostenerse. Muchas reses murieron en el último invierno a causa de la sequía.

Todo empeoró cuando el gobierno lo obligó a hacer su servicio militar cada fin de semana y ya no pudo criar personalmente a sus animales. Dejó a un encargado de los establos pero éste sólo se dedicó a robarle y a dejar morir a las reses.

Para cuando terminó su servicio y quiso dedicarse de lleno a su ganado, ya casi no tenía nada. Había más deudas que ingresos y Andrés, sabiéndose el proveedor de su esposa, hija y hermano, se llenó de angustia al verse imposibilitado para mantenerlos.

Si no hacía nada para recuperar el ganado, pronto se quedarían sin nada. Claro que Andrés tuvo que buscar la forma de conseguir dinero para subsistir. Mucho más ahora que ahora tenía una hija y un hermano que tenía que seguir estudiando.

Pero la crisis financiera continuó los siguientes dos años, y su necesidad por sacar adelante a su familia lo llevó a tomar tajantes decisiones.

Fue precisamente cuando Andrés tenía 22 años, que apareció un golpe de suerte que tal vez sería la resolución de todos sus problemas.

El presidente Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico en México el 11 de diciembre de 2006, y Andrés, cuando investigó la paga y las prestaciones, vio una oportunidad para sobresalir cuando se abrió la convocatoria para el reclutamiento.

Sus planes eran concretos. Trabajaría por algún tiempo en el ejército, le mandaría dinero a su esposa Clarita para que levantara el negocio de la ganadería y aprovechando que Rubén se iba haciendo joven, lo dejaría a cargo del rancho hasta que éste volviera a vivir sus años de gloria.

Andrés, esperanzado a tener una mejor vida para su esposa Clarita, su hija Andrea y hermano menor Rubén, se enlistó a las filas del ejército mexicano aprovechando que por la amenaza constante de los cárteles, no estaban poniendo muchas trabajas para entrar, y a los tres meses de su solicitud, fue mandado llamar por las fuerzas armadas y este se alegró.

La buena de Clarita nunca estuvo de acuerdo con la decisión que había tomado su esposo. El narcotráfico estaba muy caliente en esa región, y le daba mucho miedo que Andrés pudiera morir en combate.

Éste la persuadió de que era lo mejor para la familia, y a ella no le quedó más remedio que dejarlo partir.

Clara lloró a mares, pero se tuvo que conformar con el destino que le esperaba sola, claro que con su hija y cuñado Rubén, en aquel rancho que estaba quedando en la quiebra.

Por lo demás Rubén tenía ya doce años cuando Andrés decidió irse a la guerra, quedándose a cargo de Clarita, quien más que su cuñada, ejercería como madre, amiga y hermana mayor, según como éste la pudiera considerar, de Andrea y del propio rancho.

Andrés se mostró optimista y confió en que su hermano menor se portaría a la altura de las circunstancias durante su ausencia.

Andrés le prometió regalos y una buena calidad de vida si se portaba bien. Aunque Rubén dio su palabra de que sería un buen chico y dio muestras de madurez, en el futuro su palabra valdría lo mismo que una piedra. Nada.

Andrés se despidió de su llorosa esposa e hija y partió una mañana fría de febrero al cuartel donde recibiría la capacitación adecuada para hacer frente a los enemigos.

Duró tres meses su adiestramiento y luego fue enviado a Michoacán donde la guerra contra el narco era brutal.

De vez en cuando le dejaban llamar por teléfono a su familia, ya que ésta era una actividad muy poco frecuente entre los militares, ya que temían que los enemigos pudieran interceptar a las familias de sus soldados, y fueron por ellas y las mataran, como era frecuente que sucediera.

Andrés no era muy diestro ni para el combate ni para las armas, así que terminó siendo adiestrado como elemento de primeros auxilios. Andrés había estudiado veterinaria para curar a su ganado, y al final comprendió que las heridas de los animales no eran muy diferentes a las que tenía que curar de sus compañeros en batalla.

Lo llamaban “el enfermerito llorón” porque no había noche que no sollozara por estar lejos de su familia.

Clara, por su parte, recibía mensualmente el cheque completo de Andrés por correo. Y tal y como éste esperaba, la vida de su familia empezó a mejorar, aunque el nuevo capataz que Clara contrató resultó ser otro estafador que se quedaba con la mayor parte de las ganancias.

Clara extrañaba mucho a su marido, sobre todo al sentir la cama vacía. Extrañaba coger, dicho sea de paso, aun si de todos modos en los últimos meses tal actividad se hubiera visto frenada.

Y en esa época de ausencia fue cuando la inocente de Clarita comenzó a darse gusto con los dedos. Recordó el botoncito sensible que le había brotado de su vulva y descubrió el placer y las aguas que le provocaban cada vez que se estimulaba.

Encontró en un pepino, mismo que encontró en el almacén, al mejor aliado para sustituir el pene de su marido. Claro que el pepino que eligió era más largo y grueso que el miembro de su marido, y sin importarle que dentro de sí se sentía sucia y pecadora, se lo empezó a frotar por todo el exterior de su coñito, pensando en la posibilidad de clavárselo todo y dejarse coger por aquella hortaliza que, para variar, tenía una forma curvada.

Cuando dormía a la niña por las noches, Clarita se encerraba en su cuarto y comenzaba a jugar con el pepino. La ponía cerdísima saber que esa cosa estaba tan gruesa y tan gorda. Incluso las protuberancias del trozo le regalaban excitantes instantes de placer cuando los restregaba en sus gajos externos e internos.

Ya que el pepino era muy grande, pensó que no le podría entrar jamás. La ingenua de Clarita creía que el tamaño natural de un pene era exactamente como el de su marido. Qué equivocada estaba y cuántos golpes se daría de frente al descubrir que el tamaño de las vergas era más variado de lo que ella creía.

De momento se conformó con pasarse la punta de la hortaliza por las tetas rellenas de leche. Los pezones. Y luego en su velludo pubis, finalizando el tránsito en su caliente y encharcado agujero, aunque no se atrevía a clavárselo a pesar de estar caliente y ansiosa de una buena verga… Aunque no fuera la de su marido.

“¿En quién me estoy convirtiendo, Dios mío?”

*
Al pasar los meses Andrés fue testigo de cómo los narcos, por venganza, mataban familias enteras de los militares que combatían contra ellos, como ajuste de cuentas. Se lo explicó a Clara y le dijo que esa sería la razón por la que casi no la llamaría por un tiempo.

—Lo lamento mucho, Clarita, pero temo mucho que esos cabrones intercepten esta llamada y vayan por ustedes. Nunca olvides que te amo. Y como siempre, mes con mes recibirás toda mi paga. Yo no me estoy quedando con nada porque mi mayor deseo es que ustedes sobre salgan.

—¡Te amo, Andrés, y no sabes cuánto te extraño!

Nuestra pechugona Clarita se sentía culpable de que las hormonas alborotadas la tuvieran caliente todo el día, y que mientras ella sólo pensaba en coger (apagando sus fuegos con sus dedos o el pepino aunque todavía no se lo clavaba en el coño) su marido estaba arriesgando su vida en combate.

Claro que ella no sabía que después de todo su marido Andrés no estaba corriendo tanto peligro porque ahora estaba en el área de enfermería en aquellas lejanas y accidentadas sierras del país.

*
Pasó un año más y la guerra contra los narcotraficantes resultó más sangrienta y dura de lo que Andrés habría imaginado. Había perdido en un año a casi todos los amigos que se había hecho al inicio de su reclutamiento.

A algunos los emboscaban, les cortaban las cabezas y después los desmembraban. A otros simplemente los encontraban desbaratados en las carreteras o colgados en los puentes.

Andrés se había salvado de milagro. O quizá le favorecía el hecho de que a él no le tocaba estar directamente en los puestos de batalla, aunque sí tenía que curar y suministrar medicamentos a todos los heridos, por lo q que se sentía orgulloso de haberse perfeccionado en las artes de la curación.

Pero de ahí en más, la guerra era una carnicería. Los soldados que mejor suerte tenían permanecían secuestrados en las casas de seguridad de los narcos, donde los enemigos los torturaban, esperando recibir información confidencial de los militares sobre las estrategias y tácticas que el ejército estuviera planeando contra ellos.

Clara, por su parte, día y noche (cuando no estaba pensando en vergas y en su caliente coño) estaba mortificada porque al pasar ya dos años de que su esposo estuviera en la guerra, él no volvía. Recibía mensualmente el cheque, y la niña y su cuñado Rubén vivían mucho mejor. Pero ella quería ver a Andrés. Lo necesitaba.

Éste, sin embargo, apenas le hablaba cada seis meses. Tenía terror de que alguien interviniera la conversación y dieran con el paradero de Clara, Andreíta y su hermano, y los mataran.

Las venganzas de los narcos contra las familias de los militares eran brutales y despiadadas.

Pero un día Clara dejó de recibir las llamadas habituales que Andrés solía hacerle cada seis meses. Para cuando se cumplieron casi diez meses sin saber nada de él, Clara fue al cuartel más cercano del ejército y preguntó por su paradero. Pero la respuesta que recibió no fue la que esperaba.

—Lo siento, señora, pero Andrés hace más de diez meses que fue secuestrado por el cártel de Michoacán.

—¡NOOOOO! —se desbarató en lágrimas Clara—. ¡NO PUEDE SER! ¡MI MARIDO NOOOOO!

—Tranquila, señora, que creemos que él está vivo aun.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque hemos recibido hace poco, uno de sus dedos.

—¡Virgen mía! —Clara se derrumbó, deshecha.

—Mire, señora Clarita, su esposo Andrés se estaba desempeñando como uno de los mejores enfermeros del pelotón donde se encontraba. Creemos que lo capturaron para reclutarlo a sus filas, y que con sus conocimientos, haga curaciones a nuestros enemigos. El dedo que nos enviaron de Andrés fue un mensaje para el gobierno, donde nos recuerdan constantemente que nuestros militares ahora trabajan para ellos.

—¡Pero Andrés…!

—Señora, le prometo que estamos haciendo todo lo posible para rescatar a su marido. Confiamos en que no lo van a matar porque si algo buscan esos cabrones es gente que sepa curar y haga las veces de médicos y enfermeros. Andrés es muy bueno en eso, y esas habilidades son el boleto que lo mantendrá con vida. Yo sólo espero que su marido aguante un poco más en cautiverio. Nosotros estamos trabajando día y noche para rescatarlo a él, y a otros militares secuestrados.

Clara no podía creer que el costo de tener una mejor calidad de vida fuera el secuestro de su marido. Pensó que no valía la pena tanto martirio para que ella viviera mejor. Pero luego recordaba la buena salud de su hija Andrea, que ya empezaba a caminar, y se resignaba.

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Con su infancia tan precoz y la ausencia de Andrés, Rubén maduró finalmente y se hizo un hombre hecho y derecho más pronto de lo normal.

Los primeros años se dedicó a estudiar la secundaria, pero luego renunció a ella y se dedicó por completo a la ganadería, dispuesto a levantar el negocio que el “inútil” de su hermano, como lo consideraba, había dejado caer.

Fue un milagro que Rubén lograra, siendo un adolescente, levantar el ganado. Resultó ser muy bueno para los negocios, además de que invertía una buena parte del dinero que le llegaba a su cuñada del cheque de su hermano, para comprar alimento y más ganado, hasta que él mismo pudo redituar ganancias.

Rubén tenía quince años cuando Clara se enteró que habían secuestrado a Andrés. Ese día, el muchacho estaba clavándose a la hija de uno de sus empleados. La chica se llamaba Estefy, y tenía 19 años, y sus tetas estaban siendo magulladas por el cabrón de Rubén.

Rubén, a su edad, tenía fama de tener una verga gorda y larga entre las piernas, y por eso se había hecho famoso entre las féminas de su edad. Y por qué no, también de mayores, como esa muchacha de diecinueve.

Rubén había crecido muy alto y peludo, y ese día tenía a cuatro patas a la hija de su capataz, sobre alfalfa, dentro de un establo, mientras uno de los caballos que estaba allí dentro dormía.

Estefy pegaba de gritos mientras Rubén le clavaba todo el rabo en su estrecho agujero. Estaba encuerada completamente. Sus tetas medianas se sacudían de adelante para atrás, y Rubén no dejaba de darle cachetadas en las nalgas, dejándolas rojas como si ella se hubiera sentado en un comal caliente.

—¡Brama como las perras, Estefy, vamos, brama!

Y la muchacha bramaba como tal:

—¡Ahhhhhhhhhhhhh!

Rubén le encajaba la verga hasta que sus huevos rebotaban en los muslos de la chica. Y ella lo gozaba. Movía las caderas como una vil puta. El chocho ardiente expulsaba fluidos, y su culo seguía poniéndose más rojo ante cada cachetada.

—¡Me corro, pinche perraaaa! —farfulló Rubén.

Estefy gritó. Se quedó quieta, pegó más el culo en la entrepierna del semental, y éste, sintiendo ya la adrenalina al límite, descargó toda su lefa en el interior de Estefy. Porque a Rubén no le gustaba usar condón. No se sentía lo mismo hacerlo con preservativo que a pelo, según decía.

—Muy bien, yegua. Ahora vete a tomar ese té que se toman las putas con hierbabuena y cacao para que no salgas preñada, que no quiero ser padre ahora.

Clara sabía sobre las andadas de su cuñado y le asustaba la situación. Había recibido muchas quejas de las madres de familia de las pobres chiquillas descastadas por él. Ella, aunque pretendía reprenderlo, a veces mejor se quedaba callada. Rubén era demasiado agresivo verbalmente con sus criados, y nuestra Tetona Clarita temía que alguna vez le pudiera faltar al respeto a ella.

Clara pensaba que su cuñado Rubén no era una buena influencia para su hija Andrea, pero sorpresivamente, la niña amaba a su tío como si fuera su propio padre, y tal parecía que el cariño de Rubén hacia su pequeña sobrina era recíproco. Después de todo, la pequeña Andreíta no conocía a otro padre que no fuera su tío Rubén.

Cuando dejaron de tener comunicación con Andrés, Rubén no tuvo dudas de que su hermano estaba muerto, y que por tal motivo ahora tenía que tomar las riendas de la casa familiar y de los negocios para poder salir adelante. Después de todo, Clarita confiaba en él.

—Pobre de mi hermano, donde quiera que lo hayan matado. Pero ahora no me queda más remedio que tomar su lugar. Yo seré el hombre de la casa y el dueño de todo este rancho y su ganado.

Gracias a Dios Clara seguía recibiendo la paga mensual de su marido sin importar que estuviera secuestrado. Así lo dictaban las leyes. Ella confiaba en que su marido volvería. Por eso Clara solía ir muchas veces a la capital en busca de noticias.

—Deja de irte cada vez que puedes, cuñada —le reprochó Rubén un día—. Andrés no volverá más, tienes que asumirlo. Él está muerto. Lo mataron los sicarios.

—¿Cómo puedes hablar con tanta frialdad de tu hermano sabiendo que ha desaparecido? Las autoridades creen que podrían haberlo secuestrado y que está vivo porque es bueno para curar.

—Mucho peor para él, cuñadita. Si Andrés fue secuestrado por la mafia, ten la seguridad de que ya lo hicieron pedacitos.

—¡Pero Rubén! ¿Es que no le tienes ni un poco de estima a tu hermano? ¡Estamos hablando de Andrés, de que posiblemente lo han matado!

—Siento mucho lo que ha pasado con Andrés, en verdad, cuñadita, pero hay que pensar en frío. Toma en cuenta que el peor duelo que un ser humano puede pasar en la vida es el de la pérdida de sus padres, y da la casualidad de que yo los he perdido. A partir de una experiencia así, cualquier otra pérdida ya se afronta con mayor resignación.

A Clarita no le gustó la poca empatía de Rubén, pero se convenció de que no tenía que desairarlo. Después de todo ahora su cuñado estaba haciendo las veces del hombre de la casa y por lo tanto lo tenía que respetar.

Siguieron pasando los meses, y al cumplir Rubén los dieciséis años, él ya era un diestro sexual. Incluso le había crecido aún más la verga, si cabe decirlo. Se cogía todo lo que se movía, y ante este hecho, muchas chicas se habían agarrado de los pelos, por celos y por pretender tener ellas solas a Rubén para sí.

Pero él no era un semental que se conformara con una sola puta, como él las llamaba. Para él, entre más hembras tuviera en su ganado personal, mejor sería.

Desgraciadamente para Rubén, con quien estaba completamente obsesionado era con su cuñada Clara, a quien había respetado durante muchos años por respeto a su hermano. No podía olvidar que cuando era niño se había convertido en un fiel admirador de sus tetotas. En aquél tiempo vivía Andrés, pero ahora que él creía que había muerto,  pensó que era su oportunidad para dar ese paso que antes no se había atrevido a dar.

—Ahora que mi hermano Andrés está muerto, es mi derecho y deber de convertirme en el nuevo hombre de esta casa. Y eso no sólo implica quedarme con todos sus bienes, sino también con su esposa e hija.

Y a Rubén le daba un morbazo tremendo pensar en lo caliente que debía de estar su cuñadita ante tanto tiempo en abstinencia sexual. Tantos años sin follar debía de haber acumulado su calentura en el cuerpo.

“Esta Clarita ha de estar desbordándose después de tantos años sin coger. Seguro que se volverá una puta de cuidado en cuanto la ponga a cuatro patas”

Rubén estaba seguro que a estas alturas, la bondadosa de Clarita era una bomba sexual a punto de reventar. Y él, como su nuevo macho, tendría que aprovecharse de la situación. Pero Andrés no estaba muerto. De hecho, nunca se imaginó que durante la guerra contra el narcotráfico, una circunstancia muy dolorosa y fuerte lo mantendría durante muchos años alejado de su familia, apenas sin comunicación ni ningún otro tipo de contacto.

Mucho menos esperó que a su regreso, Clara, su hermosa esposa, ya no fuera la misma mujer casta, abnegada, devota, y angelical que un día dejó, criando a su pequeña hija.

“Te haré mi perra, putita” sentenció Rubén para sus adentros, decidido a tomar a su tetonzona cuñada Clarita como su nueva mujer.

LA HISTORIA SIGUE


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