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Ni tan casta ni tan puta [01]

Ni tan casta ni tan puta [01]


CAPÍTULO I
Andrés se casó con Clara a los 18 años de edad. Para Andrés ella siempre fue Clara, su carismática, dulce y hermosa Clarita, una de las chicas más preciosas y cotizadas de la localidad donde vivían y cuya piel blanca se asemejaba a la luz pálida de la luna llena.

La inocente Clarita tenía un par de ojazos verdes que resaltaban su inocencia, y su cabello era de un rojo intenso y liso natural que aterrizaba a la mitad de su espalda, siendo el único rasgo que desentonaba con su ternura, por lo violento que se veía el contraste.

Clarita fue el amor de su vida, y desde muy jóvenes se hicieron novios. Su relación estuvo basada en el respeto y en el amor, repleta de detalles pero no de “tallones”, como se esperaría que cualquier otro chico le hubiera dado a la buena de Clarita que tenía unas nalgas en forma de pera que se marcaban en sus ajustados vaqueros y que se convertía en un espectáculo visual para quienes la veían caminar.

Desde que murieron los padres de Andrés, él, como hermano mayor, se hizo cargo de Rubén, su indócil hermanito, que en ese tiempo tenía nueve años de edad y con una actitud insurgente y caprichosa que le causaba muchos dolores de cabeza al mayor.

Andrés y su hermano Rubén vivían en la casa que les heredaron sus difuntos padres en aquel pueblo dedicado a la ganadería: casa a la que próximamente se mudaría Clarita, ocupando su lugar como esposa de Andrés y nueva ama de casa, aun si al pequeño Rubén no le gustaba la idea, pues veía a Clarita como una intrusa que llegaría a vivir a una finca que no le pertenecía.  

La boda fue una ceremonia nupcial sencilla pero muy sentida. Andrés y su hermano tenían pocos amigos, pero había mucha familia de Clarita reunida en la fiesta. Muchos de ellos asistieron porque verdaderamente se alegraban de la nueva parejita de casados. A otros los llevó el morbo de ver a una virginal señorita y pelirroja casarse con uno de los chicos más “pardillos” del pueblo.

 El vestido de novia de Clarita era tan blanco como su propia piel. Andrés nunca la había visto tan hermosa como ese día. Tanto así que le dieron ganas de llorar de solo verla entrar en la iglesia, agarrada del brazo de su viejo padre, mientras su pequeño hermano Rubén le sostenía la cola del vestido con una cara de pocos amigos.

Nadie se imaginaba la metáfora premonitoria que implicaría en el futuro que el rebelde de Rubén le agarrara la cola a su cuñada.

Su pelirrojo cabello lo tenía recogido en un moño, bajo el velo, y su maquillaje discreto fue elaborado por su hermana especialmente para que lucieran sus seráficos ojos verdes esmeralda.

“Parece una muñequita de porcelana” dijo una de las feligreses más ancianas cuando la vio entrar a la iglesia.

Pero los hombres más lascivos no eran especialmente caballerosos al halagarla:

“Lo que será que esta putita te chupe la verga con esa carita tan angelical que tiene.”

La blancura del ajuar de Clarita era sobria pero muy bonita. Tenía brocados brillantes por todas partes y algunos añadidos de encajes que cubrían su escote, que aunque no era pronunciado, sí rebelaban la deliciosa dimensión de sus cotizados pechos, los que algunos hombres consideraban injustamente exquisitos para que se los pudiera comer un pelele como Andrés.

Pero Andrés no es que fuera pardillo ni pelele, simplemente no le gustaba ir a la cantina a tomar con amigos ni meterse en problemas con los revoltosos del pueblo, y para ellos tal pasividad era un sinónimo de pusilanimidad y apocamiento. Si lo respetaban no era porque les pareciera un chico digno de admirar, sino porque Andrés era dueño de un buen lote de ganadería que lo hacía distinguirse de los demás. 

“Pobre pendejo” dijo uno de los jóvenes de pueblo “Andresito está tan idiota que cuando vea encuerada a su nueva vieja no va saber qué hacer con ella.”

Y los que le oyeron se carcajearon divertidos. Parecía que todo el pueblo había sido invitado a la boda, aunque como ya se ha dicho, algunos asistieron sólo para criticar, morbosear, beber alcohol y comer gratis.

Andrés estaba contando las horas para que llegara el esperadísimo momento de hacer el amor con su mujer. A pesar de que tenían algunos años de novios, Andrés la había respetado como dictan las costumbres de los pueblos antiguos y no habían pasado de los besos formales de boca y pequeñas caricias en las mejillas.

Mientras los novios hacían sus votos matrimoniales en torno al altar, algunos hombres en la iglesia fantasearon con lo que sería ver a la novia colocada en la cama a cuatro patas, bramando de placer con cada encajada de pito en su panochita, que debía de ser tiernita, rosada y virginal.

Es que Clarita era tan bonita, tan vistosa e interesante a la vista, y con una voz suave y acampanada, que probablemente hasta el sacerdote estuviera erecto, fantaseando con aquella muchachita gimiendo, jadeando y berreando durante el coito, profanando completamente su entonación angelical.  

Y muchos hombres se entretuvieron durante la ceremonia religiosa pensando en el morbo que sería ver a Clarita deformando su angelical carita por uno atiborrado de lascivia y excitación.

Pensaban en lo excitante que sería ver su boquita sonrosada, pequeñita, (elocuentemente preparada sólo para sonreír, rezar y para emitir una opinión cuando alguien se lo preguntaba) inflada, corrompida, sucia, tragándose grandes bocados de verga hinchada y erecta, y el glande brillante golpeándole las amígdalas.

“El pobre de este Andrés no sabrá qué hacer con semejante monumento de hembra cuando la tenga encuerada en la cama” comentó riendo don Venustiano Higuera, el abarrotero del pueblo.

“Tiene cara de pitochico” dijo su hijo Dionisio. 

“A lo mejor hasta es maricón” añadió Fernando Higuera, el sobrino de don Venustiano.

“Ja, ja, ja” rieron los tres.

Y luego una viejita, sin siquiera entender lo que decían, mandándolos callar:

“Shhh, dejen de hablar, trío de impertinentes, que estamos en una iglesia y hay un par de novios casándose.”

Uno de los padrinos de arras se preguntó si la hendidura de Clarita sería pálida o rosadita. ¿Qué tan arrugados estarían sus labios vaginales? ¿Se depilaría el pubis o tendría una mata de pelillos pelirrojos adornando sus genitales?

Mientras los novios se daban el beso culmen de la ceremonia, tras haber sido declarados por el cura como marido y mujer, algunos morbosos se imaginaron a Clarita, bonita, angelical, inocente, de rodillas, con su carita blanca embarrada de lefa desde la frente hasta la boca, con sus pechos sueltos escurriendo de mecos, sudados, marcados por los apretujones propiciados por las manos y las fuertes amasadas.

Y luego los pezones paraditos, duros, sobre una areola posiblemente pequeña pero vistosa y muy lamible.

Ya durante la fiesta el nuevo matrimonio compuesto por el bueno de Andrés y la dulce Clarita no se imaginaban las puercadas que los invitados varones maquinaban en sus retorcidas cabezas mientras ellos pasaban por las mesas preguntando si les hacía falta algo para beber.

Incluso, durante el vals de los recién casados, el padrino de velación pensó en el desperdicio de culito de la novia, tan formadito, paradito y redondo, y el morbo que sería estrenar ese orto angosto y casto que posiblemente Andrés nunca usaría, por prejuicios morales y su idiotez.

“Pobre pardillo, este Andrés”

“Vaya desperdicio de ano de Clarita”. 

Como tenía que ser, Clarita, dulce, tierna y abnegada, llegó virgen al matrimonio. Aquella era una población muy conservadora donde las familias replicaban esas buenas costumbres de generación en generación. Y a ella la habían criado de esa manera, razón de más para no ser exigente en el sexo.  

Después de comer, beber, bailar, tirar el ramo y luego la liga sobrepuesta en uno de sus muslos (que por cierto atrapó el pequeño Rubén) Andrés y Clara se despidieron de los invitados y después se fueron a la casa familiar para cumplir con su deber como nuevos esposos. Andrés se llevó consigo a su pequeño hermano Rubén, que ya iba medio dormido: lo dejaron acostado en su cuarto, que estaba situado muy lejos del cuarto matrimonial, y luego ellos, inquietos y cachondos, se fueron al suyo.

No habría como tal una luna de miel, pues convinieron que lo ideal sería usar ese dinero para comprarse una camioneta que Andrés necesitaba para el trabajo. Por esa razón, el tálamo nupcial se redujo a la recamara principal de la casa familiar.

Cuando entraron a la habitación principal, Andrés notó el nerviosismo de la bondadosa de Clara, que parecía cohibida pero, a su vez, ansiosa de sentir eso que tanto le habían dicho sus amigas que sería maravilloso al yacer con su hombre.

Los tacones blancos de Clara sonaban en medio del silencio asfixiante de la noche cuando Andrés se quitaba la camisa, los zapatos y se desabrochaba el pantalón. Ella fue al baño un momento a revisarse las fachas, muerta de la pena, a limpiarse el sudor de su frente y cuello, y a retocar el maquillaje y el labial de su boca. Se sacó el velo de la cabeza, se restiró las medias blancas de nylon y se acomodó los ligueros. Finalmente la joven mujer se quitó el vestido, se acomodó la ropa interior que traía debajo del vestido, y volvió al cuarto matrimonial, sólo en bragas, medias, ligas y brassier.

Andrés, al verla, perdió el aliento. Las mejillas se le pusieron rojas y su pene se sacudió.

—¿Estás bien, mi linda esposa?

—Un poco nerviosa, Andrés, pero creo que es normal. Por lo demás, estoy bien, con ganas de… entregarme a ti.

Clara omitió que su conchita ya estaba vertiendo flujos vaginales. Tan mojada estaba que cuando caminó hacia su marido, oyó, avergonzada, el chapoteo de su entrepierna.

La ropa interior de Clarita era más sexy de lo que Andrés habría imaginado. El brassier de Clara era blanco, transparente y con encajes. Andrés era capaz de visualizar sus bonitos pezones puntiagudos sobre las areolas rosadas.  

Andrés, entorpecido por los nervios, primero le besó la boca y después la ayudó a desnudarse con religiosidad. Conforme le quitaba una prenda y otra, su pene comenzó a reaccionar, poniéndose duro. Clara no lo sabía, pero su nuevo marido se había masturbado muchas noches pensando en la llegada de ese momento.

Andrés no había sido inmune a las sucias fantasías de los demás invitados y también la había imaginado en muchas situaciones, desnuda, algunas escenas demasiado perversas para ser reales, pero nada se comparaba con afrontar su realidad y verla en vivo y en directo la deliciosa blancura de su esposa.  

Los pechos de Clara eran abundantes y lechosos. Sin tocarlos Andrés supo que eran suaves, dóciles y blandos al tacto. Su vientre era plano y con cintura pequeña. Sus cacheteros claros, mojados, ocultaban su conchita jugosa, pero se podía percibir una pequeña mata de vellosidad púbica de color ocre. 

Clara tenía unas nalgas muy deliciosas y excitantes a la vista; redonditas, paraditas y bien abombadas.

Sus piernas torneadas, por el trabajo de campo, eran marcadas y corpulentas, y estaban enfundadas por un par de sensuales medias diáfanas de nylon blanco que se sujetaban por sensuales ligueros.

—Estás hermosa, mujer. Te miras muy sensual.

—Qué bueno que te guste, cariño. Lo escogí especialmente para ti.

Sin duda, Clarita estaba preciosa, y esa lencería resaltaba aún más la sensualidad que Andrés nunca supo que tenía su ahora mujer.

Clara se iba a quitar las medias y las ligas, para facilitar el acceso del pene de su marido, pero Andrés le dijo que se las dejara, que así se veía más sexy. Ella, apenada, sólo asintió con la cabeza y dejó que su instinto femenino la dejara llevar.

Andrés volvió a besar a Clara en la boca, y poco a poco descendió hasta su cuello recién lavado. Al llegar a sus deliciosas tetas les dio unas trémulas lamidas.  

Los pezones permanecían erguidos, rosaditos, muy duritos, y Andrés jugó con ellos, usando su lengua. Clara apretó muy fuerte los muslos. El ardor de su útero la hizo vibrar junto Andrés. La lengua de su marido era muy jugosa y traviesa, y por alguna razón Clara se sintió avergonzada.

Luego fue recostada en la cama, y lentamente su marido le abrió las piernas. Andrés le bajó sus cacheteros y Clara cerró los ojos por la vergüenza que le implicó descubrirse ante su marido echa un océano caliente.

—Estás muy mojada, Clarita.

—Lo siento, Andrés, en verdad lo siento.

—¿Te disculpas, Clarita? Si lo que estoy viendo es manjar más delicioso que nunca probé.

Al bueno de Andrés no le pasó por su cabeza en ningún momento comerle el coño con la boca, ni mucho menos darle unas dedeadas a ese encharcado agujero. Sabía que esto sería algo muy fuerte para su mujer y no pretendía incomodarla.

Se conformó con acercarse a Clara y ver las deliciosas formas de sus gajos vaginales, apenas separados por una raya vertical que se visualizaba cerradita y muy estrecha. Se notaba su virginidad. Su santidad. Jamás había entrado nada por ese tierno tesoro.

Su vulva era asalmonada, y ya abiertita por lo caliente que estaba, se le veía un túnel angosto, mojadito, rosado y con matices anaranjados.

Clara, que miraba hacia la ventana por la pena, no quiso ver el pene que le colgaba a Andrés en las piernas, cuyos quince centímetros lucían pegajosos. Él estaba muy duro, con su verga hiniesta, un tanto delgada, pero bien erecta.

Andrés jamás se imaginó que la inocente de Clarita fuera de las que gemían tan fuerte en la intimidad. Que su rajita caliente estuviera tan encharcada y cerradita. Que cuando le metió su polla por primera vez, a pesar de estar tan estrecha, el aguacero de su rajadura produjera que su verga resbalara de un solo entrón hasta donde topó su himen.

—¡Me duele, me duele, Andrés, me duele!

—Lo sé, Clarita, lo sé. Te prometo que seré cuidadoso.

Y Andrés pensó que no había nada más victorioso para un hombre que enterrar su tieso mástil dentro de una vagina tan cotizada y que nunca antes estuvo profanada por ningún otro varón.

Clara gritó al perder su virginidad, y la satisfacción de Andrés al romperle el himen se convirtió en angustia y dudas. Por cosa del destino, Clara sangró poco, y después de todo, el dolor no fue tan fuerte como imaginaba. Al parecer su himen era muy elástico, y su marido lo había hecho con suavidad.

Clarita de todos modos se estremeció en la cama y Andrés vio sus grandes tetas sacudiéndose en su pecho. Andrés se detuvo para comprobar que ya no le estuviera haciendo demasiado daño a su esposa: “ni que lo tuviera tan grande” pensó, pero al final Clarita se recuperó del estremecimiento y del escalofrío y se dejó hacer.

—¿Estás bien, Clarita? —preguntó Andrés, manteniendo su verga dentro de su panochita.

—Creo… que sí —lloriqueó su joven esposa, todavía temblando de las manos y suspirando.

—¿Sigo, entonces donde me quedé?

—Sigue, Andrés, sigue.

Dándole luz verde Andrés volvió a deslizarse de adentro hacia afuera en el coño chorreante de Clarita, y aunque él tenía poca experiencia con mujeres, creyó, por la excitación de su joven esposa, que lo estaba haciendo demasiado bien.   

¡“Ah” “Ah” “Ah”! empezó a berrear Clara, su Clarita, su dulce y virginal esposa, la que daba catecismos todos los sábados y pertenecía a los grupos pastorales de la parroquia del pueblo. ¡“Síiiiiiiiiiiiiiiiiiiii”!

Los grititos de placer de la dulce muchacha que siguieron a continuación despertaron a Rubén, el hermano pequeño de Andrés, y consternado por los berridos que oía de su cuñada subió con curiosidad al cuarto de los recién casados guiado por los gemidos de Clara, que se retorcía en la cama, botándole los pechos, mientras Andrés se la metía torpemente.

Quizá Andrés no fuera el mejor cogiendo, pero sabía que Clarita no renegaría dado que aquella era su primera vez cogiendo, además de que su marido hasta la fecha había sido el único hombre su vida. Tal vez por eso Clarita lo disfrutó como una loca, creyendo que ese era el sexo más rico que sentiría en toda su vida.

Qué equivocada estaba, a decir verdad.

Claro que Andrés hubiera querido que Clara se entregara un poco más en la intimidad, o que por lo menos que se dejara llevar por la calentura del momento (porque de que estaba caliente, claro que estaba caliente), pero ella, la inocente Clarita, aunque lo estaba disfrutando, no se atrevió a moverse como una prostituta ¿qué iba a pensar su marido de ella?, sino que se quedó allí tendida debajo de Andrés, con las piernas separadas, mirando hacia la ventana, y dejándose coger, con las tetas bamboleándose de arriba abajo según las embestidas que le daba su marido, hasta que éste, sin previo aviso, eyaculó dentro de ella.

—¡Dios mío! —bufó Andrés sudoroso, contento de haber cumplido con su deber conyugal.

Aunque Clara sabía que para que un hombre terminara debía de dejar su simiente dentro de ella, cuando sintió esos cálidos chisguetes ingresar dentro de su carne se sorprendió. Claro que le gustó la sensación de sentir algo tibio en su interior, pero a la vez la situación le produjo asco.  Es como si un hombre la hubiera meado en la vagina, sólo que el líquido lo sintió más espeso que una orina cualquiera.

Aun así para Clara esa viscosidad invadiéndola dentro fue un aliciente para que tuviera algo parecido a un orgasmo, sin llegar a serlo, y  éste hormigueo o picor se prolongó hasta que la lefa de su marido dejó de salir por la misma panochita recién estrenada.

Andrés miró los gajos de su esposa hinchados y escondidos. Por su falta de uso, seguían pegados el uno con el otro. Por la pequeña abertura de su verticalidad escapaba un ligero chisguete de leche. Después de eso cayó rendido al lado de su mujer, y ella continuó mirando hacia la ventana, preguntándose si eso era hacer el amor.

Claro que le había gustado, pero una parte dentro de su ser la advirtió de que faltaba algo más. De que ella aún tenía energía y mucho para dar. Pero no podía quejarse, porque el cura del pueblo le había dicho en su confesión que el sexo no era para sentir placer, sino para procrear hijos.

La buena de Clarita se tocó su panochita y la notó enrojecida. El tacto de sus dedos en su carnita fresca le gustó. Sintió un nuevo hormigueo. Lo reflexionó algunos momentos y luego decidió que quería experimentar.

Metió los dedos en su vagina enlechada. Ya no tuvo ascos al sentir sus falanges embarradas del semen de su marido. No era tan abundante como creía, pero le gustó la sensación de sentirse pringosa y pegajosa.

Con una mano libre se tocó los pezoncitos y con la otra siguió jugando como una nena traviesa con su carne maltratada por el sexo. Los estímulos la llevaron a volverse a calentar, pero su marido ya estaba dormido.

Clarita se consideraba casta, y no le atraía la idea de que por sus ganas de seguir cogiendo su marido la considerara como una puta. Claro que no lo era: ni tan casta ni tan puta… Sólo el sentimiento normal de una mujer caliente que acaba de descubrir el gusto por el sexo.

Creyéndose una pecadora Clarita se quedó dormida.

Sin embargo, ninguno de los dos supo que del otro lado de la puerta había estado espiando el barbaján de Rubén a través de la rendija de la puerta, cosa que se volvió frecuente con el paso de los meses y de los años, siendo el espiar a su hermano y a su cuñada un hábito frecuente que se repetiría siempre.

¿Puede una mujer inocente como Clarita convertirse en un verdadero putón? Andrés creyó que no. Pero Clarita siempre tuvo sus dudas. Y su cuñado, luego lo descubriría.  
LA HISTORIA SIGUE

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1 comentarios - Ni tan casta ni tan puta [01]

slash2006
Muy bueno. Es hasta enternecedor el principio. Van 10 puntos y a esperar a ver como sigue.