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(Nota de Marco: Hola a todos. Esta pequeña parte también debo terminarla, dado que ya no seguimos viviendo en ese complejo de departamentos. Irónicamente, el “exilio” que me impuso la compañía me llevó finalmente a una casa en los suburbios, en la periferia de Melbourne, como yo tanto lo deseaba. Pero, por otro lado, para poder narrar cómo llegamos aquí, todavía tenemos que conversar algunas cosas antes con mi amado ruiseñor. Una vez más, muchas gracias por su comprensión y paciencia)
Para la siguiente reunión, no esperaba que Sarah estuviese tan cambiada, aunque Brenda ya me lo había advertido días antes.
La tímida y preciosa niña acordó conmigo a dejar una bolsa de basura a mediados de semana, alrededor del mediodía, para que pudiésemos hablar sin levantar sospechas.
Ese miércoles al mediodía, iba “demasiado arreglada” para una acción tan pueril como botar la basura y más apropiada para salir en tiempos fuera de pandemia: Para empezar, llevaba una boina de cuero blanco, de la cual parecían manar cascadas rubias; una camisa con cuello de tortuga púrpura, que estilizaba bien su emergente figura; una falda de tela escocesa a cuadros, con pantimedias negras y aunque desentonaba con el atuendo, un par de zapatillas blancas.
Si la miro objetivamente desde la perspectiva de un hombre, Brenda es una mujer atractiva. Con 19 años, su figura comienza a tomar el parecido de su madre: un leve, pero pujante busto; unas nalgas redondeadas y menudas; una piel blanquecina como la leche, ojos celestes y labios regordetes, que se aprecian inexpertos para besar.
Pero, por otro lado, sigue siendo la jovencita vergonzosa que se rehusaba a aceptar 150 dólares de propina adicionales por salvaguardar a mis hijas cuando salíamos de forma inesperada; la amiga de mi esposa que le encantaba beber leche con chocolate caliente; la indecisa jovencita que no decidía qué estudiar luego de salir de la secundaria y, por último, la tierna chiquilla que miraba con sana envidia los disfraces de princesa que usan mis hijas para Halloween.
Armándose de mucho valor para hablar conmigo, se había dado cuenta del cambio de personalidad en su madre durante las últimas semanas y temía que “ella intentara coquetear conmigo y que yo la rechazase de forma cruel”.
Puesto que me causó risa, le pregunté en tono de broma qué pasaría si yo coqueteaba con ella, algo que no le pareció gracioso en lo absoluto.
Me fue explicando que se había dado cuenta lo entusiasmada que se ponía su madre los días previos a nuestra salida y su preocupación porque intentase seducirme.
Por mi parte, la desarmé de forma parcial, aduciendo que le había hecho algunos comentarios sobre la seriedad de su ropa al momento de comprar en el supermercado y que probablemente, se estaba vistiendo de una manera distinta para lucirse ante los otros hombres.
Pero por la expresión disconforme en su rostro, mi explicación no fue convincente.
Volviendo a la tarde de ese sábado, Sarah me esperaba vestida con una falda celeste y ligera, bordeando en una mini; una blusa con cuello “V”bastante escotada y sin sostén; una chaqueta de cuero blanca y zapatos de tacón del mismo color.
Su rostro también era distinto: sus rojos labios apenas contenían su sonrisa al verme; se había tomado parte de su rubia cabellera y noté más sombra en torno a sus ojos.
En el camino al hotel, percibí algunas veces cuando pasaba los cambios donde me miraba la entrepierna, mientras que, a su vez, ella acomodaba mejor su falda para que viese sus muslos.
Incluso, al cederle la llave de nuestra habitación, sonreía coqueta y se meneaba con mucha confianza al caminar, sabiendo que su hermoso trasero me traía cautivado.
La situación también cambió al entrar: mientras que, en las 3 primeras ocasiones, me dediqué a probar su sexo, en esta oportunidad, sus ojos estaban enfocados en mi entrepierna, con una sonrisa lujuriosa y cautivadora.
Pero para mí, su trasero era la siguiente frontera por conquistar y fue inmediatamente “traicionada” por su ropa.
· ¡No! ¡Lo siento! ¡Yo no puedo hacer eso! - exclamó gravosa cuando le planteé mis deseos.
Con una amplia sonrisa, le conminé a sentarse para conversar, mientras intentaba cubrirse vanamente lo mejor posible con la falda.
Para aquellos que han leído estas historias, saben que nunca he buscado realmente emputecer a una mujer. Pero hay mujeres que han reprimido por tanto tiempo su libido como Sarah, Gloria (mi secretaria) o Fio (nuestra vecina en Adelaide), que estas escapadas terminaron nulificando sus limitaciones y prejuicios.
La conversación la traté de mantener amena, explicándole que, con la proliferación del internet, el sexo anal se ha vuelto más común a lo que ella acostumbraba.
También le destaqué que, a diferencia del sexo normal, donde poco a poco, los cuerpos se van acoplando, el sexo anal es muy atractivo para los hombres, gracias a la acción del esfínter, que siempre ofrece una mayor resistencia a la penetración.
Cuando se lo mencioné, apretó las piernas levemente y enrojeció, puesto que, en efecto, tener relaciones con ella se hacía mucho más fácil que al principio.
- Pero no importa…- le dije, empezando a desvestirme, en vista que el tiempo apremiaba. - No me gusta hacerlo con alguien que no quiere.
Aquello le llamó la atención.
Sus hermosos ojos celestes resplandecían intrigados a mis palabras y le expliqué que, en realidad, no buscaba forzarla.
En particular, me gusta “convencer” a las mujeres para probarlo y no era violento, desesperado ni alterado al respecto.
Que, para una persona diligente como yo, es un proceso que requiere una preparación previa, donde la voy estimulando de a poco para aceptar la intrusión.
Volvió a esbozar una sonrisa curiosa…
No estaba del todo convencida, pero sí estaba “interesada” en lo relacionado a la preparación.
Proseguí sacándome la ropa, continuando con mis pantalones, tornando su sonrisa en una malicia casi infantil: sus labios prácticamente brillaban con deseos de probar mi masculinidad de nuevo.
Consideré entonces prudente que probásemos hacer un 69, algo que también llamó su atención.
Curiosamente, se sintió intimidada al pedirle que se desnudara completamente, dado que las otras veces, nos fuimos sacando la ropa conforme se iban caldeando los ánimos.
De hecho, se empeñaba en cubrir las rosadas copas de sus senos, a pesar de usar una delgada tanga negra que hacía mi miembro brincar.
Me tendí en el sofá (en esos tiempos, todavía no pasábamos al dormitorio) y le pedí que ella fuese gateando sobre mí. Sus ojos estaban enfocados en mi pene y su cuerpo blanquecino, con pezones rosáceos, su delgada cintura y su portentoso trasero, fueron ubicándose lentamente sobre el mío.
Ni siquiera fue necesario que le pidiera que lo chupara, dado que su boca no se contuvo estar a tan corta distancia. Por mi parte, me encargaba de estimular su clítoris con mis dedos y darle lamidas en el interior de sus muslos, haciendo que se estremeciera y suspirase de vez en cuando.
Me sorprendía un poco el nuevo largo de sus rubios vellos púbicos. No que los encontrase descuidados o muy largos las veces anteriores, pero se notaban ahora que estaban mucho más uniformes, sin estar completamente depilados.
En mi mente, no me sorprendía la idea que en sus charlas con Marisol saliera la preferencia de mi esposa de depilarse por completo.
Pero en esa oportunidad, tenía al alcance de mis manos su magnánimo trasero.
Le explicaba a mi esposa que el trasero de nuestra vecina era imponente, en el sentido que se podía sentir la carnosidad y tensión de sus nalgas y que resultaba bastante elástico, puesto que, al estirarlo y pellizcarlo, volvía a su forma original al instante.
Sarah se quejaba y paraba de mamarme, al sentir mi manoseo por aquella zona indómita, pero solo se oponía con palabras.
· ¡Detente! - pedía, en suspiros entrecortados.
Pero no se rehusaba. Empezaba a instigar sus glúteos con mis dedos, pero en lugar de moverse o bloquearme con sus manos, se limitaba solamente a exclamar suspiros profundos.
Llegué al punto que tuve que detenerme y pedirle que siguiera con su parte, ya que se concentraba en recibir placer y podía notar que la situación resultaba insospechadamente placentera para ella, puesto que su lengua parecía desvariar a ratos perdiendo el enfoque, jugando con mi glande y mi tronco de forma desenfrenada.
Y eventualmente, tuve que pedirle que se detuviera, porque ya necesitaba penetrarla.
Cabe destacar que sus ojos seguían sin despegarse de mi pene, que permanecía erguido e hinchado y la obligué a apoyarse en el respaldo del sillón.
· ¡Por favor, no! - imploró de nuevo con preocupación, pero sin rehusarse.
Yo solo sonreí…
- ¿Realmente crees que será tan fácil, considerando lo mucho que te costó acostumbrarte a mí?
(Do you really think it will be that easy, considering how hard it was for you to get used to me?)
En cierta forma, fue reconfortante para ella mi arrogancia, complementado por sentirme deslizar entre sus piernas, porque aparte de calmarla, le brindaba una cierta confianza al ver que podía contenerme.
- ¿Nunca lo has hecho así? -pregunté, notando la palpable excitación en su respiración.
Pero no era necesario responder. Por lo que me había dicho, suponía que Gavin la tenía más pequeña que yo y al parecer, las pocas veces que lo hicieron en la firma debieron similares al misionero.
Afortunadamente, no fue difícil explicarle a mi esposa el sentimiento que me causaba el trasero de nuestra vecina, puesto que ella misma se encontraba más excitada cuando se lo iba narrando.
Particularmente, le excitaba la idea que se hubiese puesto una ropa interior tan llamativa solo para mí y, de hecho, se lo había hecho saber.
- ¡No puedo creer que estuvieses tanto tiempo sola! - le confesé, contemplando esos rígidos glúteos, forjados por horas y horas de gimnasio.
· ¿Por qué… dices eso? -preguntaba, disfrutando el vaivén.
- Porque mírate… vas siempre al gimnasio… eres hermosa y muchos hombres deben fantasear contigo.
Mis palabras le causaban efecto, porque sus quejidos se escuchaban mucho más melosos y podía notar que sonreía complacida.
- Y eres virgen del ano…- señalé, forzando, en esa oportunidad, el índice en su esfínter.
· ¡No! ¡No! ¡Espera! - suplicaba, pero a la vez, irguiéndose más.
- ¿Qué pasa?... ¿No te gusta? -Aprovechaba de consultar, mientras profundizaba mis estocadas.
No podía responder, porque con la otra mano, me las ingenié para acariciar su clítoris.
Pero la intrusión no le era en sí desagradable. Le explicaba a Marisol que mi índice se metía de forma tan ajustada, que el agujero parecía“atascarse” en mi dedo, haciendo que se deformara hacia adentro y hacia afuera, según mis movimientos, mientras que el de mi esposa cede con mayor facilidad.
- Aunque quisiera, no podría meterlo…- le dije, lamiendo su agitada y ardiente espalda, contrayéndose con cada suspiro apasionado. - Es muy grande para ti.
Inconscientemente, se apoyaba en el sofá, ofreciendo su retaguardia más para que la sometiera, ya que, a pesar de todo, podía seguir estimulándola bien en esa posición.
Y llegué a correrme dentro de ella. Sarah ni siquiera protestó cuando presioné lo más adentro que pude y quedó claramente agotada, plegándose en torno al brazo del sofá.
Luego de despegarme, me arrodillé y empecé a besar sus nalgas.
· ¡No! ¡No! - volvió a pedir.
Pero no podía despegarme: su trasero regordete y cálido se amoldaba bien a mis mejillas y aprovechaba de masturbarla también de forma vaginal, estimulando su impoluto ano.
Se quejaba y retorcía, irguiéndose, pero sin rehusarse a mis caricias.
Incluso, llegó a alterarse los breves segundos que retiré mis dedos, para contemplarme aterrada cómo deslizaba mi lengua en su agujero posterior.
De a poco, sus protestas pasaron a ser quejidos suaves y aunque se movía, no era más allá de un par de centímetros.
Proseguí masturbándola insidiosamente por su vagina y no se percató de la facilidad con la que entraba y salía mi índice por su cavidad anal.
Soltó un vago quejido al forzar el anular por su retaguardia, pero, aun así, seguía moviendo sus caderas sin perder el ritmo.
Le hice acabar de esa manera un par de veces más, hasta que terminó resoplando por agotamiento.
Podían notarse las pequeñas perlas de sudor que cubrían su cautivante figura europea y su rostro era resplandeciente: sus labios se veían hinchados, aun botando algunas bocanadas; sus preciosos ojos celestes se veían desenfocados, con rastros grises de lágrimas que habían rodado por sus mejillas y sus cabellos, levemente desordenados, aumentaban la magnitud de la huella de lo vivido.
La ayudé a incorporarse, dándole un tórrido beso en los labios y obligándola, todavía confundida, a marchar desnuda hacia la ducha.
Una vez más, la penetraba inmisericorde, aprisionando su cuerpo con el mío ante las escuálidas baldosas de la pared del baño y besándola desenfrenadamente, agarrando sus pechos con posesión y alevosía, estrujándolos y pellizcándolos a más no poder.
A mitad de la sesión, me detuve completamente, ante su absoluto desconcierto.
- Quiero que, en estos días, te masturbes por detrás. - exigí con seriedad.
(I want you to masturbate from behind.)
El vapor del chorro de la ducha, el calor de la reyerta, el rosado de sus mejillas y el brillo de sus ojos sorprendidos, me embelesaron.
- La próxima vez que te vea, lo haré por ahí y más te vale que estés preparada.
(Next time I see you, I’m going to do it there and you better be prepared)
Percibí su miedo ante mis palabras. Incluso, creo que tragó saliva.
- Quiero que cuando termine esto, cojas con otros tipos. - Agregué, más benevolente. - Eres joven y eres sexy y es una lástima que no tengas a nadie más…
(I want you to fuck other guys after this. You’re young, sexy and it’s a shame that you have no lover)
A pesar de lo inusual de la situación, mi halago tuvo efecto y sonrió levemente al escucharme.
- Pero quiero que solo conmigo, cojas sin condón. - demandé, plantándole un gran beso y dándole con todo.
(But I want to you to fuck without a condom only with me)
Sirvió presionarla por encima de la pared y avanzar hasta su cérvix.
Por cada embestida, además de obligarla a prometérmelo una y otra vez, aprovechaba de penetrar su ano con mis 2 dedos, haciéndola que detonara más fuerte todavía.
Eventualmente, sucumbió a los asedios, acabando en gran manera en un par de ocasiones y besándome de una forma que su boca arrasaba como un huracán dentro de la mía. Y cuando yo me vine dentro, literalmente sucumbimos en placer.
Nos vestimos a medias, mirándonos ocasionalmente nuestros cuerpos cubiertos por toallas y volví a comentar que los hombres debían comérsela con la mirada cuando iba al gimnasio.
Que la vez que la vi con su calza de spandex, tenía problemas para mirar su rostro y no seguir su curvilínea figura.
Mis palabras le hacían sonreír y no ocultaba tanto sus encantos, al levantar la ropa desde el suelo.
Al volver al estacionamiento, nos mirábamos de otra manera. Era como si ambos esperásemos algo de la otra persona, pero no nos atrevíamos ni a decirlo ni a hacerlo, por no interrumpir al otro.
Pero finamente, nos decidimos por darnos un último y lujurioso beso y la infaltable promesa de vernos en 2 semanas más.
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