—¡Oh, casi meestoy viniendo ya! —gritó el señor Verbouc—. ¡Mi arma está que arde! ¡Quétrampa! ¡Qué espectáculo tan maravilloso!
Ambos hombres selevantaron, y Cielo Riveros se vio envuelta en sus abrazos. Dos duros y largosdardos se incrustaban contra su gentil cuerpo a medida que la trasladaban alcanapé.
Ambrosio se tumbósobre sus espaldas, Cielo Riveros se le montó encima, y tomó su pene desemental entre las manos para llevárselo a la vulva.
Elseñor Verbouc contemplaba la escena.
Cielo Riveros sedejó caer lo bastante para que la enorme arma se adentrara por completo; luegose acomodó encima del ardiente sacerdote, y comenzó una deliciosa serie demovimientos Ondulatorios.
El señor Verbouccontemplaba sus hermosas nalgas subir y bajar, abriéndose y cerrándose a cadasucesiva embestida.
Ambrosio se habíaadentrado hasta la raíz, esto era evidente. Sus grandes testículos estabanpegados debajo de ella, y los gruesos labios de Cielo Riveros llegaban a elloscada vez que la muchacha se dejaba caer.
El espectáculo lesentó muy bien a Verbouc. El virtuoso tío se subió al canapé, dirigió su largoy henchido pene hacia el trasero de Cielo Riveros, y sin gran dificultadconsiguió enterrarlo por completo hasta sus entrañas.
El culito de susobrina era ancho y suave como un guante, y la piel de las nalgas blanca comoel alabastro. Verbouc, empero, no prestaba la menor atención a estos detalles.Su miembro estaba dentro, y sentía la estrecha compresión del músculo delpequeño orificio de entrada como algo exquisito. Los dos carajos se frotabanmutuamente, sólo separados por una tenue membrana.
Cielo Riverosexperimentaba los enloquecedores efectos de este doble deleite. Tras unaterrible excitación llegaron los transportes finales conducentes al alivio, ychorros de leche inundaron a la grácil Cielo Riveros.
Después Ambrosiodescargó por dos veces en la boca de Cielo Riveros, en la que también vertióluego su tío su incestuoso fluido, y asi terminó la sesión.
La forma en que CieloRiveros realizó sus funciones fue tal, que mereció sinceros encomios de sus doscompañeros. Sentada en el canto de una silla, se colocó frente a ambos demanera que los tiesos miembros de uno y otro quedaron a nivel con sus labios decoral, Luego, tomando entre sus labios el aterciopelado glande, aplicó ambasmanos a frotar, cosquillear y excitar el falo y sus apéndices.
De esta manerapuso en acción en todo el poder nervioso de los miembros de sus compañeros dejuego, que, con sus miembros distendidos a su máximo, pudieron gozar dellascivo cosquilleo hasta que los toquecitos de Cielo Riveros se hicieronirresistibles, y entre suspiros de éxtasis su boca y su garganta fueroninundadas con chorros de semen.
La pequeñaglotona los bebió por completo. Y lo mismo habría hecho con los de una docena,si hubiera tenido oportunidad para ello.
CIELO RIVEROSSEGUIA PROPORCIONANDOME EL MAS delicioso de los alimentos. Sus juvenilesmiembros nunca echaron de menos las sangrías carmesí provocadas por mispiquetes, los que, muy a pesar mío, me veía obligada a dar para obtener misustento. Determiné, por consiguiente, continuar con ella, no obstante que, adecir verdad, su conducta en los últimos tiempos había devenido discutible yligeramente irregular.
Una cosamanifiestamente cierta era que había perdido todo sentido de la delicadeza ydel recato propio de una doncella, y vivía sólo para dar satisfacción a susdeleites sexuales.
Pronto pudo verseque la jovencita no había desperdiciado ninguna de las instrucciones que se ledieron sobre la parte que tenía que desempeñar en la conspiración urdida. Ahorame propongo relatar en qué forma desempeñó su papel.
No tardó mucho enencontrarse Cielo Riveros en la mansión del se-flor Delmont, y tal vez porazar, o quizás más bien porque así lo había preparado aquel respetableciudadano, a solas con él.
El señor Delmontadvirtió su oportunidad y cual inteligente general, se dispuso al asalto. Seencontró con que su linda compañera, o estaba en el limbo en cuanto a susintenciones, o estaba bien dispuesta a alentarías.
El señor Delmonthabía ya colocado sus brazos en torno a la cintura de Cielo Riveros y, como poraccidente la suave mano derecha de ésta comprimía ya bajo su nerviosa palma elvaronil miembro de él.
Lo que CieloRiveros podía palpar puso de manifiesto la violencia de su emoción. Un espasmorecorrió el duro objeto de referencia a todo lo largo, y Cielo Riveros no dejóde experimentar otro similar de placer sensual.
El enamoradoseñor Delmont la atrajo suavemente necia sí, y abrazó su cuerpo complaciente.Rápidamente estampó un cálido beso en su mejilla y le susurró palabrashalagüeñas para apartar su atención de sus maniobras. Intentó algo más: frotóla mano de Cielo Riveros sobre el duro objeto, lo que le permitió a lajovencita advertir que h excitación podría ser demasiado rápida.
Cielo Riveros seatuvo estrictamente a su papel en todo momento :era una muchacha inocente yrecatada.
El señor Delmont,alentado por la falta de resistencia de parte de su joven amiga, dio otrospasos todavía más decididos. Su inquieta mano vagó por entre los ligerosvestidos ae Cielo Riveros, y acarició sus complacientes pantorrillas. Luego, derepente, al tiempo que besaba con verdadera pasión sus rojos labios, pasó sustemblorosos dedos por debajo para tentar su rollizo muslo.
Cielo Riveros lorechazó. En cualquier otro momento se hubiera acostado sobre sus espaldas y lehubiera permitido hacer lo peor, pero recordaba la lección, y desempeñó supapel perfectamente.
—¡Oh, quéatrevimiento el de usted! —gritó la jovencita—. ¡Qué groserías son éstas! ¡Nopuedo permitírselas! Mi tío dice que no debo consentir que nadie me toque ahí.En todo caso nunca antes de...
CieloRiveros dudó, se detuvo, y su rostro adquirió una expresión boba.
Elseñor Delmont era tan curioso como enamoradizo.
—¿Antesde qué. Cielo Riveros?
—¡Oh, no deboexplicárselo! No debí decir nada al respecto. Sólo sus rudos modales me lo hanhecho olvidar.
—¿Olvidarqué?
—Algode lo que me ha hablado a menudo mi tío —contestó sencillamente Cielo Riveros.
—¿Peroqué es? ¡Dímelo!
—Nome atrevo. Además, no entiendo lo que significa.
—Telo explicaré si me dices de qué se trata.
—¿Mepromete no contarlo?
-Desde luego.
—Bien. Pues loque él dice es que nunca tengo que permitir que me pongan las manos ahí, y quesí alguien quiere hacerlo tiene que pagar mucho por ello.
~¿Dijoeso, realmente?
—Sí, claro quesí. Dijo que puedo proporcionarle una buena suma de dinero, y que hay muchoscaballeros ricos que pagarían por lo que usted quiere hacerme, y dijo tambiénque no era tan estúpido como para dejar perder semejante oportunidad.
—Realmente, CieloRiveros, tu tío es un perfecto hombre de negocios, pero no creí que fuera unhombre de esa clase.
—Pues sí que loes —gritó Cielo Riveros—. Está engreído con el dinero, ¿sabe usted?, y yoapenas si sé lo que ello significa, pero a veces dice que va a vender midoncellez.
—¿Es posible?—pensó Delmont—. ¡Qué tipo debe ser ése! ¡Qué buen ojo para los negocios ha detener!
Cuanto máspensaba el señor Delmont acerca de ello, más convencido estaba de la verdad queencerraba la ingenua explicación dada por Cielo Riveros. Estaba en venta, y éliba a comprarla. Era mejor seguir este camino que arriesgarse a ser descubiertoy castigado por sus relaciones secretas.
Antes, empero, deque pudiera terminar de hacerse estas prudentes reflexiones, se produjo unainterrupción provocada por la llegada de su hija Julia. y, aunquerenuentemente, tuvo que dejar la compañía de Cielo Riveros y componer sus ropasdebidamente.
Cielo Riveros diopronto una excusa y regresó a su hogar, dejando que los acontecimientossiguieran su curso.
El caminoemprendido por la linda muchachita pasaba a través de praderas, y era un caminode carretas que salía al camino real muy cerca de la residencia de su tío.
En esta ocasiónhabía caído ya la tarde, y el tiempo era apacible. El sendero tenía varias curvaspronunciadas, y a medida que Cielo Riveros seguía camino adelante se entreteníaen contemplar el ganado que pastaba en los alrededores.
Llegó a un puntoen el que el camino estaba bordeado por árboles, y donde tina serie de troncosen línea recta separaba la carretera propiamente dicha del sendero parapeatones. En las praderas próximas vio a varios hombres que cultivaban elcampo, y un poco más lejos a un grupo de mujeres que descansaba un momento delas labores de la siembra, entretenidas en interesantes coloquios.
Al otro lado delcamino había una cerca de setos, y como se le ocurriera mirar hacia allá, vioalgo que la asombró. En la pradera había dos animales, un garañón y una yegua.Evidentemente el primero se había dedicado a perseguir a la segunda, hasta queconsiguió darle alcance no lejos de donde se encontraba Cielo Riveros.
Pero lo que mássorprendió y espantó a ésta fue el maravilloso espectáculo del gran miembroparduzco que, erecto por la excitación, colgaba del vientre del semental, y quede vez en cuando se encorvaba en impaciente búsqueda del cuerpo de la hembra.
Esta debía haberadvertido también aquel miembro palpitante, puesto que se había detenido ypermanecía tranquila, ofreciendo su parte trasera al agresor.
El macho estabademasiado urgido por sus instintos amorosos para perder mucho tiempo conrequiebros, y ante los maravillados ojos de la jovencita montó sobre la hembray trató de introducir su instrumento.
Cielo Riveroscontemplaba el espectáculo con el aliento contenido, y pudo ver cómo, por fin,el largo y henchido miembro del caballo desaparecía por entero en las partesposteriores de la hembra.
Decir que sussentimientos sexuales se excitaron no sería más que expresar el resultadonatural del lúbrico espectáculo. En realidad estaba más que excitada; susinstintos libidinosos se habían desatado. Mesándose las manos clavó la miradapara observar con todo interés el lascivo espectáculo, y cuando, tras unacarrera rápida y furiosa, el animal retiró su goteante pene, Cielo Riverosdirigió a éste una golosa mirada, concibiendo la insania de apoderarse de élpara darse gusto a sí misma.
Obsesionada contal idea, Cielo Riveros comprendió que tenía que hacer algo para borrar de sumente la poderosa influencia que la oprimía. Sacando fuerzas de flaqueza apartólos ojos y reanudó su camino, pero apenas había avanzado una docena de pasoscuando su mirada tropezó con algo que ciertamente no iba a aliviar su pasión.
Precisamentefrente a ella se encontraba un joven rústico de unos dieciocho años, defacciones Cielo Riveross, aunque de expresión bobalicona, con la mirada puestaen los amorosos corceles entregados a su pasatiempo. Una brecha entre losmatorrales que bordeaban el camino le proporcionaba un excelente ángulo de vista,y estaba entregado a la contemplación del espectáculo con un interés tanevidente como el de Cielo Riveros.
Pero lo queencadenó la atención de ésta en el muchacho fue el estado en que aparecía suvestimenta, y la aparición de un tremendo miembro, de roja y bien desarrolladacabeza. que desnudo y exhibiéndose en su totalidad, se erguía impúdico.
No cabía dudasobre el efecto que el espectáculo desarrollado en la pradera había causado enel muchacho, puesto que éste se había desabrochado los bastos calzones paraapresar entre sus nerviosas manos un arma de la que se hubiera enorgullecido uncarmelita. Con ojos ansiosos devoraba la escena que se desarrollaba en lapradera, mientras que con la mano derecha desnudaba la firme columna parafriccionaría vigorosamente hacia arriba y hacía abajo, completamente ajeno alhecho de que un espíritu afín era testigo de sus actos.
Una exclamaciónde sobresalto que involuntariamente se le escapó a Cielo Riveros motivó que élmirara en derredor suyo. y descubriera frente a él a la hermosa muchacha, en elmomento en que su lujurioso miembro estaba completamente expuesto en toda sugloriosa erección.
—¡Por Dios!—exclamó Cielo Riveros tan pronto como pudo recobrar el habla—. ¡Qué visión tanespantosa! ¡Muchacho desvergonzado! ¿Qué estás haciendo con esta cosa roja?
El mozo,humillado, trató de introducir nuevamente en su bragueta el objeto que habíamotivado la pregunta, pero su evidente confusión y la rigidez adquirida por elmiembro hacían difícil la operación. por no decir que enfadosa.
CieloRiveros acudió solícita en su auxilio.
—¿Qué es esto?Deja que te ayude. ¿Cómo se salió? ¡Cuán grande y dura es! ¡Y qué larga! ¡A femía que es tremenda tu cosa, muchacho travieso!
Uniendo la accióna las palabras, la jovencita posó su pequeña mano en el erecto pene delmuchacho, y estrujándolo en su cálida palma hizo más difícil aún la posibilidadde poder regresarlo a su escondite.
Entretanto elmuchacho, que gradualmente recobraba su estólida presencia de ánimo, y advertíala inocencia de su nueva desconocida, se abstuvo de hacer nada en ayuda de susloables propósitos de esconder el rígido y ofensivo miembro. En realidad sehizo imposible, aun cuando hubiera puesto algo de SU parte, ya que tan prontocorno su mano lo asió adquirió proporciones todavía mayores, al mismo tiempoque la hinchada y roja cabeza brillaba como una ciruela madura.
—¡Ah, muchachotravieso! —observó Cielo Riveros—. ¿Qué debo hacer? —siguió diciendo, al tiempoque dirigía una mirada de enojo a la hermosa faz del rústico muchacho.
—¡Ah, cuándivertido es! —suspiró el mozuelo—. ¿Quién hubiera podido decir que ustedestaba tan cerca de mí cuando me sentí tan mal, y comenzó a palpitar y engrosarhasta ponerse como está ahora?
—Esto esincorrecto —observó la damita-, apretando más aún y sintiendo que las llamas dela lujuria crecían cada vez mas dentro de ella—. Esto es terriblementeincorrecto, pícaruelo.
—¿Viousted lo que hacían los caballos en la pradera?
—preguntó elmuchacho, mirando con aire interrogativo a Cielo Riveros, cuya belleza parecíaproyectarse sobre su embotada mente como el sol se cuela al través de unpaisaje lluvioso.
—Sí, lo vi.—replicó la muchacha con aire inocente—. ¿Qué estaban haciendo? ¿Qué significabaaquello?
—Estaban jodiendo—repuso el muchacho con una sonrisa de lujuria—. Él deseaba a la hembra y lahembra deseaba al semental, así es que se juntaron y se dedicaron a joder.
—¡Vaya, quécurioso! —contestó la joven, contemplando con la más infantil sencillez el granobjeto que todavía estaba entre sus manos, ante el desconcierto del mozuelo.
—De veras que fuedivertido, ¿verdad? ¡Y qué instrumento el suyo! ¿Verdad, señorita?
—Inmenso —murmuróCielo Riveros sin dejar de pensar un solo momento en la cosa que estabafrotando de arriba para abajo con su mano.
—¡Oh, cómo mecosquillea! —suspiró su compañero—. ¡Qué hermosa es usted! ¡Y qué bien lofrota! Por favor, siga, señorita. Tengo ganas de venirme.
—¿Deveras? —murmuró Cielo Riveros—. ¿Puedo hacer que te vengas?
Cielo Riverosmiró el henchido objeto, endurecido por efecto del suave cosquilleo que leestaba aplicando; y cuya cabeza tumefacta parecía que iba a estallar. Elprurito de observar cuál sería el efecto de su interrumpida fricción seposesionó por completo de ella, por lo que se aplicó con redoblado empeño a latarea.
—¡Oh, si, porfavor! ¡Siga! ¡Estoy próximo a venirme! ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué bien lo hace! ¡Aprietemás. . ., frote más aprisa. . . pélela bien. . .! Ahora otra vez.. . ¡Oh,cielos! ¡Oh!
El largo y duroinstrumento engrosaba y se calentaba cada vez más a medida que ella lo frotabade arriba abajo.
—¡Ah! ¡Uf! ¡Yaviene! ¡Uf! ¡Oooh! —exclamó el rústico entrecortadamente mientras sus rodillasse estremecían y su cuerpo adquiría rigidez, y entre contorsiones y gritosahogados su enorme y poderoso pene expelió un chorro de líquido espeso sobrelas manecitas de Cielo Riveros, que, ansiosa por bañarlas en el calor delviscoso fluido, rodeó por completo el enorme dardo, ayudándolo a emitir hastala última gota de semen.
Cielo Riveros,sorprendida y gozosa. bombeó cada gota —que hubiera chupado de haberseatrevido— y extrajo luego su delicado pañuelo de Holanda para limpiar de susmanos la espesa y perlina masa.
Después eí jovenzuelo,humillado y con aire estúpido, se guardó el desfallecido miembro, y miró a sucompañera con una mezcla de curiosidad y extrañeza.
—¿Dóndevives? —preguntó al fin, cuando encontró palabras para hablar..
—No muy lejos deaquí —repuso Cielo Riveros—. Pero no debes seguirme ni tratar de buscarme,¿sabes? Si lo haces te iría mal
—prosiguió ladamita—, porque nunca más volvería a hacértelo, y encima serias castigado.
—¿Porqué no jodemos como el semental y la potranca?
—sugirió eljoven, cuyo ardor, apenas apaciguado, comenzaba a manifestarse de nuevo.
—Tal vez lohagamos algún día, pero ahora, no. Llevo prisa porque estoy retrasada. Tengoque irme enseguida.
—Déjametentarte por debajo de tus vestidos. Dime, ¿cuándo vendrás de nuevo?
—Ahora no —dijo CieloRiveros, retirándose poco a poco—, pero nos encontraremos otra vez.
Cielo Riverosacariciaba la idea de darse gusto con el formidable objeto que escondía trassus calzones.
—Dime—preguntó ella—. ¿Alguna vez has. .. has jodido?
—No, pero deseohacerlo. ¿No me crees? Está bien, entonces te diré que. .. si, lo he hecho.
—¡Québarbaridad! —comentó la jovencita
—A mi padre legustaría también joderte —agregó sin titubear ni prestar atención a sumovimiento de retirada.
—¿Tupadre? ¡Qué terrible! ¿Y cómo lo sabes?
—Porque mi padrey yo jodemos a las muchachas juntos. Su instrumento es mayor que el mío.
—Esodices tú. Pero ¿será cierto que tu padre y tú hacéis estas horribles cosasjuntos?
—Sí, claro estáque cuando se nos presenta la oportunidad. Deberías verlo joder. ¡ Uyuy!
Yrió como un idiota.
—Nopareces un muchacho muy despierto —dijo Cielo Riveros.
—Mi padre no estan listo como yo —replicó el jovenzuelo riendo más todavía, al tiempo quemostraba otra vez la yerga semienhiesta—. Ahora ya sé cómo joderte, aunque sólolo haya hecho una vez. Deberías yerme joder.
Loque Cielo Riveros pudo ver fue el gran instrumento del muchacho, palpitante yerguido.
—¿Conquién lo hiciste, malvado muchacho?
—Con unajovencita de catorce años. Ambos la jodimos, mi padre y yo nos la dividimos.
—¿Quiénfue el primero? —inquirió Cielo Riveros.
—Yo, y mi padreme sorprendió. Entonces él quiso hacerlo también y me hizo sujetarla. Lohubieras visto joder... ¡Uyuy!
Unos minutosdespués Cielo Riveros había reanudado su camino, y llegó a su hogar sinposteriores aventuras.
CUANDO CIELORIVEROS RELATO EL RESULTADO DE su entrevista de aquella tarde con el señorDelmont, unas ahogadas risitas de deleite escaparon de los labios de los otrosdos conspiradores. No habló, sin embargo, del rústico jovenzuelo con quienhabía tropezado por el camino. De aquella parte de sus aventuras del díaconsideró del todo innecesario informar al astuto padre Ambrosio o a su nomenos sagaz pariente.
[/font][/size]El complot estabaevidentemente a punto de tener éxito. La semilla tan discretamente sembradatenía que fructificar necesariamente, y cuando el padre Ambrosio pensaba en eldelicioso agasajo que algún día iba a darse en la persona de la hermosa JuliaDelmont, se alegraban por igual su espíritu y sus pasiones animales,solazándose por anticipado con las tiernas exquisiteces próximas a ser suyas,con el ostensible resultado de que se produjera una gran distensión de sumiembro y que su modo de proceder denunciara la profunda excitación que sehabía apoderado de él.
Tampoco el señorVerbouc permanecía impasible. Sensual en grado extremo, se prometía unestupendo agasajo con los encantos de la hija de su vecino, y el sólopensamiento de este convite producía los correspondientes efectos en sutemperamento nerviosa.
Empero, quedabanalgunos detalles por solucionar. Estaba claro que el simple del señor Delmontdaría los pasos necesarios para averiguar lo que había de cierto en laafirmación de Cielo Riveros de que su tío estaba dispuesto a vender suvirginidad.
El padreAmbrosio, cuyo conocimiento del hombre le había hecho concebir tal idea, sabiaperfectamente con quién estaba tratando. En efecto, ¿quién, en el sagradosacramento de la confesión, no ha revelado lo más intimo de su ser al pío varónque ha tenido el privilegio de ser su confesor?
El padre Ambrosio eradiscreto; guardaba al pie de la letra el silencio que le ordenaba su religión.Pero no tenía empacho en valerse de los hechos de los que tenía conocimientopor este camino para sus propios fines, y cuáles eran ellos ya los sabe nuestrolector a estas alturas.
El plan quedó,pues, ultimado. Cierto día, a convenir de común acuerdo, Cielo Riverosinvitaría a Julia a pasar el día en casa de su tío, y se acordó asimismo que elseñor Delmont seria invitado a pasar a recogerla en dicha ocasión. Después decierto lapso de inocente coqueteo por parte de Cielo Riveros, ateniéndose a loque previamente se le habría explicado, ella se retiraría, y bajo el pretextode que había que tomar algunas precauciones para evitar un posible escándalo,le seria presentada en una habitación idónea, acostada sobre un sofá, en el quequedarían a merced suya sus encantos personales. si bien la cabeza permaneceríaoculta tras una cortina cuidadosamente corrida. De esta manera el señor Delmontansioso de tener el tierno encuentro, podría arrebatar la codiciada joya quetanto apetecía de su adorable víctima, mientras que ella, ignorante de quiénpudiera ser el agresor, nunca podría acusarlo posteriormente de violación, nitampoco avergonzarse delante de él.
A Delmont teníaque explicársele todo esto, y se daba por seguro su consentimiento. Una solacosa tenía que ocultársele: el que su propia hija iba a sustituir a CieloRiveros. Esto no debía saberlo hasta que fuera demasiado tarde.
Mientras tantoJulia tendría que ser preparada gradualmente y en secreto sobre lo que iba aocurrir, sin mencionar, naturalmente, el final catastrófico y la persona que enrealidad consumaría el acto. En este aspecto, el padre Ambrosio se sentía en suelemento, y por medio de preguntas bien encaminadas y de gran número deexplicaciones en el confesionario, en realidad innecesarias, había ya puesto ala muchacha en antecedentes de cosas en las que nunca antes había soñado, todolo cual Cielo Riveros se habría apresurado a explicar y confirmar.
Todos losdetalles fueron acordados finalmente en una reunión con junta, y laconsideración del caso despertó por anticipado apetitos tan violentos en amboshombres, que se dispusieron a celebrar su buena suerte entregándose a laposesión de la linda y joven Cielo Riveros con una pasión nunca alcanzada hastaaquel entonces.
La damita, por suparte, tampoco estaba renuente a prestarse a las fantasías, y como quiera queen aquellos momentos estaba tendida sobre el blando sofá con un endurecidomiembro en cada mano, sus emociones subieron de intensidad, y se mostrabaansiosa de entregarse a los vigorosos brazos que sabía estaban a punto de reclamaría.
Como decostumbre, el padre Ambrosio fue el primero. La volteó boca abajo, haciéndolaque exhibiera sus rollizas nalgas lo más posible. Permaneció unos momentosextasiado en la contemplación de la deliciosa prospectiva, y de la pequeña ydelicada rendija apenas visible debajo de ellas. Su arma, temible y bienaprovisionada de esencia, se enderezó bravamente, amenazando las dosencantadoras entradas del amor.
El señor Verbouc,como en otras ocasiones, se aprestaba a ser testigo del desproporcionadoasalto, con el evidente objeto de desempeñar a continuación su papel favorito.
El padre Ambrosiocontempló con expresión lasciva los blancos y redondeados promontorios quetenía enfrente. Las tendencias clericales de su educación lo invitaban a lacomisión de un acto de infidelidad a la diosa, pero sabedor de lo que esperabade él su amigo y patrono, se contuvo por el momento.
—Las dilacionesson peligrosas —dijo—. Mis testículos están repletos, la querida niña deberecibir su contenido, y usted, amigo mío, tiene que deleitarse con la abundantelubricación que puedo proporcionarle.
Esta vez, cuandomenos, Ambrosio no había dicho sino la verdad. Su poderosa arma, en cuya cima aparecía la chata y roja cabezade amplias proporciones, y que daba la impresión de un hermoso fruto en sazón,se erguía frente a su vientre, y sus inmensos testículos, pesados y redondos,se veían sobrecargados del venenoso licor que se aprestaban a descargar. Unaespesa y opaca gota —un auant courrier del chorro que había de seguir— asomó ala roma punta de su pene cuando, ardiendo en lujuria el sátiro se aproximaba asu víctima.
Inclinandorápidamente su enorme dardo, Ambrosio llevó la gran nuez de su extremidad juntoa los labios da la tierna vulva de Cielo Riveros, y comenzó a empujar haciaadentro.
—¡Oh, qué dura!¡Cuán grande es! —comentó Cielo Riveros—. ¡Me hacéis daño! ¡Entra demasiadoaprisa! ¡Oh, detenéos!
Igual hubierasido que Cielo Riveros implorara a los vientos. Una rápida sucesión desacudidas, unas cuantas pausas entre ellas, más esfuerzos, y Cielo Riverosquedó empalada.
—¡Ah! —exclamó elviolador, volviéndose con aire triunfal hacia su coadjutor, con los ojoscentelleantes y sus lujuriosos labios babeando de gusto—. ¡Ah, esto esverdaderamente sabroso. Cuán estrecha es y, sin embargo, lo tiene todo adentro.Estoy en su interior hasta los testículos!
El señor Verboucpracticó un detenido examen. Ambrosio estaba en lo cierto. Nada de sus órganosgenitales, aparte de sus grandes bolas, quedaba a la vista, y éstas estabanapretadas contra las piernas de Cielo Riveros.
Mientras tanto CieloRiveros sentía el calor del invasor en su vientre. Podía darse cuenta de cómoel inmenso miembro que tenía adentro se descubría y se volvía a cubrir, yacometida en el acto por un acceso de lujuria se vino profusamente, al tiempoque dejaba escapar un grito desmayado.
Elseñor Verbouc estaba encantado.
—¡Empuja,empuja! —decía—. Ahora le da gusto. Dáselo todo... ¡Empuja!
Ambrosio nonecesitaba mayores incentivos, y tomando a Cielo Riveros por las caderas seenterraba hasta lo más hondo a cada embestida. El goce llegó pronto; se hizoatrás hasta retirar todo el pene, salvo la punta, para lanzarse luego a fondo yemitir un sordo gruñido mientras arrojaba un verdadero diluvio de calientefluido en el interior del delicado cuerpo de Cielo Riveros.
La muchachasintió el cálido y cosquilléante chorro disparado a toda violencia en suinterior, y una vez más rindió su tributo. Los grandes chorros que a intervalosinundaban sus órganos vitales, procedentes de las poderosas reservas del padreAmbrosio —cuyo singular don al respecto expusimos ya anteriormente— le causabana Cielo Riveros las más deliciosas sensaciones, y elevaban su placer al máximodurante las descargas.
Apenas se huboretirado Ambrosio cuando se posesionó de su sobrina el señor Verbouc, y comenzóun lento disfrute de sus más secretos encantos. Un lapso de veinte minutos biencontados transcurrió desde el momento en que el lujurioso tío inició su goce, hastaque dio completa satisfacción a su lascivia con una copiosa descarga, la que CieloRiveros recibió con estremecimientos de deleite sólo capaces de ser imaginadospor una mente enferma.
—Me pregunto—dijo el señor Verbouc después de haber recobrado el aliento, y de reanimarsecon un buen trago de vino—, me pregunto por qué es que esta querida chiquillame inspira tan completo arrobo. En sus brazos me olvido de mí y del mundoentero. Arrastrado por la embriaguez del momento me transporto hasta el límitedel éxtasis.
La observacióndel tío —o reflexión, llámenle ustedes como gusten— iba en parte dirigida albuen padre, y en parte era producto de elucubraciones espirituales interioresque afloraban involuntariamente convertidas en palabras.
—Creo poderdecírtelo —repuso Ambrosio sentenciosamente—. Sólo que tal vez no quierasseguir mi razonamiento.
—De todos modospuedes exponérmelo —replicó Verbouc—. Soy todo oídos, y me interesa mucho sabercuál es la razón, según tú.
—Mí razón, oquizá debiera decir mis razones —observó el padre Ambrosio— te resultaránevidentes cuando conozcas mi hipótesis.
Después, tomandoun poco de rapé —lo cual era un hábito suyo cuando estaba entregado a algunareflexión importante— prosiguió:
—El placersensual debe estar siempre en proporción a las circunstancias que se supone loproducen. Y esto resulta paradójico, ya que cuando más nos adentramos en lasensualidad y cuanto más voluptuosos se hacen nuestros gustos, mayor necesidadhay de introducir variación en dichas circunstancias.
Hay que entenderbien lo que quiero decir, y por ello trataré de explicarme más claramente. ¿Porqué tiene que cometer un hombre una violación, cuando está rodeado de mujeresdeseosas de facilitarle el uso de su cuerpo? Simplemente porque no le satisfaceestar de acuerdo con la parte opuesta en la satisfacción de sus apetitos.
Precisamente es en la [alta de Consentimientodonde encuentra el placer. No cabe duda de que en ciertos momentos un hombre demente cruel, que busca sólo su satisfacción sensual y no encuentra una mujerque se preste a saciar sus apetitos, viola a una mujer o una niña, sin mayormotivo que la inmediata satisfacción de los deseos que lo enloquecen; peroescudriña en los anales de tales delitos, y encontrarás que la mayor parte deellos son el resultado de designios deliberados, planeados y ejecutados encircunstancias que implican el acceso legal y fácil de medios de satisfacción.La oposición al goce proyectado sirve para abrir el apetito sexual, y añadir alacto características de delito, o de violencia que agregan un deleite que deotro modo no existiría. Es malo, está prohibido, luego vale la penaperseguirlo; se convierte en una verdadera obsesión poder alcanzarlo.
—¿Por qué,también —siguió diciendo— un hombre de constitución vigorosa y capaz deproporcionar satisfacción a una mujer adulta prefiere una criatura de apenascatorce años? Contestó: porque el deleite lo encuentra en lo anormal de lasituación, que proporciona placer a su imaginación, y constituye una exactaadaptación a las circunstancias de que hablaba. En efecto, lo que trabaja es,desde luego, la imaginación. La ley de los contrastes opera lo mismo en estecaso como en todos los demás.
La simplediferencia de sexos no le basta al sibarita; le es necesario añadir otroscontrastes especiales para perfeccionar la idea que ha concebido. Las variantesson infinitas, pero todas están regidas por la misma norma; los hombres altosprefieren las mujeres pequeñas; los bien parecidos, las mujeres feas; losfuertes seleccionan a las mujeres tiernas y endebles, y éstas, a la inversa,anhelan compañeros robustos y vigorosos. Los dardos de Cupido llevan laincompatibilidad en sus puntas, y su plumaje es el de las más increíblesincongruencias.
Nadie, salvo losanimales inferiores, los verdaderos brutos, se entregan a la cópulaindiscriminada con el sexo opuesto, e incluso éstos manifiestan a vecespreferencias y deseos tan irregulares como los de los hombres. ¿Quién no havisto el comportamiento fuera de lo común de una pareja de perros callejeros, ono se ha reído de los apuros de la vieja vaca que, llevada al mercado con surebaño, desahoga sus instintos sexuales montándose sobre el lomo de su vecinamás próxima?
—De esta maneracontesto a tus preguntas —terminó diciendo— y explico tus preferencias por tusobrina, tu dulce pero prohibida compañera de juegos, cuyas deliciosas piernasestoy acariciando en estos momentos.
Cuando el padreAmbrosio hubo concluido su disertación, dirigió una fugaz mirada a la lindamuchacha, cosa que bastó para hacer que su gran arma adquiriera sus mayoresdimensiones.
—Ven, mi frutoprohibido —dijo él—. Déjame que te joda; déjame disfrutar de tu persona a plenasatisfacción. Ese es mi mayor placer, mi éxtasis, mi delirante disfrute. Teinundaré de semen, te poseeré a pesar de los dictados de la sociedad. Eres mía¡ven!
Cielo Riverosechó una mirada al enrojecido y rígido miembro de su confesor, y pudo observarla mirada de él fija en su cuerpo juvenil. Sabedora de sus intenciones, sedispuso a darles satisfacción.
Como ya sumajestuoso pene había entrado con frecuencia en su cuerpo en toda su extensión,el dolor de la distensión había ya cedido su lugar al placer, y su juvenil yelástica carne se abrió para recibir aquella gigantesca columna con dificultadapenas limitada a tener que efectuar la introducción cautelosamente.
El buen hombre sedetuvo por unos momentos a contemplar el buen prospecto que tenía ante sí;luego, adelantándose, separó los rojos labios de la vulva de Cielo Riveros, ymetió entre ellos la lisa bellota que coronaba su gran arma. Cielo Riveros larecibió con un estremecimiento de emoción.
Ambrosio siguiópenetrando hasta que, tras de unas cuantas embestidas furiosas, hundió toda lalongitud del miembro en el estrecho cuerpo juvenil que lo recibió hasta lostestículos.
Siguieron unaserie de embestidas, de vigorosas contorsiones de parte de uno, y de sollozosespasmódicos y gritos ahogados de la otra. Si el placer del hombre pío era intenso,el de su joven compañera de juego era por igual inefable, y el duro miembroestaba ya bien lubricado como consecuencia de las anteriores descargas. Dejandoescapar un quejido de intensa emoción logró una vez más la satisfacción de suapetito, y Cielo Riveros sintió los chorros de semen abrasándole violentamentelas entrañas.
—¡Ah, cómo mehabéis inundado los dos! —dijo Cielo Riveros. Y mientras hablaba podíaobservarse un abundante escurrimiento que, procedente de la conjunción de losmuslos, corría por sus piernas basta llegar al suelo.
Antes de queninguno de los dos pudiera contestar a la observación, llegó a la tranquilaalcoba un griterío procedente del exterior. que acabó por atraer la atención detodos los presentes, no obstante que cada vez se debilitaba mas.
Llegando a estemomento debo poner a mis lectores en antecedentes de una o dos cosas que hastaahora, dadas mis dificultades de desplazamiento, no consideré del casomencionar. El hecho es que las pulgas, aunque miembros ágiles de la sociedad,no pueden llegar a todas partes de inmediato, aunque pueden superar estadesventaja con el despliegue de una rara agilidad, no común en otros insectos.
Debería haberexplicado, como cualquier novelista, aunque tal vez con más veracidad, que latía de Cielo Riveros, la señora Verbouc, que ya presenté a mis lectoressomeramente en el capítulo inicial de mi historia, ocupaba una habitación enuna de las alas de la casa, donde, al igual que la señora Delmont, pasaba lamayor parte del tiempo entregada a quehaceres devotos, y totalmentedespreocupada de los asuntos mundanos, ya que acostumbraba dejar en manos de susobrina el manejo de los asuntos domésticos de la casa.
El señor Verbouchabía ya alcanzado el estado de indiferencia ante los requiebros de su caramitad, y rara vez visitaba su alcoba, o perturbaba su descanso con objeto deejercitar sus derechos maritales.
La señora Verbouc, sinembargo, era todavía joven —treinta y dos primaveras habían transcurrido sobresu devota y piadosa cabeza— era hermosa, y había aportado a su esposo unaconsiderable fortuna.
No obstante suspíos sentimientos, la señora Verbouc apetecía a veces el consuelo más terrenalde los brazos de su esposo. y saboreaba con verdadero deleite el ejercicio desus derechos en las ocasionales visitas que él hacía a su recámara.
En esta ocasiónla señora Verbouc se había retirado a la temprana hora en que acostumbrabahacerlo, y la presente disgresión se hace indispensable para poder explicar loque sigue. Dejemos a esta amable señora entregada a los deberes de la toilette,que ni siquiera una pulga osa profanar, y hablemos de otro y no menosimportante personaje, cuyo comportamiento será también necesario queanalicemos.
Sucedió, pues,que el padre Clemente, cuyas proezas en el campo de la diosa del amor hemos yatenido ocasión de relatar, estaba resentido por la retirada de la joven CieloRiveros de la Sociedad de la Sacristía, y sabiendo bien quién era ella y dóndepodía encontrarla, rondó durante varios días la residencia del señor Verbouc, afin de recobrar la posesión de la deliciosa prenda que el marrullero padreAmbrosio les había escamoteado a sus confreres
Le ayudó en laempresa el Superior, que lamentaba asimismo amargamente la pérdida sufrida,aunque no sospechaba el papel que en la misma había desempeñado el padreAmbrosio.
Aquellatarde el padre Clemente se había apostado en las proximidades de la casa, y.
enbusca de una oportunidad, se aproximó a una ventana para atisbar al través deella, seguro de que era la que daba a la habitación de Cielo Riveros.
¡Cuán vanos son,empero, los cálculos humanos! Cuando el desdichado Clemente, a quien le habíansido arrebatados sus placeres, estaba observando la habitación sin perderdetalle, el objeto de sus cuitas estaba entregado en otra habitación a lasatisfacción de su lujuria, en brazos de sus rivales.
Mientras, lanoche avanzaba, y observando Clemente que todo estaba tranquilo, logróempinarse hasta alcanzar el nivel de la ventana. Una débil luz iluminaba lahabitación en la que el ansioso cure pudo descubrir una dama entregada al plenodisfrute de un sueño profundo.
Sin dudar quesería capaz de ganarse una vez más los favores de Cielo Riveros con sólo poderhacer que escuchara sus palabras, y recordando la felicidad que representó elhaber disfrutado de sus encantos, el audaz pícaro abrió furtivamente la ventanay se adentró en el dormitorio. Bien envuelto en el holgado hábito monacal, yescondiendo su faz bajo la cogulla, se deslizó dentro de la cama mientras sugigantesco miembro. ya despierto al placer que se le prometía, se erguía contrasu hirsuto vientre.
La señoraVerbouc, despertada de un sueño placentero, y sin siquiera poder sospechar quefuera otro y no su fiel esposo quien la abrazara tan cálidamente, se volvió conamor hacia el intruso, y. nada renuente, abrió por propia voluntad sus muslospara facilitar el ataque.
Clemente, por suparte, seguro de que era la joven Cielo Riveros a quien tenía entre sus brazos,con mayor motivo dado que no oponía resistencia a sus caricias, apresuró lospreliminares, trepando con la mayor celeridad sobre las piernas de la señorapara llevar su enorme pene a los labios de una vulva bien humedecida.Plenamente sabedor de las dificultades que esperaba encontrar en una muchachatan joven, empujó con fuerza hacia el interior.
Hubo unmovimiento: dio otro empujón hacia abajo, se oyó un quejido de la dama, ylentamente, pero de modo seguro, la gigantesca masa de carne endurecida se fuesumiendo, hasta que quedó completamente enterrada. Entonces, mientras, entraba,la señora Verbouc advirtió por vez primera la extraordinaria diferencia: aquelpene era por lo menos de doble tamaño que el de su esposo. A la duda siguió lacerteza. En la penumbra alzó la cabeza, y pudo ver encima de ella el excitadorostro del feroz padre Clemente.
Instantáneamentese produjo una lucha, un violento alboroto, y una yana tentativa por parte dela dama para librarse del fuerte abrazo con que la sujetaba su asaltante.
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