Mis primeros recuerdos me retrotraen a una época en que me encontraba en el interior de una iglesia. Había música, y se oían unos cantos lentos y monótonos que me llenaron de sorpresa y admiración. Pero desde entonces he aprendido a calibrar la verdadera importancia de tales influencias, y las actitudes de los devotos lastimo ahora como manifestaciones exteriores de un estado emocional interno, parlo general inexistente.
Estaba entregadoa mi tarea profesional en la regordeta y blanca pierna de una jovencita dealrededor de catorce años, el sabor de cuya sangre todavía recuerdo, así comoel aroma de su... pero estoy divagando.
Poco después dehaber dado comienzo tranquila y amistosamente a mis pequeñas atenciones, lajovencita, así como el resto de la congregación, se levantó y se fue. Como esnatural, decidí acompañarla.
Tengo muyaguzados los sentidos de la vista y el oído, y pude ver cómo, en el momento enque cruzaba el pórtico, un joven deslizaba en la enguantada mano de lajovencita una hoja doblada de papel blanco. Yo había percibido ya el nombre CieloRiveros, bordado en la suave medía de seda que en un principio me atrajo a mí,y pude ver que también dicho nombre aparecía en el exterior de la carta deamor. Iba con su tía, una señora alta y majestuosa, con la cual no meinteresaba entrar en relaciones de intimidad.
Cielo Riveros era una preciosidad de apenas catorceaños, y de figura perfecta. No obstante, su juventud, sus dulces senos encapullo empezaban ya a adquirir proporciones como las que placen al sexoopuesto. Su rostro acusaba una candidez encantadora; su aliento era suave comolos perfumes de Arabia, y su piel parecía de terciopelo. Cielo Riveros sabía,desde luego, cuáles eran sus encantos, y erguía su cabeza con tanto orgullo ycoquetería como pudiera hacerlo una reina. No resultaba difícil ver quedespertaba admiración al observar las miradas de anhelo y lujuria que ledirigían los jóvenes, y a veces también los hombres ya más maduros. En elexterior del templo se produjo un silencio general, y todos los rostros sevolvieron a mirar a la linda Cielo Riveros, manifestaciones que hablaban mejorque las palabras de que era la más admirada por todos los ojos, y la másdeseada por los corazones masculinos.
Sin embargo, sinprestar la menor atención a lo que era evidentemente un suceso de todos losdías, la damita se encaminó con paso decidido hacia su hogar, en compañía de sutía, y al llegar a su pulcra y elegante morada se dirigió rápidamente a sualcoba. No diré que la seguí, puesto que iba con ella, y pude contemplar cómola gentil jovencita alzaba una de sus exquisitas piernas para cruzaría sobre laotra con el fin de desatarse las elegantes y pequeñísimas botas de cabritilla.
Brinqué sobre laalfombra y me di a examinarla. Siguió la otra bota, y sin apartar una de otrasus rollizas pantorrillas, Cielo Riveros se quedó viendo la misiva plegada queyo advertí que el joven había depositado secretamente en sus manos.
Observándolo tododesde cerca, pude ver las curvas de los muslos que se desplegaban hacia arribahasta las jarreteras, firmemente sujetas, para perderse luego en la oscuridad,donde uno y otro se juntaban en el punto en que se reunían con su hermoso bajovientre para casi impedir la vista de una fina hendidura color durazno, queapenas asomaba sus labios por entre las sombras.
De pronto CieloRiveros dejó caer la nota, y habiendo quedado abierta, me tomé la libertad deleerla también. los incautos. Me he dado cuenta de este defecto original mio, ycon un alma que está muy por encima de los vulgares instintos de los seres demi raza, he ido escalando alturas de percepción mental y de erudición que mecolocaron para siempre en el pináculo de la grandeza en el mundo de losinsectos.
Es el hecho dehaber alcanzado tal esclarecimiento mental el que quiero evocar al describirlas escenas que presencié, y en las que incluso tomé parte. No he de detenermepara exponer por qué medios fui dotada de poderes humanos de observación y dediscernimiento. Séales permitido simplemente darse cuenta, al través de miselucubraciones, de que los poseo, y procedamos en consecuencia.
De esta suerte sedarán ustedes cuenta de que no soy una pulga vulgar. En efecto, cuando setienen en cuenta las compañías que estoy acostumbrado a frecuentar, lafamiliaridad con que he conllevado el trato con las más altas personalidades, yla forma en que trabé conocimiento con la mayoría de ellas, el lector no dudaráen convenir conmigo que, en verdad, soy el más maravilloso y eminente de losinsectos.
Mis primerosrecuerdos me retrotraen a una época en que me encontraba en el interior de unaiglesia. Había música, y se oían unos cantos lentos y monótonos que me llenaronde sorpresa y admiración. Pero desde entonces he aprendido a calibrar la verdaderaimportancia de tales influencias, y las actitudes de los devotos las tomo ahoracomo manifestaciones exteriores de un estado emocional interno, por lo generalinexistente.
Estaba entregadoa mi tarea profesional en la regordeta y blanca pierna de una jovencita dealrededor de catorce años, el sabor de cuya sangre todavía recuerdo, así comoel aroma de su... pero estoy divagando.
Poco después dehaber dado comienzo tranquila y amistosamente a mis pequeñas atenciones, lajovencita, así como el resto de la congregación, se levantó y se fue. Como esnatural, decidí acompañarla.
Tengo muyaguzados los sentidos de la vista y el oído, y pude ver cómo, en el momento enque cruzaba el pórtico, un joven deslizaba en la enguantada mano de lajovencita una hoja doblada de papel blanco. Yo había percibido ya el nombre CieloRiveros, bordado en la suave medía de seda que en un principio me atrajo a mí,y pude ver que también dicho nombre aparecía en el exterior de la carta deamor. Iba con su tía, una señora alta y majestuosa, con la cual no meinteresaba entrar en relaciones de intimidad.
Cielo Riveros erauna preciosidad de apenas catorce años, y de figura perfecta. No obstante sujuventud, sus dulces senos en capullo empezaban ya a adquirir proporciones comolas que placen al sexo opuesto. Su rostro acusaba una candidez encantadora; sualiento era suave como los perfumes de Arabia, y su piel parecía de terciopelo.Cielo Riveros sabía, desde luego, cuáles eran sus encantos, y erguía su cabezacon tanto orgullo y coquetería como pudiera hacerlo una reina. No resultabadifícil ver que despertaba admiración al observar las miradas de anhelo ylujuria que le dirigían los jóvenes, y a veces también los hombres ya másmaduros. En el exterior del templo se produjo un silencio general, y todos losrostros se volvieron a mirar a la linda Cielo Riveros, manifestaciones quehablaban mejor que las palabras de que era la más admirada por todos los ojos,y la más deseada por los corazones masculinos.
Sin embargo, sinprestar la menor atención a lo que era evidentemente un suceso de todos losdías, la damita se encaminó con paso decidido hacia su hogar, en compañía de sutía, y al llegar a su pulcra y elegante morada se dirigió rápidamente a sualcoba. No diré que la seguí, puesto que iba con ella, y pude contemplar cómola gentil jovencita alzaba una de sus exquisitas piernas para cruzaría sobre laotra con el fin de desatarse las elegantes y pequeñísimas botas de cabritilla.
Brinqué sobre laalfombra y me di a examinarla. Siguió la otra bota, y sin apartar una de otrasus rollizas pantorrillas, Cielo Riveros se quedó viendo la misiva plegada queyo advertí que el joven había depositado secretamente en sus manos.
Observándolo tododesde cerca, pude ver las curvas de los muslos que se desplegaban hacia arribahasta las jarreteras, firmemente sujetas, para perderse luego en la oscuridad,donde uno y otro se juntaban en el punto en que se reunían con su hermoso bajovientre para casi impedir la vista de una fina hendidura color durazno, queapenas asomaba sus labios por entre las sombras.
De pronto CieloRiveros dejó caer la nota, y habiendo quedado abierta, me tomé la libertad deleerla también.
“Esta noche, alas ocho, estaré en el antiguo lugar”. Eran las únicas palabras escritas en elpapel, pero al parecer tenían un particular interés para ella. puesto que semantuvo en la misma postura por algún tiempo en actitud pensativa.
Se habíadespertado mi curiosidad, y deseosa de saber más acerca de la interesantejoven, lo que me proporcionaba la agradable oportunidad de continuar en tanplacentera promiscuidad, me apresuré a permanecer tranquilamente oculta en unlugar recóndito y cómodo, aunque algo húmedo, y no salí del mismo, con el finde observar el desarrollo de los acontecimientos, hasta que se aproximó la horade la cita.
Cielo Riveros sevistió con meticulosa atención, y se dispuso a trasladarse al jardín querodeaba la casa de campo donde moraba, fui con ella.
Al llegar alextremo de una larga y sombreada avenida la muchacha se sentó en una bancarústica, y esperó la llegada de la persona con la que tenía que encontrarse.
No pasaron más deunos cuantos minutos antes de que se presentara el joven que por la mañana sehabía puesto en comunicación con mi deliciosa amiguita.
Se entabló unaconversación que, sí debo juzgar por la abstracción que en ella se hacía detodo cuanto no se relacionara con ellos mismos, tenía un interés especial paraambos.
Anochecía, yestábamos entre dos luces. Soplaba un airecillo caliente y confortable, y lajoven pareja se mantenía entrelazada en el banco, olvidados de todo lo que nofuera su felicidad mutua.
—No sabes cuántote quiero, Cielo Riveros -murmuró el joven, sellando tiernamente su declaracióncon un beso depositado sobre los labios que ella ofrecía.
—Sí, lo sé—contestó ella con aire inocente—. ¿No me lo estás diciendo constantemente?Llegaré a cansarme de oír esa canción.
CieloRiveros agitaba inquietamente sus lindos pies, y se veía meditabunda.
—¿Cuándo meexplicarás y enseñarás todas esas cosas divertidas de que me has hablado?—preguntó ella por fin, dirigiéndole una mirada, para volver luego a clavar lavista en el suelo.
—Ahora —repuso eljoven—. Ahora, querida Cielo Riveros, que estamos a solas y libres deinterrupciones. ¿Sabes, Cielo Riveros? Ya no somos unos chiquillos.
CieloRiveros asintió con un movimiento de cabeza.
—Bien; hay cosasque los niños no saben, y que los amantes no sólo deben conocer, sino tambiénpracticar.
—¡VálgameDios! —dijo ella, muy seria.
— Sí —continuó sucompañero—. Hay entre los que se aman cosas secretas que los hacen felices, yque son causa de la dicha de amar y ser amado.
—¡Dios mío!—exclamó Cielo Riveros—. ¡Qué sentimental te has vuelto, Carlos! Todavíarecuerdo cuando me decías que el sentimentalismo no era más que una patraña.
—Asílo creía, hasta que me enamoré de ti —replicó el joven.
—¡Tonterías!—repuso Cielo Riveros—. Pero sigamos adelante, y i cuéntame lo que me tienesprometido.
—Note lo puedo decir si al mismo tiempo no te lo enseño
—contestóCarlos—. Los conocimientos sólo se aprenden observándolos en la práctica.
—¡Anda, pues!¡Sigue adelante y enséñame! —exclamó la muchacha, en cuya brillante mirada yardientes mejillas creí- descubrir que tenía perfecto conocimiento de la clasede instrucción que demandaba.
En su impacienciahabía un no sé qué cautivador. El joven cedió a este atractivo y, cubriendo consu cuerpo el de la Cielo Riveros damita, acercó sus labios a los de ella y labesó embelesado.
Cielo Riveros noopuso resistencia; por el contrario colaboró devolviendo las caricias de suamado.
Entretanto lanoche avanzaba; los árboles desaparecían tras. la oscuridad, y extendían susaltas copas como para proteger a los jóvenes contra la luz que se desvanecía.
De pronto Carlosse deslizó a un lado de ella y efectuó un ligero movimiento. Sin oposición departe de Cielo Riveros pasó su mano por debajo de las enaguas de la muchacha.No satisfecho con el goce que le causó tener a su alcance sus medias de seda,intentó seguir más arriba, y sus inquisitivos dedos entraron en contacto conlas suaves y temblorosas carnes de los muslos de la muchacha.
El ritmo de larespiración de Cielo Riveros se apresuró ante este poco delicado ataque a susencantos. Estaba, empero, muy lejos de resistirse; indudablemente le placía elexcitante jugueteo.
-Tócalo-murmuró—. Te lo permito.
Carlos nonecesitaba otra invitación. En realidad se disponía a seguir adelante, ycaptando en el acto el alcance del permiso, introdujo sus dedos más adentro.
La complacientemuchacha abrió sus muslos cuando él lo hizo, y de inmediato su mano alcanzó losdelicados labios rosados de su linda rendija.
Durante los diezminutos siguientes la pareja permaneció con los labios pegados, olvidada detodo. Sólo su respiración denotaba la intensidad de las sensaciones que losembargaba en aquella embriaguez de lascivia. Carlos sintió un delicado objetoque adquiría rigidez bajo sus ágiles dedos, y que sobresalía de un modo que leera desconocido.
En aquel momento CieloRiveros cerró sus ojos, y dejando caer su cabeza hacia atrás se estremecióligeramente, al tiempo que su cuerpo devenía ligero y lánguido, y su cabezabuscaba apoyo en el brazo de su amado.
—¡Oh, Carlos!—murmuró—. ¿Qué me estás haciendo? ¡Qué deliciosas sensaciones me proporcionas!
El muchacho nopermaneció ocioso, pero habiendo ya explorado todo lo que le permitía lapostura forzada en que se encontraba, se levantó, y comprendiendo la necesidadde satisfacer la pasión que con sus actos había despertado, le rogó a sucompañera que le permitiera conducir su mano hacia un objeto querido, que leaseguró era capaz de producirle mucho mayor placer que el que le habíanproporcionado sus dedos.
Nada renuente, CieloRiveros se asió a un nuevo y delicioso objeto y, ya fuere porque experimentabala curiosidad que simulaba, o porque realmente se sentía transportada pordeseos recién nacidos, no pudo negarse a llevar de la sombra a la luz el erectoobjeto de su amigo.
Aquellos de mislectores que se hayan encontrado en una situación similar, podrán comprenderrápidamente el calor puesto en empuñar la nueva adquisición, y la mirada debienvenida con que acogió su primera aparición en público.
Era la primeravez que Cielo Riveros contemplaba un miembro masculino en plena manifestaciónde poderío, y aunque no hubiera sido así, el que yo podía ver cómodamente erade tamaño formidable. Lo que más le incitaba a profundizar en sus conocimientosera la blancura del tronco y su roja cabeza, de la que se retiraba la suavepiel cuando ella ejercía presión.
Carlos estabaigualmente enternecido. Sus ojos brillaban y su mano seguía recorriendo eljuvenil tesoro del que había tomado posesión.
Mientras tantolos jugueteos de la manecita sobre el juvenil miembro con el que había entradoen contacto habían producido los efectos que suelen observarse encircunstancias semejantes en cualquier organismo sano y vigoroso, como el delcaso que nos ocupa.
Arrobado por lasuave presión de la mano, los dulces y deliciosos apretones, y la inexperienciacon que la jovencita tiraba hacia atrás los pliegues que cubrían la exuberantefruta, para descubrir su roja cabeza encendida por el deseo, y con su diminutoorificio en espera de la oportunidad de expeler su viscosa ofrenda, el jovenestaba enloquecido de lujuria, y Cielo Riveros era presa de nuevas y rarassensaciones que la arrastraban hacia un torbellino de apasionada excitación quela hacía anhelar un desahogo todavía desconocido.
Con sus hermososojos entornados, entreabiertos sus húmedos labios, la piel caliente yenardecida a causa de los desconocidos impulsos que se habían apoderado de supersona, era víctima propicia para quienquiera que tuviese aquel momento laoportunidad. y quisiera lograr sus favores y arrancarle su delicada rosajuvenil.
No obstante, sujuventud. Carlos no era tan ciego como para dejar escapar tan brillanteoportunidad. Además, su pasión, ahora a su máximo, lo incitaba a seguir adelante,desoyendo los consejos de prudencia que de otra manera hubiera escuchado.
Encontrópalpitante y bien húmedo el centro que se agitaba bajo sus dedos; contempló ala hermosa muchacha tendida en una invitación al deporte del amor, observó sushondos suspiros, que hacían subir y bajar sus senos, y las fuertes emocionessensuales que daban vida a las radiantes formas de su joven compañera.
Las suaves yturgentes piernas de la muchacha estaban expuestas a las apasionadas miradasdel joven.
A medida que ibaalzando cuidadosamente sus ropas íntimas, Carlos descubría los secretosencantos de su adorable compañera, hasta que sus ojos en llamas se posaron enlos rollizos miembros rematados en las blancas caderas y el vientre palpitante.
Su ardiente miradase posó entonces en el centro mismo de atracción, en la rosada hendiduraescondida al pie de un turgente monte de Venus, apenas sombreado por el mássuave de los vellos.
El cosquilleo quele había administrado, y las caricias dispensadas al objeto codiciado, habíanprovocado el flujo de humedad que suele suceder a la excitación, y CieloRiveros ofrecía una rendija que antojase un durazno, bien rociado por el mejory más dulce lubricante que pueda ofrecer la naturaleza.
Carlos captó suoportunidad, y apartando suavemente la mano con que ella le asía el miembro, selanzó furiosamente, sobre la reclinada figura de ella.
Apresó con subrazo izquierdo su breve cintura; abrazó las mejillas de la muchacha con sucálido aliento, y sus labios apretaron los de ella en un largo, apasionado yapremiante beso. Tras de liberar a su mano izquierda, trató de juntar loscuerpos lo más posible en aquellas partes que desempeñan el papel activo en elplacer sensual, esforzándose ansiosamente por completar la unión.
Cielo Riverossintió por primera vez en su vida el contacto mágico del órgano masculino conlos labios de su rosado orificio.
Tan pronto comopercibió el ardiente contacto con la dura cabeza del miembro de Carlos seestremeció perceptiblemente, y anticipándose a los placeres de los actosvenéreos, dejó escapar una abundante muestra de su susceptible naturaleza.
Carlos estabaembelesado, y se esforzaba en buscar la máxima perfección en la consumación delacto.
Pero lanaturaleza, que tanto había influido en el desarrollo de las pasiones sexualesde Cielo Riveros, había dispuesto, que algo tenía que realízarse antes de quefuera cortado tan fácilmente un capullo tan tempranero.
Ella era muyjoven, inmadura —incluso en el sentido de estas visitas mensuales que señalanel comienzo de la pubertad— y sus partes, aun cuando estaban llenas deperfecciones
y de frescura,estaban poco preparadas para la admisión de los miembros masculinos, aun lostan moderados como el que, con su redonda cabeza intrusa, se luchaba en aquelmomento por buscar alojamiento en ellas.
En vano seesforzaba Carlos presionando con su excitado miembro hacia el interior de lasdelicadas partes de la adorable muchachita.
Los rosadospliegues del estrecho orificio resistían todas las tentativas de penetración enla mística gruta. En vano también la linda Cielo Riveros, en aquellos momentosinflamada por una excitación que rayaba en la furia, y semienloquecida porefecto del cosquilleo que ya había resentido, secundaba por todos los medioslos audaces esfuerzos de su joven amante.
La membrana erafuerte y resistía bravamente. Al fin, en un esfuerzo desesperado por alcanzarel objetivo propuesto, el joven se hizo atrás por un momento, para lanzarseluego con todas sus fuerzas hacia adelante, con lo que consiguió abrirse pasotaladrando en la obstrucción, y adelantar la cabeza y parte de su endurecidomiembro en el sexo de la muchacha que yacía bajo él.
Cielo Riverosdejó escapar un pequeño grito al sentir forzada la puerta que conducía a sussecretos encantos, pero lo delicioso del contacto le dio fuerzas para resistirel dolor con la esperanza del alivio que parecía estar a punto de llegar.
Sin embargo. ypor muy extraño que pueda parecer, ninguno de nuestros amantes tenía la menoridea al respecto, pues entregados por entero a las deliciosas sensaciones quese habían apoderado de ellos, unian sus esfuerzos para llevar a cabo ardientesmovimientos que ambos sentían que iban a llevarlos a un éxtasis.
Todo el cuerpo deCielo Riveros se estremecía de delirante impaciencia, y de sus labios rojos seescapaban cortas exclamaciones delatoras del supremo deleite; estaba entregadaen cuerpo y alma a las delicias del coito. Sus contracciones musculares en elarma que en aquellos momentos la tenía ya ensartada, el firme abrazo con quesujetaba el contorsionado cuerpo del muchacho, la delicada estrechez de lahúmeda funda, ajustada como un guante, todo ello excitaba los sentidos deCarlos hasta la locura.
Hundió suinstrumento hasta la raíz en el cuerpo de ella, hasta que los dos globos queabastecían de masculinidad al campeón alcanzaron contacto con los firmescachetes de las nalgas de ella. No pudo avanzar más, y se entregó de lleno arecoger la cosecha de sus esfuerzos.
Pero CieloRiveros, insaciable en su pasión, tan pronto como vio realizada la completaunión Que deseaba, entregándose al ansia de placer que el rígido y calientemiembro le proporcionaba, estaba demasiado excitada para interesarse opreocuparse por lo que pudiera ocurrir después. Poseída por locos espasmos delujuria, se apretujaba contra el objeto de su placer y, acogiéndose a losbrazos de su amado, con apagados quejidos de intensa emoción extática ygrititos de sorpresa y deleite, dejo escapar una copiosa emisión que, en buscade salida, inundó los testículos de Carlos.
Tan pronto comoel joven pudo comprobar el placer que le procuraba a la hermosa Cielo Riveros,y advirtió el flujo que tan profusamente había derramado sobre él, fue presatambién de un acceso de furia lujuriosa. Un rabioso torrente de deseo parecióinundarle las venas. Su instrumento se encontraba totalmente hundido en lasentrañas de ella. Echándose hacia atrás, extrajo el ardiente miembro casi hastala cabeza y volvió a hundirlo. Sintió un cosquilleo crispante, enloquecedor.Apretó el abrazo que le mantenía unido a su joven amante, y en el mismoinstante en que otro grito de arrebatado placer se escapaba del palpitantepecho de ella, sintió su propio jadeo sobre el seno de Cielo Riveros, mientrasderramaba en el interior de su agradecida matriz un verdadero torrente de vigorjuvenil.
Un apagado gemidode lujuria satisfecha escapó de los labios entreabiertos de Cielo Riveros, alsentir en su interior el derrame de fluido seminal. Al propio tiempo el lascivofrenesí de la emisión le arrancó a Carlos un grito penetrante y apasionadomientras quedaba tendido con los ojos en blanco, como el acto final del dramasensual.
El grito fue laseñal para una interrupción tan repentina como inesperada. Entre las ramas delos arbustos próximos se coló la siniestra figura de un hombre que se situó depie delante de los jóvenes amantes.
Elhorror heló la sangre de ambos.
Carlos, escabulléndose del que había sido sulúbrico y cálido refugio, y con un esfuerzo por mantenerse en pie, retrocedióante la aparición, como quien huye de una espantosa serpiente.
Por su parte lagentil Cielo Riveros, tan pronto como advirtió la presencia del intruso secubrió el rostro con las manos, encogiéndose en el banco que había sido mudotestigo de su goce, e incapaz de emitir sonido alguno a causa del temor, sedispuso a esperar la tormenta que sin duda iba a desatarse, para enfrentarse, aella con toda la presencia de ánimo de que era capaz.
Nose prolongó mucho su incertidumbre.
Avanzandorápidamente hacia la pareja culpable, el recién llegado tomó al jovencito porel brazo, mientras con una dura mirada autoritaria le ordenaba que pusieraorden en su vestimenta.
—¡Muchachoimprudente! —murmuró entre dientes—. ¿Qué hiciste? ¿Hasta qué extremos te haarrastrado tu pasión loca y salvaje? ¿Cómo podrás enfrentarte a la ira de tuofendido padre? ¿Cómo apaciguarás su justo resentimiento cuando yo, en elejercicio de mi deber moral, le haga saber el daño causado por la mano de suúnico hijo?
Cuando terminó dehablar, manteniendo a Carlos todavía sujeto por la muñeca, la luz de la lunadescubrió la figura de un hombre de aproximadamente cuarenta y cinco años,bajo, gordo y más bien corpulento. Su rostro, francamente hermoso, resultabatodavía más atractivo por efecto de un par de ojos brillantes que, negros comoel azabache, lanzaban en torno a él adustas miradas de apasionadoresentimiento. Vestía hábitos clericales, cuyo sombrío aspecto y limpiezahacían resaltar todavía más sus notables proporciones musculares y susorprendente fisonomía, Carlos estaba confundido por completo, y se sintióegoísta e infinitamente aliviado cuando el fiero intruso se volvió hacia sujoven compañera de goces libidinosos.
—En cuanto a ti,infeliz muchacha, sólo puedo expresarte mi máximo horror y mí justaindignación. Olvidándote de los preceptos de nuestra santa madre iglesia, sinimportarte el honor, has permitido a este perverso y presuntuoso muchacho quepruebe la fruta prohibida. ¿Qué te queda ahora? Escarnecida por tus amigos yarrojada del hogar de tu tío, tendrás que asociarte con las bestias del campo,y. como Nabucodonosor, serás eludida por los tuyos para evitar lacontaminación, y tendrás que implorar por los caminos del Señor un miserablesustento. ¡Ah, hija del pecado, criatura entregada a la lujuria y a Satán! Yote digo que...
El extraño habíaido tan lejos en su amonestación a la infortunada muchacha, que Cielo Riveros,abandonando su actitud encogida y levantándose, unió lágrimas y súplicas endemanda de perdón para ella y para su joven amante,
—No digas más—siguió, al cabo. el fiero sacerdote—. No digas más. Las confesiones no sonválidas, y las humillaciones sólo añaden lodo a tu ofensa. Mi mente no acierta aconcretar cuál sea mi obligación en este sucio asunto, pero si obedeciera losdictados de mis actuales inclinaciones me encaminaría directamente hacia tuscustodios naturales para hacerlas saber de inmediato las infamias que por azarhe descubierto.
—;Por piedad!¡Compadeceos de mí! —suplicó Cielo Riveros, cuyas lágrimas se deslizaban porunas mejillas que hacía poco habían resplandecido de placer.
—¡Perdonadnos!padre! ¡Perdonadnos a los dos! Haremos cuanto esté en nuestras manos comopenitencia. Se dirán seis misas y muchos padrenuestros sufragados por nosotros,Se emprenderá sin duda la peregrinación al sepulcro de San Engulfo, del que mehablabais el otro día. Estoy dispuesto a cualquier sacrificio si perdonáis a miquerida Cielo Riveros.
El sacerdoteimpuso silencio con un ademán. Después tomó la palabra, a veces en un tonopiadoso que contrastaba con sus maneras resueltas y su natural duro.
—¡Basta! —dijo—.Necesito tiempo. Necesito invocar la ayuda de la Virgen bendita, que no conocee] pecado, pero que, sin experimentar el placer carnal de la copulación de losmortales, trajo al mundo al niño Jesús en el establo de Belén. Pasa a yermemañana a la sacristía, Cielo Riveros. Allí, en el recinto adecuado, te revelarécuál es la voluntad divina con respecto a tu pecado. En cuanto a ti, jovenimpetuoso, me reservo todo juicio y toda acción hasta el día siguiente, en elque te espero a la misma hora.
Miles de graciassurgieron de las gargantas de ambos penitentes cuando el padre les advirtió quedebían marcharse ya.
Lanoche hacía mucho que había caído, y se levantaba el relente.
—Entretanto,buenas noches, y que la paz sea con vosotros. Vuestro secreto está a salvoconmigo hasta que nos volvamos a ver —dijo el padre antes de desaparecer.
CURIOSA POR SABEREL DESARROLLO DE UNA aventura en la que ya estaba verdaderamente interesada, alpropio tiempo que por la suerte de la gentil y amable Cielo Riveros, me sentíobligada a permanecer junto a ella, y por lo tanto tuve buen cuidado de nomolestarla con mis atenciones, no fuera a despertar su resistencia y adesencadenar un ataque a destiempo, en un momento en el que para el buen éxitode mis propósitos necesitaba estar en el propio campo de operaciones de lajoven.
No trataré dedescribiros el mal rato que pasó mi joven protegida en el intervalotranscurrido desde el momento en que se produjo el enojoso descubrimiento delpadre confesor y la hora señalada por éste para visitarle en la sacristía, conel fin de decidir sobre el sino de la infortunada Cielo Riveros.
Con paso inciertoy la mirada fija en el suelo, la asustada muchacha se presentó ante la puertade aquélla y llamó.
Lapuerta se abrió y apareció el padre en el umbral.
A un signo delsacerdote Cielo Riveros entró, permaneciendo de pie frente a la imponentefigura del santo varón.
Siguió unembarazoso silencio que se prolongó por algunos segundos. El padre Ambrosio lorompió al fin para decir:
—Has hecho bienen acudir tan puntualmente, hija mía. La estricta obediencia del penitente esel primer signo espiritual que conduce al perdón divino.
Al oír aquellasbondadosas palabras Cielo Riveros cobró aliento y pareció descargarse de unpeso que oprimía su corazón.
El padre Ambrosiosiguió hablando, al tiempo que se sentaba sobre un largo cojín que cubría unagran arca de roble.
—He pensado muchoen ti, y también rogado por cuenta tuya, hija mía. Durante algún tiempo noencontré manera alguna de dejar a mi conciencia libre de culpa, salvo la deacudir a tu protector natural para revelarle el espantoso secreto queinvoluntariamente llegué a poseer.
Hizo una pausa, yCielo Riveros, que sabía muy bien el severo carácter de su tío, de quien ademásdependía por completo, se echó a temblar al oír tales palabras.
Tomándola de lamano y atrayéndola de manera que tuvo que arrodillarse ante él, mientras sumano derecha presionaba su bien torneado hombro, continuó el padre:
—Pero me dolíapensar en los espantosos resultados que hubieran seguido a tal revelación, ypedí a la Virgen Santísima que me asistiera en tal tribulación. Ella me señalóun camino que, al propio tiempo que sirve a las finalidades de la sagradaiglesia, evita las consecuencias que acarrearía el que el hecho llegase aconocimiento de tu tío. Sin embargo, la primera condición necesaria para quepodamos seguir este camino es la obediencia absoluta.
Cielo Riveros,aliviada de su angustia al oír que había un camino de salvación, prometió en elacto obedecer ciegamente las órdenes de su padre espiritual.
La jovencitaestaba arrodillada a sus pies. El padre Ambrosio inclinó su gran cabeza sobrela postrada figura de ella. Un tinte de color enrojecía sus mejillas, y unfuego extraño iluminaba sus ojos. Sus manos temblaban ligeramente cuando seapoyaron sobre los hombros de su penitente, pero no perdió su compostura.Indudablemente su espíritu estaba conturbado por el conflicto nacido de lanecesidad de seguir adelante con el cumplimiento estricto de su deber, y lostortuosos pasos con que pretendía evitar su cruel exposición.
El santo padrecomenzó luego un largo sermón sobre la virtud de la obediencia, y de laabsoluta sumisión a las normas dictadas por el ministro de la santa iglesia.
Cielo Riverosreiteró la seguridad de que seria muy paciente, y de que obedecería todo cuantose le ordenara.
Entretantoresultaba evidente para mí que el sacerdote era víctima de un espíritucontrolado pero rebelde, que a veces asomaba en su persona y se apoderabatotalmente de ella, reflejándose en sus ojos centelleantes y sus apasionados yardientes labios.
El padre Ambrosioatrajo más y más a su hermosa penitente, hasta que sus lindos brazosdescansaron sobre sus rodillas y su rostro se inclinó hacia abajo con piadosaresignación, casi sumido entre sus manos.
—Y ahora, hijamía —siguió diciendo el santo varón— ha llegado el momento de que te revele losmedios que me han sido señalados por la Virgen bendita como los únicos que meautorizan a absolverte de la ofensa. Hay espíritus a quienes se ha confiado elalivio de aquellas pasiones y exigencias que la mayoría de los siervos de laiglesia tienen prohibido confesar abiertamente, pero que sin duda necesitansatisfacer. Se encuentran estos pocos elegidos entre aquellos que ya hanseguido el camino del desahogo carnal. A ellos se les confiere el solemne ysagrado deber de atenuar los deseos terrenales de nuestra comunidad religiosa,dentro del más estricto secreto.
Con voztemblorosa por la emoción, y al tiempo que sus amplias manos descendían de loshombros de la muchacha hasta su cintura, el padre susurró:
—Para ti, que yaprobaste el supremo placer de la copulación, está indicado el recurso a estesagrado oficio. De esta manera no sólo te será borrado y perdonado el pecadocometido, sino que se te permitirá disfrutar legítimamente de esos deliciososéxtasis, de esas insuperables sensaciones de dicha arrobadora que en todomomento encontrarás en los brazos de sus fieles servidores. Nadarás en un marde placeres sensuales, sin incurrir en las penalidades resultantes de losamores ilícitos. La absolución seguirá a cada uno de los abandonos de tu dulcecuerpo para recompensar a la iglesia a través de sus ministros, y seráspremiada y sostenida en tu piadosa labor por la contemplación —o mejor dicho, CieloRiveros, por la participación en ellas— de las intensas y fervientes emocionesque el delicioso disfrute de tu hermosa persona tiene que provocar.
CieloRiveros oyó la insidiosa proposición con sentimientos mezclados de sorpresa yplacer.
Los poderosos ylascivos impulsos de su ardiente naturaleza despertaron en el acto ante ladescripción ofrecida a su fértil imaginación. ¿Cómo dudar?
El piadososacerdote acercó su complaciente cuerpo hacia ella, y estampó un largo y cálidobeso en sus rosados labios.
—Madre Santa—murmuró Cielo Riveros, sintiendo cada vez más excitados sus instintossexuales—. ¡Es demasiado para que pueda soportarlo! Yo quisiera... mepregunto... ¡no sé qué decir!
—Inocente y dulcecriatura. Es misión mía la de instruirte. En mi persona encontrarás el mejor ymás apto preceptor para la realización dc los ejercicios que de hoy en adelantetendrás que llevar a cabo.
El padre Ambrosiocambió de postura. En aquel momento Cielo Riveros advirtió por vez primera suardiente mirada de sensualidad, y casi le causó temor descubrirla.
También fue enaquel instante cuando se dio cuenta de la enorme protuberancia que descollabaen la parte frontal de la sotana del padre santo.
El excitadosacerdote apenas se tomaba ya el trabajo de disimular su estado y susintenciones.
Tomando a lahermosa muchacha entre sus brazos la besó larga y apasionadamente. Apretó elsuave cuerpo de ella contra su voluminosa persona, y la atrajo fuertemente paraentrar en contacto cada vez más íntimo con su grácil figura.
Al cabo,consumido por la lujuria, perdió los estribos, y dejando a Cielo Riverosparcialmente en libertad, abrió el frente de su sotana y dejó expuesto a losatónitos ojos de su joven penitente y sin el menor rubor, un miembro cuyasgigantescas proporciones, erección y rigidez la dejaron completamenteconfundida.
Es imposibledescribir las sensaciones despertadas en Cielo Riveros por el repentinodescubrimiento de aquel formidable instrumento.
Su mirada se fijóinstantáneamente en él, al tiempo que el padre, advirtiendo ~su asombro, perodescubriendo que en él no había mezcla alguna de alarma o de temor, lo colocótranquilamente entre sus manos. El entablar contacto con tan tremenda cosa seapoderó de Cielo Riveros un terrible estado de excitación.
Como quiera quehasta entonces no había visto más que el miembro de moderadas proporciones deCarlos, tan notable fenómeno despertó rápidamente en ella la mayor de lassensaciones lascivas, y asiendo el inmenso objeto lo mejor que pudo con susmanecitas se acercó a él embargada por un deleite sensual verdaderamenteextático.
—Santo Dios!¡Esto es casi el cielo! —murmuró Cielo Riveros—. ¡Oh, padre, quién hubieracreído que iba yo a ser escogida para semejante dicha!
Esto era demasiadopara el padre Ambrosio. Estaba encantado con la lujuria de su linda penitente ypor el éxito de su infame treta. (En efecto, él lo había planeado todo, puestoque facilitó la entrevista de los jóvenes, y con ella la oportunidad de que seentregasen a sus ardorosos juegos, a escondidas de todos menos de él, que seagazapó cerca del lugar de la cita para contemplar con centelleantes ojos elcombate amoroso).
Levantándoserápidamente alzó el ligero cuerpo de la joven Cielo Riveros, y colocándola sobreel cojín en el que estuvo sentado él momentos antes levantó sus rollizaspiernas y separando lo más que pudo sus complacientes muslos, contempló por uninstante la deliciosa hendidura rosada que aparecía debajo del blanco vientre.Luego, sin decir palabra, avanzó su rostro hacía ella, e introduciendo suimpúdica lengua tan adentro como pudo en la húmeda vaina dióse a succionar tandeliciosamente, que Cielo Riveros, en un gran éxtasis pasional, y sacudido sujoven cuerpo por espasmódicas contracciones de placer, eyaculó abundantemente,emisión que el santo padre engulló cual si fuera un flan.
Siguieronunos instantes de calma.
Cielo Riverosreposaba sobre su espalda. con los brazos extendidos a ambos lados y la cabezacaída hacia atrás, en actitud de delicioso agotamiento tras las violentasemociones provocas por el lujurioso proceder del reverendo padre.
Su pecho seagitaba todavía bajo la violencia de sus transportes, y sus hermosos ojospermanecían entornados en lánguido reposo.
El padre Ambrosioera de los contados hombres capaces de controlar sus instintos pasionales encircunstancias como las presentes. Continuos hábitos de paciencia en espera dealcanzar los objetos propuestos, el empleo de la tenacidad en todos sus actos,y la cautela convencional propia de la orden a la que pertenecía, no se habíanborrado por completo no obstante su temperamento fogoso, y aunque de naturalincompatible con la vocación sacerdotal, y de deseos tan violentos que caíanfuera de lo común, había aprendido a controlar sus pasiones hasta lamortificación.
Ya es hora de quedescorramos el velo que cubre el verdadero carácter de este hombre. Lo hagorespetuosamente, pero la verdad debe ser dicha.
El padre Ambrosioera la personificación viviente de la lujuria. Su mente estaba en realidadentregada a satisfacerla, y sus fuertes instintos animales, su ardiente yvigorosa constitución, al igual que su indomable naturaleza, lo identificabancon la imagen física y mental del sátiro de la antigüedad.
Pero Cielo Riverossólo lo conocía como el padre santo que no sólo le había perdonado su gravedelito, sino que le habla también abierto el camino por el que podía dirigirse,sin pecado, a gozar de los placeres que tan firmemente tenía fijos en sujuvenil imaginación.
El osadosacerdote, sumamente complacido por el éxito de una estratagema que habíapuesto en sus manos lujuriosas una víctima y también por la extraordinariasensualidad de la naturaleza de la joven, y el evidente deleite con que seentregaba a la satisfacción de sus deseos, se disponía en aquellos momentos acosechar los frutos de su superchería, y disfrutaba lo indecible con la idea deque iba a poseer todos los delicados encantos que Cielo Riveros podía ofrecerlepara mitigar su espantosa lujuria.
Al fin era suya,y al tiempo que se retiraba de su cuerpo tembloroso, conservando todavía en suslabios la muestra de la participación que había tenido en el placerexperimentado por ella, su miembro, todavía hinchado y rígido, presentaba unacabeza reluciente a causa de la presión de la sangre y el endurecimiento de losmúsculos.
Tan pronto comola joven Cielo Riveros se hubo recuperado del ataque que acabamos de describir,inferido por su confesor en las partes más sensibles de su persona, y alzó lacabeza de la posición inclinada en que reposaba, sus ojos volvieron a tropezarcon el gran tronco que el padre mantenía impúdicamente expuesto.
Cielo Riverospudo ver el largo y grueso mástil blanco, y la mata de negros pelos rizados dedonde emergía, oscilando rígidamente hacia arriba, y la cabeza en forma dehuevo que sobresalía en el extremo, roja y desnuda, y que parecía invitar elcontacto de su mano.
Contemplabaaquella gruesa y rígida masa de músculo y carne, e incapaz de resistir latentación la tomó de nuevo entre sus manos.
La apretó, laestrujó, y deslizó hacia atrás los pliegues de piel que la cubrían paraobservar la gran nuez que la coronaba. Maravillada, contempló el agujerito queaparecía en su extremo, y tomándolo con ambas manos lo mantuvo, palpitante,junto a su cara.
—¡Oh. padre! ¡Quécosa tan maravillosa! —exclamó—. ¡Qué grande! ¡ Por favor, padre Ambrosio,decidme cómo debo proceder para aliviar a nuestros santos ministros religiososde esos sentimientos que según usted tanto los inquietan, y que hasta dolor lescausan!
El padre Ambrosioestaba demasiado excitado para poder contestar, pero tomando la mano de ellacon la suya le enseñó a la inocente muchacha cómo tenía que mover sus dedos deatrás y adelante en su enorme objeto.
Suplacer era intenso, y el de Cielo Riveros no parecía ser menor.
Siguió frotandoel miembro entre las suaves palmas de sus manos, mientras contemplaba con aireinocente la cara de él. Después le preguntó en voz queda si ello leproporcionaba gran placer, y si por lo tanto tenía qué seguir actuando tal comolo hacía.
Entretanto, elgran pene del padre Ambrosio engordaba y crecía todavía más por efecto delexcitante cosquilleo al que lo sometía la jovencita.
—Espera unmomento. Si sigues frotándolo de esta manera me voy a venir —dijo por lo bajo—.Será mejor retardarlo todavía un poco.
—¿Sevendrá, padrecito? —inquirió Cielo Riveros ávidamente—. ¿Qué quiere decir eso?
—¡Ah, mi dulceniña, tan adorable por tu belleza como por tu inocencia! ¡Cuán divinamentellevas a cabo tu excelsa misión! —exclamó Ambrosio, encantado de abusar de laevidente inexperiencia de su joven penitente, y de poder así envilecería—.Venirse significa completar el acto por medio del cual se disfruta en sutotalidad del placer venéreo y supone el escape de una gran cantidad de fluidoblanco y espeso del interior de la cosa que sostienes entre tus manos, y que alser expelido proporciona igual placer al que la arroja que a la persona que, enel modo que sea, la recibe.
CieloRiveros recordó a Carlos y su éxtasis, y entendió enseguida a lo que el padrese refería. —¿Y este derrame le proporcionaría alivio, padre?
—Claro que sí,hija mía, y por ello deseo ofrecerte la oportunidad de que me proporciones esealivio bienhechor, como bendito sacrificio de uno de los más humildesservidores de la iglesia.
—¡Qué delicia!—murmuró Cielo Riveros—. Por obra mía correrá esa rica corriente, y esúnicamente a mí a quien el santo varón reserva ese final placentero. ¡Cuántafelicidad me proporciona poderle causar semejante dicha!
Después deexpresar apasionadamente estos pensamientos, inclinó la cabeza. El objeto de suadoración exhalaba un perfume difícil de definir. Depositó sus húmedos labiossobre su extremo superior, cubrió con su adorable boca el pequeño orificio, yluego besó ardientemente el reluciente miembro.
—¿Cómose llama ese fluido? —preguntó Cielo Riveros, alzando una vez más su lindorostro.
—--Tiene variosnombres —replicó el santo varón—. Depende de la clase social a la quepertenezca la persona que lo menciona. Pero entre nosotros, hija mía, lollamaremos leche.
—¿Leche? —repitióCielo Riveros inocentemente, dejando escapar el erótico vocablo por entre susdulces labios, con una unción que en aquellas circunstancias resultaba natural.
—Sí, hija mía, lapalabra es leche. Por lo menos así quisiera que lo llamaras tú. Y enseguida teinundaré con esta esencia tan preciosa.
—¿Cómo tengo querecibirla? —preguntó Cielo Riveros, pensando en Carlos, y en la tremendadiferencia relativa entre su instrumento y el gigantesco pene que en aquellosinstantes tenía ante sí.
—Hay varios modospara ello, todos los cuales tienes que aprender. Pero ahora no estamos bienacomodados para el principal de los actos del rito venéreo, la copulaciónpermitida de la que ya hemos hablado. Por consiguiente debemos sustituirlo porotro medio más sencillo, así que en lugar de que descargue esta esencia llamadaleche en el interior de tu cuerpo, teniendo en cuenta que la suma estrechez detu hendidura provocaría que fluyera con extrema abundancia, empezaremos con lafricción por medio de tus obedientes dedos, hasta que llegue el momento en quese aproximen los espasmos que acompañan a la emisión. Llegado el instante, auna señal mía tomarás entre tus labios lo más que quepa en ellos de la cabezade este objeto. hasta que, expelida la última gota, me retire satisfecho, porlo menos temporalmente.
Cielo Riveros,cuyo lujurioso instinto le había permitido disfrutar la descripción hecha porel confesor, y que estaba tan ansiosa como él mismo por llevar a cumplimientoel atrevido programa, manifestó rápidamente su voluntad de complacer.
Ambrosiocolocó una vez más su enorme pene en manos de Cielo Riveros.
Excitada tantopor la vista como por el contacto de tan notable objeto, que tenía asido entreambas manos con verdadero deleite, la joven se dio a cosquillear. frotar yexprimir el enorme y tieso miembro, de manera que proporcionaba al licenciosocura el mayor de los goces.
No contenta confriccionarlo con sus delicados dedos, Cielo Riveros, dejando escapar palabrasde devoción y satisfacción, llevó la espumeante cabeza a sus rosados labios, yla introdujo hasta donde le fue posible, con la esperanza de provocar con sustoques y con las suaves caricias de su lengua la deliciosa eyaculación quedebía sobrevenir.
Esto era más delo que el santo varón había esperado, ya que nunca supuso que iba a encontraruna discípula tan bien dispuesta para el irregular ataque que había propuesto.Despertadas al máximo sus sensaciones por el delicioso cosquilleo de que eraobjeto, se disponía a inundar la boca y la garganta de la muchachita con elflujo de su poderosa descarga.
Ambrosio comenzóa sentir que no tardaría en venirse, con lo que iba a terminar su placer.
Era uno de esosseres excepcionales, cuya abundante eyaculación seminal es mucho mayor que lade los individuos normales. No sólo estaba dotado del singular don de poderrepetir el acto venéreo con intervalos cortos, sino que la cantidad con queterminaba su placer era tan tremenda como desusada. La superabundancia parecíaestar en relación con la proporción con que hubieran sido despertadas suspasiones animales, y cuando sus deseos libidinosos habían sido prolongados eintensos, sus emisiones de semen lo eran igualmente.
Fue en estascircunstancias que la dulce Cielo Riveros había emprendido la tarea de dejarescapar los contenidos torrentes de lujuria de aquel hombre. Iba a ser su dulceboca la receptora de los espesos y viscosos torrentes que hasta el momento nohabía experimentado, e ignorante como se encontraba de los resultados delalivio que tan ansiosa estaba de administrar, la hermosa doncella deseaba laconsumación de su labor, y el derrame de leche del que le había hablado el buenpadre.
El exuberantemiembro engrosaba y se enardecía cada vez más, a medida que los excitanteslabios de Cielo Riveros apresaban su anchurosa cabeza y su lengua jugueteaba entorno al pequeño orificio. Sus blancas manos lo privaban de su dúctil piel, ocosquilleaban alternativamente su extremo inferior.
Dos veces retiráAmbrosio la cabeza de su miembro de los rosados labios de la muchacha, incapazya de aguantar los deseos de venirse al delicioso contacto de los mismos.
Al fin CieloRiveros, impaciente por el retraso, y habiendo al parecer alcanzado un máximode perfección en su técnica, presionó con mayor energía que antes el tiesodardo.
Instantáneamentese produjo un envaramiento en las extremidades del buen padre.
Suspiernas se abrieron ampliamente
aambos lados de su penitente. Sus manos se agarraron convulsivamente del cojín.Su
cuerpose proyectó hacia delante y se enderezó.
—¡Dios santo! ¡Mevoy a venir! —exclamó al tiempo que con los labios entreabiertos y los ojosvidriosos lanzaba una última mirada a su inocente víctima. Después seestremeció profundamente, y entre lamentos y entrecortados gritos histéricos supene, por efecto de la provocación de la jovencita, comenzó a expeler torrentesde espeso y viscoso fluido.
Cielo Riveros,comprendiendo por los chorros que uno tras otro inundaban su boca y resbalabangarganta abajo, así como por los gritos de su compañero, que éste disfrutaba almáximo los efectos de lo que ella había provocado, siguió succionando yapretujando hasta que, llena de las descargas viscosas, y semiasfixiada por suabundancia, se vio obligada a soltar aquella jeringa humana que continuabaeyaculando a chorros sobre su rostro.
-¡Madre santa!—exclamó Cielo Riveros, cuyos labios y cara estaban inundados de la leche delpadre—. ¡Qué placer me ha provocado! Y a usted, padre mío, ¿no le heproporcionado el preciado alivio que necesitaba?
El padreAmbrosio, demasiado agitado para poder contestar, atrajo a la gentil muchachahacia sus brazos, y comprimiendo sus chorreantes labios los cubrió con húmedosbesos de gratitud y de placer.
Transcurrió uncuarto de hora en reposo tranquilo, que ningún signo de turbación exterior vinoa interrumpir.
Lapuerta estaba bajo cerrojo, y el padre había escogido bien el momento.
Mientras tanto CieloRiveros, terriblemente excitada por la escena que hemos tratado de describir,había concebido el extravagante deseo de que el rígido miembro de Ambrosiorealizara con ella misma la operación que había sufrido con el arma demoderadas proporciones de Carlos.
Pasando susbrazos en torno al robusto cuello de su confesor, le susurró tiernas palabrasde invitación, observando, al hacerlo, el efecto que causaban en el instrumentoque adquiría ya rigidez entre sus piernas.
—Me dijisteis quela estrechez de esta hendidura —y Cielo Riveros colocó la ancha mano de élsobre la misma, presionándola luego suavemente— os haría descargar unaabundante cantidad de leche que poseéis. ¿Por qué no he de poder, padre mío,sentirla derramarse dentro de mi cuerpo por la punta de esta cosa roja?
Era evidente lomucho que la hermosura de la joven Cielo Riveros, así como la inocencia eingenuidad de su carácter, inflamaban el natural ya de por sí sensual delsacerdote. Saberse triunfador, tenerla absolutamente impotente entre sus manos,la delicadeza y refinamiento de la muchacha, todo ello conspiraba al máximopara despertar sus licenciosos instintos y desenfrenados deseos. Era suya, suyapara gozarla a voluntad, suya para satisfacer cualquier capricho de su terriblelujuria, y estaba lista a entregarse a la más desenfrenada sensualidad.
—¡Por Dios, estoes demasiado! —exclamó Ambrosio, cuya lujuria, de nuevo encendida, volvía aasaltarle violentamente ante tal solicitud—. Dulce muchachita, no sabes lo quepides. La desproporción es terrible, y sufrirás demasiado al intentarlo.
—Lo soportarétodo —replicó Cielo Riveros— con tal de poder sentir esta cosa terrible dentrode mí, y gustar de los chorros de leche.
—¡Santa madre deDios! Es demasiado para ti, Cielo Riveros. No tienes idea de las medidas deesta máquina, una vez hinchada, adorable criatura, nadarían en un océano deleche caliente.
—-Ohpadrecito! ¡Qué dicha celestial!
—Desnúdate, CieloRiveros. Quitate todo lo que pueda entorpecer nuestros movimientos, que teprometo serán en extremo violentos.
Cumpliendo laorden, Cielo Riveros se despojó rápidamente de sus vestidos, y buscandocomplacer a su confesor con la plena exhibición de sus encantos, a fin de quesu miembro se alargara en proporción a lo que ella mostrara de sus desnudeces,se despojó de hasta la más mínima prenda interior, para quedar tal como vino almundo.
El padre Ambrosioquedó atónito ante la contemplación de los encantos que se ofrecían a su vista.La amplitud de sus caderas, los capullos de sus senos, la nívea blancura de supiel, suave como el satín, la redondez de sus nalgas y lo rotundo de susmuslos, el blanco y plano vientre con su adorable monte, y, por sobre todo, laencantadora hendidura rosada que destacaba debajo del mismo, asomándosetímidamente entre los rollizos muslos, hicieron que él se lanzara sobre lajoven con un rugido de lujuria.
Ambrosio atrapó asu víctima entre sus brazos. Oprimió su cuerpo suave y deslumbrante contra elsuyo. La cubrió de besos lúbricos, y dando rienda suelta a su licenciosa lenguaprometió a la jovencita todos los goces del paraíso mediante la introducción desu gran aparato en el interior de su vulva.
Cielo Riverosacogió estas palabras con un gritito de éxtasis, y cuando su excitadoestuprador la acostó sobre sus espaldas sentía ya la anchurosa y tumefactacabeza del pene gigantesco presionando los calientes y húmedos labios de suorificio casi virginal.
El santo varón,encontrando placer en el contacto de su pene con los calientes labios de lavulva de Cielo Riveros, comenzó a empujar hacia adentro con todas sus fuerzas,hasta que la gran nuez de la punta se llenó de humedad secretada por lasensible vaina.
La pasiónenfervorizaba a Cielo Riveros. Los esfuerzos del padre Ambrosio por alojar lacabeza de su miembro entre los húmedos labios de su rendija en lugar dedisuadiría la espoleaban hasta la locura, y finalmente, profiriendo un débilgrito, se inclinó hacia adelante y expulsó el viscoso tributo de su lascivotemperamento.
Esto eraexactamente lo que esperaba el desvergonzado cura. Cuando la dulce y calienteemisión inundó su enormemente desarrollado pene, empujó resueltamente, y de unsolo golpe introdujo la mitad de su voluminoso apéndice en el interior de lahermosa muchacha.
Tan pronto como CieloRiveros se sintió empalada por la entrada del terrible miembro en el interiorde su tierno cuerpo, perdió el poco control que conservaba, y olvidándose deldolor que sufría rodeó con sus piernas las espaldas de él, y alentó a su enormeinvasor a no guardarle consideraciones.
—Mi tierna ydulce chiquilla —murmuró el lascivo sacerdote—. Mis brazos te rodean, mi armaestá hundida a medias en tu vientre. Pronto serán para ti los goces del paraíso.
—Lo sé; losiento. No os hagáis hacia atrás; dadme el delicioso objeto hasta donde podáis.
—Toma, pues.Empujo, aprieto, pero estoy demasiado bien dotado para poder penetrartefácilmente. Tal vez te reviente. pero ahora ya es demasiado tarde. Tengo queposeerte... o morir.
Las partes de CieloRiveros se relajaron un poco, y Ambrosio pudo penetrar unos centímetros más. Supalpitante miembro, húmedo y desnudo, había recorrido la mitad del camino haciael interior de la jovencita. Su placer era intenso, y la cabeza de suinstrumento estaba deliciosamente comprimida por la vaina de Cielo Riveros.
—Adelante,padrecito. Estoy en espera de la leche que me habéis prometido.
El confesor nonecesitaba de este aliento para inducirlo a poner en acción todos sus tremendospoderes copulatorios. Empujó frenéticamente hacia adelante, y con cada nuevoesfuerzo sumió su cálido pene más adentro, hasta que, por fin, con un golpepoderoso lo enterró hasta los testículos en el interior de la vulva de CieloRiveros.
Está furiosaintroducción por parte del brutal sacerdote fue más de lo que su frágilvíctima, animada por sus propios deseos, pudo soportar.
Con un desmayadogrito de angustia física, Cielo Riveros anunció que su estuprador había vencidotoda la resistencia que su juventud había opuesto a la entrada de su miembro, yla tortura de la forzada introducción de aquella masa borro la sensación deplacer con que en un principio había soportado el ataque.
Ambrosio lanzó ungrito de alegría al contemplar la hermosa presa que su serpiente había mordido.Gozaba con la víctima que tenía empalada con su enorme ariete. Sentía elenloquecedor contacto con inexpresable placer. Veía a la muchacha estremecersepor la angustia de su violación. Su natural impetuoso había despertado porentero. Pasare lo que pasare, disfrutaría hasta el máximo. Así pues, estrechóentre sus brazos el cuerpo de la hermosa muchacha, y la agasajó con toda laextensión de su inmenso miembro.
—Hermosa mía,realmente eres incitante. Tú también tienes que disfrutar. Te daré la leche deque te hablaba. Pero antes tengo que despertar mi naturaleza con este lujuriosocosquilleo. Bésame, Cielo Riveros, y luego la tendrás. Y cuando mi calienteleche me deje para adentrarse en tus juveniles entrañas, experimentarás losexquisitos deleites que estoy sintiendo yo. ¡Aprieta! ¡Cielo Riveros! ¡Déjametambién empujar, chiquilla mía! Ahora entra de nuevo, ¡Oh...! ¡Oh...!
Ambrosio selevantó por un momento y pudo ver el inmenso émbolo a causa del cual la lindahendidura de Cielo Riveros estaba en aquellos momentos extraordinariamentedistendida.
Firmementeempotrado en aquella lujuriosa vaina, y saboreando profundamente la sumaestrechez de los cálidos pliegues de carne en los que estaba encajado, empujósin preocuparse del dolor que su miembro provocaba, y sólo ansioso deprocurarse el máximo deleite posible. No era hombre que fuera a detenerse entales casos ante falsos conceptos de piedad, en aquellos momentos empujabahacia dentro lo más posible, mientras que febrilmente rociaba de besos losabiertos y temblorosos labios de la pobre Cielo Riveros.
Por espacio deunos minutos no se oyó Otra cosa que los jadeos y sacudidas con que el lascivosacerdote se entregaba a darse satisfacción, y el glu-glu de su inmenso penecuando alternativamente entraba y salía del sexo de la Cielo Riveros penitente.
No cabe suponerque un hombre como Ambrosio ignorara el tremendo poder de goce que su miembropodía suscitar en una persona del sexo opuesto, ni que su tamaño y capacidad dedescarga eran capaces de provocar las más excitantes emociones en la jovensobre la que estaba accionando.
Pero lanaturaleza hacía valer sus derechos también en la persona de la joven CieloRiveros. El dolor de la dilatación se vio bien pronto atenuado por la intensasensación de placer provocada por la vigorosa arma del santo varón, y notardaron los quejidos y lamentos de la linda chiquilla en entremezclarse consonidos medio sofocados en lo más hondo de su ser, que expresaban su deleite.
—¡Padremío! ¡Padrecito, mi querido y generoso padrecito! Empujad, empujad:
puedosoportarlo. Lo deseo. Estoy en el cielo. ¡El bendito instrumento tiene unacabeza tan ardiente! ¡Oh, corazón mío! ¡Oh... oh! Madre bendita, ¿qué es lo quesiento?
Ambrosio veía elefecto que provocaba. Su propio placer llegaba a toda prisa. Se meneabafuriosamente hacia atrás y hacia adelante, agasajando a Cielo Riveros a cadanueva embestida con todo el largo de su miembro, que se hundía hasta losrizados pelos que cubrían sus testículos.
Al cabo, CieloRiveros no pudo resistir más, y obsequió al arrebatado violador con una cálidaemisión que inundó todo su rígido miembro.
Resulta imposibledescribir el frenesí de lujuria que en aquellos momentos se apoderó de la joveny encantadora Cielo Riveros. Se aferró con desesperación al fornido cuerpo delsacerdote, que agasajaba a su voluptuoso angelical cuerpo con toda la fuerza ypoderío de sus viriles estocadas, y lo alojó en su estrecha y resbalosa vainahasta los testículos.
Pero ni aún en suéxtasis Cielo Riveros perdió nunca de vista la perfección del goce. El santovarón tenía que expeler su semen en el interior de ella, tal como lo habíahecho Carlos, y la sola idea de ello añadió combustible al fuego de su lujuria.
Cuando, porconsiguiente, el padre Ambrosio pasó sus brazos en torno a su esbelta cintura,y hundió hasta los pelos su pene de semental en la vulva de Cielo Riveros, paraanunciar entre suspiros que al fin llegaba la leche, la excitada muchacha seabrió de piernas todo lo que pudo, y en medio de gritos de placer recibió loschorros de su emisión en sus órganos vitales.
Así permaneció élpor espacio de dos minutos enteros, durante los que se iban sucediendo lasdescargas, cada una de las cuales era recibida por Cielo Riveros con profundasmanifestacio
0 comentarios - iniciada por un clérigo pervertido I