Series de Relatos Publicados (Click en el link)
Capítulo 61.
La Versión de Alicia.
La habitación se llenó de un silencio sepulcral. Todos miramos a Alicia, expectantes. Por primera vez en muchos días se animaría a hacerle frente a su madre… y me atrevo a decir que por primera vez en la vida. Sí, ya la vi discutiendo con Fernanda, y le dijo unas cuantas verdades; pero esta vez… esta vez le va a dar con todo, sin guardarse nada.
Ya me quedó claro que los traumas en mis hermanas (y quizás los míos también) provienen de la crianza que nos dio nuestra madre. A pesar de esto, no podemos echarle la culpa a ella. Alicia está mucho más dañada que todos nosotros juntos… y eso es por culpa de su madre. La abuela Fernanda. La raíz de todo mal.
Me pregunto si la maldad será hereditaria. Eso explicaría por qué Ayelén es así.
—Sos una yegua malparida… y una mentirosa de mierda —fueron las primeras palabras de Alicia. Arrancamos tranqui—. Hija de mil puta. Me cagaste la vida. Podríamos haber sido muy felices, como una familia extraña; pero funcional. Pero no! La señora tenía que dejar salir todos sus putos prejuicios sobre cualquier cosa que esté asociada al sexo. Y todos esos prejuicios me los tuve que comer yo. Por culpa tuya crecí sintiéndome una degenerada, una desviada sexual, un parásito que infecta a los demás con su sola presencia.
Me resultó curioso que mi madre explicara su malestar apelando al contagio y a la enfermedad, teniendo en cuenta su miedo patológico a los gérmenes. Me pregunté si todo esto estaría relacionado de alguna manera.
—Lo que más bronca me da es que no tenés ni la menor idea de todo el daño que me causaste. Te pasaste la vida echándome la culpa de todos los males, para no hacerte cargo de tus propias desviaciones sexuales. Te juro que… uf… ah…
De pronto Alicia comenzó a gemir. Cerró sus ojos y su furia pareció borrarse de su rostro. Quedó serena, disfrutando de lo que estaba haciendo su hija mayor. Gisela se había agachado detrás de ella y le estaba chupando la concha. De inmediato entendí que había hecho eso para tranquilizarla. De lo contrario mi mamá hubiera tenido una crisis de nervios.
—Nahuel, ayudala vos también —me dijo Macarena.
Me costó un poco reaccionar, como si mi mente estuviera flotando a la deriva. Cuando volví a la realidad comprendí lo que tenía que hacer. Mi verga aún estaba dura y ya tengo muy en claro cuánto disfruta Alicia al chuparla… también recordé las veces que dijo que chupar vergas para ella podía ser relajante. Por eso se la metí en la boca.
Mi madre se prendió a mi verga al instante. Comenzó a succionarla y a lamerla mientras Fernanda nos miraba con los ojos desencajados, como si fuera la primera vez que veía un acto incestuoso. Su reacción me pareció demasiado exagerada y supuse que, en realidad, estaba fingiendo. ¿Para qué? Para que nos sintiéramos culpables. Esa es su forma de manipular a la gente. A través de la culpa.
Vieja de mierda.
Alicia se quedó comiendo verga durante unos segundos, hasta que consiguió tranquilizarse. Por mi parte me dediqué a disfrutar. A mí también me venía bien un poco de calma emocional. No quería insultar a Fernanda, no por una cuestión de respeto, sino porque ésta no era mi lucha, era la de mi madre. Ella debía encargarse de todo a partir de este momento. Todo nuestro trabajo en los últimos días fue para que Alicia pudiera hacerle frente a Fernanda.
—Mamá —dijo Macarena—. ¿Por qué no nos contás tu versión de los hechos? ¿Cuánto de lo que contó la abuela es verdad, y cuánto es mentira?
Soltó mi verga y respiró, Gisela siguió lamiendo su vagina durante un poco más y luego se sentó en la cama, para escuchar lo que su madre tenía para decir.
—Lo que contó no es del todo falso —dijo Alicia, con mucha más calma de la que la creía capaz. Ella también se sentó en la cama. Me di cuenta que evitaba el contacto visual con todos los presentes—. El problema no es lo que contó, sino cómo lo contó. Lo hizo de forma tal que yo quedara como una puta que la arrastró a ella a prostituirse, y en realidad fue todo lo contrario. Debo aclarar que yo tardé mucho tiempo en darme cuenta que fue así, de hecho… ustedes me ayudaron a ver las cosas desde otra perspectiva. Pasé años creyendo que la versión de Fernanda era la correcta, la única posible. Ahora entiendo que no, que fueron puros engaños, para que ella pudiera desligarse de toda la responsabilidad.
>Pero no crean que la cosa fue tan sencilla. Fernanda nunca me dijo: andá a coger con los del taller, trae plata a casa. Pero eso fue lo que ocurrió. Me da miedo contarles todo esto porque es tan sutil que no sé si podrán verlo como yo lo veo ahora.
—Por eso no te preocupes, mamá —le aseguró Macarena—. Vamos a hacer todo el esfuerzo necesario para ver las cosas desde tu punto de vista. Contanos todo, sin miedo. Estamos acá para apoyarte, no para juzgarte.
—Muy bien, entonces creo que lo mejor es contarle cómo fue mi primera experiencia con la prostitución. No con el sexo. A la virginidad la perdí unos meses antes de empezar a cobrar por sexo. En su versión mi mamá insinuó que ella inició los chequeos nocturnos después de que yo empezara a prostituirme; pero fue al revés… y ella lo sabe. Yo no cobraba por acostarme con alguno de los miembros del taller, lo hacía por puro gusto. Había descubierto el sexo gracias a Aníbal y lo disfruté un montón. Ese hombre me enseñó lo que se siente tener una buena pija metida en la concha. Me enamoré de esa sensación y en un principio no vi nada de malo. Yo tenía edad para acostarme con quien me diera la gana. La que se encargó de que yo detestara el sexo fue Fernanda. Ella me hizo odiarlo… y temerle. Y todo empezó con esos malditos chequeos nocturnos.
>Al principio los vi como una práctica invasiva y humillante. Se me hacía muy raro que mi propia madre me metiera los dedos en la concha, para verificar si yo había tenido sexo con alguien. Por supuesto siempre le decía que no me había acostado con nadie. ¿Qué otra cosa iba a decir? Pero ella insistía hasta que descubría que fui penetrada. Cuando esto ocurría, me pasaba por la cara mis propios jugos vaginales y me decía: “Sos una sucia puta”.
—Ay, la puta madre… abuela, te juro que en este momento te odio mucho —dijo Tefi—. De verdad. Me parecés una mierda de persona.
Fernanda se quedó tan asombrada por el comentario de su nieta que no supo qué decir. Las palabras de Tefi sonaron sumamente sinceras.
—Mejor ahorrate ese tipo de comentarios para después —le aconsejó Alicia—, porque recién estoy empezando. Pero también me quiero hacer cargo de la parte que me toca. Sé que no me comporté siempre de la mejor manera, yo también cargo con parte de la culpa. No pretendo quedar como una víctima. Solo quiero que entiendan que yo no soy la única responsable de que las cosas hayan ocurrido así.
>Me da mucha vergüenza admitirlo, pero lo tengo que decir, de lo contrario voy a vivir con esto atravesado en la garganta. La verdad es que empecé a disfrutar de los chequeos nocturnos de mi mamá. Por eso no oponía resistencia cuando llegaba a casa luego de haber tenido relaciones sexuales. Cuando ya me acostumbré a la dinámica iba directamente hasta mi cuarto, me acostaba en la cama y abría las piernas. Ella no tardaba mucho en entrar.
>Lo que hizo que empezara a disfrutar de estas prácticas fue que, al principio, mi mamá parecía mucho más cariñosa. Me acariciaba la concha despacito, como para que yo me preparase mentalmente y después metía un dedo. Rara vez empezaba con dos. También empecé a darme cuenta que mientras metía los dedos, usaba el pulgar para acariciar mi clítoris. Eso se sentía realmente bien. Sospechaba que lo hacía para que yo me relajara; pero ahora creo que en realidad le gustaba tocarme.
—Lo hacía para favorecer la dilatación, Alicia —espetó Fernanda—. Si yo hubiera metido los dedos sin más, te hubiera lastimado. Tenía que hacerlo despacio. Nunca tuve intenciones de dañarte.
—Pero lo hiciste. No me dañaste físicamente; pero sí psicológicamente. —Una vez más mi abuela se quedó en silencio sin saber qué responder—. Con el tiempo empecé a notar un patrón de conducta en Fernanda. Cuando dejé de resistirme a los chequeos, ella los iniciaba muy calmada, hasta se mostraba amable conmigo; pero poco a poco se iba enojando y sus palabras se tornaban más duras y agresivas. Yo no entendía por qué, simplemente me acostumbré a que así fuera. Podía disfrutar de la primera etapa del chequeo; pero siempre sufría al final. Me hacía sentir sucia, degenerada… hasta me decía que yo había fracasado como hija.
Noté que todas mis hermanas fruncían el ceño y miraban a la abuela, desafiantes.
—¿Y qué es exactamente lo que disfrutabas? —Preguntó Macarena. No sé si lo dijo por pura curiosidad o por llevar a mi madre a un estado de calma, donde se centrara en los aspectos positivos.
—Bueno, ya expliqué que me gustaba la forma en que me tocaba… y también me gustaba verla tragar semen. No sé por qué, me resultaba muy morbosa la idea de que mi madre se tragara la leche de hombres que ni conocía, y que esa leche saliera de mi propia concha. El método fue evolucionando. No siempre fue meter los dedos y sacar el semen. Una noche me sorprendí mucho cuando sentí algo húmedo tocando mi clítoris, miré y me encontré con que era su lengua. Y sí, ya sé que ahora dirá que lo hizo para “favorecer la dilatación”, y hasta puede que ella se lo haya creído. Pero para mí fue muy fuerte ver a mi propia madre lamiéndome el clítoris.
>Esta práctica se repitió otra noche, y luego otra… hasta que se volvió parte de la rutina. Mientras me metía los dedos en la concha, me lamía el clítoris… pero solo el clítoris. Era como si se cuidara mucho de no lamer otra cosa. Eso sí, seguía tragando el semen que podía recolectar… cuando lo había. No siempre había. Porque a veces me revisaba incluso si yo no salía de casa. Me decía que podría haberme escapado en cualquier momento para que me cogieran… y no estaba tan errada. A veces me escapaba por la ventana. Así que al menos puedo decir que tenía motivos para sospechar. Además yo me dejaba coger en el cuartito del patio para después entrar con el semen aún dentro de la concha.
>Como se imaginarán, la lengua de mi mamá fue más allá. No se quedo solo en el clítoris. Me resultó fascinante ver cómo me lamía la concha y su lengua se iba llenando con semen. Entiendan que yo entraba muy excitada, me habían metido la pija pocos segundos antes. Que me lamiera la concha hacía que mi calentura se disparara. Yo también empecé a animarme a más, y mientras Fernanda me revisaba, yo me masturbaba o me sobaba las tetas.
>Empecé a cobrar por sexo porque ella me lo insinuó muchas veces. Me decía cosas como: “Me molesta que seas tan puta y cualquier pija del barrio termine dentro de tu concha… si al menos cobraras por eso, no estaríamos tan mal económicamente”. Frases como esas empezaron a repetirse constantemente. Y un día lo hablé con Aníbal. Le pregunté si él estaría dispuesto a pagar por coger conmigo y su respuesta fue la clave: me aseguró que sí pagaría generosamente por tener sexo conmigo y que, además, los otros miembros del taller también lo harían. Y no solo ellos, después conseguí más clientes.
>Y a ver… yo no la pasé mal ejerciendo como prostituta del barrio. Recuerden que yo hacía esto gratis, sin cobrar nada… por puro gusto. Luego fue igual; pero con la posibilidad de ganar dinero. Lo que gané vino muy bien. Cuando a Fernanda ya le quedó claro que yo cobraba por coger, directamente empecé a guardar la plata en una cajita y empecé a usarla para pagar impuestos y comprar comida. Desde ese momento nos empezó a ir mucho mejor. Mi papá comenzó a sospechar que había algo raro, de pronto estábamos comiendo cosas más caras… y con más frecuencia. Y ya no había reclamos por deudas. Yo no sabía cómo explicar la situación. Pero mi mamá lo hizo por mí. Le dijo que ella había conseguido trabajo cosiendo ropa y que yo la ayudaba. De ahí surgió la idea de transformar el cuarto del patio en una especie de negocio.
>Mi papá lo creyó todo, nunca se preguntó cómo dos mujeres que cosían ropa vieja podían ganar tanto.
—Yo también me lo creí —dijo Cristela—. Nunca sospeché que lo de coger con tipos era por plata. Pensé que lo hacían simplemente por putas.
—Bueno, un poquito de eso había —dijo Alicia, con una sonrisa—. Pero nos pagaban… y muy bien. Pudimos saldar varias deudas que teníamos, algunas importantes. Salvamos la casa. Sin ese dinero la hubiéramos perdido.
—Sé que va a ser duro hablar de esto —dijo Macarena—; pero ahora necesito que te centres en las actitudes de tu mamá que no te gustaban tanto.
—Lo voy a intentar. De las primeras cosas que me molestaron estaban sus comentarios. “Puta de mierda”, “Sucia degenerada”, “Fracaso de hija”, eran sus frases más habituales, cuando se enojaba conmigo. Y casi siempre se enojaba conmigo, en especial si yo traía mucho semen en la concha. A veces me sacaba parte de esta leche y me la restregaba en la cara. Tener semen en la cara no me molestaba, lo que me jodía era la actitud agresiva con que lo hacía. Y así como los métodos de revisión fueron evolucionando, también lo hicieron los métodos de agresión.
Entiendo a mi madre. Alicia no puede evitar sentirse frustrada y enojada con Fernanda. Su madre le inculcó una visión negativa y represiva de la sexualidad. Le prohibía usar ropa ajustada o maquillaje, le decía que los hombres solo querían aprovecharse de ella, y le hacía sentir vergüenza de su cuerpo y sus deseos. Alicia culpa a su madre de sus traumas sexuales, que le han impedido disfrutar plenamente de sus relaciones y de su propia identidad. Ahora lucha para liberarse de esa carga y poder expresarse sin miedo ni culpa.
—¿Podés explicarnos cómo eran algunos de esos nuevos métodos de agresión? —La pregunta de Macarena fue necesaria para que nuestra madre siguiera hablando.
—Me pasaba el semen en la cara, y cuando no había, lo hacía con mis propios flujos vaginales, para demostrarme que yo siempre estaba caliente. Una noche me enojé y tuve el coraje suficiente como para decirle: “Vos también debés tener la concha mojada de tanto tragar leche”. Y eso hizo que empeorara la situación. Empezó a decirme que, por mi culpa, ella terminaba toda mojada. Que esas reacciones físicas no se pueden evitar, que su cuerpo simplemente reaccionaba al sabor del semen.
—Eso también podría aplicar para vos —comentó Pilar—. Al fin y al cabo ella te tocaba… hasta te chupaba la concha. Era obvio que te ibas a mojar.
—Sí, lo sé; pero Fernanda no lo veía así —prosiguió Alicia—. Para ella yo siempre estaba mojada… y provocaba que ella se moje. Entonces, cuando esto ocurría, se metía los dedos en su propia concha y me los pasaba por la cara, para que viera cómo había quedado de mojada… por mi culpa. Un día se puso sobre mi cara, con la concha abierta y me dijo: “Mirá cómo la tengo… ¿a vos te parece bien que una mujer de familia respetable como yo tenga que terminar todas las noches con la concha toda sucia y mojada? Todo por tu culpa”. Y acto seguido, me restregó toda la concha en la cara… y a ver, antes de que protesten o se enojen con ella, debo aclarar que sí, me molestó. Pero al mismo tiempo me excitó muchísimo. Yo todavía había empezado a tener algunos jueguitos lésbicos con Cristela, aún no se podía decir que tuviéramos sexo. Y poder sentir una concha bien húmeda en la cara me puso a mil.
>Debo admitir que me gustó que esto empezara a ser parte de la rutina de revisión. Ella solía cerrar mostrándome cómo, por mi culpa, le había quedado la concha… y me la pasaba por la cara. Se metía los dedos y me obligaba a chuparlos. Mientras ella hacía esto, yo me masturbaba como loca. Llegué a asociar algunos de mis mejores orgasmos con el olor y el sabor de su concha.
—Quizás por eso te volviste una lesbiana reprimida —comentó Gisela.
—Es muy posible… y después quiero hablar con vos sobre ese tema. Vos y yo tenemos mucho de qué hablar.
—Lo haremos cuando llegue el momento. Ahora mismo lo que importa es tu historia. Por favor, seguí.
—Muy bien… como iba diciendo, se volvió normal que yo terminara la noche con la concha de mi mamá contra la cara. Y una vez se me ocurrió decirle: “Perdón, mamá… ¿qué puedo hacer para ayudarte?”. Ella se quedó en silencio y me miró fijamente, abrió su concha con los dedos y me dijo una sola palabra: chupala.
>Y así lo hice. No lo dudé ni por un segundo, empecé a lamer su clítoris y lo disfruté un montón. Fue para mí un gran alivio por fin tener la oportunidad de lamer su concha a gusto.
—¿Y esta acción con qué mentira la justificó? —Preguntó Tefi.
—Me dijo que yo era la responsable de que ella tuviera la concha mojada —Alicia miró a su madre de reojo, Fernanda seguía en silencio, como si pretendiera que nos olvidemos de su presencia—. Por eso era mi obligación quitarle esa calentura. Y yo lo hacía con gusto, se la chupaba fuerte, con verdaderas ganas. Con toda la intención de hacerla llegar al orgasmo… y me ponía muy contenta cuando ella gemía y sus jugos vaginales de pronto me llenaban la boca. Para mí eso era la gloria… aunque después me sentía culpable por estar disfrutando tanto del sexo femenino. No se olviden que Fernanda también decía constantemente frases contra las lesbianas y lo jodidamente horrible que es ser lesbiana. Como si eso fuera una tragedia.
>Pero al mismo tiempo noté que mientras más ganas le ponía yo a la chupada de concha, más ganas le ponía ella. A veces ni siquiera me metía los dedos, yo llegaba y se prendía a chupármela, sin preámbulos, y se tragaba todo el semen que salía de ella. Pensé que también lo estaba disfrutando, como yo, por eso es que una noche me puse sobre ella y dejé salir el semen, para que se lo tomara. Ella lo contó como si yo hubiera hecho esto por maldita, como un acto de venganza… y no fue así, en absoluto. Lo hice porque creí que le iba a gustar. Y de verdad creo que le gustó, porque lo repetimos varias veces. En especial cuando empezamos a trabajar juntas como prostitutas. Fernanda se tragaba el semen de mi concha cuando los tipos ya se habían ido… e incluso a veces lo hacía con los clientes aún presentes.
>Y eso no fue todo. Fernanda me echó la culpa de que andaba excitada casi todo el día, porque al tener que revisarme casi todos los días, su cuerpo se acostumbraba a un ritmo sexual anormal. Por eso una tarde, cuando estábamos solas en casa, se me acercó levantándose el vestido y me dijo: “No aguanto más, estoy toda mojada… vas a tener que chuparme la concha. Todo esto es tu culpa, puta”.
>A pesar de que sus palabras me dolieron, hice lo que me pidió. Ella se sentó en un sillón, yo me arrodillé y empecé a chuparle la concha tan bien como lo había hecho en las noches de revisión. ¿Y saben qué? Me agradó poder chupársela sin que estuviera ese proceso de por medio.
—Y dejame adivinar —dijo Pilar—. Esto también se volvió costumbre.
—Así fue. Al otro día me volvió a pedir el mismo favor: “Chupala, porque me levanté con la concha mojada… por tu culpa”. Siempre era mi culpa. Y hay otra cosa que se volvió costumbre, sin necesidad del proceso de revisión nocturno. Una vez se me acercó y creí que me iba a pedir que se la chupe, en cambio me dijo: Sacate la ropa, esta vez te la voy a chupar yo. Le pregunté por qué haría eso, yo no necesitaba que “me hiciera el favor”. En ese momento pensé que sería una treta de su parte para quitarme la calentura y que yo no saliera a coger con mis clientes. Aunque a decir verdad, eso no le hubiera funcionado. Pero me explicó que lo hacía porque, por mi culpa, su cuerpo se había acostumbrado al acto de lamer una concha, y que lo necesitaba, como una adicta que necesita una dosis de su droga. Me echó la culpa a mí de volverla adicta al sexo. Eso me lo repitió un montón de veces.
—Y lo sostengo —dijo Fernanda—. Yo era una mujer que llevaba una vida sexual sana, sin ningún tipo de desviaciones. Por tu culpa empecé a hacer cosas que, de otra forma, jamás hubiera hecho. Me convertiste en una adicta.
—Yo no te convertí en adicta, mamá. Yo era joven, quería disfrutar del sexo… y vos aprovechaste esa situación para satisfacer tus propias desviaciones sexuales. Bien que te calentaba chuparle la concha a tu propia hija. Nunca te pedí que lo hicieras, empezaste a hacerlo vos solita. Poné todas las excusas que quieras, pero la realidad es que hiciste todo esto para tener sexo con tu hija, y lo conseguiste. Cogimos un montón, mamá. ¿Acaso te olvidás de cómo nos reventábamos la una a la otra en la cama de papá cuando él no estaba? Cómo me pedías que te hiciera acabar… nos chupamos las tetas, los culos, nos besábamos como locas. Cogíamos mamá. Cogíamos. Éramos amantes. Como si yo fuera tu verdadera esposa. La verdadera pasión en la cama la descubriste gracias a mí. Yo te di los mejores orgasmos de tu vida.
>¿Te olvidaste de cómo nos dábamos consejos la una a la otra para chuparnos mejor la concha? “Acá me gusta más… dale, seguí así… ahora chupame el culo… ahora chupame el clítoris”. Y lo hacíamos sin excusas. Era coger y punto. Me agarrabas de la mano y sin decir nada me llevabas a tu pieza, nos besábamos y nos desnudamos juntas… y no parábamos hasta que hubiéramos quedado agotadas de tanto comer concha.
>Y cuando empezamos a trabajar juntas… dios, cómo te gustaba verme coger. No me sacabas los ojos de encima. Amabas que me metieran toda la pija por el orto mientras vos me chupabas la concha. La pose que más le gustaba era esa: un 69, donde nos comíamos la argolla la una a la otra, mientras dos tipos nos taladraban el culo. No se dan una idea de cómo acababa esta puta cuando hacíamos eso.
Se hizo un silencio sepulcral. Todos nos quedamos mirando a Fernanda. Fue un momento muy incómodo. Mi abuela no abrió la boca, no dijo ni una sola palabra. La tensión era tan fuerte que si alguien no decía algo, nos íbamos a volver locos. Por suerte Cristela intervino y se dio cuenta de que era el momento indicado para desviar un poco el tema.
—Alicia, ahora entiendo que mamá te hizo pasar un montón de momentos malos. Y me gustaría saber… ¿yo te hice pasar algún mal momento? Y desde ya quiero que sepas que, de ser así, lo hice sin querer. Yo te adoraba… todavía lo hago. Para mí sos como una diosa. Jamás tuve malas intenciones con vos, ni siquiera las mil veces que discutimos.
—La verdad es que hay un momento que me viene a la mente.
—Te escucho. Decime todo lo que tengas para decirme. No te guardes nada.
—¿Te acordás del vestido que compraste? Estoy segura de que te acordás… te enojaste mucho conmigo porque lo estrené antes que vos.
—Sí, y admito que todavía sigo enojada por eso. Ese vestido me salió re caro.
—Lo sé, justamente por eso decidí usarlo. Disculpame que te lo diga, pero vos eras una pendeja boluda. No tomabas dimensión de lo mal que la estábamos pasando económicamente. Siempre derrochabas. A veces eran boludeces: galletitas, alfajores, chocolates. Otras veces empezabas a comerle la oreja a papá diciéndole: “Dale, papi… hacé un asado” y como ese hombre prefería morirse de hambre antes que reconocerle a su hija adorada que no tenía plata para comprar asado, lo hacía igual. Y después vino lo del vestido —Cristela la observaba en silencio, con los ojos muy abiertos. Parecía estar a punto de llorar—. Sé que sacaste la plata de la cajita donde mamá guardaba la plata… la plata que yo ganaba. Me enojé mucho con vos. Muchísimo. A mí me rompieron el orto, entre varios, para poder hacer esa plata… y vos la gastaste en un vestido de mierda.
>No lo pensé mucho. Me lo probé, reconozco que era muy bonito. Rojo. Escotado, elegante. Me quedaba de maravilla. Creo que a vos te quedaba aún mejor. Esa noche salí a trabajar con ese vestido. Lo usé para una de las tantas fiestas que organizaban los de la comisaría. Ni les voy a explicar todo lo que me cogieron esa noche, ya se lo deben imaginar. Sé que el vestido ayudó mucho, a los tipos les encantó verme tan elegante. Les daba la sensación de que yo era una puta fina… y no la misma putita de siempre.
—P… per… perdón —dijo Cristela, tartamudeando. Su cara estaba llena de lágrimas—. No tenía idea… yo…
—Está bien, ya pasó. Fue hace muchos años. Y sé que lo hiciste porque papá y mamá te criaron en una burbuja. Vos siempre fuiste la protegida. La que recibía todo y la que no se podía enterar de los problemas económicos. Por eso yo tampoco te dije nada. Aunque… en aquel momento mi enojo fue tanto que… hice algo. Algo de lo que me arrepiento. No debí actuar de esa manera.
—¿Qué hiciste? —Preguntó Pilar.
Alicia bajó la cabeza y se quedó muda.
—Podés contarlo sin miedo —aseguró Cristela—. Después de mi estúpida forma de comportarme, no podría enojarme con vos. Todos estos años te creí una maldita, por usar mi vestido… y ahora entiendo que la tarada era yo, por gastar plata en boludeces que no servían para nada —se limpió las lágrimas con el dorso de la mano—. Soy yo la que se tiene que disculpar. Vos hiciste muchos sacrificios por la familia.
Eso es muy cierto, y ahora entiendo por qué Alicia apoyó a Tefi cuando empezó a vender fotos en internet. Respetó la voluntad de mi hermana de ayudar a su familia, como ella misma lo había hecho años atrás.
—Muy bien. Lamento si te molesta lo que vas a escuchar. Yo… tomé revancha. Fue aquella vez que te agarraron entre varios en el taller. Sí, ya sabés de qué día te hablo. Vos entraste a buscarme, porque te dijeron que yo estaba ahí… y apenas te tuvieron solita, empezaron a manosearte. Te habías vestido con una minifalda de jean y una remerita sin mangas…
—Me acuerdo que me metieron la mano por debajo de la pollera —dijo Cristela—. Eso no me molestó tanto. No era la primera vez que me tocaban, y ya me había tocado chupar un par de pijas. Incluso me habían metido la pija en el cuartito del fondo… aunque yo lo hacía gratis. Nunca cobré.
—Lo sé. Eras puta, y punto. Creo que intentabas imitarme. Como sea, te comportabas más o menos como yo. A veces te agarraba alguno del taller y te daba para que tengas, en el cuartito del fondo. Yo te cuidaba, para que no te cogieran entre todos. Pero debo admitir que a mí me pagaban más cada vez que vos me acompañabas al taller. Vos eras preciosa… sos preciosa. Tenías dieciocho años y estabas todo el día excitada. Los tipos del taller se ponían como locos cada vez que te veían el culo y las tetas. Un día me hicieron una oferta. Era una gran suma de dinero, la mayor que podía cobrar hasta el momento. Ya me habían pagado por cogerme entre todos; pero esta vez a la que querían coger era a vos.
>Les dije que no, al fin y al cabo sos mi hermana menor. Una cosa era permitir que te cogiera uno de vez en cuando, y otra muy distinta era soltarte en el medio de una jauría de lobos hambrientos. Poco después pasó lo del vestido y, por la bronca, empecé a reconsiderar la oferta. Al final les dije que sí, les di permiso para que te hicieran entrar engañada y que empezaran a tocarte. Hasta les di instrucciones de cómo hacerlo. Les dije que fueran de a poco, que te tocaran el culo, la concha… las tetas, que alguno te hiciera pasar al cuartito y que después te sacaran, ya toda desnuda y excitada. Ahí sí, podían cogerte entre todos, y por todos los agujeros.
—¿Y lo hicieron? —Preguntó Brenda, me dio mucha ternura que ella estuviera tan interesada en la historia familiar.
—Sí que lo hicieron —aseguró Cristela—. Tal y como contó Alicia, me sentí como un conejo frente a una jauría de lobos hambrientos. Me asusté mucho. No sabía si podría con todos; pero entendí que no tendría forma de zafar de esa situación. Pero hay algo que recuerdo muy bien, algo que jamás voy a olvidar. Vos apareciste… yo te supliqué, sabía que estabas enojada conmigo, habíamos discutido por lo del vestido. Aún así, te rogué para que no me dejaras sola… y te quedaste. Esa vez nos cogieron a las dos juntas… entre todos. Eran… ocho tipos. Aún me cuesta creer que nos metieron ocho pijas, una después de la otra…
—Sos de lo peor, Alicia —intervino Fernanda—. Vendiste a tu hermana. La prostituiste sin su consentimiento. Y después decís que yo soy la que te obligó a hacer todo. Esto lo planificaste vos sola, yo no tuve nada que ver.
Ahí entendí que mi abuela sería un hueso muy duro de roer. Ella aún se mantenía a la defensiva, y echándole la culpa de todo a Alicia. Pero no nos vamos a rendir tan fácilmente. Desde el principio sabíamos que esta batalla sería un gran desafío para nosotros y estamos dispuestos a asumirlo.
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Capítulo 61.
La Versión de Alicia.
La habitación se llenó de un silencio sepulcral. Todos miramos a Alicia, expectantes. Por primera vez en muchos días se animaría a hacerle frente a su madre… y me atrevo a decir que por primera vez en la vida. Sí, ya la vi discutiendo con Fernanda, y le dijo unas cuantas verdades; pero esta vez… esta vez le va a dar con todo, sin guardarse nada.
Ya me quedó claro que los traumas en mis hermanas (y quizás los míos también) provienen de la crianza que nos dio nuestra madre. A pesar de esto, no podemos echarle la culpa a ella. Alicia está mucho más dañada que todos nosotros juntos… y eso es por culpa de su madre. La abuela Fernanda. La raíz de todo mal.
Me pregunto si la maldad será hereditaria. Eso explicaría por qué Ayelén es así.
—Sos una yegua malparida… y una mentirosa de mierda —fueron las primeras palabras de Alicia. Arrancamos tranqui—. Hija de mil puta. Me cagaste la vida. Podríamos haber sido muy felices, como una familia extraña; pero funcional. Pero no! La señora tenía que dejar salir todos sus putos prejuicios sobre cualquier cosa que esté asociada al sexo. Y todos esos prejuicios me los tuve que comer yo. Por culpa tuya crecí sintiéndome una degenerada, una desviada sexual, un parásito que infecta a los demás con su sola presencia.
Me resultó curioso que mi madre explicara su malestar apelando al contagio y a la enfermedad, teniendo en cuenta su miedo patológico a los gérmenes. Me pregunté si todo esto estaría relacionado de alguna manera.
—Lo que más bronca me da es que no tenés ni la menor idea de todo el daño que me causaste. Te pasaste la vida echándome la culpa de todos los males, para no hacerte cargo de tus propias desviaciones sexuales. Te juro que… uf… ah…
De pronto Alicia comenzó a gemir. Cerró sus ojos y su furia pareció borrarse de su rostro. Quedó serena, disfrutando de lo que estaba haciendo su hija mayor. Gisela se había agachado detrás de ella y le estaba chupando la concha. De inmediato entendí que había hecho eso para tranquilizarla. De lo contrario mi mamá hubiera tenido una crisis de nervios.
—Nahuel, ayudala vos también —me dijo Macarena.
Me costó un poco reaccionar, como si mi mente estuviera flotando a la deriva. Cuando volví a la realidad comprendí lo que tenía que hacer. Mi verga aún estaba dura y ya tengo muy en claro cuánto disfruta Alicia al chuparla… también recordé las veces que dijo que chupar vergas para ella podía ser relajante. Por eso se la metí en la boca.
Mi madre se prendió a mi verga al instante. Comenzó a succionarla y a lamerla mientras Fernanda nos miraba con los ojos desencajados, como si fuera la primera vez que veía un acto incestuoso. Su reacción me pareció demasiado exagerada y supuse que, en realidad, estaba fingiendo. ¿Para qué? Para que nos sintiéramos culpables. Esa es su forma de manipular a la gente. A través de la culpa.
Vieja de mierda.
Alicia se quedó comiendo verga durante unos segundos, hasta que consiguió tranquilizarse. Por mi parte me dediqué a disfrutar. A mí también me venía bien un poco de calma emocional. No quería insultar a Fernanda, no por una cuestión de respeto, sino porque ésta no era mi lucha, era la de mi madre. Ella debía encargarse de todo a partir de este momento. Todo nuestro trabajo en los últimos días fue para que Alicia pudiera hacerle frente a Fernanda.
—Mamá —dijo Macarena—. ¿Por qué no nos contás tu versión de los hechos? ¿Cuánto de lo que contó la abuela es verdad, y cuánto es mentira?
Soltó mi verga y respiró, Gisela siguió lamiendo su vagina durante un poco más y luego se sentó en la cama, para escuchar lo que su madre tenía para decir.
—Lo que contó no es del todo falso —dijo Alicia, con mucha más calma de la que la creía capaz. Ella también se sentó en la cama. Me di cuenta que evitaba el contacto visual con todos los presentes—. El problema no es lo que contó, sino cómo lo contó. Lo hizo de forma tal que yo quedara como una puta que la arrastró a ella a prostituirse, y en realidad fue todo lo contrario. Debo aclarar que yo tardé mucho tiempo en darme cuenta que fue así, de hecho… ustedes me ayudaron a ver las cosas desde otra perspectiva. Pasé años creyendo que la versión de Fernanda era la correcta, la única posible. Ahora entiendo que no, que fueron puros engaños, para que ella pudiera desligarse de toda la responsabilidad.
>Pero no crean que la cosa fue tan sencilla. Fernanda nunca me dijo: andá a coger con los del taller, trae plata a casa. Pero eso fue lo que ocurrió. Me da miedo contarles todo esto porque es tan sutil que no sé si podrán verlo como yo lo veo ahora.
—Por eso no te preocupes, mamá —le aseguró Macarena—. Vamos a hacer todo el esfuerzo necesario para ver las cosas desde tu punto de vista. Contanos todo, sin miedo. Estamos acá para apoyarte, no para juzgarte.
—Muy bien, entonces creo que lo mejor es contarle cómo fue mi primera experiencia con la prostitución. No con el sexo. A la virginidad la perdí unos meses antes de empezar a cobrar por sexo. En su versión mi mamá insinuó que ella inició los chequeos nocturnos después de que yo empezara a prostituirme; pero fue al revés… y ella lo sabe. Yo no cobraba por acostarme con alguno de los miembros del taller, lo hacía por puro gusto. Había descubierto el sexo gracias a Aníbal y lo disfruté un montón. Ese hombre me enseñó lo que se siente tener una buena pija metida en la concha. Me enamoré de esa sensación y en un principio no vi nada de malo. Yo tenía edad para acostarme con quien me diera la gana. La que se encargó de que yo detestara el sexo fue Fernanda. Ella me hizo odiarlo… y temerle. Y todo empezó con esos malditos chequeos nocturnos.
>Al principio los vi como una práctica invasiva y humillante. Se me hacía muy raro que mi propia madre me metiera los dedos en la concha, para verificar si yo había tenido sexo con alguien. Por supuesto siempre le decía que no me había acostado con nadie. ¿Qué otra cosa iba a decir? Pero ella insistía hasta que descubría que fui penetrada. Cuando esto ocurría, me pasaba por la cara mis propios jugos vaginales y me decía: “Sos una sucia puta”.
—Ay, la puta madre… abuela, te juro que en este momento te odio mucho —dijo Tefi—. De verdad. Me parecés una mierda de persona.
Fernanda se quedó tan asombrada por el comentario de su nieta que no supo qué decir. Las palabras de Tefi sonaron sumamente sinceras.
—Mejor ahorrate ese tipo de comentarios para después —le aconsejó Alicia—, porque recién estoy empezando. Pero también me quiero hacer cargo de la parte que me toca. Sé que no me comporté siempre de la mejor manera, yo también cargo con parte de la culpa. No pretendo quedar como una víctima. Solo quiero que entiendan que yo no soy la única responsable de que las cosas hayan ocurrido así.
>Me da mucha vergüenza admitirlo, pero lo tengo que decir, de lo contrario voy a vivir con esto atravesado en la garganta. La verdad es que empecé a disfrutar de los chequeos nocturnos de mi mamá. Por eso no oponía resistencia cuando llegaba a casa luego de haber tenido relaciones sexuales. Cuando ya me acostumbré a la dinámica iba directamente hasta mi cuarto, me acostaba en la cama y abría las piernas. Ella no tardaba mucho en entrar.
>Lo que hizo que empezara a disfrutar de estas prácticas fue que, al principio, mi mamá parecía mucho más cariñosa. Me acariciaba la concha despacito, como para que yo me preparase mentalmente y después metía un dedo. Rara vez empezaba con dos. También empecé a darme cuenta que mientras metía los dedos, usaba el pulgar para acariciar mi clítoris. Eso se sentía realmente bien. Sospechaba que lo hacía para que yo me relajara; pero ahora creo que en realidad le gustaba tocarme.
—Lo hacía para favorecer la dilatación, Alicia —espetó Fernanda—. Si yo hubiera metido los dedos sin más, te hubiera lastimado. Tenía que hacerlo despacio. Nunca tuve intenciones de dañarte.
—Pero lo hiciste. No me dañaste físicamente; pero sí psicológicamente. —Una vez más mi abuela se quedó en silencio sin saber qué responder—. Con el tiempo empecé a notar un patrón de conducta en Fernanda. Cuando dejé de resistirme a los chequeos, ella los iniciaba muy calmada, hasta se mostraba amable conmigo; pero poco a poco se iba enojando y sus palabras se tornaban más duras y agresivas. Yo no entendía por qué, simplemente me acostumbré a que así fuera. Podía disfrutar de la primera etapa del chequeo; pero siempre sufría al final. Me hacía sentir sucia, degenerada… hasta me decía que yo había fracasado como hija.
Noté que todas mis hermanas fruncían el ceño y miraban a la abuela, desafiantes.
—¿Y qué es exactamente lo que disfrutabas? —Preguntó Macarena. No sé si lo dijo por pura curiosidad o por llevar a mi madre a un estado de calma, donde se centrara en los aspectos positivos.
—Bueno, ya expliqué que me gustaba la forma en que me tocaba… y también me gustaba verla tragar semen. No sé por qué, me resultaba muy morbosa la idea de que mi madre se tragara la leche de hombres que ni conocía, y que esa leche saliera de mi propia concha. El método fue evolucionando. No siempre fue meter los dedos y sacar el semen. Una noche me sorprendí mucho cuando sentí algo húmedo tocando mi clítoris, miré y me encontré con que era su lengua. Y sí, ya sé que ahora dirá que lo hizo para “favorecer la dilatación”, y hasta puede que ella se lo haya creído. Pero para mí fue muy fuerte ver a mi propia madre lamiéndome el clítoris.
>Esta práctica se repitió otra noche, y luego otra… hasta que se volvió parte de la rutina. Mientras me metía los dedos en la concha, me lamía el clítoris… pero solo el clítoris. Era como si se cuidara mucho de no lamer otra cosa. Eso sí, seguía tragando el semen que podía recolectar… cuando lo había. No siempre había. Porque a veces me revisaba incluso si yo no salía de casa. Me decía que podría haberme escapado en cualquier momento para que me cogieran… y no estaba tan errada. A veces me escapaba por la ventana. Así que al menos puedo decir que tenía motivos para sospechar. Además yo me dejaba coger en el cuartito del patio para después entrar con el semen aún dentro de la concha.
>Como se imaginarán, la lengua de mi mamá fue más allá. No se quedo solo en el clítoris. Me resultó fascinante ver cómo me lamía la concha y su lengua se iba llenando con semen. Entiendan que yo entraba muy excitada, me habían metido la pija pocos segundos antes. Que me lamiera la concha hacía que mi calentura se disparara. Yo también empecé a animarme a más, y mientras Fernanda me revisaba, yo me masturbaba o me sobaba las tetas.
>Empecé a cobrar por sexo porque ella me lo insinuó muchas veces. Me decía cosas como: “Me molesta que seas tan puta y cualquier pija del barrio termine dentro de tu concha… si al menos cobraras por eso, no estaríamos tan mal económicamente”. Frases como esas empezaron a repetirse constantemente. Y un día lo hablé con Aníbal. Le pregunté si él estaría dispuesto a pagar por coger conmigo y su respuesta fue la clave: me aseguró que sí pagaría generosamente por tener sexo conmigo y que, además, los otros miembros del taller también lo harían. Y no solo ellos, después conseguí más clientes.
>Y a ver… yo no la pasé mal ejerciendo como prostituta del barrio. Recuerden que yo hacía esto gratis, sin cobrar nada… por puro gusto. Luego fue igual; pero con la posibilidad de ganar dinero. Lo que gané vino muy bien. Cuando a Fernanda ya le quedó claro que yo cobraba por coger, directamente empecé a guardar la plata en una cajita y empecé a usarla para pagar impuestos y comprar comida. Desde ese momento nos empezó a ir mucho mejor. Mi papá comenzó a sospechar que había algo raro, de pronto estábamos comiendo cosas más caras… y con más frecuencia. Y ya no había reclamos por deudas. Yo no sabía cómo explicar la situación. Pero mi mamá lo hizo por mí. Le dijo que ella había conseguido trabajo cosiendo ropa y que yo la ayudaba. De ahí surgió la idea de transformar el cuarto del patio en una especie de negocio.
>Mi papá lo creyó todo, nunca se preguntó cómo dos mujeres que cosían ropa vieja podían ganar tanto.
—Yo también me lo creí —dijo Cristela—. Nunca sospeché que lo de coger con tipos era por plata. Pensé que lo hacían simplemente por putas.
—Bueno, un poquito de eso había —dijo Alicia, con una sonrisa—. Pero nos pagaban… y muy bien. Pudimos saldar varias deudas que teníamos, algunas importantes. Salvamos la casa. Sin ese dinero la hubiéramos perdido.
—Sé que va a ser duro hablar de esto —dijo Macarena—; pero ahora necesito que te centres en las actitudes de tu mamá que no te gustaban tanto.
—Lo voy a intentar. De las primeras cosas que me molestaron estaban sus comentarios. “Puta de mierda”, “Sucia degenerada”, “Fracaso de hija”, eran sus frases más habituales, cuando se enojaba conmigo. Y casi siempre se enojaba conmigo, en especial si yo traía mucho semen en la concha. A veces me sacaba parte de esta leche y me la restregaba en la cara. Tener semen en la cara no me molestaba, lo que me jodía era la actitud agresiva con que lo hacía. Y así como los métodos de revisión fueron evolucionando, también lo hicieron los métodos de agresión.
Entiendo a mi madre. Alicia no puede evitar sentirse frustrada y enojada con Fernanda. Su madre le inculcó una visión negativa y represiva de la sexualidad. Le prohibía usar ropa ajustada o maquillaje, le decía que los hombres solo querían aprovecharse de ella, y le hacía sentir vergüenza de su cuerpo y sus deseos. Alicia culpa a su madre de sus traumas sexuales, que le han impedido disfrutar plenamente de sus relaciones y de su propia identidad. Ahora lucha para liberarse de esa carga y poder expresarse sin miedo ni culpa.
—¿Podés explicarnos cómo eran algunos de esos nuevos métodos de agresión? —La pregunta de Macarena fue necesaria para que nuestra madre siguiera hablando.
—Me pasaba el semen en la cara, y cuando no había, lo hacía con mis propios flujos vaginales, para demostrarme que yo siempre estaba caliente. Una noche me enojé y tuve el coraje suficiente como para decirle: “Vos también debés tener la concha mojada de tanto tragar leche”. Y eso hizo que empeorara la situación. Empezó a decirme que, por mi culpa, ella terminaba toda mojada. Que esas reacciones físicas no se pueden evitar, que su cuerpo simplemente reaccionaba al sabor del semen.
—Eso también podría aplicar para vos —comentó Pilar—. Al fin y al cabo ella te tocaba… hasta te chupaba la concha. Era obvio que te ibas a mojar.
—Sí, lo sé; pero Fernanda no lo veía así —prosiguió Alicia—. Para ella yo siempre estaba mojada… y provocaba que ella se moje. Entonces, cuando esto ocurría, se metía los dedos en su propia concha y me los pasaba por la cara, para que viera cómo había quedado de mojada… por mi culpa. Un día se puso sobre mi cara, con la concha abierta y me dijo: “Mirá cómo la tengo… ¿a vos te parece bien que una mujer de familia respetable como yo tenga que terminar todas las noches con la concha toda sucia y mojada? Todo por tu culpa”. Y acto seguido, me restregó toda la concha en la cara… y a ver, antes de que protesten o se enojen con ella, debo aclarar que sí, me molestó. Pero al mismo tiempo me excitó muchísimo. Yo todavía había empezado a tener algunos jueguitos lésbicos con Cristela, aún no se podía decir que tuviéramos sexo. Y poder sentir una concha bien húmeda en la cara me puso a mil.
>Debo admitir que me gustó que esto empezara a ser parte de la rutina de revisión. Ella solía cerrar mostrándome cómo, por mi culpa, le había quedado la concha… y me la pasaba por la cara. Se metía los dedos y me obligaba a chuparlos. Mientras ella hacía esto, yo me masturbaba como loca. Llegué a asociar algunos de mis mejores orgasmos con el olor y el sabor de su concha.
—Quizás por eso te volviste una lesbiana reprimida —comentó Gisela.
—Es muy posible… y después quiero hablar con vos sobre ese tema. Vos y yo tenemos mucho de qué hablar.
—Lo haremos cuando llegue el momento. Ahora mismo lo que importa es tu historia. Por favor, seguí.
—Muy bien… como iba diciendo, se volvió normal que yo terminara la noche con la concha de mi mamá contra la cara. Y una vez se me ocurrió decirle: “Perdón, mamá… ¿qué puedo hacer para ayudarte?”. Ella se quedó en silencio y me miró fijamente, abrió su concha con los dedos y me dijo una sola palabra: chupala.
>Y así lo hice. No lo dudé ni por un segundo, empecé a lamer su clítoris y lo disfruté un montón. Fue para mí un gran alivio por fin tener la oportunidad de lamer su concha a gusto.
—¿Y esta acción con qué mentira la justificó? —Preguntó Tefi.
—Me dijo que yo era la responsable de que ella tuviera la concha mojada —Alicia miró a su madre de reojo, Fernanda seguía en silencio, como si pretendiera que nos olvidemos de su presencia—. Por eso era mi obligación quitarle esa calentura. Y yo lo hacía con gusto, se la chupaba fuerte, con verdaderas ganas. Con toda la intención de hacerla llegar al orgasmo… y me ponía muy contenta cuando ella gemía y sus jugos vaginales de pronto me llenaban la boca. Para mí eso era la gloria… aunque después me sentía culpable por estar disfrutando tanto del sexo femenino. No se olviden que Fernanda también decía constantemente frases contra las lesbianas y lo jodidamente horrible que es ser lesbiana. Como si eso fuera una tragedia.
>Pero al mismo tiempo noté que mientras más ganas le ponía yo a la chupada de concha, más ganas le ponía ella. A veces ni siquiera me metía los dedos, yo llegaba y se prendía a chupármela, sin preámbulos, y se tragaba todo el semen que salía de ella. Pensé que también lo estaba disfrutando, como yo, por eso es que una noche me puse sobre ella y dejé salir el semen, para que se lo tomara. Ella lo contó como si yo hubiera hecho esto por maldita, como un acto de venganza… y no fue así, en absoluto. Lo hice porque creí que le iba a gustar. Y de verdad creo que le gustó, porque lo repetimos varias veces. En especial cuando empezamos a trabajar juntas como prostitutas. Fernanda se tragaba el semen de mi concha cuando los tipos ya se habían ido… e incluso a veces lo hacía con los clientes aún presentes.
>Y eso no fue todo. Fernanda me echó la culpa de que andaba excitada casi todo el día, porque al tener que revisarme casi todos los días, su cuerpo se acostumbraba a un ritmo sexual anormal. Por eso una tarde, cuando estábamos solas en casa, se me acercó levantándose el vestido y me dijo: “No aguanto más, estoy toda mojada… vas a tener que chuparme la concha. Todo esto es tu culpa, puta”.
>A pesar de que sus palabras me dolieron, hice lo que me pidió. Ella se sentó en un sillón, yo me arrodillé y empecé a chuparle la concha tan bien como lo había hecho en las noches de revisión. ¿Y saben qué? Me agradó poder chupársela sin que estuviera ese proceso de por medio.
—Y dejame adivinar —dijo Pilar—. Esto también se volvió costumbre.
—Así fue. Al otro día me volvió a pedir el mismo favor: “Chupala, porque me levanté con la concha mojada… por tu culpa”. Siempre era mi culpa. Y hay otra cosa que se volvió costumbre, sin necesidad del proceso de revisión nocturno. Una vez se me acercó y creí que me iba a pedir que se la chupe, en cambio me dijo: Sacate la ropa, esta vez te la voy a chupar yo. Le pregunté por qué haría eso, yo no necesitaba que “me hiciera el favor”. En ese momento pensé que sería una treta de su parte para quitarme la calentura y que yo no saliera a coger con mis clientes. Aunque a decir verdad, eso no le hubiera funcionado. Pero me explicó que lo hacía porque, por mi culpa, su cuerpo se había acostumbrado al acto de lamer una concha, y que lo necesitaba, como una adicta que necesita una dosis de su droga. Me echó la culpa a mí de volverla adicta al sexo. Eso me lo repitió un montón de veces.
—Y lo sostengo —dijo Fernanda—. Yo era una mujer que llevaba una vida sexual sana, sin ningún tipo de desviaciones. Por tu culpa empecé a hacer cosas que, de otra forma, jamás hubiera hecho. Me convertiste en una adicta.
—Yo no te convertí en adicta, mamá. Yo era joven, quería disfrutar del sexo… y vos aprovechaste esa situación para satisfacer tus propias desviaciones sexuales. Bien que te calentaba chuparle la concha a tu propia hija. Nunca te pedí que lo hicieras, empezaste a hacerlo vos solita. Poné todas las excusas que quieras, pero la realidad es que hiciste todo esto para tener sexo con tu hija, y lo conseguiste. Cogimos un montón, mamá. ¿Acaso te olvidás de cómo nos reventábamos la una a la otra en la cama de papá cuando él no estaba? Cómo me pedías que te hiciera acabar… nos chupamos las tetas, los culos, nos besábamos como locas. Cogíamos mamá. Cogíamos. Éramos amantes. Como si yo fuera tu verdadera esposa. La verdadera pasión en la cama la descubriste gracias a mí. Yo te di los mejores orgasmos de tu vida.
>¿Te olvidaste de cómo nos dábamos consejos la una a la otra para chuparnos mejor la concha? “Acá me gusta más… dale, seguí así… ahora chupame el culo… ahora chupame el clítoris”. Y lo hacíamos sin excusas. Era coger y punto. Me agarrabas de la mano y sin decir nada me llevabas a tu pieza, nos besábamos y nos desnudamos juntas… y no parábamos hasta que hubiéramos quedado agotadas de tanto comer concha.
>Y cuando empezamos a trabajar juntas… dios, cómo te gustaba verme coger. No me sacabas los ojos de encima. Amabas que me metieran toda la pija por el orto mientras vos me chupabas la concha. La pose que más le gustaba era esa: un 69, donde nos comíamos la argolla la una a la otra, mientras dos tipos nos taladraban el culo. No se dan una idea de cómo acababa esta puta cuando hacíamos eso.
Se hizo un silencio sepulcral. Todos nos quedamos mirando a Fernanda. Fue un momento muy incómodo. Mi abuela no abrió la boca, no dijo ni una sola palabra. La tensión era tan fuerte que si alguien no decía algo, nos íbamos a volver locos. Por suerte Cristela intervino y se dio cuenta de que era el momento indicado para desviar un poco el tema.
—Alicia, ahora entiendo que mamá te hizo pasar un montón de momentos malos. Y me gustaría saber… ¿yo te hice pasar algún mal momento? Y desde ya quiero que sepas que, de ser así, lo hice sin querer. Yo te adoraba… todavía lo hago. Para mí sos como una diosa. Jamás tuve malas intenciones con vos, ni siquiera las mil veces que discutimos.
—La verdad es que hay un momento que me viene a la mente.
—Te escucho. Decime todo lo que tengas para decirme. No te guardes nada.
—¿Te acordás del vestido que compraste? Estoy segura de que te acordás… te enojaste mucho conmigo porque lo estrené antes que vos.
—Sí, y admito que todavía sigo enojada por eso. Ese vestido me salió re caro.
—Lo sé, justamente por eso decidí usarlo. Disculpame que te lo diga, pero vos eras una pendeja boluda. No tomabas dimensión de lo mal que la estábamos pasando económicamente. Siempre derrochabas. A veces eran boludeces: galletitas, alfajores, chocolates. Otras veces empezabas a comerle la oreja a papá diciéndole: “Dale, papi… hacé un asado” y como ese hombre prefería morirse de hambre antes que reconocerle a su hija adorada que no tenía plata para comprar asado, lo hacía igual. Y después vino lo del vestido —Cristela la observaba en silencio, con los ojos muy abiertos. Parecía estar a punto de llorar—. Sé que sacaste la plata de la cajita donde mamá guardaba la plata… la plata que yo ganaba. Me enojé mucho con vos. Muchísimo. A mí me rompieron el orto, entre varios, para poder hacer esa plata… y vos la gastaste en un vestido de mierda.
>No lo pensé mucho. Me lo probé, reconozco que era muy bonito. Rojo. Escotado, elegante. Me quedaba de maravilla. Creo que a vos te quedaba aún mejor. Esa noche salí a trabajar con ese vestido. Lo usé para una de las tantas fiestas que organizaban los de la comisaría. Ni les voy a explicar todo lo que me cogieron esa noche, ya se lo deben imaginar. Sé que el vestido ayudó mucho, a los tipos les encantó verme tan elegante. Les daba la sensación de que yo era una puta fina… y no la misma putita de siempre.
—P… per… perdón —dijo Cristela, tartamudeando. Su cara estaba llena de lágrimas—. No tenía idea… yo…
—Está bien, ya pasó. Fue hace muchos años. Y sé que lo hiciste porque papá y mamá te criaron en una burbuja. Vos siempre fuiste la protegida. La que recibía todo y la que no se podía enterar de los problemas económicos. Por eso yo tampoco te dije nada. Aunque… en aquel momento mi enojo fue tanto que… hice algo. Algo de lo que me arrepiento. No debí actuar de esa manera.
—¿Qué hiciste? —Preguntó Pilar.
Alicia bajó la cabeza y se quedó muda.
—Podés contarlo sin miedo —aseguró Cristela—. Después de mi estúpida forma de comportarme, no podría enojarme con vos. Todos estos años te creí una maldita, por usar mi vestido… y ahora entiendo que la tarada era yo, por gastar plata en boludeces que no servían para nada —se limpió las lágrimas con el dorso de la mano—. Soy yo la que se tiene que disculpar. Vos hiciste muchos sacrificios por la familia.
Eso es muy cierto, y ahora entiendo por qué Alicia apoyó a Tefi cuando empezó a vender fotos en internet. Respetó la voluntad de mi hermana de ayudar a su familia, como ella misma lo había hecho años atrás.
—Muy bien. Lamento si te molesta lo que vas a escuchar. Yo… tomé revancha. Fue aquella vez que te agarraron entre varios en el taller. Sí, ya sabés de qué día te hablo. Vos entraste a buscarme, porque te dijeron que yo estaba ahí… y apenas te tuvieron solita, empezaron a manosearte. Te habías vestido con una minifalda de jean y una remerita sin mangas…
—Me acuerdo que me metieron la mano por debajo de la pollera —dijo Cristela—. Eso no me molestó tanto. No era la primera vez que me tocaban, y ya me había tocado chupar un par de pijas. Incluso me habían metido la pija en el cuartito del fondo… aunque yo lo hacía gratis. Nunca cobré.
—Lo sé. Eras puta, y punto. Creo que intentabas imitarme. Como sea, te comportabas más o menos como yo. A veces te agarraba alguno del taller y te daba para que tengas, en el cuartito del fondo. Yo te cuidaba, para que no te cogieran entre todos. Pero debo admitir que a mí me pagaban más cada vez que vos me acompañabas al taller. Vos eras preciosa… sos preciosa. Tenías dieciocho años y estabas todo el día excitada. Los tipos del taller se ponían como locos cada vez que te veían el culo y las tetas. Un día me hicieron una oferta. Era una gran suma de dinero, la mayor que podía cobrar hasta el momento. Ya me habían pagado por cogerme entre todos; pero esta vez a la que querían coger era a vos.
>Les dije que no, al fin y al cabo sos mi hermana menor. Una cosa era permitir que te cogiera uno de vez en cuando, y otra muy distinta era soltarte en el medio de una jauría de lobos hambrientos. Poco después pasó lo del vestido y, por la bronca, empecé a reconsiderar la oferta. Al final les dije que sí, les di permiso para que te hicieran entrar engañada y que empezaran a tocarte. Hasta les di instrucciones de cómo hacerlo. Les dije que fueran de a poco, que te tocaran el culo, la concha… las tetas, que alguno te hiciera pasar al cuartito y que después te sacaran, ya toda desnuda y excitada. Ahí sí, podían cogerte entre todos, y por todos los agujeros.
—¿Y lo hicieron? —Preguntó Brenda, me dio mucha ternura que ella estuviera tan interesada en la historia familiar.
—Sí que lo hicieron —aseguró Cristela—. Tal y como contó Alicia, me sentí como un conejo frente a una jauría de lobos hambrientos. Me asusté mucho. No sabía si podría con todos; pero entendí que no tendría forma de zafar de esa situación. Pero hay algo que recuerdo muy bien, algo que jamás voy a olvidar. Vos apareciste… yo te supliqué, sabía que estabas enojada conmigo, habíamos discutido por lo del vestido. Aún así, te rogué para que no me dejaras sola… y te quedaste. Esa vez nos cogieron a las dos juntas… entre todos. Eran… ocho tipos. Aún me cuesta creer que nos metieron ocho pijas, una después de la otra…
—Sos de lo peor, Alicia —intervino Fernanda—. Vendiste a tu hermana. La prostituiste sin su consentimiento. Y después decís que yo soy la que te obligó a hacer todo. Esto lo planificaste vos sola, yo no tuve nada que ver.
Ahí entendí que mi abuela sería un hueso muy duro de roer. Ella aún se mantenía a la defensiva, y echándole la culpa de todo a Alicia. Pero no nos vamos a rendir tan fácilmente. Desde el principio sabíamos que esta batalla sería un gran desafío para nosotros y estamos dispuestos a asumirlo.
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