Le pregunto si está cómoda, pero es casi una pregunta retórica.
Ella no puede responder, con esa mordaza en sus labios de puta.
Pero, se las arregla para decirme que sí, moviendo su cabeza.
La fusta acaricia su labia, apenas cubierta por una minúscula tanga.
Se la arranco de un tirón, diciéndole que solo una puta la usaría así.
La tela está humedecida y puedo ver un brillo en su sonrisa vertical.
Le espeto que merece un castigo, porque una perra sumisa no debe excitarse sin el permiso de su Ama.
Sus ojos se abren de par en par; ella no esperaba eso.
La punta de la fusta sigue acariciando esa labia, delineando el suave contorno de esos labios humedecidos, mientras mi mente enfebrecida piensa a toda velocidad, la mejor manera de castigar a esa perrita.
Observo sus muslos, que ya han sido acariciados por la fusta.
Decido que es hora de que actúe el gato de nueve colas.
Estiro las tiras delante de ella, que gime, sabiendo que eso dolerá.
Sin embargo, mis dedos enguantados se vuelven curiosos y optan por hundirse en la humedad de su entrepierna. Salen manchados; la perra se encuentra realmente excitada, ya empapada.
Ella gime, no por el placer que le provocan mis dedos inquietos, sino porque sabe que el castigo será duro. Lloriquea, tratando de hablar.
Le quito la mordaza y entonces balbucea, suplicando piedad.
Ya es tarde, le digo. El gato de nueve colas retumba en el aire…
Ella no puede responder, con esa mordaza en sus labios de puta.
Pero, se las arregla para decirme que sí, moviendo su cabeza.
La fusta acaricia su labia, apenas cubierta por una minúscula tanga.
Se la arranco de un tirón, diciéndole que solo una puta la usaría así.
La tela está humedecida y puedo ver un brillo en su sonrisa vertical.
Le espeto que merece un castigo, porque una perra sumisa no debe excitarse sin el permiso de su Ama.
Sus ojos se abren de par en par; ella no esperaba eso.
La punta de la fusta sigue acariciando esa labia, delineando el suave contorno de esos labios humedecidos, mientras mi mente enfebrecida piensa a toda velocidad, la mejor manera de castigar a esa perrita.
Observo sus muslos, que ya han sido acariciados por la fusta.
Decido que es hora de que actúe el gato de nueve colas.
Estiro las tiras delante de ella, que gime, sabiendo que eso dolerá.
Sin embargo, mis dedos enguantados se vuelven curiosos y optan por hundirse en la humedad de su entrepierna. Salen manchados; la perra se encuentra realmente excitada, ya empapada.
Ella gime, no por el placer que le provocan mis dedos inquietos, sino porque sabe que el castigo será duro. Lloriquea, tratando de hablar.
Le quito la mordaza y entonces balbucea, suplicando piedad.
Ya es tarde, le digo. El gato de nueve colas retumba en el aire…
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