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― ¿Estás demente?
― ¿Te da vergüenza que diga que tú hermana está buena?
Ana Lucía Menotti se encontraba en el patio trasero de la casa de Carlos Pérez, su mejor amigo. Ambos formaban parte del equipo de baloncesto de su universidad, cada uno en su respectivo género. Ella pasaba mucho tiempo en casa de él ya que contaba con una media cancha que sus padres le habían construido como apoyo total a su deporte y, por desgracia, ella no tenía ninguna cerca del bloque de apartamentos para estudiantes en el que vivía con, precisamente, la protagonista de la conversación.
El sonido del balón botando sobre el asfalto los había acompañado toda la tarde. Habían decidido perfeccionar su lanzamiento; mil tiros cada uno. Al finalizar su entrenamiento, músculos de brazos y abdomen estaban entumecidos, el sudor perlaba sus cuerpos y lo único que tenían en la cabeza era la necesidad de saciar su sed. Decidieron recuperar las energías drenadas sentándose a la sombra que ofrecía la pared adornada con lajas de diferentes matices de grises que dividía el patio con el salón principal, sobre el húmedo césped de la pequeña y única sección con vegetación de la parte trasera de la casa. Cada uno tomó una botella de agua helada de la hielera ubicada entre ambos y de un trago vaciaron su contenido. Estuvieron un par de minutos sin hacer o decir nada, solo sintiendo como la temperatura corporal descendía gracias al líquido vital y la cálida brisa de verano que les acariciaba suavemente.
Cómo casi todas las tardes, comenzaron una conversación superflua. El tema bailaba entre el chisme del momento de la universidad, las jugadas que había hecho algún jugador famoso la noche anterior o alguna discusión tonta por su discrepancia en gustos musicales. Sin embargo, cuando se trataba de un intento casi fallido de seductor como lo era Carlos, la plática rápidamente derivaba a las chicas y cuáles les gustaban más de las que estudiaban en su universidad.
Para Lu, ese tipo de conversaciones eran cotidianas después de que su mejor amigo se enterara de sus preferencias sexuales. Salir del clóset con él, y con su familia, había significado soltar una carga extremadamente pesada que había llevado en los hombros desde que había entrado a la universidad. Su pasado en secundaria había sido un martirio que había quedado en el pasado, pero que no podía olvidar, especialmente porque era la razón de que sus padres la hubiesen mandado a estudiar a otra ciudad, lo más alejada posible de su círculo familiar. Sin los señores Pérez y el idiota que se había colado en sus huesos hasta hacer metástasis y del que ahora no podía separarse – ni quería hacerlo –, todo hubiese sido más complicado. Se habían convertido en un pilar importante, tanto para ella, como para su hermana.
Su hermana…
La estúpida conversación se había resumido en decir algún nombre conocido y describir sus atributos físicos y, entre chica y chica, el nombre de su hermana salió a la luz. No entendía como la plática había comenzado a girar alrededor de ella, de cómo era una de las mujeres más hermosas y de las que más buena estaba de toda la universidad. Aquello no era ningún secreto para Lu, no era ciega y sabía de antemano que So era muy bella. No tenía que verla con otros ojos para darse cuenta, sin embargo, cierta incomodidad hacía que se removiera sobre el césped y mientras Carlos más la nombraba, más crecía esa sensación extraña que se transformaba en una enorme bola en su estómago que le dificultaba tragar.
El inconveniente provino cuando su mente comenzó a divagar, llevándole flashes de los comentarios más explícitos que su mejor amigo agregaba. La incomodidad dio paso al pánico; estaban hablando de su propia hermana ¿Por qué iba a pensar en forma lasciva de ella?
Era culpa del estúpido de Pérez.
― No es vergüenza, pero es mi hermana, zopenco ― dijo dándole un golpe en el brazo. Carlos se quejó con fingido dolor.
― No te pongas celosa, Analú, tú también eres bonita, pero no te puedo ver de otra forma. Eres como mi hermanita ― otro golpe. ― Bueno, ya. Me vas a dejar morados.
― Entonces deja de decir estupideces.
― ¡No estoy diciendo estupideces! ― Exclamó con un exagerado dramatismo. ― Estoy hablando de algo muy importante. Tú vives con ella, te gustan las chicas, por ende, tuviste que darte cuenta que tú hermana tiene el mejor culo de la universidad, de tetas tampoco está nada mal y tiene una cintura que parece una abeja. Además, tiene una carita qué…
― Ok, es momento de que me marche antes de que te hagas una paja ― dijo poniéndose de pie. ― Y me da más asco que sea por mi hermana.
Carlos soltó una sonora carcajada antes de ponerse de pie y acompañarla. Se adentraron al interior de la casa para que la chica pudiera despedirse de los señores Pérez y, con un saludo de manos, se despidieron los amigos. Ana cruzó el jardín hasta una motocicleta K-Light doscientos dos, de la marca Keeway. Adoraba ese tipo de motos «antiguas», la línea motera ochentera y su color negro mate eran una delicia a la vista y lo mejor, tenía un precio que se ajustaba a su corto presupuesto de estudiante. Acomodó el bolso en la pequeña maleta del vehículo, se acomodó sobre los pedales e hizo rugir el motor antes de ponerse en marcha.
La serpenteante carretera se presentaba tranquila bajo el grueso cristal del casco modular gris oscuro con pequeños detalles de carbono negro que le brindaban la mayor protección. Bajo ese implemento de seguridad nadie podía reconocerla, pero ella podía apreciarlo todo. El viento, aunque cálido, golpeaba gélido la húmeda ropa y piel de la deportista, pero su mente no procesaba esa sensación. Su cerebro solo calibraba que se dirigía al departamento que compartía con su hermana desde un par de meses atrás.
Ana Sofía Menotti – sí, sus padres habían sido sumamente creativos al poner sus nombres –, era dos años menor y había comenzado a estudiar periodismo en la misma universidad que Ana Lucía.
Las personas solían recalcarle que compartían algunos rasgos físicos que las hacían, en ocasiones, lucir casi como mellizas; tenían la cabellera castaña rojiza, aunque Ana Lucía tenía el pelo más voluminoso por los rulos que se formaban de manera natural y su color era mucho más «zanahoria» que el de su hermana menor. Las dos habían heredado la nariz respingona de su madre y los ojos rasgados de su padre, pero los diferenciaba el color: Lu los tenía color ámbar y So de color verde aceituna con ciertos filamentos dorados que le daban un aspecto preciosísimo. Ambas tenían pecas esparcidas en el rostro, espalda y pecho y su piel era muy blanca, casi pálida, pero el bronceado de la mayor era perceptible a simple vista. Tantas horas al sol jugando baloncesto habían tenido evidentes consecuencias.
Pero la diferencia más notoria entre ambas era sin duda alguna, sus opuestas anatomías. Ana Lucía medía un metro ochenta y un centímetros de altura y su complexión física era la de una atleta; en reposo, su cuerpo ya acusaba muchísimas horas de entrenamiento exigente y bastante profesional, con músculos visibles y una espalda más ancha que el promedio del género. Aun así, no dejaba de ser femenina y una clara evidencia de ello eran unos glúteos que parecían haber sido esculpidos con la robustez del mármol pero con la suavidad y sensualidad de la mismísima Afrodita.
Ana Sofía, en cambio, apenas alcanzaba el metro sesenta y cinco de estatura, con un cuerpo delgado y esbelto. Su fina cintura y sus anchas caderas le daban un aspecto de guitarra clásica que calzaba perfectamente con los cánones de belleza establecidos por la sociedad. Con unos atributos femeninos firmes y que concordaban de una manera idílica con su tamaño y complexión. Curiosamente, So también había heredado un trasero voluptuoso y que no pasaba desapercibido por nadie. Lu, en ocasiones, la comparaba con los típicos personajes femeninos de los anime que veían frecuentemente.
A esto se le sumaba la diferencia de estilos que las distinguían; mientras la mayor solía vestir más desenfadada, predominando el estilo deportivo de leggins, licras, shorts, jeans, sudaderas o franelas, la menor solía tomarse mucho más en serio su atuendo, siendo más minuciosa a la hora de combinar prendas con maquillaje y accesorios.
Las Menotti eran muchachas atractivas, con estilos diferentes, pero todos convendrían en lo mismo: Estaban buenas.
La carretera se desvió hacia la izquierda, dándole la bienvenida un inmenso portón de color amarillo que se abría gracias al trabajo del vigilante dentro de la caseta de seguridad. El hombre alzó su mano en un gesto amigable y Lu hizo sonar la bocina como respuesta, agradecida de que el casco ocultara su enrojecido rostro. El camino se había vuelto un fogoso bailoteo de pensamientos varios, pero que todos tenían a la misma protagonista: su hermana.
Una sensación de terror había anidado en su pecho cuando las imágenes empezaron a mostrarse como un álbum de fotos de Ana Sofía. No podía quitarse de la cabeza lo estúpidamente atractiva que era, no solo físicamente, sino como persona, como hermana y, sobretodo, como mujer. Era un sentimiento que ya había acusado en el pasado, aunque había conseguido controlarlo evitando, específicamente, el tipo de charla que había tenido minutos antes. Pero ahora su cerebro la estaba saturando.
Maldijo por lo bajo a Carlos cuando alcanzó su plaza de aparcamiento por provocarles esos estúpidos pensamientos.
La fuerte pierna derecha se alzó sobre la moto cuando se bajó, dejando a la vista unos muslos desnudos por el cortísimo short que usaba para entrenar. La tela se tensó y apretó la piel cuando se subió unos centímetros de más por la posición que la motocicleta le obligaba adquirir, exhibiendo – sin intención –, el nacimiento de las nalgas a un par de adolescentes que habían dejado de jugar al fútbol apenas la vieron cruzar el estacionamiento. Lu reacomodó la prenda, se retiró el casco, tomó su mochila y comenzó a caminar, pasando en medio de los hormonados mocosos sin prestarle ni un ápice de atención, pero ellos no perdieron de vista el vaivén de ese par de músculos que desfilaban frente ellos hasta perderse en el interior del edificio.
2
Una sonora carcajada la recibió apenas abrió la puerta del departamento. Frunció el ceño y se descolgó la mochila para dejarla sobre el sofá. Repitió la acción al colocar el casco sobre la repisa de un mueble al lado de la entrada que habían destinado para ese tipo de accesorios y se dirigió a la cocina atravesando la sala.
Las luces y paredes blancas le daban un aspecto amplio al pequeño departamento. El color no era su favorito y había sido un tema de discusión desde que su hermana llegó y decidió modificar el antiguo aspecto del hogar. Ahora agradecía que hubiese insistido tanto, ella nunca habría decidido un aspecto tan bonito y práctico. Aun así, había conseguido que una de las paredes tuviera un texturizado negro que combinaba con los cojines y los sofás, provocando una especie de efecto «dominó» que a las dos les encantaba.
Otra carcajada resonó desde una de las habitaciones y Lu blanqueó los ojos como respuesta. Sacó una lata de Monster y empezó a caminar hasta el origen del ruido. El burbujeante gas de la bebida le hizo cosquillas en el labio cuando dio un pequeño sorbo, paseó la vista por el pasillo hasta alcanzar la puerta del cuarto de su hermana abierto. Se paró y recostó del marco y la miró alzando una ceja.
So se encontraba acostada bocabajo, vistiendo solo una micro blusa de color fucsia que apenas cubría sus senos y una braga de algodón blanca con rosas turquesas. Sin poder evitarlo, Su recorrió el cuerpo semidesnudo con descaro. Inmediatamente, lujuriosos pensamientos se mostraron en su cabeza.
Estúpido Carlos, pensó.
― ¡Lu! ― Dejó la cama de un brinco y la recibió con una enorme sonrisa, como siempre lo había hecho.
― So ― le devolvió el saludo. ― ¿De qué te ríes? Tú carcajada se oye hasta en planta baja.
― Tiktoks ― respondió encogiéndose de hombros y volvió a su cama. ― ¿Me pasas una bolsa de doritos que está en el cajón, por favor?
― No sé cómo puedes comer tantas cochinadas y seguir así de… ― Buena, estuvo a punto de decir. En otro momento le hubiese dado igual, pero después de los últimos sucesos prefería obviar esa palabra. ― De flaca.
― Estoy bendecida ― bromeó soltando una risilla que sonó a gloria en los oídos de Lu. ― Hablando de cochinadas, el técnico trajo tú laptop, no tiene contraseña así que revisé que todo estuviera en orden… ― Un pequeño rubor tiñó las mejillas de Ana Sofía. Miró de soslayo a su hermana, esperando su reacción, pero esta se mantuvo neutra, como si no tuviera que esconder nada…
Y ella había descubierto cosas que sí debían esconderse.
― Ah, vale ¿Te pusiste a revisar mis archivos privados, verdad? — Cuestionó con un semblante calmado. Debía esconder que era un revoltijo de emociones andante en ese preciso instante.
― Pues sí. Y no jodas, Lu, ¿Quiénes son esas chicas y por qué dejan qué… qué le hagas eso?
― No lo entenderías, mocosa ― respondió con un tono que hacía equilibrio entre broma y seriedad. Realmente no tenía ganas de explicarle a So absolutamente nada sobre el material que tenía en su computadora. No sabía la reacción que tendría su hermana, cómo lo tomaría o qué pensaría sobre ello. Tenía miedo y no tenía la mínima intención de demostrarlo.
— A ver — dijo So, tomando la computadora y encendiéndola rápidamente. Con un par de clicks ya estaba dentro de una carpeta que decía «sesiones», donde se abrió una extensa galería de fotos y videos. Clickeó en la primera que captó su atención.
La imagen mostró a una mujer de espaldas, con el cabello lacio atado en una cola de caballo alta y piel tostada. Sus brazos eran prisioneros en la espalda, envueltos en una especie de tela negra brillante que se mostraba bastante opresiva y una soga rodeaba firmemente ambas muñecas. Esa misma soga recorría el camino entre los omóplatos y giraban con brusquedad sobre el cuello. No podía ver su rostro, pero estaba segura que yacía levantado por que el amarre le obligaba a adoptar esa posición. — Puedo entender esto. Digo, sí, hay cierto morbo en ser atada… — Dijo, recorriendo el álbum donde se podía ver a la misma chica posando con diferentes tipos de amarres. También había otras mujeres que no conocía, algunas solas, otras en pareja. Todas atadas de formas que nunca habría imaginado. — ¿Pero esto?
Ahora, lo que apareció en pantalla fue un video. La persona que había puesto el celular a grabar era, sin duda alguna, Ana Lucía. Los esmeraldas iris volvieron a bailar sobre la imagen a la vez que su garganta tragaba una gruesa cantidad de saliva. No quería admitirlo, pero una extraña sensación de adrenalina combinada con una ansiedad incipiente se instaló en la boca de su estómago cuando vio a su hermana embutida en un pantalón de cuero negro tan ajustado que parecía ser una segunda piel. Lo brillante del material le daba un aspecto más voluminoso a las piernas y el escultural culo que se alzaba más gracias a las botas del mismo material con inmensas plataformas. Su dorso desnudo exhibía un par de senos pequeños, pero tan firmes como los músculos que dividían su abdomen en pequeñas secciones, tan apetitosos como una tableta de chocolate.
Los rizos bailaban a cada paso que daba, rodeando a una trigueña mujer que se encontraba parada sobre un mueble que parecía sacado de una sala de tortura medieval; dos barras de metal horizontales, una a la altura de sus tobillos y otra justo tras su nuca, eran sostenidas por otras dos barras forradas de cuero que formaban una «X». Ana Sofía tuvo que investigar qué demonios era aquella cosa y descubrió que se trataba de una Cruz de San Andrés.
Cinco gruesas argollas de metal sostenían cadenas del mismo material con sujeciones de cuero en el extremo. Cuello, brazos y piernas estaban inmovilizados, abriéndola y exponiendo su cuerpo desnudo.
El sonido metálico estremeció a Ana Sofía cuando la mujer intentó moverse de manera inútil. Su hermana observaba con ojos sádicos y filosos, ennegrecidos de excitación. Tomó una especie de varilla forrada de un material que parecía cuero y comenzó a rozar las zonas erógenas de la mujer; acarició entre los senos, bajando por el abdomen hasta realizar círculos con la punta de la vara alrededor del ombligo. Volvió hasta el pecho y jugueteó con la tensada piel del pezón. Las cadenas resonaron de nuevo cuando la mujer se retorció de placer y So sintió un que su entrepierna vibraba. Rodeó a la prisionera con la misma calma asfixiante, y acarició hombros y nuca en el proceso, erizando la piel cuando movió la varilla hasta el nacimiento de la columna.
Lu sonrió maliciosa, con una expresión que su hermana nunca había visto. Dio un paso y eliminó la distancia entre ellas, susurró algo al oído de la prisionera y con su mano libre, comenzó a estimular su sexo. Su dedo corazón bailaba libre sobre la dolorosa y sensible piel del clítoris, antes de recorrer los hinchados y húmedos pliegues del coño. La mujer arqueó la espalda, gimoteó y alzó las caderas en un intento de intensificar el roce y para sorpresa de So, Lu se burló de la reacción y retiró la mano.
— Por favor…
Rogó. Era una verdadera súplica que provocó otra contracción en el coño en Ana Sofía, mientras sentía como su propia humedad comenzaba a manar.
Lu se separó de nuevo y alzó su brazo izquierdo. La varilla parecía una espada a punto de decapitar a un enemigo. «Cuenta», ordenó dura, autoritaria e imponente y, sin dar tiempo a preparativos o mediación, el objeto descendió con la velocidad de un rayo. Un chasquido similar a una pequeña explosión resonó en sus oídos y un alarido coronó la… ¿Extraña? Imagen que veían sus ojos una vez más. La vara centelló una, dos, tres veces y, en cada golpe, los gritos y sollozos aumentaron de decibeles. Un primer plano del culo de la prisionera mostraba los rojizos surcos en carne viva, la piel enrojecida y amoratada y las pequeñas gotas de sangre caliente que descendían lentamente por la redondez de las nalgas.
Pero más impresionante aún fue ver como un hilo grueso y acuoso descendía por su propio peso de la babeante cavidad de la mujer. El abundante flujo solo era comparable a las lágrimas, saliva y sudor que habían poblado su rostro constipado por el llanto continuo.
So miró a su hermana e hizo señas imperiosas hacia el monitor. Su cara parecía un semáforo en alto y sus pecas pequeñas luces de neón.
— Repito, no lo entenderías… y dame mi laptop, salida — tomó el aparato y salió del cuarto hasta la habitación del frente. Arrojó la lata de Monster al cesto de basura y colocó el ordenador en el escritorio antes de encaminarse al clóset.
— ¡Es que no tiene sentido! — Exclamó, poniéndose de pie siguiéndola. — Primero, esa chica no parece que lo disfruta al principio, pero después… además en otro video sale pidiendo más y más. Y había otras cosas, como chicas desnudándose en la calle, algunas masturbándose… oh dios. Incluso había uno que parecía una película porno. La chica se dejaba coger por dos chicos. Necesito una explicación de tú extraña vida sexual ¡Ya!
— No es asunto tuyo — dijo con una voz monótona y calma. — Y repito, no lo entenderías.
— Si no me explicas, obvio no lo entenderé.
Un sonoro suspiro provocó que So hiciera un mohín. Lu conocía a su hermana y sabía perfectamente que nada de lo que le dijera le haría cambiar de opinión. Esa muchacha podía ser mucho más cabezota que muchos. La menor sonrió ampliamente al descifrar la expresión de derrota de la mayor, resaltando los hoyuelos en sus mejillas.
— ¿Sabes qué es BDSM o también tengo que explicarte desde el principio?
— Bondage, Dominación, Sadismo y Masoquismo ¿Cierto?
— Ajá, bueno, en este tipo de relaciones se establece un D y S. Dominante o domina y sumiso o sumisa.
— Eso lo entiendo, el dominante ordena, el sumiso obedece.
— Sí y no. A ver… cada persona tiene sus gustos, lo mismo aplica para el BDSM. Si a un sumiso no le gusta, no sé, el sadismo, el dominante no aplicará sadismo. Así mismo puede gustarle solo el exhibicionismo, la humillación, que los aten, que los cuelguen, que los castiguen. En fin, son muchas cosas. Incluso puede que le guste una combinación de todo. Al final, el dominante es quien se acopla a los gustos del sumiso, en cierta manera. Ya cuando existe mucha confianza entre D y S, se pueden explorar otros métodos, ir más allá del límite. Cosas así, ¿me entiendes?
— ¿Y los gustos del dominante?
— Bueno, por lo general un dominante le entra a todo. Su mayor placer es dominar y hacer que su sumisa alcance el clímax con sus prácticas. Claro, habrá quien no le guste hacer una que otra cosa, como todo.
A So le brillaban los ojos, se sentía excitada y emocionada por partes iguales y percibía como un volcán de emociones comenzaba a hacer erupción en su interior. No entendía por qué se sentía de esa manera, pero no podía evitarlo y algo la empujaba a dejarse llevar. Dio un paso más sobre la fría madera del cuarto de Lu – seguía sin entender como prefería ese material a la cálida moqueta de su habitación – y sintió la humedad pringando su entrepierna. Se paniqueó un poco, pero mantuvo las apariencias. Las bragas que estaba usando, además de ser blancas, no eran lo suficientemente grandes como para contener su excitación.
— Quiero probarlo.
— ¿Qué?
Ana Lucía había comenzado a desvestirse. La camiseta sudada había parado en el cesto de la ropa sucia y lo único que la cubría era el sostén deportivo negro. Casi se golpeó la cabeza con la puerta del clóset cuando escuchó a la hermana, pero no dudó en girar sobre sus talones y encararla con ojos desorbitados. Ana Sofía casi tuvo que contener una sonrisa al ver la expresión dibujada en ella.
— No sé… no veo que eso sea muy… excitante. Al menos sé que no me dejaría golpear por nadie. Pero como dije, que me aten siempre me ha dado cierto morbo… y a ver, por lo general me dejo guiar en la cama, pero una cosa es que un imbécil solo te acueste para meterlo como un burro en celo a que alguien te manipule mentalmente al punto de que te entregues en totalidad…
Claro que la entendía, la entendía demasiado bien. Esas palabras la había escuchado en más de una ocasión de sumisas primerizas. Ana Lucía estaba dentro del mundo del BDSM desde los diecisiete años. Ahora, con veinte y tres y cinco años de experiencia, estaba consciente que el camino que aún le faltaba por recorrer era enorme, pero se sentía lo suficientemente confiada para iniciar a cualquiera en ese mundo lleno de perversiones y amor por igual. Ya había fungido de iniciadora de un par de chicas con las cuales seguía manteniendo una bonita amistad… además de una que otra sesión con sus actuales amos.
Lu negó con la cabeza y se sentó en la cama, peinó sus rizos rojizos hacia atrás y respiró hondo antes de dedicarle una seria mirada a su hermana. So sintió que aquellos ojos dorados la desnudaron por completo, que podían atravesarla, desmontarla y rearmarla a voluntad, al punto que sintió sus piernas flaquear. Nunca antes le habían dedicado una mirada como esa ¿Eso era lo que sentían sus sumisas? ¿Eso era lo que provocaba la Lu dominante? Dio un par de pasos cautelosos hasta la ventana y miró hacia el horizonte, agradeciendo que estaban en un cuarto piso y que nadie podría verla fácilmente. Su rostro le ardía y estaba segura que estaba roja como un tomate, pero disimuló como la mejor de las actrices.
— ¿Y con quién lo probarás? — Cuestionó tajante.
— Tengo a alguien en mente…
— Espera ¿Conoces a un dominante? ¿Dónde lo conociste? Porque si lo conociste en alguna red social estúpida, siempre hay idiotas que creen que el BDSM es lo que aparece en Cincuenta Sombras de Gregorio. O sea, no saben una mierda y podrían lastimarte. Igual que hay más que un habilidoso que solo quieren aprovecharse.
No pudo contener la sonrisa. No solo por el sobrenombre que le había dedicado al famoso libro erótico, sino porque a pesar de la situación, su Lu siempre estaba ahí para protegerla, para ella. Pero eso era algo que todos sabían, así como So estaría siempre para su hermana mayor. Era algo que nadie ponía en duda. Su conexión era tal, que sus padres contaban orgullosos que la primera palabra que Ana Sofía aprendió a decir fue «Lu», con tan solo nueve meses de nacida. Y a partir de ese momento, se convirtió en su palabra favorita.
— No conocí a nadie por redes sociales, cálmate… — Se mordió la uña del pulgar derecho, sin dejar de mirar la ventana y dijo: — De hecho, hace un par de horas no conocía a ningún amo… o ama.
— ¿Entonces?
— ¿En serio me vas a hacer decirlo?
So dejó de mirar la ventana y dio un par de pasos para posicionarse frente a ella. La luz del ocaso la bañaba desde la espalda, dándole el aspecto de una especie de diosa de alguna mitología antigua. Lu la observó de pies a cabeza, deteniéndose un par de segundos en el pequeño brillo acuoso que resbalaba por el interior de sus muslos, se levantó y cortó la distancia entre ellas; una miraba hacia abajo y la otra hacia arriba, sus ojos orbitaban entre ellos como planetas a sus estrellas.
— Dilo.
Ana Sofía resopló. — ¿Qué tengo que decir? ¿Qué la única persona en la que confío para hacer una de esas locuras eres tú?
Negó con la cabeza. — Di que, a partir de hoy, eres mi sumisa y yo tú ama.
Tragó grueso. Sintió el peso de esas palabras como una enorme roca que le aplastaba el pecho y el estómago. Incluso pensó que no sería capaz de decirlas, pero ignoró el hormigueo que estaba concentrándose en su vientre bajo, se llenó de valor y sin apartar la mirada, dijo:
— Quiero que ser tu sumisa. Y quiero que seas mi ama.
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Notas de la autora:
Primer capítulo publicado y, la verdad, estoy algo emocionada y ansiosa por partes iguales. No sé como será recibido, ni siquiera sé si gustará xD Pero le estoy tomando cariño a este relato y seguiré con él. Como siempre, si desean comentar alguna crítica o cualquier cosa que quieran decir sobre el capítulo, son bienvenidos. Si les gusta mi trabajo, pueden ir a mi blog que se encuentra en mi perfil, me ayudarían muchísimo dándole click.
Sin más que decir, muchísimas gracias por leer.
― ¿Estás demente?
― ¿Te da vergüenza que diga que tú hermana está buena?
Ana Lucía Menotti se encontraba en el patio trasero de la casa de Carlos Pérez, su mejor amigo. Ambos formaban parte del equipo de baloncesto de su universidad, cada uno en su respectivo género. Ella pasaba mucho tiempo en casa de él ya que contaba con una media cancha que sus padres le habían construido como apoyo total a su deporte y, por desgracia, ella no tenía ninguna cerca del bloque de apartamentos para estudiantes en el que vivía con, precisamente, la protagonista de la conversación.
El sonido del balón botando sobre el asfalto los había acompañado toda la tarde. Habían decidido perfeccionar su lanzamiento; mil tiros cada uno. Al finalizar su entrenamiento, músculos de brazos y abdomen estaban entumecidos, el sudor perlaba sus cuerpos y lo único que tenían en la cabeza era la necesidad de saciar su sed. Decidieron recuperar las energías drenadas sentándose a la sombra que ofrecía la pared adornada con lajas de diferentes matices de grises que dividía el patio con el salón principal, sobre el húmedo césped de la pequeña y única sección con vegetación de la parte trasera de la casa. Cada uno tomó una botella de agua helada de la hielera ubicada entre ambos y de un trago vaciaron su contenido. Estuvieron un par de minutos sin hacer o decir nada, solo sintiendo como la temperatura corporal descendía gracias al líquido vital y la cálida brisa de verano que les acariciaba suavemente.
Cómo casi todas las tardes, comenzaron una conversación superflua. El tema bailaba entre el chisme del momento de la universidad, las jugadas que había hecho algún jugador famoso la noche anterior o alguna discusión tonta por su discrepancia en gustos musicales. Sin embargo, cuando se trataba de un intento casi fallido de seductor como lo era Carlos, la plática rápidamente derivaba a las chicas y cuáles les gustaban más de las que estudiaban en su universidad.
Para Lu, ese tipo de conversaciones eran cotidianas después de que su mejor amigo se enterara de sus preferencias sexuales. Salir del clóset con él, y con su familia, había significado soltar una carga extremadamente pesada que había llevado en los hombros desde que había entrado a la universidad. Su pasado en secundaria había sido un martirio que había quedado en el pasado, pero que no podía olvidar, especialmente porque era la razón de que sus padres la hubiesen mandado a estudiar a otra ciudad, lo más alejada posible de su círculo familiar. Sin los señores Pérez y el idiota que se había colado en sus huesos hasta hacer metástasis y del que ahora no podía separarse – ni quería hacerlo –, todo hubiese sido más complicado. Se habían convertido en un pilar importante, tanto para ella, como para su hermana.
Su hermana…
La estúpida conversación se había resumido en decir algún nombre conocido y describir sus atributos físicos y, entre chica y chica, el nombre de su hermana salió a la luz. No entendía como la plática había comenzado a girar alrededor de ella, de cómo era una de las mujeres más hermosas y de las que más buena estaba de toda la universidad. Aquello no era ningún secreto para Lu, no era ciega y sabía de antemano que So era muy bella. No tenía que verla con otros ojos para darse cuenta, sin embargo, cierta incomodidad hacía que se removiera sobre el césped y mientras Carlos más la nombraba, más crecía esa sensación extraña que se transformaba en una enorme bola en su estómago que le dificultaba tragar.
El inconveniente provino cuando su mente comenzó a divagar, llevándole flashes de los comentarios más explícitos que su mejor amigo agregaba. La incomodidad dio paso al pánico; estaban hablando de su propia hermana ¿Por qué iba a pensar en forma lasciva de ella?
Era culpa del estúpido de Pérez.
― No es vergüenza, pero es mi hermana, zopenco ― dijo dándole un golpe en el brazo. Carlos se quejó con fingido dolor.
― No te pongas celosa, Analú, tú también eres bonita, pero no te puedo ver de otra forma. Eres como mi hermanita ― otro golpe. ― Bueno, ya. Me vas a dejar morados.
― Entonces deja de decir estupideces.
― ¡No estoy diciendo estupideces! ― Exclamó con un exagerado dramatismo. ― Estoy hablando de algo muy importante. Tú vives con ella, te gustan las chicas, por ende, tuviste que darte cuenta que tú hermana tiene el mejor culo de la universidad, de tetas tampoco está nada mal y tiene una cintura que parece una abeja. Además, tiene una carita qué…
― Ok, es momento de que me marche antes de que te hagas una paja ― dijo poniéndose de pie. ― Y me da más asco que sea por mi hermana.
Carlos soltó una sonora carcajada antes de ponerse de pie y acompañarla. Se adentraron al interior de la casa para que la chica pudiera despedirse de los señores Pérez y, con un saludo de manos, se despidieron los amigos. Ana cruzó el jardín hasta una motocicleta K-Light doscientos dos, de la marca Keeway. Adoraba ese tipo de motos «antiguas», la línea motera ochentera y su color negro mate eran una delicia a la vista y lo mejor, tenía un precio que se ajustaba a su corto presupuesto de estudiante. Acomodó el bolso en la pequeña maleta del vehículo, se acomodó sobre los pedales e hizo rugir el motor antes de ponerse en marcha.
La serpenteante carretera se presentaba tranquila bajo el grueso cristal del casco modular gris oscuro con pequeños detalles de carbono negro que le brindaban la mayor protección. Bajo ese implemento de seguridad nadie podía reconocerla, pero ella podía apreciarlo todo. El viento, aunque cálido, golpeaba gélido la húmeda ropa y piel de la deportista, pero su mente no procesaba esa sensación. Su cerebro solo calibraba que se dirigía al departamento que compartía con su hermana desde un par de meses atrás.
Ana Sofía Menotti – sí, sus padres habían sido sumamente creativos al poner sus nombres –, era dos años menor y había comenzado a estudiar periodismo en la misma universidad que Ana Lucía.
Las personas solían recalcarle que compartían algunos rasgos físicos que las hacían, en ocasiones, lucir casi como mellizas; tenían la cabellera castaña rojiza, aunque Ana Lucía tenía el pelo más voluminoso por los rulos que se formaban de manera natural y su color era mucho más «zanahoria» que el de su hermana menor. Las dos habían heredado la nariz respingona de su madre y los ojos rasgados de su padre, pero los diferenciaba el color: Lu los tenía color ámbar y So de color verde aceituna con ciertos filamentos dorados que le daban un aspecto preciosísimo. Ambas tenían pecas esparcidas en el rostro, espalda y pecho y su piel era muy blanca, casi pálida, pero el bronceado de la mayor era perceptible a simple vista. Tantas horas al sol jugando baloncesto habían tenido evidentes consecuencias.
Pero la diferencia más notoria entre ambas era sin duda alguna, sus opuestas anatomías. Ana Lucía medía un metro ochenta y un centímetros de altura y su complexión física era la de una atleta; en reposo, su cuerpo ya acusaba muchísimas horas de entrenamiento exigente y bastante profesional, con músculos visibles y una espalda más ancha que el promedio del género. Aun así, no dejaba de ser femenina y una clara evidencia de ello eran unos glúteos que parecían haber sido esculpidos con la robustez del mármol pero con la suavidad y sensualidad de la mismísima Afrodita.
Ana Sofía, en cambio, apenas alcanzaba el metro sesenta y cinco de estatura, con un cuerpo delgado y esbelto. Su fina cintura y sus anchas caderas le daban un aspecto de guitarra clásica que calzaba perfectamente con los cánones de belleza establecidos por la sociedad. Con unos atributos femeninos firmes y que concordaban de una manera idílica con su tamaño y complexión. Curiosamente, So también había heredado un trasero voluptuoso y que no pasaba desapercibido por nadie. Lu, en ocasiones, la comparaba con los típicos personajes femeninos de los anime que veían frecuentemente.
A esto se le sumaba la diferencia de estilos que las distinguían; mientras la mayor solía vestir más desenfadada, predominando el estilo deportivo de leggins, licras, shorts, jeans, sudaderas o franelas, la menor solía tomarse mucho más en serio su atuendo, siendo más minuciosa a la hora de combinar prendas con maquillaje y accesorios.
Las Menotti eran muchachas atractivas, con estilos diferentes, pero todos convendrían en lo mismo: Estaban buenas.
La carretera se desvió hacia la izquierda, dándole la bienvenida un inmenso portón de color amarillo que se abría gracias al trabajo del vigilante dentro de la caseta de seguridad. El hombre alzó su mano en un gesto amigable y Lu hizo sonar la bocina como respuesta, agradecida de que el casco ocultara su enrojecido rostro. El camino se había vuelto un fogoso bailoteo de pensamientos varios, pero que todos tenían a la misma protagonista: su hermana.
Una sensación de terror había anidado en su pecho cuando las imágenes empezaron a mostrarse como un álbum de fotos de Ana Sofía. No podía quitarse de la cabeza lo estúpidamente atractiva que era, no solo físicamente, sino como persona, como hermana y, sobretodo, como mujer. Era un sentimiento que ya había acusado en el pasado, aunque había conseguido controlarlo evitando, específicamente, el tipo de charla que había tenido minutos antes. Pero ahora su cerebro la estaba saturando.
Maldijo por lo bajo a Carlos cuando alcanzó su plaza de aparcamiento por provocarles esos estúpidos pensamientos.
La fuerte pierna derecha se alzó sobre la moto cuando se bajó, dejando a la vista unos muslos desnudos por el cortísimo short que usaba para entrenar. La tela se tensó y apretó la piel cuando se subió unos centímetros de más por la posición que la motocicleta le obligaba adquirir, exhibiendo – sin intención –, el nacimiento de las nalgas a un par de adolescentes que habían dejado de jugar al fútbol apenas la vieron cruzar el estacionamiento. Lu reacomodó la prenda, se retiró el casco, tomó su mochila y comenzó a caminar, pasando en medio de los hormonados mocosos sin prestarle ni un ápice de atención, pero ellos no perdieron de vista el vaivén de ese par de músculos que desfilaban frente ellos hasta perderse en el interior del edificio.
2
Una sonora carcajada la recibió apenas abrió la puerta del departamento. Frunció el ceño y se descolgó la mochila para dejarla sobre el sofá. Repitió la acción al colocar el casco sobre la repisa de un mueble al lado de la entrada que habían destinado para ese tipo de accesorios y se dirigió a la cocina atravesando la sala.
Las luces y paredes blancas le daban un aspecto amplio al pequeño departamento. El color no era su favorito y había sido un tema de discusión desde que su hermana llegó y decidió modificar el antiguo aspecto del hogar. Ahora agradecía que hubiese insistido tanto, ella nunca habría decidido un aspecto tan bonito y práctico. Aun así, había conseguido que una de las paredes tuviera un texturizado negro que combinaba con los cojines y los sofás, provocando una especie de efecto «dominó» que a las dos les encantaba.
Otra carcajada resonó desde una de las habitaciones y Lu blanqueó los ojos como respuesta. Sacó una lata de Monster y empezó a caminar hasta el origen del ruido. El burbujeante gas de la bebida le hizo cosquillas en el labio cuando dio un pequeño sorbo, paseó la vista por el pasillo hasta alcanzar la puerta del cuarto de su hermana abierto. Se paró y recostó del marco y la miró alzando una ceja.
So se encontraba acostada bocabajo, vistiendo solo una micro blusa de color fucsia que apenas cubría sus senos y una braga de algodón blanca con rosas turquesas. Sin poder evitarlo, Su recorrió el cuerpo semidesnudo con descaro. Inmediatamente, lujuriosos pensamientos se mostraron en su cabeza.
Estúpido Carlos, pensó.
― ¡Lu! ― Dejó la cama de un brinco y la recibió con una enorme sonrisa, como siempre lo había hecho.
― So ― le devolvió el saludo. ― ¿De qué te ríes? Tú carcajada se oye hasta en planta baja.
― Tiktoks ― respondió encogiéndose de hombros y volvió a su cama. ― ¿Me pasas una bolsa de doritos que está en el cajón, por favor?
― No sé cómo puedes comer tantas cochinadas y seguir así de… ― Buena, estuvo a punto de decir. En otro momento le hubiese dado igual, pero después de los últimos sucesos prefería obviar esa palabra. ― De flaca.
― Estoy bendecida ― bromeó soltando una risilla que sonó a gloria en los oídos de Lu. ― Hablando de cochinadas, el técnico trajo tú laptop, no tiene contraseña así que revisé que todo estuviera en orden… ― Un pequeño rubor tiñó las mejillas de Ana Sofía. Miró de soslayo a su hermana, esperando su reacción, pero esta se mantuvo neutra, como si no tuviera que esconder nada…
Y ella había descubierto cosas que sí debían esconderse.
― Ah, vale ¿Te pusiste a revisar mis archivos privados, verdad? — Cuestionó con un semblante calmado. Debía esconder que era un revoltijo de emociones andante en ese preciso instante.
― Pues sí. Y no jodas, Lu, ¿Quiénes son esas chicas y por qué dejan qué… qué le hagas eso?
― No lo entenderías, mocosa ― respondió con un tono que hacía equilibrio entre broma y seriedad. Realmente no tenía ganas de explicarle a So absolutamente nada sobre el material que tenía en su computadora. No sabía la reacción que tendría su hermana, cómo lo tomaría o qué pensaría sobre ello. Tenía miedo y no tenía la mínima intención de demostrarlo.
— A ver — dijo So, tomando la computadora y encendiéndola rápidamente. Con un par de clicks ya estaba dentro de una carpeta que decía «sesiones», donde se abrió una extensa galería de fotos y videos. Clickeó en la primera que captó su atención.
La imagen mostró a una mujer de espaldas, con el cabello lacio atado en una cola de caballo alta y piel tostada. Sus brazos eran prisioneros en la espalda, envueltos en una especie de tela negra brillante que se mostraba bastante opresiva y una soga rodeaba firmemente ambas muñecas. Esa misma soga recorría el camino entre los omóplatos y giraban con brusquedad sobre el cuello. No podía ver su rostro, pero estaba segura que yacía levantado por que el amarre le obligaba a adoptar esa posición. — Puedo entender esto. Digo, sí, hay cierto morbo en ser atada… — Dijo, recorriendo el álbum donde se podía ver a la misma chica posando con diferentes tipos de amarres. También había otras mujeres que no conocía, algunas solas, otras en pareja. Todas atadas de formas que nunca habría imaginado. — ¿Pero esto?
Ahora, lo que apareció en pantalla fue un video. La persona que había puesto el celular a grabar era, sin duda alguna, Ana Lucía. Los esmeraldas iris volvieron a bailar sobre la imagen a la vez que su garganta tragaba una gruesa cantidad de saliva. No quería admitirlo, pero una extraña sensación de adrenalina combinada con una ansiedad incipiente se instaló en la boca de su estómago cuando vio a su hermana embutida en un pantalón de cuero negro tan ajustado que parecía ser una segunda piel. Lo brillante del material le daba un aspecto más voluminoso a las piernas y el escultural culo que se alzaba más gracias a las botas del mismo material con inmensas plataformas. Su dorso desnudo exhibía un par de senos pequeños, pero tan firmes como los músculos que dividían su abdomen en pequeñas secciones, tan apetitosos como una tableta de chocolate.
Los rizos bailaban a cada paso que daba, rodeando a una trigueña mujer que se encontraba parada sobre un mueble que parecía sacado de una sala de tortura medieval; dos barras de metal horizontales, una a la altura de sus tobillos y otra justo tras su nuca, eran sostenidas por otras dos barras forradas de cuero que formaban una «X». Ana Sofía tuvo que investigar qué demonios era aquella cosa y descubrió que se trataba de una Cruz de San Andrés.
Cinco gruesas argollas de metal sostenían cadenas del mismo material con sujeciones de cuero en el extremo. Cuello, brazos y piernas estaban inmovilizados, abriéndola y exponiendo su cuerpo desnudo.
El sonido metálico estremeció a Ana Sofía cuando la mujer intentó moverse de manera inútil. Su hermana observaba con ojos sádicos y filosos, ennegrecidos de excitación. Tomó una especie de varilla forrada de un material que parecía cuero y comenzó a rozar las zonas erógenas de la mujer; acarició entre los senos, bajando por el abdomen hasta realizar círculos con la punta de la vara alrededor del ombligo. Volvió hasta el pecho y jugueteó con la tensada piel del pezón. Las cadenas resonaron de nuevo cuando la mujer se retorció de placer y So sintió un que su entrepierna vibraba. Rodeó a la prisionera con la misma calma asfixiante, y acarició hombros y nuca en el proceso, erizando la piel cuando movió la varilla hasta el nacimiento de la columna.
Lu sonrió maliciosa, con una expresión que su hermana nunca había visto. Dio un paso y eliminó la distancia entre ellas, susurró algo al oído de la prisionera y con su mano libre, comenzó a estimular su sexo. Su dedo corazón bailaba libre sobre la dolorosa y sensible piel del clítoris, antes de recorrer los hinchados y húmedos pliegues del coño. La mujer arqueó la espalda, gimoteó y alzó las caderas en un intento de intensificar el roce y para sorpresa de So, Lu se burló de la reacción y retiró la mano.
— Por favor…
Rogó. Era una verdadera súplica que provocó otra contracción en el coño en Ana Sofía, mientras sentía como su propia humedad comenzaba a manar.
Lu se separó de nuevo y alzó su brazo izquierdo. La varilla parecía una espada a punto de decapitar a un enemigo. «Cuenta», ordenó dura, autoritaria e imponente y, sin dar tiempo a preparativos o mediación, el objeto descendió con la velocidad de un rayo. Un chasquido similar a una pequeña explosión resonó en sus oídos y un alarido coronó la… ¿Extraña? Imagen que veían sus ojos una vez más. La vara centelló una, dos, tres veces y, en cada golpe, los gritos y sollozos aumentaron de decibeles. Un primer plano del culo de la prisionera mostraba los rojizos surcos en carne viva, la piel enrojecida y amoratada y las pequeñas gotas de sangre caliente que descendían lentamente por la redondez de las nalgas.
Pero más impresionante aún fue ver como un hilo grueso y acuoso descendía por su propio peso de la babeante cavidad de la mujer. El abundante flujo solo era comparable a las lágrimas, saliva y sudor que habían poblado su rostro constipado por el llanto continuo.
So miró a su hermana e hizo señas imperiosas hacia el monitor. Su cara parecía un semáforo en alto y sus pecas pequeñas luces de neón.
— Repito, no lo entenderías… y dame mi laptop, salida — tomó el aparato y salió del cuarto hasta la habitación del frente. Arrojó la lata de Monster al cesto de basura y colocó el ordenador en el escritorio antes de encaminarse al clóset.
— ¡Es que no tiene sentido! — Exclamó, poniéndose de pie siguiéndola. — Primero, esa chica no parece que lo disfruta al principio, pero después… además en otro video sale pidiendo más y más. Y había otras cosas, como chicas desnudándose en la calle, algunas masturbándose… oh dios. Incluso había uno que parecía una película porno. La chica se dejaba coger por dos chicos. Necesito una explicación de tú extraña vida sexual ¡Ya!
— No es asunto tuyo — dijo con una voz monótona y calma. — Y repito, no lo entenderías.
— Si no me explicas, obvio no lo entenderé.
Un sonoro suspiro provocó que So hiciera un mohín. Lu conocía a su hermana y sabía perfectamente que nada de lo que le dijera le haría cambiar de opinión. Esa muchacha podía ser mucho más cabezota que muchos. La menor sonrió ampliamente al descifrar la expresión de derrota de la mayor, resaltando los hoyuelos en sus mejillas.
— ¿Sabes qué es BDSM o también tengo que explicarte desde el principio?
— Bondage, Dominación, Sadismo y Masoquismo ¿Cierto?
— Ajá, bueno, en este tipo de relaciones se establece un D y S. Dominante o domina y sumiso o sumisa.
— Eso lo entiendo, el dominante ordena, el sumiso obedece.
— Sí y no. A ver… cada persona tiene sus gustos, lo mismo aplica para el BDSM. Si a un sumiso no le gusta, no sé, el sadismo, el dominante no aplicará sadismo. Así mismo puede gustarle solo el exhibicionismo, la humillación, que los aten, que los cuelguen, que los castiguen. En fin, son muchas cosas. Incluso puede que le guste una combinación de todo. Al final, el dominante es quien se acopla a los gustos del sumiso, en cierta manera. Ya cuando existe mucha confianza entre D y S, se pueden explorar otros métodos, ir más allá del límite. Cosas así, ¿me entiendes?
— ¿Y los gustos del dominante?
— Bueno, por lo general un dominante le entra a todo. Su mayor placer es dominar y hacer que su sumisa alcance el clímax con sus prácticas. Claro, habrá quien no le guste hacer una que otra cosa, como todo.
A So le brillaban los ojos, se sentía excitada y emocionada por partes iguales y percibía como un volcán de emociones comenzaba a hacer erupción en su interior. No entendía por qué se sentía de esa manera, pero no podía evitarlo y algo la empujaba a dejarse llevar. Dio un paso más sobre la fría madera del cuarto de Lu – seguía sin entender como prefería ese material a la cálida moqueta de su habitación – y sintió la humedad pringando su entrepierna. Se paniqueó un poco, pero mantuvo las apariencias. Las bragas que estaba usando, además de ser blancas, no eran lo suficientemente grandes como para contener su excitación.
— Quiero probarlo.
— ¿Qué?
Ana Lucía había comenzado a desvestirse. La camiseta sudada había parado en el cesto de la ropa sucia y lo único que la cubría era el sostén deportivo negro. Casi se golpeó la cabeza con la puerta del clóset cuando escuchó a la hermana, pero no dudó en girar sobre sus talones y encararla con ojos desorbitados. Ana Sofía casi tuvo que contener una sonrisa al ver la expresión dibujada en ella.
— No sé… no veo que eso sea muy… excitante. Al menos sé que no me dejaría golpear por nadie. Pero como dije, que me aten siempre me ha dado cierto morbo… y a ver, por lo general me dejo guiar en la cama, pero una cosa es que un imbécil solo te acueste para meterlo como un burro en celo a que alguien te manipule mentalmente al punto de que te entregues en totalidad…
Claro que la entendía, la entendía demasiado bien. Esas palabras la había escuchado en más de una ocasión de sumisas primerizas. Ana Lucía estaba dentro del mundo del BDSM desde los diecisiete años. Ahora, con veinte y tres y cinco años de experiencia, estaba consciente que el camino que aún le faltaba por recorrer era enorme, pero se sentía lo suficientemente confiada para iniciar a cualquiera en ese mundo lleno de perversiones y amor por igual. Ya había fungido de iniciadora de un par de chicas con las cuales seguía manteniendo una bonita amistad… además de una que otra sesión con sus actuales amos.
Lu negó con la cabeza y se sentó en la cama, peinó sus rizos rojizos hacia atrás y respiró hondo antes de dedicarle una seria mirada a su hermana. So sintió que aquellos ojos dorados la desnudaron por completo, que podían atravesarla, desmontarla y rearmarla a voluntad, al punto que sintió sus piernas flaquear. Nunca antes le habían dedicado una mirada como esa ¿Eso era lo que sentían sus sumisas? ¿Eso era lo que provocaba la Lu dominante? Dio un par de pasos cautelosos hasta la ventana y miró hacia el horizonte, agradeciendo que estaban en un cuarto piso y que nadie podría verla fácilmente. Su rostro le ardía y estaba segura que estaba roja como un tomate, pero disimuló como la mejor de las actrices.
— ¿Y con quién lo probarás? — Cuestionó tajante.
— Tengo a alguien en mente…
— Espera ¿Conoces a un dominante? ¿Dónde lo conociste? Porque si lo conociste en alguna red social estúpida, siempre hay idiotas que creen que el BDSM es lo que aparece en Cincuenta Sombras de Gregorio. O sea, no saben una mierda y podrían lastimarte. Igual que hay más que un habilidoso que solo quieren aprovecharse.
No pudo contener la sonrisa. No solo por el sobrenombre que le había dedicado al famoso libro erótico, sino porque a pesar de la situación, su Lu siempre estaba ahí para protegerla, para ella. Pero eso era algo que todos sabían, así como So estaría siempre para su hermana mayor. Era algo que nadie ponía en duda. Su conexión era tal, que sus padres contaban orgullosos que la primera palabra que Ana Sofía aprendió a decir fue «Lu», con tan solo nueve meses de nacida. Y a partir de ese momento, se convirtió en su palabra favorita.
— No conocí a nadie por redes sociales, cálmate… — Se mordió la uña del pulgar derecho, sin dejar de mirar la ventana y dijo: — De hecho, hace un par de horas no conocía a ningún amo… o ama.
— ¿Entonces?
— ¿En serio me vas a hacer decirlo?
So dejó de mirar la ventana y dio un par de pasos para posicionarse frente a ella. La luz del ocaso la bañaba desde la espalda, dándole el aspecto de una especie de diosa de alguna mitología antigua. Lu la observó de pies a cabeza, deteniéndose un par de segundos en el pequeño brillo acuoso que resbalaba por el interior de sus muslos, se levantó y cortó la distancia entre ellas; una miraba hacia abajo y la otra hacia arriba, sus ojos orbitaban entre ellos como planetas a sus estrellas.
— Dilo.
Ana Sofía resopló. — ¿Qué tengo que decir? ¿Qué la única persona en la que confío para hacer una de esas locuras eres tú?
Negó con la cabeza. — Di que, a partir de hoy, eres mi sumisa y yo tú ama.
Tragó grueso. Sintió el peso de esas palabras como una enorme roca que le aplastaba el pecho y el estómago. Incluso pensó que no sería capaz de decirlas, pero ignoró el hormigueo que estaba concentrándose en su vientre bajo, se llenó de valor y sin apartar la mirada, dijo:
— Quiero que ser tu sumisa. Y quiero que seas mi ama.
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Notas de la autora:
Primer capítulo publicado y, la verdad, estoy algo emocionada y ansiosa por partes iguales. No sé como será recibido, ni siquiera sé si gustará xD Pero le estoy tomando cariño a este relato y seguiré con él. Como siempre, si desean comentar alguna crítica o cualquier cosa que quieran decir sobre el capítulo, son bienvenidos. Si les gusta mi trabajo, pueden ir a mi blog que se encuentra en mi perfil, me ayudarían muchísimo dándole click.
Sin más que decir, muchísimas gracias por leer.
3 comentarios - Átame a tí: Capítulo 1