Habíamos pactado cada detalle para nuestro primer encuentro, después de muchas idas y vueltas. Hasta allí, las provocaciones fueron eficaces, certeras, y en ambos sentidos de la comunicación.
Yo les escribí un relato de cómo me imaginaba un encuentro con ellos.
Y ellos me sorprendieron con un set fotográfico, en la que ella, luciendo sus lencerías, leía mi relato, y recibía, copiosamente, el fruto del desahogo final de él.
Yo buscaba, en cada palabra, tentarlos. Ellos buscaban en cada foto, volverme loco.
Me imaginé a Pamela leyendo en voz alta, con voz temblorosa y gutural, sintiendo cómo cada palabra la rozaba, la hacía desear, la frotaba, la penetraba. Hasta que sintió toda la lubricidad en su cuerpo. No hizo falta demasiados ruegos para que Gerardo la ensartara. Él ya volaba, empalmado, de solo escuchar el susurro sensual de ella.
Todo eso, surgió de la fantasía provocada sólo a través de siete fotos que me enviaron, y que provocaron otro relato, y otro juego, hasta que los tres pensamos, casi en el mismo momento, que no podíamos perder más tiempo, que la vida es corta, que los gustos hay que dárselos en vida, y que, además, adultos todos, no teníamos que rendirle cuentas a nadie.
Planificamos el encuentro en cada detalle. Alquilamos con Gerardo un departamento, en un edificio hermoso de Palermo, con vista al hipódromo, a la Avenida Sarmiento, al aeroparque y al río. Uno que estaba en el piso 19, y lleno de luz, todo vidriado.
El día anterior, yo me había ocupado de poner en la heladera bebidas y comida. También me ocupé de la música. Y de algún detalle secreto más.
Yo tenía que demostrar que podía cumplir con el pacto, y estaba dispuesto a hacerlo, porque sabía perfectamente cómo llevarlos. Después de todo, hasta ahora habían cumplido con cada paso propuesto.
Gerardo quería que pasaran cosas, con mucho deseo, y Pamela también, pero ella, con más cautela, con más precauciones, quizás con más temores. Pero sin dudas, con las mismas fantasías y las ganas de hacerlas realidad.
Cuando llegaron, yo ya estaba esperándolos. Las risas nerviosas se fueron apagando, cuando dejé en su boca un beso que se instaló muy cerca de la comisura de sus labios, y me demoré, quizás, un poco más de lo debido.
Pero no dejé que se cortara nada, porque, enseguida, puse en sus manos, una copa, para relajar, dije.
Ella había venido tapada con piloto beige, abotonado hasta el cuello. Pero no había que ser demasiado perspicaz para adivinar que debajo de él, había una locura de lencerías. Lo adiviné porque pude ver que sus brazos estaban cubiertos por unos guantes con anillo, sin dedos, de vinilo en sus manos.
El juego que habíamos pactado era sencillo. Los tres bebíamos, y yo debía leer en voz alta -venciendo todas las vergüenzas- un texto mío que ellos no conocieran. Uno nuevo que lograra encenderlos.
Si con el nuevo texto pasaba lo que solía pasar cuando estaban solos, entonces, sería el espectador privilegiado de los amantes matándose en la cama.
Pese a la luz que invadía el ambiente, y los rayos de sol que atravesaban los sillones, yo había armado una escena densa, con buena música. Por suerte, el departamento estaba bien equipado al respecto, y pensé en The Great Gig in the Sky, como un juego con lo del concierto en el cielo, pero también porque tiene esa espesura que acompañaría mis palabras.
Yo había elegido el fraseo que acompañara los alaridos de la vocalista, y los descensos que acompañara los golpes de piano.
El resultado fue el esperado. En realidad, debo ser sincero. No, para nada. Fue inesperado. A poco de empezar el relato, ella dejó caer el piloto que la cubría, y el efecto fue desbastador: un silencio profundo, dos hombres clavando la mirada sobre ella, y el deseo que la perforaba.
Además de los guantes sin dedos que cubrían su antebrazo, ella lucía un top negro ajustadísimo, estaba trepada a unos zapatos altos, y tenía unas medias bucaneras de vinilo, que abrazaba toda la longitud de sus piernas, casi hasta sus nalgas.
Ella se sonrojó un poco, pero no por eso hizo un mohín para mostrarnos lo entangadísima que había venido.
Traté de componerme, crucé las piernas y continué con la lectura afectada.
Gerardo se puso detrás de ella y le besó el cuello. Detuve la lectura cuando ella se arrodilló frente a él, y empezó a comerlo entero. Bajé el volumen de la música, sólo porque quería escucharlos. No hay nada más excitantes que los ruidos de chupada, y los de gemidos.
Cuando ella vio que la punta de la pija de Gerardo estaba morada, se despatarró en el sillón, se corrió la tanga, y le dijo con vos gruesa una sola palabra, propia de las parejas que se conocen, y como una orden, que él iba a cumplir obedientemente.
-Duro- le dijo.
Y él se la zampó de un solo golpe, y agarrándola de los muslos, empezó a cogérsela como si fuera la primera vez, o la última.
Y rápidamente, o en una eternidad, la verdad no se sabe bien cuánto dura el tiempo en esos momentos, él se derramó en sus pechos. Copiosamente, intensamente.
Yo tenía clavada la mirada en las tetas enlechadas, y ella me miró fijo, y me dijo… hacé eso que tenés ganas.
Y me acerqué y le di un beso en la boca profundo, de lengua, y mis manos esparcieron toda la leche de Gerardo en sus tetas, demorándome en sus pezones que se pusieron durísimos.
Sentí el gemido de Pamela en mi boca, y le hice señas a Gerardo para que se una. Le beso la boca, y yo me fui a sus pechos, a chuparle los pezones, a sentir como se retorcía de placer.
Y bajé más todavía, hasta su vientre, y me demoré en su concha, haciendo círculos sobre su clítoris.
-¡Cómo chupas concha hijo de puta! Grito casi, borracha de placer.
Sentí como sus muslos apretaban mis orejas, y se contoneaba en mi boca. Sabía que estaba por recibir su orgasmo en mi cara, y la dejé hacer.
Pude ver cómo Gerardo estimulaba sus pechos y la miraba a los ojos, mientras ella gemía, se retorcía, puteaba, y al fin
-aaaaaghhhhh! Miren como les acabo putoooooos aaaaaghhhh!
Me mojó toda la cara con su orgasmo, ese orgasmo demorado, esperado, fantaseado tantas veces.
Pero claro, apenas si era el principio.
Yo les escribí un relato de cómo me imaginaba un encuentro con ellos.
Y ellos me sorprendieron con un set fotográfico, en la que ella, luciendo sus lencerías, leía mi relato, y recibía, copiosamente, el fruto del desahogo final de él.
Yo buscaba, en cada palabra, tentarlos. Ellos buscaban en cada foto, volverme loco.
Me imaginé a Pamela leyendo en voz alta, con voz temblorosa y gutural, sintiendo cómo cada palabra la rozaba, la hacía desear, la frotaba, la penetraba. Hasta que sintió toda la lubricidad en su cuerpo. No hizo falta demasiados ruegos para que Gerardo la ensartara. Él ya volaba, empalmado, de solo escuchar el susurro sensual de ella.
Todo eso, surgió de la fantasía provocada sólo a través de siete fotos que me enviaron, y que provocaron otro relato, y otro juego, hasta que los tres pensamos, casi en el mismo momento, que no podíamos perder más tiempo, que la vida es corta, que los gustos hay que dárselos en vida, y que, además, adultos todos, no teníamos que rendirle cuentas a nadie.
Planificamos el encuentro en cada detalle. Alquilamos con Gerardo un departamento, en un edificio hermoso de Palermo, con vista al hipódromo, a la Avenida Sarmiento, al aeroparque y al río. Uno que estaba en el piso 19, y lleno de luz, todo vidriado.
El día anterior, yo me había ocupado de poner en la heladera bebidas y comida. También me ocupé de la música. Y de algún detalle secreto más.
Yo tenía que demostrar que podía cumplir con el pacto, y estaba dispuesto a hacerlo, porque sabía perfectamente cómo llevarlos. Después de todo, hasta ahora habían cumplido con cada paso propuesto.
Gerardo quería que pasaran cosas, con mucho deseo, y Pamela también, pero ella, con más cautela, con más precauciones, quizás con más temores. Pero sin dudas, con las mismas fantasías y las ganas de hacerlas realidad.
Cuando llegaron, yo ya estaba esperándolos. Las risas nerviosas se fueron apagando, cuando dejé en su boca un beso que se instaló muy cerca de la comisura de sus labios, y me demoré, quizás, un poco más de lo debido.
Pero no dejé que se cortara nada, porque, enseguida, puse en sus manos, una copa, para relajar, dije.
Ella había venido tapada con piloto beige, abotonado hasta el cuello. Pero no había que ser demasiado perspicaz para adivinar que debajo de él, había una locura de lencerías. Lo adiviné porque pude ver que sus brazos estaban cubiertos por unos guantes con anillo, sin dedos, de vinilo en sus manos.
El juego que habíamos pactado era sencillo. Los tres bebíamos, y yo debía leer en voz alta -venciendo todas las vergüenzas- un texto mío que ellos no conocieran. Uno nuevo que lograra encenderlos.
Si con el nuevo texto pasaba lo que solía pasar cuando estaban solos, entonces, sería el espectador privilegiado de los amantes matándose en la cama.
Pese a la luz que invadía el ambiente, y los rayos de sol que atravesaban los sillones, yo había armado una escena densa, con buena música. Por suerte, el departamento estaba bien equipado al respecto, y pensé en The Great Gig in the Sky, como un juego con lo del concierto en el cielo, pero también porque tiene esa espesura que acompañaría mis palabras.
Yo había elegido el fraseo que acompañara los alaridos de la vocalista, y los descensos que acompañara los golpes de piano.
El resultado fue el esperado. En realidad, debo ser sincero. No, para nada. Fue inesperado. A poco de empezar el relato, ella dejó caer el piloto que la cubría, y el efecto fue desbastador: un silencio profundo, dos hombres clavando la mirada sobre ella, y el deseo que la perforaba.
Además de los guantes sin dedos que cubrían su antebrazo, ella lucía un top negro ajustadísimo, estaba trepada a unos zapatos altos, y tenía unas medias bucaneras de vinilo, que abrazaba toda la longitud de sus piernas, casi hasta sus nalgas.
Ella se sonrojó un poco, pero no por eso hizo un mohín para mostrarnos lo entangadísima que había venido.
Traté de componerme, crucé las piernas y continué con la lectura afectada.
Gerardo se puso detrás de ella y le besó el cuello. Detuve la lectura cuando ella se arrodilló frente a él, y empezó a comerlo entero. Bajé el volumen de la música, sólo porque quería escucharlos. No hay nada más excitantes que los ruidos de chupada, y los de gemidos.
Cuando ella vio que la punta de la pija de Gerardo estaba morada, se despatarró en el sillón, se corrió la tanga, y le dijo con vos gruesa una sola palabra, propia de las parejas que se conocen, y como una orden, que él iba a cumplir obedientemente.
-Duro- le dijo.
Y él se la zampó de un solo golpe, y agarrándola de los muslos, empezó a cogérsela como si fuera la primera vez, o la última.
Y rápidamente, o en una eternidad, la verdad no se sabe bien cuánto dura el tiempo en esos momentos, él se derramó en sus pechos. Copiosamente, intensamente.
Yo tenía clavada la mirada en las tetas enlechadas, y ella me miró fijo, y me dijo… hacé eso que tenés ganas.
Y me acerqué y le di un beso en la boca profundo, de lengua, y mis manos esparcieron toda la leche de Gerardo en sus tetas, demorándome en sus pezones que se pusieron durísimos.
Sentí el gemido de Pamela en mi boca, y le hice señas a Gerardo para que se una. Le beso la boca, y yo me fui a sus pechos, a chuparle los pezones, a sentir como se retorcía de placer.
Y bajé más todavía, hasta su vientre, y me demoré en su concha, haciendo círculos sobre su clítoris.
-¡Cómo chupas concha hijo de puta! Grito casi, borracha de placer.
Sentí como sus muslos apretaban mis orejas, y se contoneaba en mi boca. Sabía que estaba por recibir su orgasmo en mi cara, y la dejé hacer.
Pude ver cómo Gerardo estimulaba sus pechos y la miraba a los ojos, mientras ella gemía, se retorcía, puteaba, y al fin
-aaaaaghhhhh! Miren como les acabo putoooooos aaaaaghhhh!
Me mojó toda la cara con su orgasmo, ese orgasmo demorado, esperado, fantaseado tantas veces.
Pero claro, apenas si era el principio.
0 comentarios - Una vez más con mis amigos -HMH-