EL TÓNICO FAMILIAR.
CAPÍTULO TRECE.
SEGUNDA PARTE.
Animado por su cumplido, le metí mano un buen rato, introduciendo los dedos o frotando su abultado sexo con la palma de la mano, desde el pubis cubierto de vello anaranjado y espuma hasta donde me permitía la longitud de mi brazo. Ella separó las piernas, con los pies apoyados con firmeza en las paredes de la bañera. Notaba en mi mano la calidez de sus fluidos, pero estábamos mojados y el agua no se lleva bien con la lubricación natural del cuerpo humano, así que antes de penetrarla señalé a los botes de la repisa.
—Pásame eso de ahí —le indiqué.
—¿El aceite de bebés? —preguntó, mientras me daba el bote de plástico transparente.
—Si, pero no lo llames así que me da mal rollo —dije.
—¿Y como quieres que lo llame? —replicó, riendo y mirando el bote—. Lo compro por tu madre y tu tía, que lo usan cuando vienen. A mi no me gusta untarme con aceites.
—Ni falta que te hace. Tienes la piel muy suave.
—Ay, gracias, cariño. Tú también. Estás tan suavecito como cuando eras un bebé.
—Joder, no hables de bebés.
—¡Ja ja! Perdona, cielo.
En otras circunstancias me habría distraído imaginando a mi madre o a mi tía desnudas, acariciando su bronceada piel hasta dejarla resbaladiza y brillante, pero en ese momento solo podía concentrarme en el cuerpo maduro que tenía delante. Volví a acariciar su coño, esta vez untándolo con el improvisado lubricante, que también extendí por toda la longitud de mi verga, lo cual me produjo una agradable y cálida sensación. Con las manos en sus caderas, doblé un poco las rodillas hasta que el capullo tocó la rosada raja. Ella puso los brazos en mis hombros, contuvo la respiración un momento y dejó salir el aire despacio a medida que la penetraba lentamente. Gracias al aceite y a sus propios fluidos mi tranca se hundió con facilidad, entrando centímetro a centímetro hasta que nuestros vientres se tocaron.
—Uhmm... Así, mi vida... así... Cuidado no resbales.
—Tranquila —dije, cerca de su oreja—. Dime una cosa... Anoche, cuando te dejé sola en tu dormitorio... ¿Qué hiciste?
—¿Que... qué hice?
Mientras hablábamos le administraba estocadas lentas y profundas, sobándole el culo y besando su cuello, con sus grandes ubres apretadas contra mi pecho. Cada acometida le arrancaba un suspiro o un tímido gemido.
—¿Te tocaste después de que me fuese? —insistí—. ¿Te... tocaste oyendo follar a tu hijo con su mujer?
—Sí... Me toqué. Me dejaste... —dijo ella, tras una pausa.
—Te dejé muy cachonda... ¿a que si?
—Sí, cariño... mucho. Me dejaste caliente y... llenita...de...
—Llenita de leche, ¿verdad? Me corrí dentro de ti... y te llené de leche.
—Uhmm... eso es... Tanta que salía fuera... cuando me metí los dedos...
—¿Ah si? Dime... ¿te chupaste los dedos, eh? ¿Probaste... mi leche?
—Si... Ay, Dios... Carlitos... me vas a... volver... loca...
A medida que manteníamos tan interesante conversación había acelerado la velocidad y fuerza de mis empujones hasta el punto de impedirle seguir hablando. Se abrazaba a mí, jadeando, hasta que soltó un agudo grito de sorpresa cuando uno de sus pies resbaló debido al aceite que había caído al fondo de la bañera. Por suerte no llegó a caerse. Se agarró al borde y se quedó medio agachada, con cara de susto. Mi polla salió disparada de su caliente refugio y cabeceó en el aire, brillante y goteando.
—¡Jesús Bendito! ¿Ves lo que... te decía? Casi nos caemos —se lamentó.
—No pasa nada —dije, conteniendo la risa—Mira, ponte a cuatro patas, así no te caes.
—¿Y no sería mejor seguir en otra parte? Mira que si nos hacemos daño y tenemos que ir a urgencias... A ver cómo explicamos lo que estábamos haciendo.
—Joder, no te pongas en lo peor, que no va a pasar nada. Venga, a cuatro patitas, que yo te vea.
—Ains... es que siempre tienes que salirte con la tuya, ¿eh?
Con mucho cuidado se arrodilló frente a mí. Tenía encendidas sus redondeadas mejillas y el rubor se extendía por su pecho y los pecosos hombros.
—Date la vuelta —le ordené.
—¿Que me de la vuelta?
—Si, date la vuelta. Quiero ver bien ese culazo que tienes.
Intentó fingir, sin mucho éxito, que no le apetecía obedecerme, y giró despacio sobre las rodillas. Después dobló el cuerpo, apoyando los codos en el fondo de la bañera.
—Junta las rodillas. Eso es... Levanta bien el culo —le indiqué.
—¿Así está bien? Ni que me fueras a hacer un retrato —bromeó. Cuando mi abuela decía “retrato” se refería a una fotografía.
—Si tuviese una cámara te lo haría.
—¡Si, hombre! Solo faltaba eso.
Sobra decir que su cuerpo en esa postura era digno de todas las fotografías del mundo. Si aquello hubiese sucedido hoy en día sin duda habría llenado la memoria de mi smartphone con cientos de imágenes de aquella impresionante madurita que se ofrecía sin pudor a su joven amante. Contemplé unos segundos el espectacular corazón de carne pálida que formaban sus nalgas en esa postura, acariciándome la aceitosa polla. Me agaché y metí la mano entre sus muslos, invadiendo de nuevo con los dedos la apretada raja, y le separé un poco los cachetes con la otra mano. El vello rojizo que adornaba su coño subía hasta formar una cobriza corona alrededor del ojete, apretado en un asterisco de color rosa oscuro.
Cogí el bote de aceite y dejé caer un buen chorro sobre las nalgas, moviéndolo hacia los lados como quien deja caer miel en una enorme tostada. Lo extendí por la piel y me recreé en un untuoso magreo, moviendo las manos en círculos, bajando por los muslos para volver a subir y recorrer toda la amplia extensión de los glúteos hasta acariciar la parte baja de su espalda. Cuando apretaba la abundante carne de una nalga se formaban leves hoyuelos en la piel, y cuando la soltaba recuperaba su tersura. Resultaba curiosamente relajante, como esas pelotas antiestrés, y al mismo tiempo me excitaba muchísimo. Añadí más aceite, esta vez directamente sobre su esfínter, e introduje con cuidado el dedo corazón.
—¡Ay! ¿Ya estás otra vez con eso? —se quejó, mirándome por encima de su hombro.
—¿Qué pasa? En otro día te gustó. Cuando te metí la zanahoria.
—Eh... No, no me gustó —dijo, sin mucha convicción.
—Pero si te corriste como una loca. Hasta se te pusieron los ojos en blanco.
—Si... bueno... pero...
—Relájate, que no te voy a hacer daño.
Antes de que pudiese decir nada más le metí el dedo entero, casi hasta el nudillo, y lo moví despacio para vencer la resistencia del musculoso anillo. La vi cerrar los ojos y respirar con fuerza, apretando los dientes. Saqué y metí el dedo varias veces, sin mucho esfuerzo gracias al aceite, aunque el ojete se cerraba con fuerza y palpitaba.
—Tranquila... Si te duele dímelo.
Me lo tomé con calma, pues estaba decidido a no salir de esa bañera sin desvirgarle el culo a mi abuela, pero no quería hacerle daño. Mientras trabajaba sin descanso en la reticente puerta trasera, con la otra mano me ocupaba de su coño, introduciendo los dedos entre los también resbaladizos muslos. Ella no hablaba, solo respiraba profundamente y soltaba algún débil quejido, llevándose a la boca el dorso de la mano. La cosa marchaba bien, el círculo se ensanchaba y me atreví a introducir tres dedos, lo cual provocó en mi compañera un característico “¡uyuyuyuy!”
—¿Te duele? —pregunté, dejando los dedos dentro.
—Un poquito... Más despacio, cariño... Por favor.
Lo hice más despacio. Se le escapaba algún que otro “uy”, o hacía el típico siseo de cuando te golpeas el dedo de un pie contra la pata de una mesa, pero no me dijo que parase. Mis tres dedos encontraban cada vez menos resistencia por parte del esfínter y los hundía en el caliente túnel casi hasta los nudillos. Su postura era muy fotogénica pero debía resultarle incómoda, porque separó las rodillas, deslizándolas por el resbaladizo suelo de la bañera, lo cual facilitó el acceso vaginal de mi otra mano, donde el aceite se mezclaba con sus fluidos.
—¿Te gusta? —pregunté.
—Duele... un poco —dijo, con voz entrecortada y más aguda de lo normal.
—¿Quieres que pare?
—No... Sigue, pero con cuidado... ¿eh?
Seguí con cuidado. Gimió un poco cuando el meñique se unió a los otros tres dedos y al cabo de un rato también lo recibió sin problemas. Decidí que había llegado el momento de la verdad. Cuando saqué los cuatro dedos el ojete volvió a cerrarse casi del todo, le apliqué un buen chorro de aceite y me embadurné la polla, sobre todo la punta, antes de acercarla a las relucientes nalgas.
—Te la voy a meter —anuncié.
—Despacio, ¿eh? No seas bruto.
—Descuida.
Mi glande (el casco romano, como lo había llamado antes) era más grueso que la unión de mis cuatro dedos, lo cual hizo que encontrase resistencia al principio, sobre todo porque ella estaba nerviosa y apretaba, impidiéndome la entrada en dos ocasiones. A la tercera fue la vencida, y el ariete flanqueó muy despacio el estrecho anillo, hasta desaparecer dentro. Apoyé las manos en sus nalgas y empujé, muy despacio, embutiendo también el tronco. La sensación de victoria, y la placentera estrechez que rodeaba mi verga, me hicieron soltar un largo gruñido de triunfo.
La dejé dentro y me incliné un poco hacia adelante para ver mejor la cara de mi abuela. Tenía las mejillas rojas como manzanas, los ojos húmedos y los labios tensos. De estar en la cama, sin duda estaría mordiendo la almohada. Alargué el brazo para acariciarle el pelo y se sobresaltó un poco, como si estuviese concentrada en tolerar el dolor que le producía mi invasión.
—Hijo de mi vida... Eso es bastante más gordo que la zanahoria —dijo, intentando bromear.
—¿Estás bien? ¿Quieres que pare?
—No... Sigue. Pero despacito... ¿eh?
Despacito, la saqué poco a poco, dejando dentro el capullo, y volví a meterla, agarrado a sus caderas. Repetí la operación durante un buen rato, sopesando la intensidad de sus gemidos, suspiros y siseos. Me daba un poco de miedo estar haciéndole daño de verdad y que no me lo dijese, solo por complacerme. A simple vista no había ningún problema, ni sangre ni nada parecido. Siempre había escuchado decir que la primera vez por detrás duele, y supuse que sus quejidos entraban dentro de lo normal.
Aumenté la velocidad con precaución, parando de vez en cuando para acariciarle las nalgas, las piernas o la espalda. Cuando mis embestidas sonaron como húmedas palmadas supe que no había ningún problema. Ella gemía y ahogaba pequeños gritos, pero no eran los propios de alguien que está sufriendo. En un momento dado, se apoyó solo sobre uno de sus codos y movió el otro brazo bajo su cuerpo. Se estaba masturbando, y eso me animó a darle todavía más caña.
Si lavarnos mutuamente el pelo me había parecido algo íntimo y significativo, al compartir nuestra primera experiencia anal sentí una unión mucho más intensa, casi tanto como la que experimentaba al penetrar a mi madre. En el exterior la tormenta continuaba, torrencial y eléctrica. Le follé el culo sin piedad, gruñendo y hundiendo los dedos en las suculentas carnes de sus caderas, y muy pronto al rumor de la lluvia y los truenos se unieron sus exclamaciones de placer, invocaciones a Dios, la Virgen y todos los santos entrecortadas por fuertes gemidos y gritos. Su mano se movía a toda velocidad, produciendo un sonido de chapoteo en su chorreante coño, y todo su cuerpo temblaba. Sin duda aquel largo e intenso orgasmo compensaba el haberla dejado a medias la noche anterior.
Por supuesto no tardé mucho en correrme, bramando cual venado en época de celo. Si taladrar un ojete era siempre tan placentero no me extrañaba que hubiese tantos homosexuales. Apretando la pelvis contra sus grandes nalgas descargué tal cantidad de semen que cuando saqué el cipote el blanco fluido rezumó fuera del palpitante ojete, resbalando por el perineo hasta el comienzo de la vulva. Estábamos empapados de pies a cabeza por una mezcla de agua, sudor y aceite, y era evidente que necesitábamos otra ducha.
Descansamos unos minutos en la bañera, yo sentado en un extremo y ella tumbada en el fondo, con una pierna asomando por el borde y la otra sobre mi, despatarrada, impúdica, sorprendida y satisfecha por la nueva experiencia.
—Virgen Santa... Qué locura, hijo... —suspiró.
—¿Te ha gustado? —pregunté, aunque sus recientes alaridos de placer eran respuesta suficiente.
—Si, mucho... Pero esto no lo podemos hacer todos los días, ¿eh? Me arde el ojalillo como si me hubiesen metido guindillas... Ufff. —Movió un poco las caderas e hizo una mueca de incomodidad.
—Ya te acostumbrarás.
—Ay, tunante... —dijo, sonriendo y acariciándome el pecho con un pie.
Volvimos a ducharnos, esta vez más rápido y sin lavarnos el pelo, y salimos de la bañera. Nos secamos con la misma toalla y bromeamos sobre lo ocurrido, comparando mi miembro viril con distintas verduras. Ella tenía preparado el atuendo nocturno habitual junto al lavabo, pero solo se puso unas inmaculadas bragas blancas y se cubrió con la bata floreada, sin poner mucho empeño en ocultar su profundo canalillo.
—Anda, ve a tomarte una cervecita, cielo. Voy a secarme el pelo y hago la cena.
Nos dimos un largo beso y fui a mi habitación a ponerme unos boxers limpios, acompañado por el sonido del secador. Sentado en la cocina, me fumé un cigarro y me bebí una bien merecida birra. El lechoncito, del que ya ni me acordaba, apareció con su trote cochinero y jugué un rato con él. La verdad es que el bicho era una monada.
Al día siguiente, domingo, me desperté más temprano de lo que esperaba, teniendo en cuenta lo cansado que me había dejado el largo sábado. Eran las nueve y el sol brillaba tras las cortinas de la ventana, como si la tormenta de la noche anterior no hubiese existido. Estaba en la amplia cama de matrimonio y mi abuela, fiel a sus costumbres, debía llevar un rato levantada. Me desperecé y sonreí al oler su aroma en las sábanas, arrugadas y revueltas debido a nuestra actividad nocturna.
El resbaladizo polvo en la bañera solo fue el primer acto de una impúdica obra que se prolongó hasta mucho después de la medianoche. Cuando nos acostamos quise compensarla por el escozor anal y puse en práctica las enseñanzas de mi madre, obsequiándola con una larga y entusiasta comida de coño. Retozamos durante horas, hasta caer agotados. No se cuantos orgasmos llegó a tener ella, pero yo me corrí dos veces, una dentro de su voraz boca y otra sobre sus tetazas. No dejaba de sorprenderme la creciente lujuria de mi madura anfitriona, cada vez más descarada y desinhibida (siempre que estuviésemos solo, claro). Ya no solo accedía a mis deseos, también me provocaba y tomaba a veces la iniciativa, algo sin duda nuevo y excitante para una mujer que siempre había sido recatada y sumisa con los hombres.
Al rememorar lo sucedido mi erección mañanera cobró verticalidad y me di cuenta de que estaba completamente desnudo. Me levanté y busqué mis boxers, que encontré sobre una silla. No eran los mismos de la noche anterior sino unos limpios, doblados y colocados a mi alcance por las amorosas manos de mi abuela. Me los puse antes de salir al pasillo, pues aunque su actitud era más relajada no llegaba hasta el punto de permitirme andar por la casa desnudo y empalmado.
La encontré frente a la encimera preparando el desayuno, como si hubiese adivinado a qué hora iba a levantarme. Había puesto en el transistor una emisora de copla y canturreaba, alegre y radiante como una recién casada disfrutando de los primeros y apasionados días de su matrimonio. Iba descalza y su bata floreada dejaba a la vista un generoso escote en el que enterré la nariz después de darle un húmedo beso de buenos días.
—¿Has dormido bien, cielo? —preguntó, sonriente pero intentando que no le quitase la bata.
—Muy bien.
En el amistoso forcejeo que tuvimos junto al fregadero descubrí que no llevaba sujetador y ella reparó en el tamaño y dureza de mi madrugador misil.
—Hijo de mi vida... ¿Es que no te cansas nunca?
—Mira quién habla. Anoche casi me matas a polvos —dije, besando las pecas que adornaban la suave piel de su pecho.
—Anda, vamos a desayunar y a trabajar un poco, que no podemos estar todo el día dale que te pego como conejitos, ¿eh?
Se escabulló con coquetería de mis brazos y terminó de preparar el desayuno. Un polvete mañanero en la cocina habría estado bien, aunque el olor de las tostadas me hizo darme cuenta de lo hambriento que estaba y me senté a la mesa. Durante el desayuno, los botes de mermelada me hicieron recordar algo.
—¿Tienes planes para el martes por la noche? —le pregunté.
—Pues no, cariño. ¿Qué planes voy yo a tener?
—Estamos invitados a cenar en la mansión de Doña Paz. ¿Qué te parece?
La noticia hizo que abriese mucho los ojos, dejó de untar su tostada y las gafas le resbalaron un poco hacia la punta de la nariz.
—¿En serio?
—Claro. Le gustó mucho la mermelada, y dice que le caes bien —dije.
—Bueno... A mí ella también me cae bien. Es una señora muy educada y agradable, digan lo que digan —afirmó mi abuela, mientras se subía las gafas y retomaba el untamiento tostadil.
—Deberíais haceros amigas. Tenéis más o menos la misma edad y no es como esas viejas amargadas del pueblo. Además, siempre viene bien tener una amiga millonaria.
—¿Qué más dará el dinero? No me seas pesetero, hijo —me regañó.
—Y no te preocupes, no va a estar el rijoso del alcalde. Se va de viaje.
—¿Por qué llamas rijoso a Don Jose Luis? —preguntó, extrañada.
—Eh... No se, tiene pinta —dije. “Ah, si yo te contara”, pensé.
Continuamos desayunando con tranquilidad. Yo ataqué la segunda tostada y a mi abuela se la veía distraída. La noticia la había dejado pensativa y masticaba lentamente, dando pequeños sorbos a su café con leche.
—Ains... ¿Y qué me voy a poner? —exclamó de repente, preocupada.
—Lo que quieras. Tu estás guapa con cualquier cosa.
—Gracias, tesoro. Pero... Doña Paz es tan elegante... Y seguro que su casa es preciosa.
—Vas a flipar cuando la veas. Es un puto palacio.
—Ay, no me pongas más nerviosa, Carlitos —se lamentó.
—No tienes por qué preocuparte. Doña Paz sabe que no somos ricos y no creo que le importe cómo vayamos vestidos. Pero si quieres, mañana podemos ir de tiendas.
—Pues no es mala idea —dijo ella, sonriendo de nuevo—.Además, hay que hacer la compra, que no hay de nada. Me suele llevar tu tío David o Bárbara, pero ahora que estás aquí, si no te importa...
—¿Qué me va a importar? Yo te llevo a dónde haga falta. Si quieres hasta me pongo el uniforme de chófer y te llamo señora.
—¡Ay, si es que eres un sol! —Se inclinó hacia mí, de forma que sus tetas se balancearon sobre la mesa y casi vuelca los botes y tazas en el mantel, y me dio una serie de sonoros besos en la mejilla agarrándome de la nuca— ¡Te comería enterito!
—Bueno, ya sabes por dónde puedes empezar.
—Ay, tunante...
Después del desayuno me puse mi habitual outfit, como se dice ahora, consistente en unos pantalones de chándal negros con franjas blancas a los lados, todo un clásico que me aportaba la comodidad y elegancia del táctel, y una camiseta descolorida con el logotipo de una banda de rock. Mientras mi abuela se ocupaba de alimentar a las gallinas yo cumplí mi promesa de construirle un corralito al lechón.
Elegí un espacio despejado cerca del huerto y clavé varias estacas en el suelo, a las que sujeté unos cuantos metros de esa malla metálica de alambre cuyos huecos tienen forma de rombo. Mi fuerte nunca han sido los trabajos manuales, pero el corral no quedó mal del todo, teniendo en cuenta que lo había improvisado con los escasos materiales que encontré en el cobertizo junto al gallinero. Metimos dentro a Frasquito y el diminuto puerco no tardó en revolcarse por el barro, cosa que nos hizo reír.
—Míralo que contento está —dijo mi abuela, mirando al lechón con una ternura que me puso un poco celoso.
—De noche será mejor no dejarlo aquí, o cualquier bicho que pase se lo merienda.
—Tienes razón, cielo. De noche lo meteremos en el garaje.
Nos quedamos allí un rato mirando al cochino, y caí en la cuenta de que era domingo, el día en que mi abuela realizaba su ineludible visita a la iglesia. Desde que lo metieron en el talego por violar al monaguillo no habíamos vuelto a tener noticias de Don Basilio, lo cual era lógico. Si se le ocurría volver al pueblo como mínimo lo colgarían del campanario.
—¿Vas a ir hoy a misa? —pregunté.
—No, hijo. Aún no han mandado a un cura nuevo.
Dos semanas antes aquello habría sido una tragedia, pero en ese momento no parecía importarle demasiado pasar un domingo sin comulgar y confesarse. Otro síntoma de lo mucho que estaba cambiando la devota viuda.
—Yo voy a bajar al pueblo. Tengo que ir al estanco. ¿Quieres venirte y damos una vuelta? —dije.
—Gracias, pero mejor que no. La tormenta lo ha dejado todo hecho un asco y tengo mucho que hacer.
—Vale. No tardaré mucho.
Le di un beso de despedida, en la mejilla pues estábamos en el exterior, fui a por la cartera y me subí al Land-Rover. No me entusiasmaba la idea de dejarla sola, pero como ella misma me había dicho sabía cuidarse, y solo iba a ser un rato. Todavía me escamaba el regalo de Montillo, e incluso barajé la idea de conseguir un arma. Quizá estaba exagerando. El caso es que apenas me quedaba tabaco, y además quería comprarle algún detalle a mi abuela para agradecerle la formidable noche que habíamos pasado.
De camino al pueblo vi que la tormenta había hecho estragos en los alrededores. Encontré a mi paso algunos árboles caídos, ramas partidas y grandes charcos en los profundos baches de la carretera. Conduje con cautela hasta entrar en las calles empedradas del villorrio y aparqué junto a la iglesia, como de costumbre. En la plaza vi un par de corrillos formados principalmente por mujeres mayores, entre las que reconocí a algunas de las beatas amigas de mi abuela. Sin duda se lamentaban por la falta de sacerdote, lo mismo que estaría haciendo Doña Felisa si su devoción hacia mi pene erecto no le hubiese ganado terreno a su devoción cristiana.
En el estanco encontré a Sandra tras el mostrador, con su pinta de choni y el rictus desabrido en su rostro vulgar. En mi última visita le había hecho un comentario malicioso sobre Monchito, su amante retrasado y superdotado (curiosa paradoja), y el odio en sus ojos era más intenso que de costumbre. Los carnosos labios pintados de rojo se estrecharon en una fina línea cuando me acerqué. Llevaba el pelo recogido con una diadema verde fluorescente y un escotado top rosa.
—¿Cómo va eso, guapa? —saludé, aumentando su nivel de hostilidad.
—No empieces con tus tonterías, retaco, que no tengo el coño para farolillos. ¿Qué quieres? —dijo.
Sonreí y me apoyé en el mostrador, como si fuese la barra de un bar. Miré alrededor y hacia la puerta de la trastienda, para asegurarme de que estábamos solos.
—Mira, bonita... Voy a venir por aquí a menudo, y estaría bien que dejases las borderías o me voy a tener que enfadar. Y si me enfado a lo mejor tengo que hablar con mi amigo Manolo, tu ya me entiendes.
Mis aires de matón no la impresionaron mucho, pero cuando mencioné a su marido vi un destello de miedo aparecer en sus ojos maquillados.
—Puedes hablar con mi marido todo lo que quieras. No se va a creer nada de lo que le digas —dijo ella. Intentaba sonar dura pero le tembló un poco la voz.
—¿Seguro? Yo creo que sí. Ya anda con la mosca detrás de la oreja por ciertos rumores que escucha. Sabes de qué te hablo, ¿no?
—Eso... Solo son rumores... Inventos de la gentuza del pueblucho este...
—Para mí no son rumores. Te vi gozando como una perra cuando el tonto te empotró en el escritorio de la trastienda.
Mi revelación tuvo un efecto que no esperaba. La agresividad desapareció del todo del rostro de la estanquera. Sus ojos se humedecieron y le tembló el labio inferior. Estaba tan asustada que casi me dio pena.
—No... No le digas nada, por favor... ¿Qué... qué es lo que quieres? —dijo, con voz suplicante y gangosa, al borde del llanto.
—Podría hacer que me la chupes, pero ya voy bien servido. Además, te sabría a poco después de haber probado el pollón de Monchito —respondí, socarrón.
—Te la chupo... Vamos ahí detrás y te como la polla... Hasta me puedes follar si quieres... Pero no le digas nada a mi marido... ¡Me mata! Tú no le conoces... Si se entera me mata...
La cosa comenzaba a ponerse demasiado patética y se me quitaron las ganas de seguir bromeando. A Sandra se le había corrido el maquillaje y sus lágrimas dejaban un rastro negruzco en sus mejillas. Sorbió los mocos y sollozó un par de veces.
—No te voy a follar. Solo quiero que a partir de ahora me trates bien, ¿entendido? Seguro que puedes ser simpática si lo intentas.
—Si... Lo haré. Te lo juro —dijo, asintiendo deprisa una y otra vez.
Sacó un pañuelo, se sonó la nariz y se secó las lágrimas. La verdad es que era bastante guapa, dentro de su estilo barriobajero, sobre todo en ese momento, con los ojos enrojecidos e intentando sonreírme.
—¿Has visto a Monchito últimamente? —pregunté.
—No... Desde hace días. Creo que el cabrón de su padre lo tiene encerrado —dijo.
Por su expresión era evidente que echaba de menos a su amante. ¿Echaba de menos el placer que le proporcionaba su enorme cipote o realmente se había enamorado del hijo de Montillo?
—No está encerrado. Ayer estuvo en mi casa —dije, tratando de consolarla.
—¿Ah si? ¿Y está... está bien?
—Si, no te preocupes. Está bien.
Sorbió de nuevo por la nariz y sonrió, cosa que le favorecía bastante. Su cambio de actitud, unido al sugerente escote, casi me hacen cambiar de idea sobre lo de follármela en la trastienda, pero no quería formar parte de aquel drama rural con maridos celosos y retrasados. Un drama que, para colmo, yo había iniciado durante mis primeros experimentos con el tónico. Le pedí dos paquetes de Lucky y elegí para mi abuela una de esas cajitas metálicas de caramelos, decorada con abigarrados relieves florales.
—¿Qué te debo? —pregunté al tiempo que sacaba mi cartera.
—Nada... Invita la casa.
—No hace falta. No te quiero buscar problemas con tu suegro por no cobrarme.
—Invito yo. No te preocupes.
Me sonrió y metió las cosas en una bolsa. Era una pena que fuese tan antipática teniendo una sonrisa tan bonita. Al menos había conseguido que dejase de serlo conmigo. Aunque fuese por miedo a que contase su secreto, sería simpática a partir de entonces. Cuando me disponía a irme dejó de sonreír y me habló.
—Oye... si vuelves a ver a Monchito...
—¿Si?
—No... Nada. No importa —dijo, a punto de llorar otra vez.
Salí del estanco, satisfecho por haber resuelto el asunto y un poco triste por Sandra. Unas semanas más tarde me enteraría de que estaba embarazada, y al cabo de unos meses dio a luz a un rollizo y saludable niño. No era retrasado pero, por lo que decían, su parecido con la familia Montillo era innegable. En fin, cosas de los pueblos.
Cuando llegué al Land-Rover me esperaba una desagradable sorpresa. Apoyados en el vehículo, uno sobre la puerta del conductor y otro medio sentado en el capó, me esperaban dos tipos a los que no había visto en mi vida. El del capó era un gigantón entrado en kilos, de brazos fuertes y cabeza afeitada, con un grueso aro de oro en cada oreja. El otro era menudo y fibroso, con una larga melena negra y ondulada, mirada astuta y sonrisa ladina. Saltaba a la vista que ambos eran de etnia gitana, tanto por el color de su piel y sus rasgos como por la llamativa forma de vestir y la abundancia de cadenas y anillos de oro.
Me detuve a un par de pasos con las llaves en la mano, haciendo ver que era mi coche y que quería subirme. Los saludé con la cabeza, disimulando mi miedo con una amplia sonrisa, y no hicieron ademán de moverse. En la ciudad no solía tener problemas con los gitanos, en gran parte porque físicamente me parecía mucho a ellos, y en el pueblo rara vez me había cruzado con alguno, mucho menos con aquellos dos ejemplares arquetípicos que me miraban como dos linces a un conejo indefenso.
—¿Puedo ayudaros en algo? —pregunté.
—Sube al coche. Vamos a dar una vuelta —dijo el bajito, apartándose de la puerta.
No me amenazaron con ningún arma, y su actitud no era agresiva, pero estaba claro que si no obedecía no saldría de una pieza de aquel callejón junto a la iglesia. Los tipos exudaban peligro y lo sabían. El grandullón se acercó a mí despacio, con los enormes brazos cruzados sobre el pecho.
—A ver... No nos pongamos nerviosos —dije, visiblemente nervioso—. Si queréis dinero, os lo doy y punto.
—¿Tenemos pinta de que nos haga falta tu calderilla? —dijo el alto, con el peculiar acento de su gente.
A juzgar por la cantidad de oro que llevaba encima, era obvio que no necesitaban mi escaso capital. El bajo miró a su compañero, indicándole con un sutil gesto que no fuese violento conmigo, y a continuación señaló la puerta del coche, mirándome.
—Sube y no hagas el tonto, hermano, que no te vamos a hacer nada. Nuestra jefa quiere hablar contigo. Andando.
—¿Quién... es vuestra jefa? —pregunté, cada vez más acojonado.
—Qué cansino el payo. Al final lo meto yo en el coche de una mascá —se quejó el gigante, menos paciente que su compinche.
—Tranquilo, primo —dijo el otro, antes de dirigirse de nuevo a mí—. Sube, hermano, que por las malas va a ser peor.
No quería que fuese peor, así que obedecí. Con mano temblorosa, abrí la puerta y me senté al volante. Los escasos lugareños que había en la plaza estaban a lo suyo y no vieron lo que ocurría. El bajito se subió al asiento del copiloto y el grande se acomodó en la parte de atrás.
—Muy guapo este carro, hermano —dijo el melenudo.
—Era de mi abuelo. No vale mucho, la verdad...
—¡Que no te queremos robar, copón! Qué cansino... —me interrumpió el calvo.
—Tranquilo, primo. Y tú arranca, que yo te voy indicando.
Arranqué y comenzaron los treinta minutos más largos de mi vida. Salimos del pueblo y nos internamos en el laberinto de carreteras secundarias de la comarca, entre bosques y pronunciadas cuestas. El gitano delgado solo hablaba para indicarme el camino y el corpulento cantaba muy bajito, con voz ronca. No me atreví a preguntar nada y por más que me devanaba los sesos no imaginaba quién podría ser la jefa de esos dos matones.
En un momento dado me indicaron que girase a la derecha, saliendo de la carretera para adentrarme en un camino de tierra que atravesaba un espeso pinar. Me sorprendió que en la rudimentaria carretera no hubiese baches ni piedras. Estaba totalmente lisa, como si la cuidasen a diario, y los pinos formaban un túnel de ramas que me habría resultado bonito en otras circunstancias. Tras unos minutos, el camino desembocó junto a una alta tapia cubierta de enredaderas. No eran fruto del abandono, sino una meticulosa obra de jardinería que cubría el muro sin dejar un palmo a la vista. Me detuve junto a una enorme verja de hierro pintada de verde y mi copiloto hizo un gesto en dirección a una cámara de vigilancia. En pocos segundos la verja se abrió.
Entré en los cuidados jardines de una finca de buen tamaño, aunque ni por asomo tan grande como la de la alcaldesa. Aparcamos frente a una casa de estilo colonial, de dos plantas y con una cuidada fachada blanca. Nos bajamos del coche y mis captores me indicaron que los siguiese hasta el interior de la vivienda.
Me encontré en un amplio vestíbulo cuya decoración podría definirse como una mezcla entre un burdel de los años veinte y un tablao flamenco. En las paredes colgaban abanicos, mantones de Manila y sugerentes cuadros de mujeres morenas con claveles en el pelo en distintos grados de desnudez. Todas las ventanas estaban cubiertas por gruesos cortinajes rojos y todo estaba envuelto en una leve penumbra encarnada.
A unos metros de la puerta principal había otra puerta más grande, de caoba tallada con figuras que no llegué a distinguir, custodiada por otro fornido representante del pueblo romaní, aunque este no se adornaba con joyas y vestía un traje blanco con camisa roja. Mis guías me indicaron otra puerta más pequeña que daba a un pasillo, y tras atravesar muchos metros de corredores decorados de forma parecida al recibidor llegamos a un amplio despacho.
Allí la decoración era ligeramente más sobria. El suelo estaba cubierto por una enorme alfombra, había numerosas plantas adornando las paredes, tanto plantas vivas como pintadas, varias estanterías con libros y un robusto escritorio de madera. Me indicaron que me sentase en una de las cómodas butacas que había frente al escritorio y salieron del despacho, dejándome solo y más confuso que antes.
No estuve solo mucho tiempo. En una de las paredes se abrió una puerta lisa que no había visto hasta entonces, dando paso a una figura femenina. Debía de ser la jefa, y efectivamente no la había visto en mi vida. Se cercó al escritorio con andares enérgicos y elegantes, sentándose en el borde, a poca distancia de mi desconcertada persona. A pesar del miedo, no pude evitar apreciar la belleza de la mujer.
También era gitana, de entre treinta y cinco y cuarenta años, pero no se parecía en nada a sus matones. Debía rondar el metro setenta y tenía silueta de guitarra, cintura estrecha, caderas redondeadas y un buen par de tetas. Llevaba un vestido veraniego, floreado y ceñido al cuerpo, que dejaba a la vista unas pantorrillas cuyos atrayentes volúmenes sugerían que hacía ejercicio a menudo, o que tenía buena genética, o ambas cosas. Una espesa melena negra y rizada enmarcaba su rostro moreno, de boca ancha, nariz ligeramente aguileña y unos espectaculares ojos de un profundo verde oscuro. Sin decir nada, me miró sonriendo, mostrando una reluciente funda de oro entre sus perfectos dientes. Fuera quien fuese, estaba seguro de que era la mujer más atractiva que había visto en mi vida.
—¿Te han tratado bien mis chicos, Carlos? —preguntó.
Su voz era grave pero femenina, con una entonación extraña que no supe identificar, como una mezcla de varios acentos. A esas alturas, que supiese mi nombre no me sorprendió demasiado.
—Eh... Sí, señora... —conseguí decir—. Si no es molestia... ¿Podría decirme quién es usted y qué... por qué estoy aquí?
—Me llamo Ágata. Puedes tutearme, por cierto.
—Ágata... Encantado. Pero sigo sin saber... eh... quién eres.
—Doctora Ágata Montoya —dijo. Cruzó las piernas y sonrió de nuevo, sensual y amenazante a partes iguales— ¿Te suena?
CONTINUARÁ...
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