EL TÓNICO FAMILIAR.
CAPÍTULO ONCE.
PRIMERA PARTE.
Me equivocaba. Cuando entré en la casa la luz de la cocina estaba encendida y desde la sala de estar llegaba al pasillo el resplandor azulado del televisor. Me asomé y vi a mi tío, mirando la pantalla con semblante serio, su corpachón pecoso hundido en el sofá y los pies sobre la mesita. No se percató de mi presencia así que fui a la cocina. Allí estaba su madre, sentada a la mesa con una taza humeante en la mano. Llevaba su bata floreada ceñida a las abundantes curvas que yo no podría disfrutar esa noche.
—Ah... Hola, cielo —me saludó, con afecto pero sin su habitual alegría.
Estaba triste, alicaída, y cuando me acerqué para darle un beso en la mejilla pude comprobar que sus bonitos ojos verdes estaban algo enrojecidos, como si hubiese llorado un rato antes. Además, por el olor de su taza supe que estaba bebiendo manzanilla, una infusión que se preparaba cuando le costaba conciliar el sueño.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
Soltó un largo y trémulo suspiro antes de responder, mirando el contenido de su taza. La bata floreada estaba lo bastante abierta en la zona del escote como para que pudiese atisbar lo que había debajo: uno de sus ligeros camisones de dormir, sin sujetador, lo cual significaba que se había levantado de la cama después de acostarse.
—Tu tío y Bárbara han discutido —dijo. Miró con cautela hacia la sala de estar, pues no quería que su hijo la oyese hablar mal de su nuera—. Por una tontería, como siempre. Ha pegado cuatro gritos, se ha vestido... por llamarlo de alguna forma, y se ha ido en el coche.
Esta vez fui yo quien dejó escapar un suspiro, o más bien un resoplido de enojo y cansancio. Había sido un día muy largo y agotador, física y mentalmente. Mi primer día como chófer, la demencial experiencia con Klaus y la alcaldesa, la inoportuna visita de mis tíos y la peculiar cita con mi madre, todo ello en menos de veinticuatro horas. Podría haberme desentendido sin más de los conflictos matrimoniales de David y Bárbara, pero no podía irme a la cama y dejar a mi abuela desvelada e intranquila. Le acaricié el brazo y contuve el impulso de acurrucarme entre sus maternales tetazas y dormir durante tres días.
—No te preocupes. Ya sabes que tienen broncas cada dos por tres pero siempre se reconcilian. Volverá dentro de un rato, cuando se le pase el cabreo —intenté tranquilizarla, sin mucho éxito.
—Ya lo se, hijo. Lo que me preocupa es... ya sabes. —Bajó la voz y miró de reojo hacia la sala de estar—. Seguramente estará bebiendo, y estas carreteras de noche son un peligro.
Tenía razón. Esa borracha descerebrada era lo bastante estúpida como para estampar el potente coche de su marido contra un árbol. Reconozco que a mí también me preocupó esa posibilidad. Aunque me sacase de quicio, Bárbara era de la familia y le tenía cariño, por no hablar de lo mucho que sufriría la sensible pelirroja que sorbía manzanilla sentada frente a mí. Además, ser el hombre de la casa implicaba algo más que meterle el rabo o conducir el coche de su difunto marido. No podía limitarme a esperar que la situación se arreglase sola, como haría mi padre o el huevón de su hermano.
—Cálmate. Voy a hablar con mi tío e iremos a buscarla. Tu acuéstate y descansa, ¿vale? —dije, en tono afectuoso pero firme, El tono de un hombre que se hace cargo de la situación.
—Ay... gracias, tesoro —suspiró, un tanto aliviada, aunque sabía que no estaría del todo tranquila hasta que su nuera volviese—. No se que haría sin ti.
Me levanté de la silla y miré hacia la puerta para asegurarme de que estábamos solos antes de darle un breve beso en los labios, en los que apareció una dulce sonrisa a pesar de que me apartó de un suave empujón.
—Carlitos... pórtate bien —susurró.
Dispuesto a portarme bien, salí de la cocina y entré en la sala de estar. Mi tío me saludó con un movimiento de cabeza, sin abrir la boca. Tenía una expresión seria en su rostro pecoso pero no parecía preocupado en absoluto, cosa que me cabreó todavía más. A pesar de las habituales broncas, no se podía negar que su esposa y él estaban hechos el uno para el otro. Me senté en un sillón y lo observé unos segundos, esperando a que dijese algo. Solo llevaba puesto el pantalón corto de un pijama de verano y su atlético cuerpo parecía más pálido de lo habitual bajo el resplandor del televisor, la única luz de la estancia.
—¿Qué ha pasado? —pregunté al fin, impaciente.
—Lo de siempre —respondió, hablando y suspirando al mismo tiempo—. La señora se ha puesto histérica por una gilipollez y se ha pirado.
—Tu madre está preocupada —afirmé. No dije “mi abuela” para sonar más adulto y severo.
—Pues que no se preocupe. Estará en el pueblo tomando algo, y cuando se le pase la pataleta volverá, como siempre —dijo mi tío, con una mezcla de resignación y sorna.
—¿Te da igual que vaya por ahí borracha en ese pedazo de coche? ¿Y si le pasa algo?
—No le va a pasar nada —repuso, quitándole importancia a mis argumentos con un gesto de la mano.
—Deberíamos ir a buscarla en el Land-Rover —propuse, lejos de rendirme.
Ante mi atónita mirada, mi tío se levantó, se estiró como un enorme y musculoso gato y se dispuso a salir de la habitación.
—Yo me voy a acostar. Tu haz lo que quieras.
—¿En serio? ¡No me jodas! —exclamé, realmente enfadado
—Si voy a buscarla me va a montar una escena de las suyas. Ya me conozco de sobra sus numeritos y no le voy a seguir el juego —dijo, girándose antes de salir por la puerta—. Ya lo entenderás cuando te cases.
Dicho esto, desapareció por el pasillo y segundos después escuché cerrarse la puerta del dormitorio de invitados.
—Hay que joderse —farfullé.
Me levanté del sillón, apagué la tele y volví a a cocina. Mi abuela ya no estaba allí. Había seguido mi consejo de acostarse pero sabía que no pegaría ojo hasta que se solucionase la situación, y yo era el único dispuesto a solucionarla. Tomé nota mental para el futuro: no casarme nunca con una alcohólica trastornada ni convertirme en un pelele sin cojones. A pesar del cariño que le tenía a mi tío David (y de ciertas fantasías homoeróticas que no he mencionado pero que sin duda habéis podido intuir), había que reconocer que tenía menos carácter que un flan de vainilla.
Salí de la casa y entré en la parte trasera del Land-Rover, saqué de su escondite un frasquito de tónico, pasé al asiento del conductor y tras asegurarme de que nadie había salido al porche dejé caer varias gotas en mi lengua antes de guardármelo en el bolsillo. No lo hice pensando en posibles fornicaciones; la breve pero intensa hora de motel con mamá me había dejado más que satisfecho. Simplemente estaba agotado, y no sabía cuanto podía alargarse mi misión de busca y captura. Aunque su efecto más interesante fuese el aumento del deseo carnal, no olvidemos que el milagroso brebaje también tenía efectos revigorizantes y estimulantes.
A los mandos de mi fiel vehículo, puse rumbo a el bar más cercano, o lo que es lo mismo rumbo al pueblo, atento a las oscura y sinuosa carretera llena de baches. En un tiempo récord, llegué a la plaza y aparqué junto a la iglesia. A pocos metros divisé el coche de mi tío, el inconfundible Audi rojo que su mujer había aparcado tan cerca de unas pilonas de hierro que casi rozaban la flamante carrocería, hecho que añadió aún más combustible a mi mal humor.
A esa hora, el pueblo estaba desierto y silencioso. Mis pasos enérgicos en el empedrado eran el único sonido en las calles vacías y solo me crucé con un gato callejero que me miró sin interés antes de desaparecer en las sombras para continuar con sus asuntos gatunos. Al acercarme a la fachada de Casa Juan 2 pude ver que la persiana de la única ventana que daba a la calle estaba bajada, impidiendo ver el interior, y la puerta de entrada estaba cerrada, aunque la luz y los sonidos que se filtraban por las rendijas indicaban que había personas dentro. El bar del pueblo rara vez estaba abierto a esas horas, ni siquiera un viernes, y no dudé un segundo quién era la clienta que mantenía el local funcionando en tan desacostumbrado horario.
La puerta no estaba cerrada con llave, así que entré sin más, y por supuesto allí estaba Bárbara, sentada en un taburete con las piernas cruzadas y un codo apoyado en la barra. Al verla entendí por qué mi abuela había dicho “ se ha vestido... por llamarlo de alguna forma”. Llevaba una falda verde lima tan corta que, en esa postura, no ocultaba el comienzo de sus nalgas, ni por supuesto toda la longitud de las tostadas piernas. De cintura para arriba solo llevaba un top amarillo de tirantes que dejaba el ombligo al aire y se ceñía al considerable volumen de sus tetas, poniendo de manifiesto la ausencia de sostén. Tal vez no se había preocupado por vestirse con un mínimo de recato en el calor de la bronca con su marido pero, eso sí, no había olvidado calzarse unos buenos tacones. Las sandalias rojas, con pequeñas hebillas doradas en el tobillo y el empeine, añadían varios centímetros a su estatura y le permitían lucir las cuidadas uñas de sus pies, pintadas de blanco. Remataba el conjunto un llamativo coletero fucsia que recogía su cabellera negra en una gruesa coleta, más cerca de la coronilla que de la nuca, que caía con gracia hasta la espalda y se agitaba hasta con el más leve movimiento de su cabeza.
Esa noche, mi tía no habría desentonado mucho en el sórdido barrio que había visitado esa misma tarde con su cuñada. Con tan suculento aspecto, era de esperar que hubiese atraído a algún varón incauto, alguien que la invitase a copas y la escuchase hablar de sí misma, su tema de conversación favorito, con la esperanza de bajarle las bragas (si es que llevaba). No era uno ni dos, sino tres los babeantes depredadores (o eso pensaban ellos) que la rodeaban.
Frente a ella estaba sentado, también acodado en la barra y con las piernas tan cerca de las suyas que casi se tocaban, nada menos que Manolo, hijo de Don Jacinto y marido de Sandra. Era un tipo de treinta y pocos años, estatura media, ancho de espaldas, con unas grandes y frondosas cejas sobre sus pequeños ojos en los que brillaba la maliciosa astucia de la gente de campo. No sabía si estaba al tanto de que a su mujer se la había follado varias veces el tonto del pueblo, pero a juzgar por cómo miraba a mi tía era evidente que el hijo del estanquero estaba más que dispuesto a cometer adulterio.
Muy cerca, en otro alto taburete, se sentaba un joven poco mayor que yo, alto, flaco y algo desgarbado. Tenía el pelo ensortijado y resultaba evidente su ascendencia árabe, probablemente marroquí. En su rostro, bastante atractivo, destacaba una ancha sonrisa y dos grandes ojos marrones. Vestía unos tejanos con manchas de tierra y una descolorida camiseta del F.C. Barcelona. Supuse que sería uno de esos jornaleros sin papeles que se movían por las zonas rurales a merced de latifundistas explotadores que sacaban partido a su necesidad. No era la primera vez que veía a uno de ellos en el pueblo, y este en concreto miraba a la mujer que tenía delante como un nómada sediento miraría un incitante oasis. Me habría gustado hablar su idioma para advertirle que se encontraba frente a una vulgar calientapollas y que no se hiciera ilusiones.
El tercer hombre era Pedro, el dueño del local, de quien ya os hablé brevemente. Un cincuentón calvo y orondo, de frondosa barba y nariz gruesa con tendencia a enrojecer, rasgos que le hacían parecer un gnomo de tamaño humano. Estaba detrás la barra, sin quitarle ojo a su llamativa parroquiana, con el habitual trapo amarillento colgado del hombro. En el bar no había nadie más. Solo estaban encendidas las luces que iluminaban la barra, creando una atmósfera íntima y neblinosa debido al humo del tabaco. La televisión estaba apagada y en un transistor sonaban Los 40 Principales, una emisora que en 1991 aún se podía escuchar sin que te entrasen ganas de pegarte un tiro en cada oreja.
—¡Hombre, Carlos! Pasa, hombre, pasa —exclamó el barman. Me habló en el tono amable y animado de siempre, pero no se me escapó una ligera tensión en su rostro, como si lo hubiese sorprendido haciendo algo indebido.
Mi tía Bárbara se giró hacia mí y me miró de arriba a abajo, con una sonrisa maliciosa y sus oscuros ojos rasgados formando dos estrechas rendijas. Sostenía en una mano un vaso de tubo lleno hasta la mitad de lo que debía ser vodka con refresco de naranja, su bebida favorita. No parecía estar borracha, aunque hablaba más alto de lo necesario (cosa que también solía hacer estando sobria) y su lengua tropezaba con algunas consonantes. En teoría, había dejado de fumar hacía meses, pero sujetaba entre los dedos de su otra mano un cigarrillo al que pegó una larga calada antes de saludarme. Eso invocó a mi propia adicción, saqué mi paquete de Lucky del bolsillo y me encendí un piti sin dejar de mirarla, sonriendo con toda la cara excepto con mis ojos, que taladraron los suyos como dos rayos láser.
—¡Carlitos! ¿Pero qué haces aquí? —preguntó, fingiendo que se alegraba de verme.
—Me apetecía una cervecita antes de ir a dormir —dije, soltando humo por mi eminente napia—. Pedro, ¿me pones un tercio?
—Claro, hombre. Marchando un tercio fresquito.
El botellín apareció en la barra frente a mí, Pedro lo destapó con un hábil movimiento de muñeca fruto de décadas de práctica y eché un largo trago. No había bebido nada desde el refresco del cine y la gélida birra me supo a gloria. Bárbara también sorbió su combinado y su coleta se balanceó cuando se volvió de nuevo hacia sus acompañantes, sin girar del todo el cuerpo.
—Chicos, este es mi sobrinito Carlos —me presentó, señalándome con la mano del cigarro, gesto que hizo caer ceniza al suelo—. Te presento a mis amigos. Éste es Manolo.
—Ya nos conocemos —dije, procurando no sonar cortante.
—Sí, es verdad. ¿Qué tal tu abuela? —preguntó el hijo del estanquero. Consiguió apartar unos segundos los ojos del cuerpo de mi tía para mirarme.
—Está bien —dije, sin intención de añadir nada más.
—Y este chico tan guapo es Mohamed —continuó ella con las presentaciones.
Al escuchar su nombre, el joven sonrió y asintió, mirándome. Me tendió la mano y la estreché, educado. A pesar de su delgadez noté por su apretón que estaba fuerte, sin duda debido al duro trabajo en el campo. Nunca he sido especialmente racista, pero me dije que debía tener cuidado con el marroquí. No lo conocía de nada, no sabía cuales eran sus intenciones y estaba claro que podía pegarme una paliza si se lo proponía.
Reparé en que todos estaban bebiendo. Tanto Manolo como Mohamed sostenían sendos vasos de tubo, y Pedro se estaba apretando un wiskazo con hielo. La improvisada fiesta no debía haber empezado hacía mucho pues ninguno daba señales de embriaguez.
—Dime la verdad —dijo Bárbara, bajando un poco la voz e inclinándose hacia mí—. Te ha mandado tu tío a buscarme, ¿a que si?
—Nadie me ha mandado nada. He estado en mi barrio con los colegas y quería tomarme la penúltima antes de llegar a casa. No sabía que estabas aquí —expliqué.
Pensé que lo mejor era tomármelo con calma. Si le decía que había ido a buscarla por iniciativa propia se burlaría de mí, seguiría a lo suyo y tendría esperar a que el alcohol la tumbase o regresar sin ella a la parcela. Si intentaba sacarla por la fuerza, montaría un escándalo, y probablemente tendría que enfrentarme también a los tres buitres que la acechaban. Di otro trago a la cerveza y me dispuse a esperar. Confiaba en que mi presencia la incomodase y decidiese por sí misma volver con su marido.
Me equivocaba. Ignorándome por completo, casi dándome la espalda, Bárbara continuó zorreando con sus tres admiradores, que devoraban con los ojos su curvilíneo cuerpo cada vez con mayor descaro. Reía de forma escandalosa, bebía con ansia y meneaba al ritmo de la música una de sus piernas, cruzada sobre la otra. Pedro era el único que de vez en cuando apartaba los ávidos ojos de su escote, del cual tenía una inmejorable vista desde detrás de la barra, y me prestaba algo de atención.
—He oído que eres el nuevo chófer de la alcaldesa —comentó.
—Pues si, ya ves. Mi abuela le dijo que estaba en paro y me ofrecieron el curro.
—Yo me la follaba sin dudarlo —confesó el barman, animado por el whisky y cachondo como un mono por culpa de su clienta.
—¿A quién? —pregunté. Por un momento pensé que se refería a mi abuela y me dieron ganas de estamparle el botellín en la cabeza,
—Pues a la alcaldesa, hombre. Está muy bien para su edad —aclaró Pedro.
—Si, no está mal. Hace bastante ejercicio y se cuida mucho —dije.
—Aunque se comenta que es...
No pude saber lo que se comentaba sobre la señora alcaldesa pues Bárbara interrumpió al barman, girándose en el taburete. Había detectado una conversación que no giraba en torno a ella y no estaba dispuesta a consentirlo.
—¿De quién habláis? ¿A quien te follabas sin dudarlo, Pedrito? —preguntó, en tono burlón.
—A la alcaldesa —respondió el interpelado.
—¿A esa momia? ¿En serio? —exclamó mi tía, haciendo una exagerada mueca de incredulidad.
—Se conserva bien. Yo creo que está buena —intervine, defendiendo a mi jefa.
Bárbara soltó una estridente carcajada y Manolo la imitó medio segundo después. Mohamed también rió, aunque dudo que entendiese la mitad de lo que estábamos diciendo.
—Debéis de andar muy necesitados para querer tiraros a esa vieja —se burló mi tía, antes de girarse de nuevo.
Me limité a sonreír ante su impertinencia. Pedro se apartó de mi y regresó a su posición original, uniéndose a una animada discusión llena de risas y comentarios picantes. El barman se relamía de tanto en cuanto, mirando el generoso escote. El joven extranjero la observaba con más disimulo, pero su perpetua sonrisa tenía un evidente matiz de lujuria, y un alargado bulto se marcaba en la pernera de su sucio pantalón. Manuel era sin duda el que estaba más verraco. Sus ojos brillaban de puro deseo bajo las espesas cejas y cada vez se acercaba más a ella. Llegó a acariciarle la pierna un par de veces, a lo que mi tía respondía apartándole la mano y haciendo alguna broma, encantada por ser el centro de atención, orgullosa por la sudorosa adoración de aquellos tres machos.
Yo intentaba disfrutar de mi cerveza apoyado en la barra, a cierta distancia de ellos pero sin perder detalle de lo que hacían. Sabía que mi tía no tenía intención real de follar con ninguno de ellos, solamente se divertía calentándolos y disfrutaba de los halagos que alimentaban su insaciable ego. La había visto hacerlo varias veces, incluso delante de su marido, en comidas familiares fuera de casa, bodas y eventos similares, con camareros, parientes lejanos o desconocidos. Cuando se tomaba una copa de más, lo cual ocurría a menudo, llegaba a coquetear con mi padre en las narices de su hermano y su cuñada, quienes se lo tomaban a broma aunque en el fondo no les hacía ni puta gracia. Era una calientapollas de manual, un tipo de mujer que siempre he detestado.
El tónico ya operaba a pleno rendimiento en mi organismo. El cansancio había desaparecido y me sentía con fuerzas para pasar toda la noche en vela. Gracias a mi madre, que me había vaciado los huevos dos veces, los efectos secundarios fueron leves: mi polla estaba tranquila y morcillona, relativamente saciada pero expectante. Cada carcajada o vulgaridad de Bárbara me cabreaban más, y fantaseaba con mil y una formas de castigarla por su mal comportamiento, por disgustar a mi abuela, por faltarle el respeto a mi tío y provocar comentarios maliciosos en el pueblo, y hasta por tomarle el pelo a esos tres gañanes, dándoles esperanzas de que mojarían el churro mientras ella bebía gratis y se pavoneaba.
Ya fuese por mi natural perversidad o porque el tónico enredaba con mis neuronas, una de esas fantasías cristalizó en un plan no muy difícil de llevar a cabo. Un plan que era una pésima idea y que habría descartado de no ser porque mi cansado y tonificado cerebro no funcionaba como debiera. Cuando el último trago de su copa desapareció entre los carnosos labios de mi tía, supe que era el momento de intentarlo. Los vasos de los demás también estaban casi vacíos y era obvio que tenían intención de prolongar la velada.
—¿Otro cacharrito, Pedrito? —dijo Bárbara, agitando el vaso vacío frente al barman y dedicándole una pícara sonrisa.
Por si alguien no está familiarizado con el término, “cacharro” es una forma coloquial de llamar a los cubalibres u otros combinados parecidos en algunas zonas de España.
—Claro que sí, guapísima —respondió Pedro, guiñándole un ojo—. Otra ronda para todos. Invita la casa.
—Un momento... ¿Queréis probar algo distinto? —dije yo, cuando el generoso propietario ya se disponía a hacer su trabajo—. Tengo un amigo que está haciendo un curso de barman en la ciudad, y me ha enseñado a hacer un par de cócteles muy buenos.
Pedro me miró con una ceja levantada, algo molesto por mi intención de hacerle la competencia. Los otros dos hombres tampoco parecían muy convencidos por mi inesperada propuesta, pero como se suele decir tiran más dos tetas que dos carretas, y fue la única fémina del lugar quien decidió.
—¡Ay si! Me encantan los cócteles raros. Haznos uno, Carlitos.
De inmediato los tres machos cambiaron de opinión, ansiosos por complacer a el potencial receptáculo de esperma que tenían delante. Un colaborador Pedro me indicó dónde estaba cada bebida y bajó de un estante una polvorienta coctelera plateada.
—Lávala bien. Hace años que no la uso. La gente de por aquí no es muy de cócteles.
Seguí su consejo y me puse a mirar y seleccionar distintas botellas, colocándolas en el estrecho mostrador tras la barra, dándole la espalda a los demás, quienes habían vuelto a su deslavazada conversación. No tenía ni pajolera idea de coctelería, como ya habréis adivinado, ni ningún amigo que estudiase para emular a Ton Cruise en la famosa película Cocktail. Arrojé varios cubitos de hielo en el vaso plateado e hice una pausa. Saqué el paquete de tabaco y aproveché para extraer con disimulo el frasquito de tónico, que guardaba en el mismo bolsillo. Encendí un cigarro, vacié el frasco en la coctelera rápidamente, tras asegurarme de que nadie miraba, y volví a meter en mi bolsillo el tabaco junto con el frasquito vacío. Después improvisé, lanzando al recipiente chorros de diferentes licores y un botellín de zumo de piña. Con semejante mejunje era imposible que alguien detectase el peculiar sabor del tónico. Lo agité bien y lo serví en cuatro vasos con hielo. Tenía un color anaranjado no del todo desagradable y olía muy bien, pero resistí la tentación de probarlo. Yo ya tenía en el cuerpo la pócima del Dr. Arcadio Montoya y no quería tentar a la suerte.
Los cuatro probaron la bebida casi al mismo tiempo. Por supuesto, antes de opinar esperaron la reacción de Bárbara, quien le dio un breve trago, lo paladeó ruidosamente y adoptó una expresión de sorpresa.
—¡Pero qué bueno está! —exclamó, antes de dar un segundo y abundante trago—. Me encanta. Es muy... tropical.
Como era de esperar, los tres hombres le dieron la razón. Manolo alabó mi habilidad, Mohamed sonrió y me levantó el pulgar, y Pedro me palmeó la espalda. Eso me animó a regodearme un poco en mi astuto plan.
—Se llama... Sexo en la playa —afirmé, mientras regresaba a mi lugar fuera de la barra con un segundo botellín de birra.
Obviamente, ninguno de aquellos cuatro catetos había probado nunca el auténtico Sex on the Beach (yo tampoco, dicho sea de paso), y creyeron que mi improvisada mezcla era el famoso cóctel. Por supuesto, mi tía reaccionó al nombre de la bebida con etílicas carcajadas.
—Pero qué picarón, sobrino. No será afrodisíaco, ¿eh?
—Creo que no. Pero quién sabe —dije. Ninguno de los presentes podía sospechar el motivo de mi taimada sonrisa.
En pocos minutos volvieron a ignorarme por completo, bromeando, hablando a gritos y trasegando el cóctel trucado. No se percataron cuando fui hasta la puerta del local y eché el cerrojo, para evitar interrupciones inoportunas, cosa muy poco probable en aquel pueblo a esas horas de la noche. Volví a mi lugar y observé en silencio, dando breves tragos a mi botellín y fumando con aparente calma. A pesar de que no era la primera vez que experimentaba mezclando el tónico con alcohol, no sabía lo que podría pasar. Con mi abuela había dado un buen resultado, con el cura del pueblo había sido desastroso y con mi madre una mezcla de ambas cosas, ya que fue excelente en el aspecto sexual pero la puso muy nerviosa y agresiva. Allí tenía a cuatro especímenes muy distintos y sus reacciones también podrían serlo.
A medida que pasaba el tiempo fui observando cambios más o menos sutiles. Pedro, apoyado en la barra, hablaba menos y de vez en cuando bajaba una mano a la entrepierna para acomodarse el paquete, un gesto que los demás no podían ver. Su cara de gnomo bonachón se transformaba poco a poco en la de un sátiro barbudo. Manolo, el más lanzado de los tres desde el principio, ya no disimulaba en absoluto sus intenciones. Se había acercado a su presa tanto como le permitía el taburete y le acariciaba el muslo o el brazo siempre que tenía ocasión, mirándola de arriba a abajo con ojos de auténtico depredador. Mohamed era el más discreto. También miraba sin recato el cuerpo de la hembra, con su barra de carne marcada en la pernera del pantalón, pero solo le acariciaba con cautela la pantorrilla de vez en cuando, ya que debido a la postura de mi tía le quedaba al alcance de la mano.
En cuanto a Bárbara, su voz se volvió menos estridente y más insinuante. Continuaba apartando las manos de Manolo, pero cada vez tardaba más en hacerlo y apenas se quejaba. Cualquier espectador habría podido ver que el inocuo flirteo se estaba convirtiendo en los preámbulos de algo menos inocente. El punto de inflexión lo marcó quien menos me esperaba: la radio en la que sonaban Los 40 principales. De repente, mi tía enderezó la espalda e hizo una mueca de ebrio entusiasmo al reconocer una melodía.
—¡Aaah! ¡Me encanta esta canción! —exclamó, bajándose del taburete—. Sube el volumen, Pedrito.
El barman obedeció, y los pequeños altavoces del transistor llenaron el local con las notas de una canción muy popular en ese año: Ella es un volcán, del grupo español La Unión. Bárbara se apartó de la barra, contoneándose sobre los altos tacones. Al verla de pie pude apreciar de verdad lo corta que era su falda. Solo tenía que inclinarse un poco hacia adelante para dejar al descubierto el comienzo de las redondeadas nalgas. Puede que esto suene algo machista, pero no entendía que mi tío permitiese a su mujer vestirse de esa forma. Tal vez le excitaba que otros hombres la mirasen con deseo, aunque conociendo al hermano de mi padre lo más seguro es que simplemente no pudiese evitar que se vistiese como una buscona cuando le viniese en gana, como no podía evitar que llevase bikinis minúsculos delante de su familia o que flirtease con cualquier hombre que se le pusiera por delante.
La susodicha esposa se puso a bailar cerca de una mesa, lo bastante lejos de su público como para que pudiesen apreciar la actuación. Su voluptuoso metro sesenta y cinco comenzó a moverse sobre los tacones, al principio despacio, con los ojos cerrados y tarareando la casualmente adecuada letra de la canción.
...ella ella ella es un volcán
es ardiente siempre quiere más
mi nena sabe bien
lo que me gusta más...
Los tres hombres la devoraban con la mirada, encantados con el inesperado espectáculo. Yo no pude evitar sonreír, satisfecho por el rumbo que estaba tomando la situación. Sabía que a Bárbara le encantaba bailar, y no me sorprendió demasiado su actitud.
—¡Qué bien te mueves, hermosa! —jaleó Pedro.
Mohamed asintió, sonriente, y marcó el ritmo de la canción golpeándose el muslo. La cara de Manolo era la imagen misma de la anticipación, como si el baile fuese solo para él.
...mi Mami no quiere verme
con mujeres como tú
sé lo que dice la gente...
A medida que avanzaba la canción, los movimientos de la bailarina se volvían más enérgicos y sensuales. Movía las caderas ondulando todo el cuerpo, remedando una tosca pero efectiva danza del vientre que obviamente hizo aplaudir y silbar a su espectador marroquí. Levantó los brazos sobre la cabeza, lo cual hizo elevarse sus grandes tetas, que se apretaron contra la tela amarilla. La prenda era tan corta que al subir dejó a la vista la parte inferior de las pesadas mamellas, lo que se conoce como underboob y que yo suelo llamar “escote australiano”, ya que muestra el hemisferio sur de los pechos.
—Quítatelo, Barbi. No seas tímida —dijo Manolo, que se había sentado de espaldas a la barra con las piernas separadas.
—¡Que se lo quite, que se lo quite...! —coreó Pedro, hambriento de más carne.
Mohamed dio palmas al ritmo del cántico y adoptó la misma postura que el hijo del estanquero, asegurándose de que “Barbi” pudiese ver el bulto de su entrepierna.
...ella ella ella es un volcán
ella ella ella es un volcán
en erupción...
Mi tía se lo pensó unos segundos, y amagó con quitarse la prenda varias veces para provocar, mirando a su público con coquetería. Sus ojos de indígena amazónica eran dos rendijas negras y los suculentos labios se curvaban en una traviesa sonrisa. Por un momento pensé que no lo haría, pero lo hizo. El subidón que le causaba ser el centro absoluto de atención, unido tal vez a los efectos del ingrediente secreto del cóctel, la llevaron a sacarse el top por la cabeza y lanzarlo hacia su público, quien estalló en vítores y aplausos. Fue Pedro quien atrapó la prenda al vuelo y se la llevó a la cara para aspirar con fuerza su olor, con los ojos febriles y gruñendo. El hijoputa estaba más caliente que el palo de un churrero.
—Esto no lo ves en tu país, ¿eh, Moha? —dijo Manolo, dándole una amistosa palmada en el hombro al embelesado marroquí.
Reconozco que hasta yo solté una exclamación admirativa cuando los pechazos de mi tía quedaron al descubierto, pendulando suavemente al ritmo de su baile. A pesar de las muchas veces que la había visto en bikini, no me había percatado hasta que punto eran grandes y bonitos, con esas anchas curvas y grávidas redondeces que solo tienen las tetas naturales. Además, nunca había visto las grandes y oscuras areolas, ni los apetecibles pezones, duros y tiesos como botones de trenca. Mi verga cabeceó bajo mis pantalones de chándal, pero la mantuve bajo control. El espectáculo debía continuar, y yo no era uno de los actores principales. Al menos no tenía intención de serlo en ese momento.
La repetitiva canción del volcán y su puta madre terminó por fin y comenzó otra. Os diría el título pero mi memoria no da para tanto. Lejos de interrumpir su baile, mi tía incrementó el vulgar erotismo de sus movimientos, atreviéndose con lances propios de las strippers profesionales, que ejecutó con aceptable habilidad. No recuerdo si en 1991 ya existía el término “perreo”, pero no se puede calificar de otra manera a su forma de sacudir las nalgas, con las manos en las rodillas, tanto que la ajustada falda se deslizó hasta la mitad de los cachetes. Su larga coleta se agitaba, y la hacía saltar a un lado y otro con rápidos movimientos de cabeza. Estaba entregada, casi en un trance alimentado por los silbidos, palmadas y obscenidades que le llegaban desde el escaso pero entusiasta público.
Entonces se produjo otro punto de inflexión en la extraña velada. Sin que nadie se lo pidiese, con la mirada perdida y los labios entreabiertos, se bajó la falda hasta los tobillos, con las piernas rectas y los tobillos juntos, haciendo que su bronceado trasero adoptase esa forma de melocotón capaz de levantársela a un muerto. Debajo llevaba la parte inferior de un bikini. Un tanga que solo tapaba el pubis y el toto, dejando a la vista la totalidad de las redondas nalgas, que recordaban a las de una mulata brasileña debido al intenso bronceado y las exuberantes formas. Usando el pie, lanzó la faldita al otro extremo del pequeño local y continuó con su caribeño baile, cada vez más obsceno y chabacano.
Miré a los tres hombres y comprobé que estaban como el agua a noventa y nueve grados, a punto de ebullición. Los tres se habían terminado la bebida y miraban fijamente el cuerpo de mi tía, sin perder detalle de sus lúbricas contorsiones. Detrás de la barra, Pedro se colocaba el paquete tan a menudo y durante tanto rato que llegué a pensar que se estaba pajeando. Se pasaba la lengua por los labios constantemente y tenía la frente cubierta de sudor. Manolo también se amasaba la entrepierna, con prepotente descaro, convencido por algún motivo de que era el macho alfa en aquella pequeña y sórdida manada.
Sin embargo, fue el joven Mohamed quien tomó la iniciativa. Con los labios congelados en una sonrisa entre bobalicona y lasciva, los ojos enrojecidos por el alcohol y el humo y una erección que ya no pasaba desapercibida a nadie, se levantó del taburete y se puso a menearse torpemente detrás de Bárbara, quien recibió con una sonrisa a su espontáneo compañero de baile. Sin dejar de contonear las caderas, le apoyó los brazos en los hombros para que le viese bien las tetas, cosa que el joven hizo sin cortarse, y después se giró y le frotó el paquete con el culo, perreando como... Pues eso, como una perra en celo.
Pedro salió de detrás de la barra y se acercó despacio a la pareja. A pesar de la prominente barriga, podía percibirse también su erección en los pantalones, más discreta que la de Mohamed pero igualmente pujante. Manolo también se levantó, y para mi sorpresa se acercó a mí, apoyándose en la barra para hablarme en voz baja.
—Oye, Carlos. Igual va siendo hora de que te vayas, ¿eh? —me sugirió. El tono era amistoso pero con un matiz amenazante que no se me escapó.
—¿Por qué voy a irme? —pregunté, sin dejarme amedrentar.
—A ver, chaval... Vamos a follarnos a tu tía. Eso está claro. A lo mejor no pintas nada aquí, digo yo.
—Haced lo que queráis, no le voy a decir nada a mi tío, pero no pienso dejarla aquí sola —afirmé, mirando fijamente a los ojos al cornudo hijo del estanquero.
Pensaba que el tipo insistiría o se pondría agresivo, pero curiosamente el racismo acudió en mi ayuda. Manolo miró de reojo a Mohamed, que se rozaba con la bailarina y le acariciaba el cuerpo con cierto respeto, sin meterle mano ni sobarle las tetas.
—Te entiendo. Yo tampoco me fío mucho del morito —dijo, refiriéndose al joven con una mueca de asco—. Lo habríamos echado hace ya rato, Pedro y yo, pero a tu tía parece que le ha caído en gracia. En fin... Si quiere pegarle un pollazo que se lo pegue, ¿no? ¿A ti que te parece?
—Me da igual quién se la folle, pero no le dejéis marcas ni le hagáis daño, que tengo que llevarla a casa de una pieza.
—Tranquilo, hombre, que no somos salvajes. Y si el moro intenta algo raro le damos de hostias y a la puta calle.
Dicho esto se dio media vuelta y se acercó a donde se desarrollaba la acción. Pedro se había decidido a hacer algo más que mirar y disfrutaba de las tetazas de su clienta, amasándolas a dos manos y chupando los pezones con fruición. Mohamed se había quitado la camiseta, revelando un fibroso torso en el que se marcaba cada músculo bajo la piel morena. El joven perdía por momentos el respeto y sus largos dedos hurgaban bajo el bikini mientras le besaba el cuello y los hombros. Mi tía había dejado de bailar y estaba casi inmóvil, consciente por primera vez de las consecuencias de su zorreo. No dejaba de sonreír pero cuando Manolo comenzó también a toquetearla pude ver un destello de miedo en sus ojos.
—Chicos... os estáis pasando de la raya, ¿no? —dijo. Su voz temblaba un poco e intentó sin éxito apartar al barman de su pecho.
Los chicos no respondieron. Continuaron magreándola y muy pronto salieron a relucir las vergas. Como sospechaba, Mohamed era el típico flaco con pollón, un pincho moruno largo, moreno y cabezón, un poco curvado hacia abajo. La de Manolo era de tamaño medio, tronco recto y venoso y glande de aspecto agresivo. El instrumento de Pedro concordaba con el resto de su anatomía, no muy largo pero bastante grueso. Al verse rodeada por esas tres hambrientas culebras Bárbara abrió mucho los ojos y su sonrisa desapareció.
—Vamos a ver... Sabéis que estoy casada, ¿no? Mi marido...
No terminó la frase. Soltó un grito ahogado cuando Manolo le arrancó el tanga de un tirón, dejando a la vista la perfectamente recortada franja de vello negro que tenía en el pubis. Yo me moví a lo largo de la barra, sin acercarme a ellos, para tener una mejor vista del espectáculo. Pude ver el largo dedo corazón de Mohamed entrando en su raja y saliendo brillante por los fluidos, mientras su pollón se rozaba contra las temblorosas nalgas. Pedro continuaba dándose un festín de tetas, resoplando como un toro, y se la meneaba muy despacio.
—¿Ahora te acuerdas de tu marido, perra? —dijo manolo, con voz ronca y burlona, antes de agarrarle con fuerza una nalga.
En ese momento mi tía recordó mi presencia, me miró con aire suplicante y su carnoso labio inferior tembló un poco.
—Carlos... Carlos, joder...
—A mí no me mires —dije, acodado en la barra sin intención de moverme.
Mi sonrisa maliciosa hizo que apretase los labios y me fulminase con la mirada, consciente de que no pensaba ayudarla. Intentó revolverse y apartarse de los tres hombres pero fue inútil. Mohamed la sujetó por la cintura, Pedro le agarró los brazos y Manolo, quien a todas luces llevaba la voz cantante, apresó su rostro con la mano y la obligó a mirarle.
—¿Dónde vas, guapa? Llevas toda la noche calentándonos y no te vas a ir sin por lo menos hacernos una mamadita, ¿estamos? —dijo el hijo del estanquero, con la nariz rozando la de la indefensa mujer.
—Eso es —añadió Pedro, con la voz entrecortada por su fuerte respiración—. Además, tienes que pagar las copas que te has tomado, y no veo que lleves dinero encima ¡Ja ja!
Los otros dos también rieron y colaboraron amistosamente para obligar a Bárbara a agacharse. Una vez en cuclillas, con las piernas flexionadas y las nalgas apoyadas en los talones, las tres vergas quedaron más o menos a la altura de su rostro. No pudo evitar un gesto de sorpresa al ver la del marroquí, que palpitaba en el aire a dos palmos de su boca. El joven se la agarró y dio unos golpecitos con el hinchado glande en las mejillas de mi tía, quien intentó apartar la cara con una mueca de asco y rabia.
—Chupa... Chupa, venga. —ordenó el norteafricano, demostrando su dominio del español.
—No te hagas de rogar, preciosa. Vas a hacerlo si o si —dijo Manolo.
—Cabrones... Os voy a denunciar —amenazó ella, al borde del llanto.
—¿Ah si? ¿Y le vas a decir al juez que te has despelotado delante nuestra y le has restregado al moro el culo en el paquete? —se burló Pedro, con una malicia que nunca había visto en el amable tabernero.
—Hijos de puta... Solo estaba bailando.
—¿Solo bailando? Espera, que tenemos un testigo. —Manolo giró la cabeza hacia mí, con aire de perversa complicidad— ¿Tú que opinas, Carlos? ¿Estaba solo bailando?
—Lo siento, tita. Tienen razón —sentencié, fingiendo seriedad.
Bufando de rabia, terminó por resignarse y separar los labios cuando Mohamed intentó de nuevo metérsela en la boca. En cuanto saboreó la exótica carne comenzó a relajarse poco a poco, la dejó entrar en su boca hasta la mitad y chupó con maestría moviendo la cabeza adelante y atrás, con los ojos cerrados. Poco después los abrió para localizar las otras dos pollas, que no estaban muy lejos, y agarró una con cada mano, gesto que sus dueños recibieron con gusto. Dedicó un buen rato al manubrio del marroquí, lamiéndolo en toda su longitud, succionando la punta y sorbiendo ruidosamente su propia saliva mezclada con el presemen. El joven estaba encantado, mirando hacia abajo con la misma sonrisa de siempre. Se emocionó tanto que en un momento dado le sujetó la cabeza con ambas manos e intentó follarle la garganta, cosa que podía hacer fácilmente gracias a la longitud de su miembro.
Bárbara pudo aguantar poco más de la mitad. Dio una arcada, soltó las pollas de los otros dos y apartó la cara para toser y escupir. Me divertí, y sentí cierto orgullo, al comprobar que mi abuela era la única mujer de la familia capaz de encajar un rabo en su profunda garganta.
—Joder... No hagas eso... —se quejó mi tía, entre toses.
—Relájate, chaval. Como la hagas vomitar limpias tú el suelo —advirtió Pedro.
Como si quisiera castigar al joven por su atrevimiento, Bárbara giró un poco sobre sus tacones y encaró el cipote de Manolo, que le quedaba justo a la derecha. Le escupió en el capullo y lo chupó deprisa, casi con ansia, mientras pajeaba rápidamente a los otros dos.
Durante los siguientes quince o veinte minutos observé, admirado, la habilidad de mi tía. No sabía si era la primera vez que tenía que complacer a tres machos al mismo tiempo, pero desde luego sabía como hacerlo. Siempre en cuclillas, sin tocar el suelo con las rodillas ni quejarse por la exigente postura, su hábil boca pasaba de una polla a otra, mamando y lamiendo sin descanso cada una de ellas durante periodos de tiempo similares, mientras sus manos masturbaban con destreza a las otras dos usando como lubricante su propia saliva, que parecía inagotable. Los tres tipos suspiraban, resoplaban y gruñían, inclinándose de vez en cuando para sobarle las tetas. El espectáculo me estaba poniendo a cien y tuve que contenerme para no bajarme los pantalones e incluir mi salchichón en el menú de la insaciable comepollas.
CONTINUARÁ...
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