EL TÓNICO FAMILIAR.
CAPÍTULO NUEVE.
SEGUNDA PARTE.
—Uff... Tenías razón, querido. No me corría así desde... Ni siquiera me acuerdo —admitió.
—Se lo dije.
Sin moverme del sitio, me preguntaba como iba a limpiar la enorme mancha de semen del asiento sin que ella se diese cuenta. Por suerte, Doña Paz lo tenía todo previsto. De un compartimento en la puerta trasera sacó un paquete de toallitas húmedas, limpió con esmero la polla de Klaus y le sacó brillo con un trapo. Después le dio un cariñoso beso en la punta y pulsó un botón en el panel de control antes de volver a ocultarlo. La verga cromada retrocedió y desapareció dentro de la caja, que se cerró con un chasquido, como si nada hubiese ocurrido. Me tendió las toalitas y el trapo y comenzó a vestirse.
—Límpialo todo bien. Voy a tomar el aire.
Dicho esto, salió al sombrío pinar y yo obedecí sus órdenes, comenzando por mi espesa lefa. En diez minutos terminé la limpieza y ella regresó al coche, sentándose en la misma postura que cuando habíamos salido de la mansión. Salvo la chispa de lujuria satisfecha en los ojos y el leve brillo en su piel bronceada nada en su aspecto delataba que hubiese ocurrido algo fuera de lo normal. Incluso su peinado seguía intacto. No se podía negar que era una mujer con clase.
—Supongo que no hace falta que lo diga, querido, pero si le cuantas a alguien lo que has visto te haré la vida imposible. A ti y tu familia. ¿entendido? —dijo. Su tono era casi amable y había una sonrisa en sus labios, pero sus ojos me decían claramente que podía cumplir su amenaza y que no dudaría en hacerlo.
—Descuide, señora. Se me da bien guardar secretos.
—Más te vale. —Hizo un pausa para que la amenaza calase y volvió a su papel de jefa—. Sal a la carretera y vamos al club de campo. No está lejos de aquí.
El resto de la mañana fue más bien aburrido. Esperé a la señora en el club de ricachones, dando paseos por los extensos jardines o charlando con otros chóferes que me encontraba. Puede parecer ridículo, pero me inquietaba estar solo dentro de Klaus después de lo que había ocurrido. Me pregunté si esa era la única “afición” extraña de la alcaldesa o si tenía más fetiches relacionados con máquinas, y sobre todo si alguna vez se abría de piernas para varones humanos. Tras ver en acción su magnífico cuerpo, quería follármela más que nunca, y confié en que el tónico o la extravagante libido de la señora me diesen otra oportunidad.
De vuelta en la mansión, me aseguré de que la carrocería del Mercedes estaba impoluta y llené mi rugiente estómago en el comedor de personal, dónde conocí a la mayoría del servicio doméstico de la alcaldesa. Quitando a los jardineros, a Matías el mecánico y algún otro, la mayoría eran mujeres, casi todas con uniforme de criada negro, delantal blanco y cofia. Desde luego el sátiro de Don Ramón tenía donde elegir: desde jovencitas de cuerpos prietos y ágiles a maduras de caderas anchas y busto generoso. Hablando de tetazas, la antipática ama de llaves no estaba en el comedor, cosa que me alegró. Por desgracia tampoco vi a la guapa doncella del cuarto de costura, con la que me hubiese gustado intercambiar unas palabras. En el pasillo me crucé con un chico que se parecía mucho a ella, y deduje que sería su hermano o tal vez un primo, pero parecía tener prisa y no quise importunarle preguntándole por su pariente.
Por la tarde me informaron de que la señora no iba a necesitarme hasta la mañana siguiente y me subí a mi querido Land-Rover. Puede que no fuese tan bonito y elegante como Klaus pero al menos no temía que me pudiese petar el ojete en un descuido. Encendí un cigarro y conduje bajo el sofocante sol veraniego, planeando una agradable noche con mi cariñosa abuela. Después de la perturbadora experiencia en el Mercedes me apetecía más que nunca una larga sesión de folleteo tradicional con una mujer de carne (sobre todo carne) y hueso.
Cuando llegué a la parcela mis expectativas se vieron subvertidas por la inoportuna presencia de un vehículo aparcado frente al garaje. Al principio me alarmé, ya que la abuela estaba sola y cada vez me inquietaba más la lascivia mal disimulada con la que se referían a ella algunos hombres del pueblo. Era un temor absurdo, ya que si alguno de esos catetos quisiera abusar de Doña Felisa lo podría haber hecho durante los más de dos años en que vivió completamente sola, y no durante la larga visita de su nieto. A pesar de todo, el resquemor persistía y respiré aliviado cuando reconocí el flamante Audi de color rojo. Después de aparcar y guardar en el alijo el frasco de tónico que aún llevaba en el bolsillo, rodeé la casa y fui hasta la piscina.
Como esperaba, sentado bajo la sombrilla estaba mi tío David, un hombretón pecoso y rubicundo de treinta y tres años, alto y en buena forma gracias a su afición al deporte. Muchas mujeres lo encontraban atractivo, aunque a mi siempre me había parecido una especie de niño gigante. Claro que, aunque soy capaz de juzgar objetivamente la belleza masculina, el hecho de que no me atrajesen los hombres me impedía apreciar su atractivo sexual. Disquisiciones homoeróticas aparte, me llevaba muy bien con él y lo consideraba casi un hermano mayor.
También bajo la sombrilla, recostada en una tumbona, estaba su madre, una mujer cuyo atractivo sexual no solo apreciaba sino que disfrutaba como un tigre disfruta de la jugosa carne de su presa. Al verla junto a su hijo se apreciaba mejor el parecido que compartían, al margen del pelirrojismo, sobre todo la sonrisa amable y los expresivos ojos verdes. A medida que me acercaba a la tumbona percibí en los de mi abuela un matiz de alerta, una leve inquietud por que mis gestos o miradas pudiesen revelar el secreto que compartíamos. La tranquilicé con una breve sonrisa y solo dediqué un fugaz y en apariencia casual vistazo a su cuerpo, ese tentador compendio de feminidad que se apretaba bajo su bañador azul.
Por último, torrándose al sol en otra de las tumbonas, estaba mi tía Bárbara, la esposa de David, con la que llevaba casi cuatro años de tormentoso matrimonio. Creo haber mencionado que a veces le dedicaba alguna paja, y aunque debido a la vorágine de sexo intrafamiliar en la que me encontraba hacía mucho que no pensaba en ella, al verla en bikini y con la piel brillante por el bronceador cualquiera hubiese entendido que fuese una actriz recurrente en mis películas masturbatorias. Tenía un año menos que su marido y era un poco más alta que yo, alrededor de metro sesenta y cinco, casi siempre aumentado varios centímetros por tacones o plataformas. Su piel era más oscura que la mía, incluso cuando no estaba bronceada, algo que, unido a sus ojos oscuros y ligeramente rasgados llevaba a mucha gente a pensar que era sudamericana, aunque era más española que el jamón ibérico. Y tenía un buen par de jamones, dicho sea de paso. Fiel a su carácter vocinglero fue la primera en saludarme, como de costumbre levantando la voz más de lo necesario.
—¡Carlitos! ¡Ya era hora, hombre! —exclamó, mirándome por encima de sus enormes gafas de sol.
Ya he dicho que solo permitía a mi abuela llamarme “Carlitos”, pero a Bárbara le gustaba tocar los huevos (y lamerlos, al menos en mis fantasías) y yo ya había desistido de que dejase de usar el molesto diminutivo. Le devolví el saludo con una burlesca reverencia y aproveché para repasar con disimulo su cuerpo, cubierto solo por un bikini de tamaño poco apropiado para una tarde en familia. La parte de arriba consistía en los típicos triángulos de tela sujetos por finos tirantes, de un estridente amarillo, que apenas cubrían la mitad de sus grandes tetas, bonitas de una forma natural y descarada, el tipo de mamellas que están hechas para ser exhibidas en una playa nudista, en el Mardi Gras o en una comedia sexual de los ochenta. Unos suculentos melones que no desentonaban con la redondez de las caderas y un culazo al que el color de su piel le daba un aire caribeño, incrementado esa tarde por el atrevido tanga amarillo.
—¿Que tal tu primer día, cielo? —preguntó mi abuela, mientras le daba un casto y nada sospechoso beso en la mejilla.
—No ha estado mal —respondí.
Mi tío y yo nos saludamos con un viril apretón de manos y se movió en la tumbona para hacerme sitio, acercándose más a su sonriente madre. Encontrarme con la inesperada visita de mis tíos me había fastidiado, frustrando mis lujuriosos planes, y me sentí un poco culpable al ver lo contenta que estaba mi abuela por la visita de su hijo. Puede que le encantase follar conmigo pero no era lo único en lo que pensaba, y estar con su familia quizá la hacía más feliz que los numerosos orgasmos que compartíamos.
—¿Te ha dado mucha guerra la alcaldesa? Dicen que es de armas tomar —dijo David.
—No es para tanto. Es seria pero yo diría que, a su manera, hasta es simpática —afirmé, exagerando un poco.
—¿A que sí? —exclamó mi abuela—. No entiendo por qué Doña Paz tiene tan mala fama. Cuando hablamos siempre es muy agradable conmigo.
—Pero eso es porque tu le caes bien a todo el mundo, mamá —dijo mi tío.
—Anda ya... —dijo ella, agradeciendo el cumplido con un cariñoso cachete en el fornido brazo de su hijo.
El inocente gesto me obligó a disimular una sonrisa maliciosa, pues me recordó al tipo de halagos, medio en broma medio en serio, que yo le hacía antes o después de fornicar. Me provocó una mezcla de celos y morbo, sobre todo sabiendo que mi tío la había espiado en la ducha y se había pajeado a su salud años atrás. No sería descabellado que aún la desease, que soñase con cumplir con su madre la fantasía que yo ya había cumplido con la mía. Teniendo en cuenta lo mucho que se parecían, sería excitante y perturbador a partes iguales contemplar cómo se entregaban a ese placer prohibido. Me sorprendí a mí mismo notando una repentina erección mientras me los imaginaba revolcándose desnudos por el césped.
Fue el propio David quien me sacó de la febril ensoñación preguntándome por el vehículo de la alcaldesa. A él también le encantaban los coches, y dediqué un buen rato a describirle con detalle a Klaus, omitiendo, claro está, lo relacionado con el pollón cromado y la suspensión hidráulica, y que se llamaba Klaus. La abuela nos miraba satisfecha y Bárbara, que siempre tenía la antena puesta en cualquier conversación ajena, no se privaba de hacer comentarios con su estridente voz de barriobajera.
—Mi anterior jefe, el de la cafetería, tenía un pedazo de Mercedes. ¿Te acuerdas, cari? —dijo mi tía, alzando la voz para interrumpir a cualquiera que estuviese hablando.
—Sí, pero no era como el que dice Carlos —respondió “cari”, que obviamente era mi tío.
—Bueno, pero era un Mercedes ¿no? —espetó ella, siempre dispuesta a iniciar una discusión.
Por si no lo habéis notado, Bárbara me la ponía dura pero no me caía demasiado bien, ni tampoco a su suegra ni a mi madre. Además de maleducada, dominante y vanidosa, era el tipo de persona que siempre intenta hacer girar el mundo en torno a sí misma. Por si fuera poco, le gustaba beber más de la cuenta y cuando estaba borracha pasaba de ser molesta a totalmente insoportable. Las broncas con su marido eran frecuentes, y todos pensábamos que podría haber encontrado una esposa mejor, más acorde a su benévolo carácter, pero nos cuidábamos de no comentar nada en su presencia, porque el pobre huevón estaba enamorado hasta las trancas de la voluptuosa morena.
Al cabo de un rato, el calor, los inusitados estímulos del día y mi ya de por sí hiperactiva libido comenzaron a resultar un problema. Me esforzaba por mantener una conversación normal, pero los ojos se me iban cada vez con más frecuencia hacia el apretado escote o las robustas piernas de mi abuela. Para colmo, si apartaba la vista me encontraba con las curvas aceitadas de Bárbara, quien se había dado la vuelta para tostarse por detrás y exhibía sin pudor dos imponentes nalgas separadas por un hilo amarillo que se perdía en la turgencia de sus carnes. Mi empalme amenazaba con resultar demasiado evidente y el sudor me caía por las sienes en gruesos goterones. Por supuesto, mi atenta abuela percibió mi estado, y a pesar de lo bien que me conocía fue tan ingenua como para achacarlo a la temperatura veraniega, o tal vez fingió que lo hacía ya que no podía aliviar la verdadera causa con mis tíos en casa.
—Estás sudando como un pollo, tesoro. ¿Por qué no te cambias y te das un bañito? —sugirió, señalando a la piscina con la cabeza.
—Venga, hombre. Te estarás asando con esa ropa —añadió mi tío, ante mi actitud vacilante.
Estuve a punto de aceptar la sugerencia. Sin duda remojarme me aliviaría un poco, pero de pronto recordé que aún tenía en la espalda los arañazos de mi madre. La próxima vez que la viese, me dije, la obligaría a limarse las uñas o le pondría unas putas manoplas de cocina.
—Eh... No, estoy algo cansado. No tengo ganas de nadar —dije.
—¿Nadar? Pero si ahí no se pueden dar ni dos brazadas. Es como una bañera —bromeó David.
—Deja al chaval, hombre. Si no se quiere bañar que no se bañe —terció Bárbara, como era de esperar.
—Bueno, voy a traer algo de beber, y así nos refrescamos todos, que vaya calor hace hoy —dijo mi abuela, mientras se levantaba de la tumbona.
—Espera. Te ayudo —me ofrecí.
—Anda, mira que apañado es tu sobrino. A ver si aprendes —graznó mi tía, aumentando mis ganas de quitarle las gafas de sol de un bofetón, una fantasía casi más placentera que las sexuales.
No se si mi tío pensó lo mismo o era demasiado buenazo para imaginar siquiera que le pegaba a su mujer. Se limitó a recostarse en la tumbona mientras su madre y yo nos alejábamos hacia la casa. Una vez dentro, en la penumbra anaranjada del pasillo, la agarré por la cintura e intenté saborear su añorada lengua. Dio un respingo y me empujó con tanta fuerza que me estampó contra la pared. Cuando escuchó el golpe sordo de mi espalda contra el muro abrió mucho los ojos y se llevó una mano a la boca.
—¡Ay, lo siento, cielo! ¿Te he hecho daño?
—Joder... Qué bruta —me quejé, frotándome los lumbares.
Tras comprobar que no me había hecho daño de verdad se puso seria, me cogió del brazo y me guió por el pasillo hasta la cocina, como si en lugar de estar cachondo estuviese ciego.
—No hagas tonterías, Carlitos. Con tus tíos aquí no, ¿estamos? —susurró cerca de mi oído, en un tono autoritario que muy rara vez usaba.
—¿Como es que han venido sin avisar? —pregunté, mientras me sentaba en una de las sillas de la cocina.
—Han llamado esta mañana, cuando estabas trabajando —explicó—. Además, tu tío puede venir cuando quiera. Esta también es su casa.
—Ya lo sé. No es que me moleste que estén aquí. Al contrario —dije, en tono conciliador—. Pero tenía muchas ganas de verte. De verte y de...
—¡Sshhh! —me chistó, mirando alrededor—. No hables de eso, haz el favor. Ya sabes que Bárbara siempre anda con la oreja puesta.
—Tranquila, esa zorra está ocupada intentando ponerse negra como un conguito.
—¡Carlitos! No la llames eso. Es tu tía —me regañó.
—Vamos, abuela... A ti tampoco te cae bien. Reconócelo, ahora que no te escucha —la pinché, intentando sacar a relucir su faceta maliciosa.
—Nos guste o no, es de la familia, y la tienes que respetar, ¿entendido?
—Está bien. No te enfades.
—No estoy enfadada, cariño —dijo. Sus suaves facciones recuperaron la dulzura habitual—. Pero compórtate mientras estén aquí, por favor.
Asentí en silencio, resignado a cumplir sus deseos y comportarme como un nieto normal mientras durase la visita. Eso si, no aparté mis ávidos ojos de sus bamboleantes curvas mientras se movía por la cocina, descalza, sonrojada por el inclemente sol y vestida solo con el bañador de una pieza que pretendía ser recatado pero no lo conseguía en absoluto. Puso en una bandeja cuatro vasos y una jarra con hielo, que llenó con la limonada que ella misma hacía, gracias a los dos limoneros que había en la parcela desde que yo tenía memoria. Me serví un vaso y sentí en el paladar la fresca acidez, suavizada por una buena cantidad de azúcar. El hogareño sabor me retrotrajo a la infancia, a la inocencia de los días en que las mujeres de mi familia no eran objeto de mis más inconfesables deseos, a la época en que sentir la piel cálida de mi madre cuando jugábamos en la piscina me ponía tiesa la colita pero no sabía por qué ni para qué.
Más relajado, di otro largo trago a la limonada y tomé una decisión. Si volvía a sentarme fuera el calentón regresaría, y además no se me ocurría ninguna excusa para justificar el no querer quitarme la camisa con semejante bochorno. Cuando mi abuela ya se disponía a salir de la cocina con la bandeja le comuniqué mis intenciones.
—Voy a ducharme y a salir un rato. Necesito algunas cosas del centro comercial.
No era del todo mentira. Tenía que comprar más frasquitos para el tónico, y no me vendría mal algo de ropa decente ahora que me codeaba con la alta sociedad. También podría ir a los multicines y distraerme un par de horas en una sala oscura con aire acondicionado.
—Como quieras, cielo. Pero al tío David le va a extrañar que te vayas. Ya sabes que le gusta pasar el rato contigo —dijo la abuela, algo apenada.
—No volveré tarde. Y tenemos todo el fin de semana para pasar el rato —dije. Solté el vaso vacío en la mesa y me acerqué a ella—. ¿Quieres que te traiga algo?
Tardó un par de segundos en captar el sutil tono burlón de mi pregunta. Miró en todas direcciones y estiró el cuello sobre la bandeja para hablarme, de nuevo con el autoritario susurro que por algún motivo me resultaba excitante.
—Ni se te ocurra traerme un regalito de los tuyos, ¿eh? Haz el favor —dijo.
Le respondí dándole un rápido beso en los labios, tan inesperado que dio un paso atrás y los cubitos de hielo tintinearon dentro de la jarra. Me alejé por el pasillo caminado hacia atrás, riendo ante su encantador desconcierto.
—Ya verás cuando nos quedemos solos, sinvergüenza —amenazó. Tenía el ceño fruncido pero en sus labios asomaba la sonrisa pícara que tan bien conocía.
Eché un último vistazo a sus nalgas cuando caminó hasta la puerta trasera de la casa y suspiré. Tendría que esperar para atiborrarme con los manjares de ese cuerpo pero estaba claro que merecería la pena ser paciente. Paladeando la anticipación, me hice una paja rápida en la ducha, durante la cual también acudieron al teatro de mis ensoñaciones imágenes del extraño trío con la adinerada cincuentona y su coche, las insolentes curvas de Bárbara o los músculos de mi tío David tensándose mientras penetraba salvajemente a su madre, quien gemía sin pudor a cuatro patas sobre el húmedo césped.
Una vez limpio y relativamente relajado, me puse unos pantalones de chándal rojos y una de mis camisetas favoritas, negra y con el desgastado logotipo de una banda de rock. Metí en mis bolsillos la cartera, las llaves, el tabaco y el poco hachís que me quedaba y me subí al Land-Rover.
En el centro comercial, adquirí todos los frascos que quedaban en la farmacia, unos quince, seguro de que mi negocio seguiría dándome pingües beneficios al menos durante el resto del verano. Como cualquier viernes por la tarde, el lugar estaba bastante animado, y me di un paseo entre el gentío por los anchos pasillos flanqueados por tiendas, cafeterías y restaurantes de comida rápida. Pasé frente a la tienda de lencería, y aunque obedecí la advertencia de mi abuela sobre regalos indiscretos, le eché el ojo a un sugerente picardías rojo con encajes negros que había en el escaparate.
Frente a la entrada de los multicines, pasé un rato contemplando los carteles de las películas. El 91 fue un gran año en lo tocante a cine comercial, y nos trajo obras maestras como Terminator 2 o El Silencio de los Corderos, cursiladas insufribles como la Bella y la Bestia o simpáticos divertimentos como Hook, esa en la que Julia Roberts daba vida a una Campanilla bastante follable. Pero pasados diez minutos era incapaz de decidirme por una sala u otra. Ni siquiera pensaba en las películas, pues mi agitada mente se perdía por otros derroteros.
A paso ligero, volví al aparcamiento, me subí al Land-Rover y arranqué. Conduje del extrarradio a la ciudad, entré en las familiares calles de mi barrio y terminé aparcando frente al bloque de pisos en el que había vivido toda mi vida, el anodino edificio en el que mis padres se dejaban llevar por la rutina de un infeliz matrimonio que se mantenía vivo por pura inercia. Miré el portal unos minutos, fumando un cigarro. Lo apagué y me bajé del coche.
CONTINUARÁ...
2 comentarios - El tónico familiar (9-2).