EL TÓNICO FAMILIAR.
CAPÍTULO SIETE.
PRIMERA PARTE.
Al día siguiente, una soleada mañana de miércoles, estábamos de tan buen humor que desayunamos en el porche, colocando una mesita junto a los sillones de mimbre. Si un vehículo pasaba por la carretera de tierra al otro lado de la verja y miraba en dirección a la casa podría vernos, así que tuvimos que reprimir muestras de afecto demasiado efusivas. Aun así pasamos un rato muy agradable, charlando y bromeando, en voz muy baja cuando comentábamos algo relacionado con nuestra relación secreta.
Aunque nadie más que yo hubiese podido reparar en ello observándola, la actitud de mi abuela cambiaba de forma gradual y sutil. Cuando se sentaba, cruzaba las piernas y no se preocupaba de taparse si el comienzo de su muslo asomaba, y si el prieto canalillo quedaba a la vista no se apresuraba a cerrarse la bata como hacía antes. Se la veía más relajada, su humor era más mordaz y picante, sin llegar nunca a la crueldad o la obscenidad, e incluso su forma de andar era más insinuante, dentro de los límites de su ineludible discreción y el recato implantado por la sociedad puritana de la dictadura en la que creció.
Nuestra relación no solo se hacía más estrecha en lo carnal, sino que cada vez teníamos más confianza y nos conocíamos mejor. Me hablaba de aspectos y épocas de su vida que desconocía, me confesaba anhelos secretos, sueños incumplidos y decisiones de las que se arrepentía. Descubrí que su aparente sencillez ocultaba una complejidad y profundidad insospechadas. Quizá no era una mujer brillante, pero sí lo bastante inteligente como para haber aspirado a algo más que ser madre y ama de casa, algo de lo que por otra parte no se arrepentía en absoluto. Hablaba de sus años de matrimonio con nostalgia y cariño, y quería a sus hijos (y a su nieto) más que nada en el mundo.
A pesar de algunos momentos de duda en los que salía a relucir su adoctrinamiento católico o el miedo a ser descubierta y juzgada por propios y extraños, tampoco se arrepentía de la impúdica intimidad que compartíamos de puertas adentro. La noche anterior, después del salvaje polvo en la sala de estar, me atiborró de huevos fritos, patatas y fruta, y tuvimos en el dormitorio un segundo asalto más largo y pausado, sin lencería fina ni tacones, solo nuestros cuerpos a la luz de la luna, pues por primera vez se atrevió a hacerlo con la ventana abierta.
Después del desayuno y los quehaceres campestres de cada día comenzamos a pintar el garaje. El sofocante calor de días atrás estaba dando una tregua y el trabajo me resultaba incluso agradable. Mi compañera canturreaba y yo silbaba al ritmo de la música del transistor, moviendo el rodillo o la brocha con brío.
A mediodía sonó el teléfono. Por suerte no era ninguno de mis desagradables clientes, ni ninguna de las cotillas amigas de mi abuela que podrían haber enturbiado su buen humor con noticias sobre el infame padre Basilio. Era mi madre, quien llamaba solo para charlar un rato con su suegra, cosa que hacía cada varios días. Aproveché la pausa para beberme un refresco y fumarme un cigarro en la mesa de la cocina, desde donde podía ver parte de la sala de estar, incluido el sillón en el que mi anfitriona hablaba por teléfono con las piernas cruzadas, balanceando un pie en el aire y jugueteando con el cable rizado del auricular como hacían las secretarias macizas en las películas, cosa que me hizo sonreír pues era consciente de que la estaba mirando.
Tras una media hora de conversación, se levantó y me miró desde el quicio de la puerta, en una postura que resaltaba la curva de sus caderas. El desgastado vestido de faena que llevaba ese día se cerraba por delante, con una hilera de botones que iba desde el cuello hasta las rodillas, y en la parte del escote había más botones desabrochados que cuando habíamos entrado en la casa. El pañuelo azul que protegía su pelo de las salpicaduras de pintura solo dejaba a la vista los rebeldes rizos de su nuca, y en el rostro redondeado lucía una expresión traviesa. Me excitaba y me desconcertaba a partes iguales que se mostrase tan juguetona estando mi madre al teléfono, pues no había colgado. El auricular estaba cuidadosamente colocado en el reposabrazos del sillón.
—Tu madre quiere hablar contigo —me dijo.
Fui hasta donde estaba y le lancé un beso que esquivó por los pelos. Le di un cachete en la nalga y soltó una risita mientras se alejaba hacia la nevera. Me senté en el sillón y cogí el auricular. No era extraño que mi madre quisiera hablar conmigo, pero teniendo en cuenta los insólitos acontecimientos que rodeaban mi hasta entonces anodina existencia, hasta el hecho más cotidiano me ponía en guardia. En cualquier caso, fue agradable escuchar su voz al otro lado de la linea. Inmerso en mis negocios y en mi veterana amante, apenas pensaba en ella, y cuando lo hacía era para rememorar la sensación de su menudo cuerpo culebreando sobre mi polla.
—Dime, mamá.
—¿Como estás? ¿Tanto te gusta de repente el campo que no tienes tiempo de llamar a tu madre? —me regañó, en tono burlón pero con un poso de genuino reproche.
—Joder, mamá, que nos vimos hace un par de días.
—¿Y no me echas de menos?
—La verdad es que no. La abuela cocina mucho mejor que tú —dije, para picarla.
—Veo que sigues tan idiota como siempre. —Hizo una pausa durante la cual solo escuché su respiración — ¿Está tu abuela cerca?
Miré hacia la cocina y la vi inclinada frente al fregadero, lavando unas verduras. No era de las que escuchan conversaciones ajenas y aunque lo hiciese la distancia y el ruido del grifo le impedirían entender una palabra. Por si acaso, bajé un poco la voz, no tanto como para resultar sospechoso.
—Estoy solo. ¿Que ocurre? —pregunté.
—Tu y yo tenemos una conversación pendiente, ¿te acuerdas? —dijo. Ella también hablaba más bajo.
—Joder, como para olvidarme. No se me va de la cabeza lo que pasó esa noche —afirmé, exagerando un poco.
—¡Sssh! No hables de eso, imbécil —exclamó, con un furioso susurro—. Ven a cenar a casa esta noche y hablamos.
—¿Va a estar papá? —pregunté, aunque ya imaginaba la respuesta.
—Claro que no. Hoy hace el turno de noche.
Entonces tuve una feliz ocurrencia. Tenía dinero en el bolsillo, un vehículo a mi disposición y una madre que me echaba de menos y no solo quería verme sino verme a solas.
—Tengo una idea... Te invito a cenar fuera —dije.
—¿Invitarme a cenar? ¿Con qué dinero? —preguntó, desconfiada, pues conocía mejor que nadie mi situación financiera.
—Ya te contaré. ¿Quieres o no?
Hubo una larga pausa seguida de un suspiro. A pesar de no tenerla enfrente casi podía ver su expresión, entre la desconfianza, la ternura y el sarcasmo. El tacaño de mi padre no la sacaba por ahí muy a menudo, y yo tampoco tenía muchos detalles con ella, por lo que la invitación la ilusionaba. Por otra parte, le había dejado claro durante nuestro incidente nocturno que la deseaba, y eso la llevaba a sospechar de mis intenciones.
—Está bien —dijo al fin.
—Paso a recogerte a las nueve. Ponte guapa.
Antes de que tuviese tiempo para replicar colgué el teléfono, con una sonrisa lobuna en los labios. Intenté no hacerme demasiadas ilusiones. Mamá estaba a la defensiva, y que quisiera cenar conmigo a solas quizá solo significaba que iba a poner las cosas claras, a rechazarme de forma tajante. Pero al menos tenía una oportunidad para tentar a la suerte. Y tenía el tónico. No me entusiasmaba la idea de usar el brebaje para seducirla, pero si se presentaba la ocasión no iba a dejarla pasar. Además, si en una viuda que casi ni se acordaba del fornicio había sido tan efectivo, no imaginaba como afectaría a una mujer casi veinte años más joven, cuyo marido no le daba lo suyo (o eso sospechaba yo), y cuya fogosidad ya había podido comprobar en mis propias carnes.
Me quedé unos minutos sentado en el sillón pensando en una excusa creíble para contarle a mi abuela, hasta que me di cuenta de que era absurdo. Ir a cenar con mi madre no tenía nada de malo, así que bastaba con decirle la verdad. Había mentido tanto en los últimos días que comenzaba a acostumbrarme demasiado. Por si acaso no le daría detalles. Al fin y al cabo a ella me la había empotrado después de invitarla a cenar, y si lo había hecho con ella podría creerme capaz de hacerlo también con su nuera.
Me acerqué al fregadero y la encontré lavando unos calabacines. Los manejaba bajo el grifo con movimientos rápidos y precisos de sus manos, fruto de sus muchos años de experiencia manejando verduras de forma fálica. Recordé la noche de la zanahoria y me pregunté cuantas veces habría aliviado su soledad con productos de su huerta. Calabacines, pepinos, quizá incluso gruesas berenjenas habrían saciado la voracidad de su tierno coñ...
—¿Que pasa, cariño? ¿Tienes hambre? —preguntó, interrumpiendo mis pensamientos.
Sin darme cuenta me había quedando embobado mirando las verduras. Cuando apreté el paquete contra su cadera y le acaricié la nalga me olvidé de lo que iba a decirle. Ya habría tiempo para hablar más tarde. Si tenía suerte, esa noche no dormiría con ella, y no quería dejar pasar un solo día sin disfrutar de sus maduros encantos, ni quería darle tregua a su resucitada libido y arriesgarme a que recapacitara sobre nuestra relación prohibida y le pusiera fin.
—Sí, tengo hambre. ¿Y tu?
Acallé su respuesta con un beso, que esta vez no solo no rechazó sino que correspondió, dejándome saborear su lengua. Ya no tenía tantos reparos en hacerlo fuera del dormitorio, incluso durante el día, siempre que la puerta principal de la casa estuviese cerrada y las cortinas echadas. Eso sí, en el exterior no permitía el más mínimo gesto que pudiese considerarse inapropiado entre una abuela y su nieto. Me arrimé más a su cuerpo y eché un vistazo a su escote. Estaba un poco inclinada sobre el fregadero y sus tetazas se apretaban bajo la tela manchada de pintura del vestido, temblando un poco debido a los enérgicos movimientos de sus manos. Sus labios lucían una sonrisa traviesa y percibí el familiar aumento en el rubor de las mejillas.
—Carlitos... Déjame hacer la comida, anda... O se hará tarde —dijo cuando metí la mano bajo el vestido para magrear a gusto sus grandes nalgas.
Había tan poca autoridad en su voz que ni me planteé la idea de obedecer. Cogí uno de los calabacines limpios del fregadero, un lustroso ejemplar que superaba con creces los treinta centímetros. Uno de sus extremos era tan grueso como una lata de cerveza y el otro algo más delgado. La piel verde y suave de la vistosa cucurbitácea brilló bajo los rayos de sol que se colaban por el tragaluz de la cocina cuando lo sujeté a dos palmos de su rostro.
—¿Has visto qué hermoso? Este año están saliendo buenísimos y bien grandes —dijo, orgullosa de su pericia horticultora.
—Dime, ¿te has metido alguna vez uno como éste? —pregunté, poco interesado en la agricultura.
—¡Carlitos! Pero qué cosas dices —se quejó, apartando la vista de la verdura.
—Vamos, no pasa nada. No tienes por qué avergonzarte de esas cosas, y menos conmigo —dije, hablando muy cerca de su oreja.
Cerró el grifo del fregadero y suspiró. La besé en el cuello y acaricié muy despacio su pecho pecoso con el calabacín, desde la clavícula hasta el profundo canalillo. El leve temblor de su cuerpo me indicó que había tenido un escalofrío cuando la piel fresca y húmeda rozó la suya.
—Alguna vez... Pero no uno tan grande —confesó al fin, avergonzada.
Llevé el extremo más delgado del calabacín hasta sus labios y los rocé con suavidad. Con la otra mano había desabotonado por completo su vestido sin que se diese cuenta, por lo que se sorprendió un poco cuando se lo quité con facilidad, dejándola en ropa interior. Uno de sus sencillos conjuntos blancos, cómodo y sin adornos, encajes o transparencias.
—Abre la boca, a ver si te cabe.
—No digas tonterías. ¿Como me va a caber con lo gordo que es?
—Por este lado no es mucho más gordo que mi polla, y con ella no tuviste problemas —dije, recordando la gloriosa mamada en el sofá.
Como una niña negándose a comer más papilla, apretaba los labios y giraba la cabeza cada vez que le acercaba a la boca el verde manjar. Su actitud era risueña, por lo que supe que el juego la estaba divirtiendo.
—¿No quieres comerte la verdura? Pues te voy a tener que castigar —amenacé.
De un rápido tirón le bajé las bragas lo justo para dejar al aire las nalgas y azoté con fuerza una de ellas. La tierna carne vibró y el sonoro latigazo se escuchó en toda la casa. Dio un respingo y, como esperaba, abrió la boca.
—¡Ay! No seas brut...
Antes de que terminara la frase tenía la boca llena de saludable verdura. Una vez dentro dejó de resistirse y accedió a mis deseos, chupando el tronco duro y verde con los ojos cerrados y respirando con fuerza por la nariz. Sus labios se deslizaban por la piel a medida que mi mano empujaba y consiguió tragarse un buen trozo, hasta que el grosor fue demasiado para ella. Lo dejé dentro unos largos segundos, disfrutando de la excitante estampa. Sus mofletes se hincharon, me agarró la muñeca y sus ojos húmedos me miraron suplicantes mientras se ponía cada vez más roja. Cuando se lo saqué boqueó como un pez y se limpió con la mano la saliva que manchaba su barbilla, la misma que cubría el extremo del largo calabacín.
—¡Pero qué.. bruto eres! —me regaño, dándome un manotazo en la muñeca.
No estaba realmente enfadada así que continué con el juego. La hice girarse, de forma que le daba la espalda al fregadero, le quité el sujetador y las bragas, dejándola vestida solo con el pañuelo azul de la cabeza y las pesadas botas que se ponía para trabajar. Antes de nada me di un breve banquete con sus tetas, cosa que me resultaba inevitable y que a ella le encantaba, y escuché el primer gemido cuando froté su coño con el calabacín, esta vez usando el extremo más grueso.
—¿Crees que entrará también por aquí? —pregunté.
—No... No hagas el tonto, hijo... A ver si me vas a hacer daño —dijo ella. No se resistía pero pude ver cierta desconfianza en su mirada.
—Tranquila. Yo nunca te haría daño. Si quieres que pare dímelo.
Escupí en la redondeada punta del calabacín y extendí la saliva con la mano, mezclándola con los fluidos que ya comenzaba a destilar el sexo de mi compañera, quien separó los muslos, con las piernas rectas, las manos y las nalgas apoyadas en el borde del fregadero y el tronco ligeramente inclinado hacia atrás. Apretó los dientes y resopló cuando el vegetal se abrió paso entre el vello y los carnosos pliegues que rodeaban la entrada a su cuerpo. Lo introduje solo unos centímetros, excitado a más no poder al comprobar la elasticidad del voraz chocho.
—Auh... Más... Más despacio...
—¿Te duele?
—Un poco... solo un poco.
—¿Quieres que pare?
—No... No pares. Mételo más... Un poco más.
Por supuesto obedecí a sus deseos. Empujé un poco más. El verde ariete se hundió hasta la mitad en el exuberante cuerpo de la mujer que lo había cultivado. Lo saqué, más húmedo de lo que había entrado, y volví a meterlo. Repetí la operación varias veces, y cada vez entraba con más facilidad. Mi abuela se agarraba al borde del fregadero con fuerza, gimiendo y suspirando. Yo me bajé los pantalones hasta las rodillas y me masturbé con calma, disfrutando de su creciente excitación. Aceleré un poco el ritmo, lo cual la hizo ponerse de puntillas, con todo el cuerpo en tensión, lo que resaltaba las formas de sus piernazas. Las acaricié de arriba a abajo, deleitándome con el vigor de la musculatura que ocultaban las maternales curvas de su cuerpo.
—Ay Dios... Dios bendito...
—¿Te gusta?
—Si... cariño... sigue...
Conocía lo suficiente su cuerpo como para detectar la cercanía del inminente orgasmo, pero no iba a dejar que llegase tan pronto. Me gustaba la sensación de tener el control, y la forma en que ella me dejaba ejercerlo me resultaba especialmente placentera y morbosa, quizá era porque, al ser mi abuela, su sumisión nunca era completa. Me cedía durante un rato la autoridad que por derecho le pertenecía, y yo la disfrutaba como un mocoso al que le conceden un capricho.
Le saqué el calabacín, caliente y empapado, y le usé para darle unos golpecitos en la raja, a los que reaccionó apretando los dientes y soltando una especie de siseo. Repetí el castigo varias veces, sonriendo con malicia, observando como cada vez se alzaba más sobre la punta de las botas y arqueaba la espalda hacia atrás, agregando volumen a su ya excesivo pecho.
—No seas malo... Ufff... Virgen santísima... ay...
—Date la vuelta.
Obedeció sin rechistar y la hice inclinarse sobre el fregadero, con los codos apoyados en el borde y las tetas dentro, tocando las demás verduras mojadas que había en el fondo. Separé sus piernas hasta que el culazo pálido quedó a la altura de mi entrepierna y de nuevo busqué la entrada a su coño con el calabacín, que entró sin dificultad. Reanudé el mete-saca vegano, sin prisa pero sin pausa, y sobando sus nalgas dejé al descubierto el ojete, prieto como un asterisco, de un bonito color rosa oscuro y rodeado de suave vello pelirrojo. Sus gemidos se interrumpieron con un jadeo de sorpresa cuando dejé caer un goterón de saliva y conseguí meter mi pulgar hasta la mitad en el desprevenido esfínter, que reaccionó estrangulando con saña al intruso.
—¿Qué.. Que haces, Carlos? Por ahí no, ¿eh?
Me miró por encima del hombro con gesto serio. Tenía el rostro encendido y las gafas le habían resbalado hasta la punta de la nariz.
—¿No te gusta?
—No, no me gusta. Además, es una guarrería —dijo. Me pareció divertido que saliesen a relucir sus prejuicios puritanos mientras su nieto se la follaba con un calabacín.
—¿Pero lo has probado alguna vez?
—Una vez —confesó, tras una pausa durante la cual se quitó las gafas y las dejó en la encimera—. Tu abuelo insistió y le quise dar el gusto, pero me dolía mucho y no hubo manera.
—Será que no lo hizo con cuidado. Relájate y ya verás como te acaba gustando.
—Carlos, he dicho que no —insistió, con toda la firmeza que le permitía su situación.
Desvirgar el ojete de una mujer madura era tentador, pero se la veía muy reacia y no quería presionarla demasiado, así que opté por un termino medio. Me asomé al fregadero y eché un vistazo a las verduras que había bajo sus tetas. Cogí una zanahoria pequeña, tan delgada como mi dedo índice. Ella la miró como si fuese un cuchillo afilado.
—¿Qué vas a hacer con eso?
—Tranquila. No te voy a hacer daño.
Chupé la zanahoria y volví a escupir en el cerrado orificio antes de introducirla con cuidado. A todo esto, mi otra mano movía sin descanso el calabacín, sacándolo casi entero y volviendo a meterlo en cada estocada.
—Uyuyuyuy...
—¿De verdad te duele? Pero si es muy fina.
—Un poco... Hazlo más despacio, por favor...
Introduje la zanahoria hasta la mitad y la moví en círculos, venciendo poco a poco la resistencia del fuerte músculo. Los gemidos de placer por lo que ocurría en su puerta delantera se mezclaban con los lamentos por los insólitos hechos en la puerta trasera. Tras varios escupitajos más y bastantes minutos de trabajo, conseguí que el tronco naranja entrase y saliese de su orificio al mismo ritmo que su verde compañero.
—Uy... Aún duele un poco...
—Es normal que duela un poco al principio. La primera vez duele, la segunda escuece y la tercera apetece —recité, y como imaginaba no pudo evitar soltar un par de carcajadas.
—¿Pero qué refrán es ese, tunante? Uy... Ay dios... Uff
Los gemidos, suspiros y gruñidos de placer mezclado con una pizca de dolor no le permitieron hablar más. Las anchas nalgas se balanceaban al ritmo que marcaban mis manos al penetrarla por partida doble con los vegetales, cada vez con más fuerza, y sus tetas temblaban dentro del fregadero. Mi verga, dura como el mango de una azada y desatendida por mis ocupadas manos, se limitaba a palpitar en el aire y gotear presemen, como si se le cayese la baba al ver frente a ella tan lúbrico espectáculo.
De pronto se irguió, con las manos aferradas al borde del fregadero, tembló de pies a cabeza y fue un milagro que sus agudos gritos no reventasen los cristales de las ventanas. Se revolvió de tal forma que tuve que soltar las verduras y apartarme de ella. Tanto la zanahoria como el calabacín cayeron al suelo, entre sus agitadas piernas. Le fallaron las fuerzas y cayó de rodillas, sin dejar de temblar de pies a cabeza. Por un momento me asusté, temiendo que sufriese alguna clase de ataque, pero lo que contemplaba asombrado solo eran los efectos de un orgasmo bestial, el más intenso que la había visto tener hasta entonces, y los había tenido muy gordos.
Se tumbó de lado en el suelo, con los muslos apretados y ambas manos en la entrepierna, convulsionándose y con los ojos en blanco como una endemoniada. Verla en ese estado, arrebatada por una descarga tras otra de placer puro y salvaje, llevó mi calentura a tal extremo que solo pude arrodillarme cerca de ella y cascármela a toda velocidad. Profirió una última serie de fuertes gemidos y yo descargué una buena cantidad de lefa sobre sus tetas y sobre el impoluto suelo de la cocina.
Me quedé sentado a su lado mientras volvía a la realidad y recuperaba el aliento, jadeando y respirando profundamente mientras miraba al techo. Se llevó una mano a la sudorosa frente y separó las piernas, quedando despatarrada y exhausta en el suelo.
—Qué barbaridad... —dijo, con la voz ronca debido a los gritos.
Me incliné para besarla y le dí una amistosa palmada en la parte interior del muslo, tan mojado como las verduras del fregadero.
—Bueno, ¿que hay para comer? —dije.
Me miró con las cejas muy levantadas un segundo y se echó a reír, al igual que yo. Después pronunció las palabras que ya se habían convertido en el tradicional colofón a nuestra desaforada actividad sexual:
—Ay, qué locura... qué locura, hijo...
Después de la locura vino la apacible y cálida normalidad de nuestra vida en común. Nos duchamos, ella cocinó mientras yo me bebía una cerveza y después comimos. Desde ese día, cada vez que en el menú había calabacines o zanahorias compartíamos una broma privada. Tal vez la broma privada más obscena y peculiar que nunca han compartido una abuela y su nieto. Por si alguien lo duda, su pulcritud le había impedido usar en la comida las verduras que habían estado dentro de sus orificios, por lo que acabaron en la basura.
Aproveché la sobremesa para comunicarle mi nuevo viaje a la ciudad.
—Después voy a ir a casa. Necesito coger unas cosas de mi habitación, y cenaré allí.
—Muy bien, cielo. Dale un beso a tus padres de mi parte —dijo, sin dar muestra alguna de sospecha.
—Si se me hace tarde a lo mejor me quedo a dormir —añadí.
—Muy bien. No me gusta que salgas de noche a la carretera.
Por supuesto, omití detalles sin importancia como que mi padre trabajaba esa noche o que mi madre y yo íbamos a cenar fuera. El resto de la tarde transcurrió sin incidentes. Decidimos darle un descanso a la pintura del garaje y nos relajamos en la piscina, chapoteando, jugando a las cartas en la hierba o charlando. Cuando llegó la hora de marchame me puse mis tejanos más decentes, una camisa bien planchada y un buen chorro de colonia. Me despedí de la fogosa horticultora con una breve sesión de besos y caricias que terminó cuando salimos al garaje, donde un observador inoportuno podría vernos. Me subí al Land-Rover y la vi agitar la mano desde la verja, con una amplia sonrisa, mientras me alejaba por la carretera polvorienta.
CONTINUARÁ...
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