EL TÓNICO FAMILIAR.
CAPÍTULO 1 (parte 2).
Al día siguiente, durante el desayuno, no di muestras de que la noche anterior hubiese pasado algo fuera de lo normal, ni la abuela tampoco. Ahora que sabía el tesoro de carnalidad que ocultaba aquella recatada bata, mis ojos se iban por voluntad propia hacia las curvas que abultaban bajo la tela. Tenía que controlar eso, al menos cuando ella pudiese darse cuenta. Cuando se levantó a la alacena a por un bote de mermelada (que ella misma hacía con la fruta de sus árboles), me deleité con el movimiento de sus nalgas. Cuando regresó le sonreí y le dije lo buena que estaba... La mermelada, claro.
—Desayuna bien, tesoro. Después de dar de comer a las gallinas vamos a empezar a limpiar el trastero, y te va a hacer falta la energía —dijo, con una sonrisa traviesa en sus labios rosados.
Tenía pecas en las mejillas y en la nariz, y cuando sonreía de esa forma su rostro redondeado adquiría un aire casi infantil que hasta ese día encontraba encantador y esa mañana también me resultó excitante.
—Bah, no será para tanto lo del trastero —dije.
Me equivocaba. Lo que en la familia llamábamos “trastero” era en realidad un amplio garaje en el que normalmente hubiesen entrado tres coches, pero en ese momento apenas cabía un patinete. Mi abuelo era un buen tipo al que recordaba con cariño, pero tenía cierto síndrome de Diógenes que su dulce esposa había conseguido contener dentro de aquel garaje. La cantidad de trastos inútiles que el abuelo había acumulado durante los años era enorme. Desde muebles que encontraba en la basura, cajas y cajas de libros y revistas (crucé los dedos para que hubiese alguna porno), piezas varias de bicicletas y motos, juguetes, herramientas y aperos de todo tipo, relojes de pared, varias sillas de montar (nunca había montado a caballo), y un sinfín de objetos más, algunos tan antiguos que no sabía para qué se usaban. Para una mujer tan limpia y ordenada, aquello debía ser como un trozo del mismo infierno.
—¡Jod... Caramba! No recordaba que hubiese tantas cosas. ¿Qué vamos a hacer con todo esto?
—Casi todo irá a la basura —dijo la abuela, sin poder disimular la tristeza en su voz.
La parte física del trabajo iba a ser agotadora, pero también nos iba a afectar emocionalmente deshacernos de los trastos del abuelo, sobre todo a ella. Ya habían pasado dos años desde que murió y era evidente que aún lo echaba mucho de menos. No pude evitar preguntarme si también lo echaría de menos en esa enorme cama.
Nos metimos en harina de inmediato, sacando fuera todo aquello destinado a la basura, amontonándolo junto al Land-Rover. La abuela llevaba sus botas, el pañuelo en la cabeza y un vestido parecido al del día anterior, esta vez amarillo oscuro con lunares verdes. Sabía que a las pelirrojas les sienta bien el verde y llevaba a menudo ese color, a pesar de que su cabello ya no era tan rojo como antes. Por supuesto, me pasé la mañana admirando su cuerpo siempre que tenía ocasión. Cuando se agachaba sus nalgas adquirían la forma de un enorme y apetitoso melocotón, las bragas se le marcaban en la fina tela del vestido y podía vislumbrar el comienzo de los muslos. Si el ángulo era distinto y la miraba de frente al agacharse, el escote se separaba de su cuerpo y revelaba un apretado canalillo, el inicio de los pechazos y la blancura del sostén. A pesar del desacostumbrado esfuerzo físico, la molestia del polvo y las asquerosas telarañas, pasé tanto tiempo empalmado que temí la aparición de una delatora mancha de presemen en mis pantalones de chándal.
Cuando llevábamos unas dos horas acarreando chatarra, pensé que era buen momento para una paja rápida en el baño. Si no calmaba a mi rebelde serpiente ella terminaría notando el bulto en mi entrepierna. Y no quería incomodar a la mujer en cuyo dormitorio me había masturbado la noche anterior sin pudor alguno.
—Abuela... ¿te importa si paro para echar un cigarrito?
—Sí, tesoro, descansa un poco. Aunque no deberías fumar.
—Ya... A ver si lo dejo un día de estos.
—Y bebe agua, que vaya calor hace aquí dentro —dijo, pasándose por el rostro un pañuelo que llevaba en el bolsillo del vestido.
Hasta ese momento no me di cuenta de que estaba empapado en sudor, tanto por la desacostumbrada actividad física como por la habitual cachondez. Una vez en el baño me coloqué de pie frente al lavabo y en apenas un minuto mandé una buena cantidad de semen por el desagüe. Era increíble que me excitase tanto una mujer con la que ni siquiera había fantaseado hasta la noche anterior, a pesar de que la conocía literalmente de toda la vida. Me eché agua en la cara y volví con ella, no sin antes coger una botella de agua fría de la nevera. Se la ofrecí y aprovechó para descansar un momento, aunque no parecía cansada en absoluto. Solamente las mejillas más sonrosadas de lo habitual y un leve brillo en la frente delataban que llevaba dos horas trabajando en aquel horno polvoriento.
—Ay... Gracias, hijo.
Echó un buen trago y cuando me la pasó hice lo mismo. Salí a fumar y di un par de vueltas alrededor del montón de trastos que ya habíamos sacado.
—Deberíamos esperar a que venga mi padre con el coche para tirarlo, o nos vamos a deslomar llevando esto a la basura —dije. Los contenedores estaban a un buen trecho de la casa y no me agradaba la idea de cargar toda esa mierda hasta allí.
—Sí, tienes razón. —Hizo una pausa, mirando melancólica el Land-Rover—. Qué pena que no funcione.
Había decidido no mencionar el vehículo de mi abuelo pero como fue ella quien sacó el tema me lancé. Además, tenía la sensación de que conducirlo me daría cierto poder. Aunque tenía cuarenta años menos que la dueña del lugar y estaba allí cumpliendo el ridículo castigo impuesto por mis padres, técnicamente era el hombre de la casa. Quizá ponerme al volante de esa potente y robusta máquina me aportaría virilidad y aumentaría el respeto que sentía por mí esa amable viuda que dormía ligerita de ropa con un rosario en la mesilla de noche.
—Seguro que no es más que la batería —afirmé, con aires de experto en motores—. Después le echaré un vistazo. ¿Dónde están las llaves?
Al mencionar las llaves la vi vacilar unos segundos. Quizá no le agradaba la idea de ver a otro, aunque fuese su querido nieto, sustituyendo al volante a su añorado marido. A lo mejor mi parecido físico con el abuelo (aunque el viejo me sacaba dos cabezas) le resultaba perturbador al imaginarme en esa situación. Yo no iba a darme por vencido. Ella debía superar el duelo y yo no pensaba romperme el espinazo cargando basura.
—Las llaves... Sí. Después te las doy. Anda, vamos a seguir que aún queda faena.
Ya lo creo que quedaba faena. A eso de las una de la tarde la abuela se fue a hacer la comida. Para que no dudase de mi laboriosidad, y aunque estaba agotado, le dije que seguiría un poco más. En cuanto me dejó solo me dediqué a fumar y a ojear algunas revistas. La mayoría eran de caza y pesca o de coches. Ni un mísero centímetro de piel femenina a la vista.
Después de comer, la telenovela y una breve siesta en la sala de estar volvimos a la faena. Pasaban las horas, el montón junto al Land-Rover crecía y apenas habíamos vaciado la mitad del trastero. Debajo de una lona polvorienta encontré un baúl de madera en buen estado y lo abrí. Estaba lleno de ropa femenina. Vestidos, faldas, blusas y algunos zapatos.
—¿Y esta ropa, abuela? Está en muy buen estado.
Se acercó y aprovechó la pausa para secarse el sudor de la frente con su impoluto pañuelo. No parecía cansada en absoluto, cosa que comenzaba a molestarme un poco. Yo estaba hecho polvo. Miró algunos de los vestidos y sonrió.
—Esta ropa es mía, de cuando era joven. No me acordaba de que estaba aquí.
—¿De cuando eras joven? Pero si todavía eres joven —dije. No podía dejar pasar la ocasión de hacerle un cumplido aunque fuese uno tan obvio y previsible.
—Ay... Eres un cielo, Carlitos. —Me dedicó una tierna sonrisa y examinó otra de las prendas—.Son grandes para tu madre y no creo que tu tía Bárbara quiera ponerse algo tan pasado de moda. Las llevaremos a la parroquia. A alguien le servirán.
Estuve a punto de hacer una broma sobre el cura del pueblo llevando uno de esos vestidos pero sospechaba que a mi religiosa abuela no le haría gracia. Y estaba cansado incluso para hacer bromas. Llevamos el pesado baúl a mi habitación, igual que habíamos hecho con un par de cajas de libros en buen estado y un reloj de cuco muy bonito que tal vez podría arreglarse. Mi dormitorio provisional amenazaba con convertirse en el nuevo trastero, pero no hice ningún comentario al respecto. Ya imaginaba que mi abuela no podría deshacerse de golpe de todos los objetos de su marido.
Cuando ya anochecía y estábamos a punto de irnos a cenar sucedió algo que cambiaría de forma drástica los acontecimientos de los meses venideros. Un hallazgo que me traería problemas pero también muchas y variadas satisfacciones. Bajo otro montón de revistas y cómics de posguerra, encontré una vieja caja de madera. No sin cierto esfuerzo, ya que la tapa estaba clavada, conseguí abrirla. Entre serrín reseco encontré unas diez botellas de cristal negro, pequeñas y planas como esas botellitas de whisky que llevan los alcohólicos en el bolsillo en las películas americanas. Saqué una y miré la curiosa etiqueta. En ella aparecía el dibujo del típico forzudo de circo, de brazos enormes y gran bigote, marcando bíceps y montado en un sonriente toro como si fuese un caballo. Encima podía leerse: “Tónico reconstituyente y vigorizante del Dr. Arcadio Montoya”.
—¿Y esto que es, abuela? —pregunté, más que por curiosidad por descansar un poco.
Se acercó y miró la botella con una mueca de desagrado.
—Poco después de casarnos, un feriante charlatán que pasó por el pueblo convenció a tu abuelo para que le comprase ese potingue. ¡Una caja entera, para colmo! Tu abuelo a veces era muy crédulo, sobre todo con estas cosas. El sinvergüenza aquel le soltó un par de palabras de ciencia y picó como un besugo.
—¿Pero al menos funcionaba? —volví a preguntar. Cualquier excusa era buena para prolongar el descanso unos minutos.
—Ni idea. Por supuesto no le dejé que probase ni un sorbo ¡A saber qué lleva ese brebaje! Si ese tipejo era doctor yo soy la Reina de Saba. Anda, ponlo en el montón de la basura.
Miré las botellas y en efecto ninguna de ellas había sido abierta. En parte porque la etiqueta me parecía curiosa y sería un buen adorno para mi habitación cuando volviese a casa, en parte porque entre los indescifrables ingredientes del bebedizo me pareció ver la palabra “alcohol”, introduje con disimulo una de las botellas en el amplio bolsillo de mi chándal antes de sacar fuera la caja. Ni por asomo sospechaba lo importante que sería esa pequeña botella en los acontecimientos venideros.
A eso de las nueve, y apara mi inmenso alivio, la abuela dio por terminada la jornada. Cenamos y después nos duchamos (no juntos, por desgracia). Esa noche ni siquiera encendí la tele. Estaba tan cansado que me fui directo a la cama. No estaba acostumbrado a madrugar ni mucho menos a pasarme el día trabajando. Estaba cansado incluso para hacerme la “paja de buenas noches”. Llevaba todo el día pensando en hacer otra visita nocturna al dormitorio de la abuela y volver a rociar mi esperma sobre el rosal a la luz de la luna, cosa que me había resultado tan extraña como excitante e incluso algo poética. Pero estaba demasiado agotado como para que una paja ninja subido a un arcón en la alcoba de una señora dormida saliese bien. Por primera vez en mucho tiempo solo me había masturbado una vez en todo el día, y no estaba seguro de si eso era bueno o malo. Escondí la botella de tónico en mi maleta, me fumé un cigarro y en pocos minutos me quedé dormido.
No me extenderé mucho sobre lo que ocurrió al día siguiente. Para empezar solo diré que nunca en mi vida había trabajado tanto. Tras alimentar a las gallináceas mi abuela anunció que tocaba limpiar el gallinero y el corral, una actividad nada agradable que nos llevó un buen rato. Después me tocó doblar el lomo para arrancar malas hierbas en el huerto, cosa que me provocó dolor de espalda. Pasar el viejo cortacésped manual alrededor de la piscina me produjo dolor de hombros. Y por si fuera poco después de comer volvimos al trastero, donde aún quedaba una buena cantidad de basura por sacar.
Por supuesto, no dejaba de deleitarme siempre que podía con los encantos rurales de mi compañera de faena. Mientras cargábamos entre los dos una pesada mesa reparé en que el calor y el esfuerzo no solo enrojecían sus mejillas, sino también sus hombros y el pecoso pecho, la suave zona ente el cuello y el apretado canalillo. Mi erección no era tan constante como el día anterior pero aún así en algún momento la entrepierna de mi chándal abultó más de lo que debería y tuve que disimular.
A última hora de la tarde me moría por unos minutos de descanso. Podía simplemente decirle a la abuela que quería parar un rato, cosa que le parecería bien, o al menos no daría muestras de lo contrario. Sin embargo, no quería que pensara que era un vago o un niñato quejica. De repente, llevado por una especie de extraño y primario instinto viril, quería que esa mujer me viese como a un hombre. No como al bebé al que le cambiaba los pañales o al niño al que llevaba de la mano de paseo por el campo. Además, mi padre le había hablado de mi proverbial pereza y quería dejarlo por mentiroso. Recordé la conversación del día anterior sobre las llaves del Land-Rover, y cuando soltamos la mesa junto al vehículo le di unas palmadas a la carrocería.
—Oye abuela, ¿me das las llaves? Si consigo que arranque podemos comenzar a llevar trastos a los contenedores y despejar un poco este desastre.
Igual que el día anterior, vaciló unos segundos antes de hablar y su dulce semblante dejó traslucir su incomodidad.
—Las llaves... —dijo, antes de soltar un largo suspiro.
Me acerqué a ella y le puse la mano en el hombro. Era la primera vez que la tocaba desde que había pasado a formar parte de mis fantasías. Su piel estaba muy caliente, por el trabajo y la bochornosa temperatura vespertina. Se me aceleró el pulso y la sangre acudió a toda velocidad a mi cipote. “Tranquilo, joder. Es solo un hombro”, me dije.
—Si no quieres que conduzca el coche del abuelo no pasa nada, lo entiendo. —Moví la mano y le acaricié el brazo desde hombro hasta el codo. Creo que nunca había tocado nada tan agradable como esa piel—. Es solo que vendría bien ir adelantando trabajo, y no esperar a cuando venga mi padre o el tío, que a saber cuando vienen.
—No es eso, cariño. No me importa que lo uses. Ya sabes que tu tío lo usa a menudo y no me importa. Prefiero que alguien lo conduzca a que esté ahí parado.
Moví la mano de nuevo hasta su hombro y apreté un poco. Si ese trozo de piel expuesto a los elementos era tan suave la piel de sus muslos o sus tetas debía ser una locura. Bajó la vista, evitando mirarme a la cara, y temí que reparase en el bulto de mi entrepierna. Con mucho tacto, le agarré la barbilla entre el pulgar y el índice y la obligué a mirarme, en plan machote. Un gesto un tanto ridículo teniendo en cuenta que era bastante más alta que yo. Sus ojos verdes brillaban tras los cristales de sus gafas. No eran muy gruesos pero no me gustaba que velasen esa mirada tan expresiva.
—¿Qué ocurre entonces? —pregunté. Aunque mis manos prácticamente no ejercían fuerza alguna la tenía atrapada.
—Verás, hijo... Tu padre me dijo que no te diese las llaves —confesó, tras otro profundo suspiro.
—¿Qué? ¿Y eso por qué?
—Dice que si tienes coche te irás al pueblo o a la ciudad cada dos por tres.
Estaba tan indignado que mi erección comenzó a remitir y pude relajar la postura. ¿Mi viejo no quería que condujese? Fue él quien insistió en que me sacase el carnet en cuanto cumplí los dieciocho. Lo que más me molestaba era que hubiese puesto en una situación tan incómoda a aquella mujer tan bondadosa.
—Eso no es verdad. ¿Cómo te voy a dejar aquí sola con todo este trabajo? Yo lo decía solo por ayudar y ahorrarte faena.
—Ya, pero tu padre...
—Mi padre lo que no quiere es que aproveche para escaquearme, y eso no lo voy a hacer. Al contrario. Lo voy a usar para trabajar, que es lo que él quiere. Además, si quisiera ir al pueblo podría ir andando, y aquí estoy ¿no?
—Está bien —dijo, tras una pausa pensativa. Cruzó los brazos sobre los pechazos y me dedicó una mirada que pretendía ser desconfiada—. Pero no me engañes, ¿eh?
—¿Pero como te voy a engañar yo a ti?
La agarré por la cintura y me aupé para besarle la rubicunda mejilla, un poco más cerca de los labios de lo habitual, pero no tanto como para resultar sospechoso. La cercanía de su cuerpo hizo fluir la sangre de nuevo. Iba a arriesgarme a un segundo beso pero ella se escabulló, risueña.
—Anda, anda... Que siempre te sales con la tuya, tunante —dijo, antes de entrar en la casa.
La verdad es que era una de las pocas ocasiones en que mi labia me había servido para convencer a una mujer de que hiciera algo, al menos sin estar ella borracha o fumada. Estaba claro que mi abuela estaba acostumbrada a ser servicial con los hombres, como la mayoría de las mujeres de su generación y clase social. La esperé junto al Land-Rover, satisfecho y empalmado. Decidí que debía tener cuidado con las muestras de afecto. Era una mujer cariñosa que no rehuía el contacto físico, aficionada a los besos y a dar largos abrazos, pero si me pasaba de la raya y detectaba algún matiz sexual en mi actitud la situación podría volverse desastrosa.
Cuando regresó me subí al asiento del conductor. Mi abuelo había comprado aquel Land-Rover a principios de los 80, de segunda mano. Era un vehículo robusto y espacioso que me encantaba, y realmente me alegraba poder conducirlo al fin. Tenía capacidad para seis o siete personas. Los asientos traseros eran como dos pequeños sofás colocados uno frente al otro y aún así quedaba mucho espacio para cargar trastos. Lo arranqué y en efecto no había problema alguno. El motor sonaba de maravilla, y miré a la viuda de su anterior dueño con una amplia sonrisa.
—Ya te dije que funcionaba —dijo ella, sonriendo también.
—¿Por qué no subes y damos una vuelta? Así nos da un poco el aire.
—¡No, hombre, no! —exclamó de pronto, con tanta energía que temí haber dicho algo inconveniente.— ¿Pero tú has visto lo sucio que está? Así no sale de la parcela. Mañana lo lavamos.
No quise insistir, inspiré una vez más ese agradable aroma a coche usado y me bajé. El sol ya se estaba poniendo y no trabajamos mucho más antes de la cena.
Esa noche, cuando me tumbé en la cama, me dolía todo menos la nariz y la polla. Estaba contento por el curso de los acontecimientos pero temía no poder soportar otra jornada tan intensa y decepcionar a mi abuela. Tan hecho polvo estaba que no pude ni dedicarle una paja. Era la primera vez en mucho tiempo que pasaba un día entero sin masturbarme, y decidí consolarme tomándomelo como un logro. Al fin y al cabo era un hombre. Un hombre capaz de trabajar duro, conducir un Land-Rover y tratar a una mujer con autoridad. Y un hombre hecho y derecho no se pasa el día cascándosela como un mono. Usé las fuerzas que me quedaban para fumarme un porro y rezar a los dioses campestres para levantarme al día siguiente en plena forma.
Los dioses campestres pasaron de mi culo. Cuando me desperté me sentía como si me hubiesen apaleado con tuberías de plomo. Tenía unas agujetas horribles y punzadas de dolor en cada músculo de mi maltrecho cuerpo. Me senté al borde de la cama, dudando si me quedaba energía suficiente para levantarme o tendría que decirle a mi abuela que su querido nieto era un petimetre de ciudad incapaz de trabajar tres días seguidos.
Barajé la idea de fumarme un canuto en plan terapéutico para calmar los dolores, pero la abuela y yo solíamos hablar durante el desayuno y no era tan cándida como para no notarme el colocón. Entonces moví un pie y rocé el asa de mi maleta, que guardaba bajo la cama. Recordé algo, la abrí y saqué la botellita oscura con el forzudo y el toro en la etiqueta. “Tónico reconstituyente y vigorizante del Dr. Arcadio Montoya”.
—Reconstituyente y vigorizante... —murmuré, acariciando el tapón.
Antes de darme cuenta la había abierto y olisqueaba su contenido. No era lo que se dice un aroma embriagador pero tampoco me dio ganas de vomitar. ¿Que era lo peor que podía pasar si lo probaba? Si me ponía enfermo, al menos tendría una excusa para quedarme en la cama. Además, tenía algo de alcohol, y eso podría entonarme un poco. Le di un breve sorbo y lo mantuve unos segundos en la boca. No estaba malo del todo. Era como un licor suave con un extraño sabor, una mezcla de regaliz, café, miel, y otras cosas que no pude identificar. Pegué un buen trago y noté un agradable calor en el pecho. Le puse el tapón a la botella y la escondí en un compartimento de mi maleta.
Si el brebaje funcionaba supuse que tardaría un rato en hacer efecto, así que saqué fuerzas de donde pude para ponerme mis pantalones de chándal negros y una vieja camiseta azul con el logotipo de un taller mecánico en la espalda. Fui hasta la cocina y cuando llegué por suerte mi abuela estaba de espaldas, cortando pan en la encimera, y no me vio hacer una mueca de dolor cuando me senté a la mesa.
—Buenos días —dije, intentando mantenerme erguido.
—Buenos días, cielo —saludó ella. Volvió la cabeza para sonreírme y me olvidé por un segundo de los dolores— ¿Has dormido bien?
—Oh, sí. De maravilla.
Mientras se movía por la cocina aproveché para admirar sus rotundas formas. Ese día su vestido era blanco con finas líneas verticales negras y moradas. Unas líneas rectas que sus redondeces convertían en vertiginosas curvas. Juraría que ese vestido era unos centímetros más corto de lo habitual, ya que además de las rodillas dejaba a la vista el comienzo de los muslos. Esos magníficos jamones que había visto a la luz de la luna y me moría por ver de nuevo. Cuando se sentó frente a mí en la mesa obligué a mis ojos a centrarse en su rostro y ataqué el desayuno. Además de estar derrengado tenía un hambre atroz.
—¿Estás cansado? Ayer nos pegamos un buen tute.
—Estoy bien. Como nuevo —mentí, cual bellaco—. ¿Y tú? ¿Estás cansada?
—Que va, hijo. Yo ya estoy acostumbrada —dijo, en tono resignado.
—Pues acostúmbrate a tener ayuda, porque voy a estar aquí una buena temporada.
—Ay, sí. Es una alegría tenerte aquí, Carlitos. No solo por la ayuda, también por la compañía.
Su sonrisa se ensanchó y le brillaron los ojos. Me costó apartar la vista de su rostro para untar una tostada . Estaba claro que la pobre se sentía sola en aquel caserón alejado de la civilización. Me constaba que tenía amigas, pero eran mayores que ella, las típicas viejas de pueblo que solo sabían cotillear y quejarse de sus achaques. Dijese lo que dijese aún era joven y compartir la casa con alguien joven le resultaba agradable.
—Aunque mi padre piense que quiero escaparme en el Land-Rover, a mí también me gusta estar aquí... Y tu compañía.
—Ay, pero qué encanto —dijo ella, riendo—. Anda, ven aquí.
Entonces se levantó, se acercó a mí, me agarró la nuca y se inclinó para darme un largo y sonoro beso en la frente. No había previsto que mis palabras de cariño (totalmente sinceras, por si alguien lo duda) provocasen esa reacción. Mientras sus labios tocaban mi frente yo solo podía pensar en que sus leviatánicos pechos estaban a escasos centímetros de mi rostro. Controlé el impulso de tocarlos y me limité a aspirar el agradable aroma a pan caliente, fruta y tierra húmeda que despedía su cuerpo. Mi polla se puso dura tan deprisa que incluso a mí me sorprendió. Por suerte volvió a su asiento y no reparó en el repentino bulto.
Mientras terminaba de desayunar me di cuenta de que el tónico del trastero estaba haciendo efecto. Los dolores estaban desapareciendo y notaba cada vez más energía. No era sugestión, ni que los besos de mi abuela tuviesen poderes curativos. El calor que había sentido en el pecho al beber de la botella se extendía ahora por todo mi cuerpo, como suaves oleadas de fuerza vital. A lo mejor me estoy flipando un poco, pero no soy médico y no se me ocurre forma mejor de describir lo que sentí en esos momentos.
Diez minutos más tarde, en el gallinero, me sentía en plena forma. De hecho, nunca me había sentido tan bien, tan fuerte y enérgico. Mientras mi abuela hacía tareas domésticas yo fui a lavar el Land-Rover. A pesar de la roña acumulada, lo dejé impecable en menos de una hora, tanto por fuera como por dentro. Cuando lo vio abrió mucho los ojos y se llevó las manos al pecho.
—¡Pero si lo has dejado como nuevo!
—Bah, no estaba tan sucio como parecía —afirmé, quitándole importancia a mi hazaña.
Nos pusimos a trabajar en el trastero y me movía como si la gravedad terrestre hubiese disminuido alrededor de mi humilde persona. Levantaba a pulso armatostes que el día anterior no habría podido mover sin ayuda y los lanzaba al montón de desperdicios como si fuesen almohadas de plumas. De vez en cuando la abuela me miraba, sorprendida por mi inusitada energía, y muchas veces nuestras miradas se cruzaron, pues yo no le quitaba ojo a su cuerpo, y no me molestaba demasiado en disimularlo. Porque, para mi sorpresa, el tónico revigorizante del doctor nosecuantos tenía un potente efecto secundario: un inusitado aumento del deseo sexual. Podéis imaginar el efecto que tuvo en alguien como yo.
Comencé a notarlo después del desayuno y a media mañana era insoportable. Tuve que ir al baño dos veces para intentar aplacar mi exagerada calentura. La primera vez que descargué en el lavabo mi erección no disminuyó en absoluto. Una hora después, cuando volví a mandar a mis soldaditos por el desagüe, se me quedó morcillona unos minutos pero muy pronto volvió a estar dura como un leño. Para colmo estaba obligado a trabajar codo con codo junto a una mujer que ya me excitaba antes de tomarme el puto brebaje. Si ella se dio cuenta no lo demostró, pero le miraba el culo y las piernas con tanto descaro que me habría sentido un pervertido de no ser porque en aquellos momentos solo funcionaba la parte más animal de mi cerebro.
A eso de las una paramos. Ella su puso a hacer la comida y yo me senté en la mesa de la cocina a beberme un botellín de cerveza, como ya había hecho otras veces. Normalmente hablábamos un poco, pero ese día yo solamente bebía y la miraba moverse por la cocina, canturreando y dando algún traguito a la copa de vino blanco que solía tomarse antes de la comida. Yo estaba más tenso que las cuerdas de un piano. Cuanto más la miraba más miedo me daba no poder controlarme, y no podía apartar los ojos de ella. En un momento dado se dio la vuelta y se acercó a la mesa. Fue un milagro que consiguiese mirarla a la cara y no a las tetas.
—¿Estás bien, cielo? Estás muy callado —dijo.
Me miraba con cierta preocupación, pero no demasiada. Quizá mi estado no era tan evidente a la vista como yo pensaba.
—Sí. Estoy bien.
Mi voz me sonó ajena, como si fuese otro quien hablase. Ella cogió el botellín de la mesa y lo levantó frente a sus ojos antes de tirarlo a la basura.
—Hijo, no bebas tan deprisa que te va a sentar mal. —Dicho esto sonrió, sacó otra cerveza de la nevera, la abrió y la puso en la mesa—. Toma, anda, que hoy te lo has ganado. Has trabajado como un león. Y yo que ayer te vi cansado y pensaba que hoy iba a tener que darte el día libre... ¡Ja ja!
Di un trago de cerveza y el poco raciocinio que me quedaba decidió que era buena idea intentar mantener una conversación. Si me concentraba en otra cosa tal vez dejaría de sentir como mi verga palpitaba entre mis piernas.
—¿Que... Que hay de comer, abuela?
—Albóndigas. ¿Te gustan, verdad?
—¡Joder... Me encantan! —exclamé.
Volvió la cabeza y me miró por encima de las gafas. No parecía enfadada, tan solo sorprendida.
—Pe... Perdona.
—No pasa nada. Tu padre y tu tío también son muy malhablados. Llevo toda la vida riñéndoles pero nada, ni caso. Fíjate que una vez que estábamos en la mercería... Tendría tu padre cinco o seis años... Pues estábamos en la mercería y...
Ella continuó parloteando, contando alguna anécdota familiar que seguramente ya había relatado mil veces. Yo apenas la escuchaba. Estaba empapado en sudor y no era solamente por el calor. Me terminé la cerveza de un trago y me levanté. Mi erección era tan potente que a pesar de los boxers y el chándal apuntaba hacia adelante, como un misil guiado por calor. Y la fuente de calor era una mujer madura que amasaba bolas de carne picada, ajena a lo que estaba a punto de ocurrir. Había perdido por completo el control de mis actos.
Me coloqué detrás de ella y puse mis manos en su cintura, justo donde las anchas caderas se estrechaban. La tela de su vestido era más fina de lo que parecía y noté el calor de su piel en mis dedos. Dio un pequeño respingo y volvió la cabeza, con una tierna sonrisa en sus labios rosados. Sin duda pensaba que iba a darle una inesperada e inocente muestra de afecto, un beso en la mejilla o un abrazo. Se equivocaba. Su expresión cambió por completo cuando notó mi erección en su culo y mis manos se aferraron a sus tetas como los bichos esos de la película Alien se aferraban a la cara de sus víctimas. Soltó un grito ahogado y una bola de carne picada cayó de sus manos a la encimera.
—Carlitos... ¿qué... qué haces? —consiguió decir. Su voz sonaba temblorosa y más aguda de lo habitual.
Yo no hablaba. Mi respiración era como la de un morlaco a punto de embestir (quizá por eso la etiqueta del tónico tenía un toro dibujado). Amasé sus grandes ubres con más fuerza, tan mullidas como imaginaba que serían, inabarcables para mis manos. A pesar de las cuatro capas de tela entre ambos, mi chándal, su vestido y la ropa interior, pude notar como la punta de mi estoque se hundía entre sus carnosas nalgas. Al fin reaccionó e intentó apartarme con sus manos pringadas de aceite de oliva, carne picada y ajo.
—¡Carlitos, por Dios! ¡Carlos!
Oírla gritar mi nombre y ordenarme que parase no me afectó en absoluto. Se apartó de la encimera y me llevó consigo, pegado como un koala a la espalda de su madre. Yo gruñía de pura excitación animal. Ella gemía y gritaba mi nombre una y otra vez, sacudiendo todo su cuerpo para librarse de mí. Me agarró las muñecas para apartar mis garras de sus senos pero no lo consiguió. Como ya dije, el tónico había aumentado mi fuerza. En su desesperación, mi abuela dobló el cuerpo hacia adelante, y eso me hizo levantar los pies del suelo, con gran parte de mi verga embutida entre sus nalgas. Aguanté sus sacudidas como un jinete de rodeo montando una yegua salvaje.
—¡Suéltame! ¡Carlos, por el el amor de Dios! ¡Para!
Entonces solté su teta izquierda y agarré su hombro derecho, rodeando su cuello con mi brazo pero sin llegar a ahogarla. Con la otra mano me bajé los pantalones y los gayumbos. Ella gritó e intensificó sus esfuerzos para liberarse. Conseguí levantarle el vestido hasta la cintura y pude notar la suave piel de sus posaderas en mi polla. Cuando estaba a punto de bajarle las bragas las leyes de la física se impusieron. Puede que el tónico me diese fuerza extra pero no hacía milagros; mi abuela era más alta y corpulenta que yo, y finalmente consiguió zafarse de mi presa. Agarrándome del brazo, me bajó de su espalda y me empujó, haciéndome caer de culo al suelo, con los pantalones por las rodillas y mi rabo tieso balanceándose en todas direcciones.
Se quedó mirándome, asustada y confusa, mientras recomponía su vestimenta. Tenía las mejillas encendidas, su pecho subía y bajaba deprisa y le temblaba el labio inferior. En algún momento de la refriega había perdido las gafas y sus ojos húmedos me miraban muy abiertos, como si fuese un extraño. Pero yo no estaba dispuesto a rendirme. Me puse en pie, el agresivo cíclope de mi entrepierna la miró fijamente y volví al ataque. Me lancé sobre ella con los brazos extendidos, buscando de nuevo sus pechos con mis ávidas manos. Entonces mi abuela demostró que además de ser fuerte tenía buenos reflejos. Antes de que pudiese volver a tocarla dio un rápido paso lateral y agarró el mango de una sartén. Lo último que vi antes de perder el conocimiento fue ese círculo de hierro trazando un arco en dirección a mi cabeza.
¡PLANK!
CONTINUARÁ...
3 comentarios - El tónico familiar (1-2).