Hola amigos. Hoy os traigo el primer capítulo de una nueva serie de amor filial y perversiones varias que estoy escribiendo. Que lo disfrutéis con salud.
EL TÓNICO FAMILIAR.
CAPÍTULO UNO (parte 1).
En 1991 yo tenía 19 años y me masturbaba varias veces al día. Es una forma extraña de comenzar un relato pero es la verdad, y un dato importante para entender los acontecimientos que tuvieron lugar aquel año. Andaba más salido que el pico de una plancha, más caliente que el perro de Satán... Creo que ya os hacéis una idea.
Para colmo no tenía novia. Y salvo que alguna chica del barrio bebiese suficiente birra y fumase bastante droga porro como para dejarse manosear o acceder a hacerme una desganada paja, mi vida sexual era tan triste como la de Robinson Crusoe. Más aún, ya que al menos el amigo Robinson podía aliviarse petando el moreno culo del indígena aquel que se encontró en la isla. Yo tenía que conformarme con un par de revistas que ocultaba bajo el colchón (sabiendo que mi madre sabía que yo sabía que ella sabía que estaban ahí y lo que hacía con ellas), y con un par de cintas de VHS que mi padre escondía en una recóndita repisa de un armario.
Cada vez que me quedaba solo en casa, trepaba cual empalmado Spiderman en busca de aquel tesoro de plástico negro. Me sentaba en el sofá del salón desnudo de cintura para abajo y me escupía en la mano derecha, con el mando a distancia en la izquierda y los ojos fijos en la pantalla. En aquella época no podías meterte en el baño y meneártela viendo en el smartphone las fotos en bikini que sube al isntagram tu prima la maciza, o el onlyfans de alguna gamer culona sacando la lengua y poniéndose bizca como una retrasada mientras su novia transexual de pelo azul se corre en el tatuaje de Pokémon de su teta derecha. Tampoco podías encender la computadora, entrar en tu web favorita y elegir entre el vídeo de una madurita rodeada de mandingos o el de una colegiala de 24 años siendo sodomizada por su bien dotado padrastro.
Esas cintas eran todo el “PornHub” del que disponía, y las había visto tantas veces que me sabría los diálogos de memoria si no fuese porque siempre me los saltaba. Pero aunque prefiero la tecnología actual, recuerdo con cierta nostalgia aquellas sacudidas de sardina frente a la tele, el rumor del reproductor de vídeo, la adrenalina cuando mis padres regresaban antes de lo previsto y tenía que abortar misión, devolver la cinta a su lugar a la velocidad del rayo y disimular. Ah, que buenos ratos pasé, y cuántas botellas de leche habría podido llenar mientras miraba hipnotizado la boca golosa de Ginger Lynn, el culo perfecto de Nina Hartley o los maternales pechos de Kay Parker.
En el mundo real, no conocía a diosas lascivas como aquellas, y si encontraba a alguna parecida mi escasa habilidad para la seducción se hacía patente. No es que fuese tímido o inseguro, simplemente se me daba mal ligar. Y si llevaba unas copas de más era aun peor, ya que terminaba soltando alguna obscenidad y más de una vez me llevé una bofetada femenina o tuve que huir de un novio enfurecido. Mi físico tampoco ayudaba. Aunque no era del todo feo tenía la nariz grande como un villano de dibujos animados y los ojos un poco saltones, lo cual propiciaba que a veces mi mirada se pareciese demasiado a la de un maníaco sexual. Tenía el cabello oscuro y la piel morena, y en cuanto me crecía un poco el pelo todo el mundo me tomaba por gitano. Tanto era así que si me cruzaba por la calle con una señora se agarraba el bolso y me miraba desconfiada (la gente era más racista entonces. Seguro que ahora esas cosas no pasan). Pero mi principal hándicap a la hora de tratar con el sexo opuesto era mi estatura. Medía 1,62 m, y digan lo que digan la inmensa mayoría de las mujeres prefieren hombres altos. Al menos estaba delgado y mi miembro viril tenía un tamaño bastante digno. Tal vez no podía competir con las grandes e ilustres pollas del cine X pero desde luego estaba varios centímetros por encima de la media.
Como iba diciendo, era 1991, y todo comenzó en una tranquila mañana de junio. Yo estaba tirado en el sofá, aún ataviado con un holgado pantalón de pijama y una descolorida camiseta verde que llevaba para andar por casa. En la tele ponían uno de esos aburridos programas matinales para amas de casa y desempleados, y aunque no me interesaba un carajo la entrevista que estaba haciéndole a nosecual cantante, las piernas de la presentadora hicieron ponerse firme a mi guerrero de cabeza carmesí. No recuerdo el nombre de la tipa, una cuarentona con el pelo corto, tirando a rellenita y con una agradable sonrisa. Llevaba uno de esos trajes de chaqueta muy de la época (o eso creo, no entiendo mucho de moda), tenía las piernas cruzadas y la falda dejaba a la vista el comienzo del muslo y una apetitosa pantorrilla. Lucía medias blancas y zapatos de tacón. Por las mañanas estaba especialmente cachondo, y eso bastó para que metiese la mano bajo el pijama y me acariciase el manubrio con cautela. No sería la primera vez que descargaba viendo un programa cualquiera de televisión, estimulado tan solo por un par de piernas o un escote generoso.
Mi padre estaba trabajando y mi madre había salido temprano. Podía coger una de mis revistas e incluso poner una cinta en el video, pero decidí dedicarle la primera corrida del día a aquella señora tan simpática. Me disponía a levantarme en busca de un par de kleenex para rematar la faena cuando escuché abrirse la puerta principal. Por si no lo he dicho, vivía con mis padres en un piso de dos dormitorios, en un bloque de viviendas en un barrio obrero de una ciudad cuyo nombre omitiré. De inmediato dejé de tocarme y empujé mi rampante verga contra el muslo, doblando la pierna para disimular una inminente tienda de campaña. Tenía la costumbre de dormir sin ropa interior y a veces disimular las erecciones mañaneras era todo un desafío.
Escuché los inconfundibles pasos de mi madre en el pasillo de la entrada. Escuché cómo dejaba en la cocina las bolsas de la compra con un sonoro suspiro. Escuché los pasos de nuevo en el pasillo y el repiqueteo furioso de su pie en el suelo mientras me miraba, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, a un par de pasos del sofá. Estaba enfadada.
—¿Qué? Toda la mañana ahí tirado haciendo el vago ¿verdad? A cuerpo de rey. Cuando llegue tu padre te vas a enterar.—Dicho esto, se dio media vuelta y regresó a la cocina murmurando.
Antes de continuar, se impone una pausa para hablaros de ella. Como podéis suponer por lo relatado hasta ahora, mi exacerbada libido convertía en objetivo válido a casi cualquier mujer que entrase en mi campo de visión, y por supuesto mi madre no era una excepción. Aunque no se me pasaba por la cabeza intentar algo con ella, hacía ya tiempo que mi mente había derribado ese tabú y me permitía fantasear a menudo con la mujer que me había llevado en su vientre durante nueve meses.
Se llamaba Rocío y por aquel entonces tenía 43 años. Llevaba el pelo corto, a lo garçon (creo que se escribe así), teñido de rubio, con un travieso flequillo que a veces le tapaba el ojo izquierdo. Era incluso más bajita que yo, rondando los 1,55 m, y obviamente a ella le debía mi corta estatura. Si bien era pequeño, su cuerpo estaba bien proporcionado, y se mantenía en buena forma sin necesidad de dietas ni gimnasio. Tenía los pechos muy pequeños y si llevaba sostén era por puro pudor, ya que se mantenían firmes sin necesidad de ayuda. Sin duda su punto fuerte era su trasero: prieto y respingón como el de una gimnasta. Alguna vez había escuchado a mi padre presumir de que su mujer tenía el culito de una colegiala, aunque yo no estaba del todo de acuerdo. A pesar de su estatura y sus formas engañosamente juveniles era una mujer hecha y derecha, con el encanto de la madurez y una energía inagotable que contrastaba con su diminuta figura.
No es que estuviese obsesionado con ella o tuviese algún trastorno edípico; ni estaba enamorado de mamá ni quería matar a papá (¿quién pagaría entonces la hipoteca? jaja). Simplemente la incluía de vez en cuando en mis fantasías masturbatorias, sobre todo cuando me la cascaba en la ducha y tiraba de imaginación. Mi familia era poco numerosa y no había muchas mujeres. Además de mi madre, también entraba a veces en la rotación pajeril la borracha de mi tía Bárbara, la esposa del hermano de mi padre, pero ya os hablaré de ella en otro momento.
¿Por qué estaba tan enfadada mamá esa mañana? Tenía motivos, desde luego. Hacía más de un año que yo había dejado los estudios para dedicarme a trabajar, y en ese tiempo no me había partido el lomo precisamente. Mi padre, un sociable taxista que conocía a media ciudad, me había encontrado varios empleos tirando de contactos, pero en todos me habían despedido o había renunciado. Justo el día anterior a esa mañana me habían echado de una obra donde un amigo de mi viejo era el capataz. ¿Cómo iba yo a saber que lo de “la hora del bocata” era una forma de hablar y que solo duraba 20 minutos? Que después me fumase un canuto y me echase una siesta sobre unos sacos de cemento tampoco ayudó. De todas formas la construcción no era lo mío.
A la hora de comer llegó mi padre, Antonio. Me parecía injusto que un tipo que trabajaba sentado midiese metro ochenta, y no haber heredado ni una pulgada de esa estatura. Debía pesar unos cien kilos, y a veces me preguntaba cómo es que no había asfixiado a mi madre cuando follaban. Supongo que ella se ponía siempre encima, o a cuatro patas, para no ser aplastada por semejante mole. Nunca los había visto consumando el matrimonio, pero a veces escuchaba desde mi habitación el ruido del colchón y algún suave gemido femenino. Unos sonidos cada vez menos comunes, por cierto.
Después de una larga bronca en la que me echó en cara que le hubiese dejado en mal lugar con su amigo, que fuese un vago, que fumase droga porro, etc, nos sentamos los tres a comer en la mesa de la cocina. Mi madre hablaba poco, seria y cariacontecida. Era un poco melodramática y cualquier pequeño problema podía parecerle una tragedia. Mi padre continuaba con el sermón mientras su espeso bigote se llenaba de migas de pan, alternando gruñidos y frases cortas con rebosantes cucharadas de judías con chorizo.
—Se acabó. No pienso buscarte ni un trabajo más.
—No hace falta. Ya lo buscaré yo —dije, procurando no sonar demasiado desafiante. Mi viejo nunca me había pegado pero tampoco era conveniente enfadarle demasiado.
—¿Ah si? Eso me gustaría verlo. ¿Vas a encontrar trabajo en ese parque al que vas con los inútiles de tu amigos, bebiendo litronas y fumando porros?
—Ya está bien. Tengamos la comida en paz —intervino mi madre, mirándonos a ambos.
Tras unos minutos de silencio mi padre enderezó la espalda y me miró, como si acabase de tener una idea. Entonces pronunció la frase que daría lugar a todos los interesantes acontecimientos de aquel verano.
—Te vas a ir al pueblo.
Se refería al pequeño pueblo donde vivía su madre, mi abuela Felisa. Tanto mamá como yo lo miramos extrañados. El cabeza de familia continuó hablando, orgulloso de su idea.
—A tu abuela le vendrá bien la ayuda. Quiere limpiar el trastero y pintar la casa, y la ayudarás también con el huerto y lo demás. Ya verás como se te quita la tontería pasando unos meses allí.
—¿Meses? —exclamé cuando entendí lo que pretendía mi padre—. Si la abuela necesita ayuda puedo ir el fin de semana, pero no voy a pasarme todo el verano en el pueblo.
—Ya lo creo que lo harás. Mañana te llevo en el taxi.
—Pero...
—Ni pero ni pera. No vas a pasarte todo el verano aquí tocándote las narices.
—Además, así le haces compañía a la abuela, que últimamente apenas vamos a verla —dijo de pronto mi madre. Normalmente se ponía de mi parte durante las broncas, pero aquel día se pasó al bando de su marido.
Estaba decidido. Durante el resto del día me dediqué a rumiar mi frustración y a hacer la maleta. Por la tarde pasé un rato en el parque con los colegas, a quienes comuniqué la mala noticia. Se burlaron un poco de mí porque iba a pasar el verano en casa de la “abuelita” rodeado de catetos de pueblo, los llamé hijos de puta, nos reímos, bebimos, fumamos, le tiré los trastos a un par de zorritas de instituto que se acercaron al olor de los porros, me rechazaron, bebimos, fumamos. Lo habitual.
Llegué a casa casi a medianoche, hambriento y con los ojos rojos como el culo de un mandril. Como de costumbre mi padre se había acostado temprano y mamá estaba dormida en el sofá, con la tele encendida. La observé sentado en un sillón mientras me comía un sandwich. Llevaba puesto su habitual atuendo veraniego de andar por casa: una camiseta de algodón sin mangas que le llegaba hasta las rodillas. No transparentaba pero se ceñía a las formas de su compacto cuerpo. Estaba tumbada de lado, con las rodillas flexionadas, y el resplandor azulado del televisor brillaba en la tersa piel de sus piernas. Me encantaban sus piernas, y ella no tenía reparos en mostrarlas. Aunque su forma de vestir no era provocativa muchas veces llevaba faldas cortas o shorts, luciendo la carne firme de sus muslos y unas pantorrillas en las que, cuando llevaba tacones, los gemelos se marcaban de una forma que por algún motivo resultaba muy sensual. Cuando me terminé el tentempié mi soldado ya estaba en pie de guerra, embutido de forma muy poco discreta entre mi muslo y la pernera de mis tejanos.
Estaba lo bastante fumado y borracho como para hacer algo que pudiese lamentar, y ya me había llevado una bronca ese día. Si por perder un trabajo me había ganado un verano de exilio rural, si manoseaba a mi madre dormida puede que me mandasen varios años a un monasterio en el Tibet. Así que me fui a mi dormitorio, me desnudé y saqué una de las revistas de mi alijo. La verdad es que apenas miré las fotos. La imagen de mi madre no se me iba de la cabeza y descargué imaginándola en una intensa escena que incluía sexo anal y tratamiento de crema facial recién fabricada en mis santos cojones. Reconozco que fue una pequeña venganza por no haberme apoyado en la discusión con mi padre, ya que mis actos imaginarios con ella solían ser más suaves. Después de limpiarme me fumé un cigarro y me dormí, sin llegar a imaginar, ni de lejos, lo que realmente me esperaba aquel verano.
A día siguiente, después de desayunar, mamá me despidió con un largo beso en la mejilla y un “Pórtate bien” entre amenazante y cariñoso. Durante el trayecto mi padre y yo no hablamos demasiado, aunque ya no estaba tan enfadado como el día anterior. Ni siquiera se quejó cuando encendí un cigarro. Tenía su taxi impoluto y no le gustaba que oliese a tabaco. En poco más de una hora llegamos al pueblo donde había nacido.
Era un villorrio de apenas mil habitantes. Cuatro calles empedradas en las que podía encontrarse poco más que una iglesia, el ayuntamiento y un bar (los tres pilares de la civilización). La mayoría de los habitantes eran viejos, ya que los jóvenes se largaban en cuanto podían, y el tiempo parecía haberse detenido cuarenta años atrás. El escaso turismo se debía al bonito paisaje montañoso que lo rodeaba.
Para colmo la abuela no vivía en la localidad sino un una de las parcelas de las afueras, a una media hora a pie del “centro urbano”. Cuando llegamos mi padre se bajó para abrir la chirriante verja de hierro que daba acceso a la propiedad familiar. Yo también me bajé y entré por el camino de gravilla blanca y gris. Desde luego era un lugar agradable, una pequeña parcela de terreno rodeaba la vivienda, un vergel de árboles frutales, hierba verde y plantas varias (la botánica no es mi fuerte), entre las que abundaban las flores. Aún así se notaba que las labores que requería el lugar eran demasiado para una mujer sola. En algunas zonas la vegetación crecía salvaje, era evidente que la blanca fachada de la casa necesitaba una mano de pintura y el viejo Land-Rover de mi difunto abuelo estaba cubierto de barro y polvo.
La abuela Felisa nos esperaba en el porche, junto a una gruesa columna de madera y rodeada de coloridas macetas. Vestía una de sus características batas floreadas y su sonrisa se ensanchaba a medida que nos acercábamos a ella. No sabía su edad exacta. Era anticuada para muchas cosas y eso de que una señora debía ocultar su edad real lo cumplía a rajatabla. En cualquier caso, debía rondar unos bien llevados 60 años, por que mi padre tenía 44 y lo había parido siendo adolescente. Era una mujer robusta, de caderas anchas y nalgas abultadas, piernas fuertes de campesina y un busto generoso. Muy, pero que muy generoso. Las redondeces no se limitaban a su cuerpo; tenía las mejillas regordetas y rosadas, propensas a enrojecer como manzanas maduras.
Me saludó con un efusivo abrazo y varios sonoros besos en la frente. Me sacaba una cabeza de estatura y mentiría si dijese que no aprovechaba esas ocasiones para hundir el rostro brevemente entre sus colosales tetas. No era algo puramente sexual, lo creáis o no, esa sensación mullida y cálida era agradable en todos los sentidos. Desde la pubertad notaba cierto calambre en la entrepierna durante esos abrazos, pero nunca había pensado en la abuela Felisa durante mis numerosas sesiones masturbatorias.
—¡Pero qué guapo y alto estás, Carlitos! —exclamó, con su voz suave y aguda. Era la única a la que consentía llamarme “Carlitos”.
—¿Alto? ¿Ya te estás burlando de mí, abuela? —bromeé yo.
—Anda, anda... Pasad dentro que estoy haciendo café.
Saludó también a mi padre con un beso en la mejilla y entramos. La casa debía tener más de cien años y era la típica vivienda rural, amplia y sencilla, con vigas de madera en los altos techos y paredes blancas. En la entrada me detuve unos segundos a mirar un retrato en blanco y negro de mi abuelo, fallecido dos años antes. En la foto debía tener treinta años, llevaba traje y posaba de pie junto a una silla. Era un tipo alto y delgado, de piel morena y pelo negro. Sin duda a él debía mi aspecto agitanado y la prominente nariz que lucía orgulloso en aquella foto.
En la cocina nos sentamos a tomar café y comer gruesas tostadas. Yo ya había desayunado, pero no quería comenzar con mal pie mi larga visita. Como a la mayoría de las abuelas, a la mía no le gustaba que rechazasen su comida. Me mantuve callado mientras mi padre hablaba con su madre de esto y aquello. La abuela se mostraba agradable e incluso alegre, aunque en sus ojos verdes, tras las grandes gafas de montura nacarada, aun podía verse la tristeza por la muerte de su marido. Me fijé en que esas gafas la hacían parecer mayor de lo que era. No tenía muchas arrugas y solo se hacían evidentes alrededor de los ojos cuando sonreía. Su cabeza estaba coronada por una espesa mata de grandes rizos que le llegaba hasta la nuca. Era pelirroja, pero las numerosas canas le daban a su pelo un aspecto entre rubio y rosado. Había visto fotos suyas de joven, aunque había ganado mucho volumen lo había ganado en los lugares correctos, y se podía decir que estaba envejeciendo muy bien. Era una mujer madura pero estaba muy lejos de ser una anciana.
—A ver si metes a éste en vereda, que allí en la ciudad no da golpe —dijo mi padre. Sin que me diese cuenta la conversación había derivado hacia mi persona.
La abuela me dedicó una sonrisa encantadora. Rara vez se maquillaba, pero sus labios tenían siempre un natural tono rosado. También conservaba todos los dientes en buen estado, algo poco habitual en una mujer de su edad en aquella época.
—Bueno, aquí trabajo no le va a faltar, eso seguro —dijo ella.
—Bah, no será para tanto —intervine, por no quedarme fuera de la conversación. Que hablasen de mí como si no estuviese delante me sacaba de quicio.
—¡Uy que no, cariño! Ya verás cuando entres en el trastero.
Una media hora después mi padre se despidió de su madre y lo acompañé al coche para coger mi maleta. Aprovechó esos minutos para una retahíla de consejos y amenazas.
—Haz lo que te diga sin rechistar ¿estamos? Y nada de bajarte al pueblo para escaquearte.
—Vale.
—Ni se te ocurra fumar porros ¿No te habrás traído droga, verdad?
—Claro que no, joder.
—No digas tacos, copón. Y pórtate bien con la abuela.
—¿Cuándo me he portado yo mal con la abuela?
—Tu madre y yo vendremos este fin de semana o el siguiente.
—Aquí estaré. Qué remedio.
Cuando al fin se metió en su taxi y se marchó, cerré la verja y entré en la casa, mentalizándome de que iba a pasar allí todo el verano. Fui a a deshacer en la maleta a la habitación donde solía quedarme, un dormitorio con dos camas que habían pertenecido a mi padre y a su hermano. El resto del mobiliario consistía en un armario de dos puertas, un desvencijado escritorio y una silla. Al menos había una buena ventana junto a la cual podría fumar sin que la abuela lo oliese. Obviamente le había mentido a mi padre y llevaba escondida en la maleta media bellota de buen hachís.
Volví a la cocina y encontré a mi anfitriona lavando los cacharros del desayuno. Había cambiado la bata por un sencillo y desgastado vestido veraniego, verde y con diminutas florecillas blancas, sin mangas y largo hasta las rodillas. Calzaba unas recias botas que ocultaban sus tobillos y resaltaban las fuertes pantorrillas. Un pañuelo azul en la cabeza ocultaba gran parte de sus rizos. Ese era su atuendo de faena, y combinaba muy bien con su ternesca anatomía.
—¿Te ayudo con algo? —pregunté.
—Voy a darle de comer a las gallinas, que ya es hora. Anda, ven conmigo.
Salimos y rodeamos la casa. De un pequeño cobertizo junto al gallinero sacó un cubo, lo llenó de pienso y entramos en el corral que mantenía a las gallinas cautivas. Las estúpidas aves se arremolinaron en torno nuestra y comenzaron a picotear el alimento que mi abuela dejaba caer en la tierra. De pequeño me encantaba jugar con ellas pero ahora las prefería en un plato y acompañadas de patatas fritas. Aproveché para echar un vistazo a la parte trasera de la parcela. A unos metros estaba el huerto, donde solían crecer tomates, cebollas, melones, etc. Al otro extremo crecía un enorme roble, que sin duda estaba allí mucho antes de que se construyese la casa. Mas o menos en el centro estaba la “piscina”, poco más que una alberca que el abuelo había acondicionado, instalando una depuradora de agua y cubriendo el interior con azulejos blancos. Apenas se podía nadar debido a su tamaño pero iba bien para refrescarse en verano. Estaba rodeada por un rectángulo de césped, una sombrilla y algunos viejos muebles de jardín.
—¿Bajas a menudo al pueblo, abuela? —pregunté, por hablar de algo. El cacareo de las gallinas comenzaba a resultar molesto.
—No mucho, la verdad. Los domingos voy a misa, claro. Entre semana voy una vez como mucho, si necesito algo.
Asentí, sin saber muy bien qué decir a continuación. ¿De qué se habla con una señora de pueblo? Quería mucho a mi abuela, por supuesto, pero rara vez estaba a solas con ella, y mucho menos durante todo un verano. A los dos nos gustaba hablar, pero si no encontraba algo que tuviésemos en común iban a ser unos meses llenos de silencios incómodos.
—Pero tú puedes bajar cuando quieras —añadió—. Puedes coger la bicicleta de tu tío David.
—¿Y el Land-Rover? Tengo carnet de conducir.
—Está estropeado —dijo, y soltó un breve suspiro.
Al parecer no le gustaba hablar del vehículo, seguramente porque le recordaba a mi difunto abuelo. Decidí no volver a sacar el tema. Ese día no hicimos mucho más. Tal vez no quería asustarme dándome demasiado trabajo el primer día o tal vez mi padre había exagerado y no había tanto que hacer (me equivocaba). Después de comer nos sentamos en la sala de estar y vimos una telenovela sudamericana a la que estaba enganchada. Al fin llegó la noche y ella se acostó temprano, antes de las diez. Yo me quedé un rato viendo la tele, pero en aquella época no había mucha variedad y antes de las doce me fui a la cama.
No tenía sueño y hacía calor. Encendí el transistor que encontré en un cajón del escritorio y puse un programa deportivo. Con la luz apagada para que no entrasen bichos por la ventana, me fumé medio porro y me tumbé en la cama en gayumbos, aburrido pero sin nada de sueño. Se imponía la necesidad de una buena paja. No había metido en la maleta ninguna de mis revistas por temor a que la abuela las encontrase y, en su puritanismo pueblerino, me tomase por un pervertido. Tampoco me apetecía cascármela en el baño de aquella vetusta casa, en mitad de la noche, sin poder posar la vista en al menos un anuncio de lencería. Pensé que tal vez en la sala de estar había alguna revista del corazón a las que tan aficionadas son las señoras o algún catálogo de ropa.
Sin ponerme nada encima salí al pasillo, caminando con todo el sigilo de que era capaz y alumbrando la oscuridad con mi mechero. Por suerte no soy miedoso, pues una casa como aquella, silenciosa y en mitad de la noche, habría amedrentado a más de uno. En la sala de estar solo encontré un periódico de la semana anterior. Frustrado, deambulé un poco por la casa. Fui a la cocina. Me comí un trozo de queso y regresé al pasillo, dispuesto a rendirme. Entonces tuve una idea ¿y si la abuela tenía alguna revista en su dormitorio? Mi madre leía en la cama, y siempre tenía revistas y libros en la mesita de noche. Era arriesgado, pero si la abuela se despertaba podría inventarme cualquier excusa. Fui hasta la puerta de su dormitorio, giré el picaporte como quien desactiva una bomba y abrí la puerta muy despacio. Escuché su respiración antes de entrar. Sin duda estaba profundamente dormida. Abrí más la puerta y entré en la alcoba, muy despacio.
Lo que vi entonces cambió por completo mi forma de enfocar aquel impuesto retiro estival. Di un par de pasos y me quedé paralizado junto a la gran cama de matrimonio. Sobre la inmaculada sábana blanca reposaba plácidamente el voluptuoso cuerpo de Felisa, viuda de Juan Ramón, madre de Antonio y David, y abuela del joven en paños menores que la miraba como si la viese por primera vez. Dormía destapada, como era lógico por la temperatura tropical de esa noche, sin más vestimenta que un corto y ligero camisón con tirantes, de satén o algo parecido (no entiendo mucho de tejidos), y unas bragas blancas. Estaba tumbada de costado, y sus pechos liberados del sostén eran aún más grandes de lo que imaginaba. No habría podido abarcar con ambas manos ni siquiera la porción de ellos que el escotado camisón dejaba a la vista, y eso era menos de la mitad del impresionante tamaño total. La prenda de dormir también dejaba ver sus muslazos pálidos y el resto de sus magníficas piernas así como el comienzo de las amplias nalgas.
La exuberancia de su cuerpo contrastaba con la austeridad de la habitación, cuyas blancas paredes solo adornaban un crucifijo, un espejo antiguo y un par de fotos familiares. Su rostro dormido era angelical, y la luz de la luna que se colaba por la ventana le daba a su cabello un tono plateado, y a su piel pecosa de pelirroja la textura del mármol pulido. Me estoy poniendo algo cursi, así que también diré que en cuestión de segundos se me puso la polla más dura y tiesa que el cañón de un tanque apuntando a un campanario.
Lo que tenía ante mí era lo que ahora llamaríamos una madurita gordibuena. Una GILF en toda regla. Una veterana chichona con ortazo, como dirían nuestros hermanos del otro lado del charco. Me pregunté como era posible haber pasado por alto hasta entonces semejante compendio de sensualidad, y en cuestión de segundos toda mi infancia y adolescencia se reescribió en torno a esas curvas de locura. Todas las veces que me había estrujado contra esas tetazas, las miradas furtivas a su escote en las reuniones familiares, cuando se sentaba bajo la sombrilla o salía de la piscina con el bañador pegado a la piel ¿Cómo no había prestado a ese cuerpo de diosa de la fertilidad la atención que merecía? Pero eso iba a cambiar, empezando esa misma noche.
Mis calzoncillos eran tipo boxer, así que me la saqué por la abertura frontal, huevos incluidos, y comencé a meneármela allí mismo. Era arriesgado, pero la inesperada revelación, el repentino calentón y la calma que me aportaba siempre la droga porro me hicieron dejar de lado la prudencia. Sabía que la abuela tenía el sueño pesado, y si abría los ojos y me veía estrujándole el cuello al ganso en su dormitorio podría inventar alguna excusa. A veces era bastante ingenua y desde luego más crédula que mis padres. Di un paso a la derecha para tener una mejor vista de sus tetas y aceleré el ritmo de mi mano. No tuve tiempo de formar en mi mente ninguna fantasía concreta, tan solo la miraba embobado, y en menos de un minuto ya estaba a punto de acabar. Caí en la cuenta de que no llevaba kleenex ni nada parecido, y aunque me corriese en la mano cabía la posibilidad de manchar la alfombra que cubría el suelo de casi toda la estancia, algo que sin duda mi pulcra abuela notaría al día siguiente. Tampoco quería enlechar mis gayumbos, pues era ella quien tenía que lavarlos.
Pero ya era tarde. El orgasmo era inminente y no había forma de pararlo. Miré desesperado a mi alrededor. En la mesita de noche solo estaban sus gafas y un pequeño cuenco de cristal con un rosario dentro (no tenía revistas, después de todo). Miré hacia atrás y vi que junto a la ventana abierta había un arcón de madera. Me subí al mueble deprisa, con tanto sigilo como me permitía la situación, luchando por retrasar la eyaculación y conteniendo el aliento. Subido allí, el alféizar me llegaba a la altura de los muslos, así que me incliné hacia adelante, justo a tiempo para que mi impetuoso lechazo saliese disparado hacia el exterior. Fue uno de los orgasmos más intensos que había tenido hasta entonces. La corrida fue larga y abundante y de puro milagro no me caí por la ventana. La lluvia de semen se la llevó en gran parte uno de los rosales que había en la fachada. Era imposible que al día siguiente alguien pudiese verlo en aquel amasijo verde de hojas y espinas. Sacudí las últimas gotas y devolví mis gitanales al interior de los boxers, antes de soltar un largo y silencioso soplido y coger aire de nuevo. En el silencio de la noche solo se escuchaban los grillos, la respiración plácida de mi abuela y el latir acelerado de mi corazón. Bueno, eso último solo lo escuchaba yo.
Era hora de largarse. Puse un pie en el suelo y en ese momento la madera del arcón crujió como el casco de un puto barco pirata. La abuela durmiente se revolvió en sueños. Me quedé paralizado. Al menos ya no tenía el rabo en la mano y si me veía sería más fácil explicar mi presencia allí. Había escuchado un ruido fuera y quería echar un vistazo a la parte de atrás de la casa desde su ventana; eso era todo. Ella soltó una especie de suspiro, sin abrir los ojos, y giró el cuerpo hasta quedar tumbada bocarriba. En pocos segundos su respiración se normalizó de nuevo. La visión de sus tetazas en todo su esplendor casi me la pone dura otra vez, pero debía pirarme y no tentar más a la suerte. A cámara lenta, puse el otro pie en el suelo y me largué, cerrando la puerta con sumo cuidado.
Cuando me tumbé en la cama, sudoroso y aún con el pulso desbocado, medité sobre lo que acababa de pasar. No me sentía culpable, desde luego. Ya tenía fantasías incestuosas con mi madre y no me suponía ningún problema moral. Pero debía andarme con cuidado, ya que iba a pasar todo el verano en aquella casa con la nueva musa de mis deseos prohibidos, el nuevo y tal vez el mejor descubrimiento de mi hiperactiva libido. Me fumé el medio porro que había dejado apagado junto a la ventana y me dormí entre imágenes mentales de aquel maravilloso cuerpo bañado por la luz de la luna.
CONTINUARÁ...
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