You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

Mi primera infidelidad

                Un inesperado impulso me lleva a presionar con mis pequeñas manos las teclas de la notebook. Las palabras aparecen con una rapidez impresionante, como si no tuviera que pensar un segundo en qué es lo que voy a poner a continuación. Soy una persona con una fuerte determinación, sí. Pero aun así me asombro de mi propia faceta literaria.  Fue el doctor Ezeiza Pol, mi terapeuta, el que me recomendó que plasme mis recuerdos en letras, aunque ahora no siento que lo haga por ese consejo, sino por una necesidad catártica que apareció casi de la nada. Creo que en el fondo, ambos sabemos que todo se reduce a mi distanciamiento con papá, a mi necesidad imperiosa de tener una imagen paterna constante, y al trauma que me dejó el hecho de que se separara de mamá cuando era muy chica.
                Estamos rotos desde que nacemos. Había escuchado esa frase en una serie animada, que dejé de ver porque me parecía muy deprimente por cierto. Pero hasta el momento no podía refutarla. Parecía estar condicionada desde que tengo uso de razón, como si todo lo que hiciese estuviera destinado a ser de esa forma y de ninguna otra. Incluso en mis actos de rebeldía, terminaba por concluir que esa misma rebelión había sido trazada para mí.
                Estoy divagando, lo sé. Cuando me decidí a escribir, me pregunté por dónde comenzaría a hacerlo. Por qué parte de mi vida. Inmediatamente me di cuenta de que no quería empezar por mi niñez solitaria. Y no digo solitaria porque careciera de amigas, ni por haber sido discriminada. Solitaria por el abandono de papá, solitaria por la muerte de tía Guillermina, solitaria por tener que cuidar de mamá, incluso más de lo que ella me cuidaba a mí, solitaria por no saber dónde estaba parada, solitaria por ser hija única...
                Tampoco quiero empezar por mi adolescencia. Esa época estuvo marcada por la inseguridad y la autoestima baja.  Resulta que soy muy pequeña, y muy blanca, y eso me hacía sentir como una niña insulsa al lado de mis amigas a las que ya les crecía un impresionante busto. Digamos que tardé un poco más en desarrollarme.
                Así que solo me voy a retrotraer a diez años en el pasado. Fue ahí cuando empecé a convertirme en la mujer que soy hoy. Con todo lo bueno y lo malo que eso significa.
                Para entonces había pasado poco tiempo de que vivía en un departamento de Palermo. Dicho inmueble fue comprado por mi padre, quien suele tener una única manera de demostrar afecto: utilizando dinero. Yo estaba saliendo con Mariano, un rubiecito lindo y dulce. Tenía veinticinco años, se dejaba crecer una sexy barba, y tenía una sonrisa entre cómica e infantil. Como ya estábamos saliendo hacía dos años, si mal no recuerdo, pasaba mucho tiempo en mi depto, al punto tal que prácticamente vivía conmigo.
                No tenía casi quejas sobre el pobre de Mariano. Tenía un carácter débil que yo compensaba con el mío. Era de esas personas que no soportaban el silencio, por lo que solía irritarme cuando no dejaba de hablar. Aunque, a pesar de eso, en general tenía buena conversación. En la cama, al principio nos llevábamos bien. Como todos los veinteañeros, no podíamos pasar un día sin coger. Pero eso de a poco se fue apagando. O mejor dicho, se fue apagando en él, porque yo seguía tan caliente como siempre. Paulatinamente, dejó de buscar mi cuerpo con la regularidad que yo pretendía, cosa que me llenaba de miedos e incertidumbre.
                Su desgana me hizo desconfiar. Cada vez que podía, revisaba su celular, pero no encontraba nada incriminatorio, lo que me dejaba más alterada de lo que ya estaba, ya que si no se estaba acostando con nadie más ¿Por qué no quería hacerlo conmigo?
                Para ese entonces, ya había aprendido a sacarle provecho a mi cuerpo. Resulté ser mucho más voluptuosa de lo que, de adolescente, hubiera imaginado. Mi piel blanca dejó de tener esa palidez exacerbada de antes. Y sobre todo, sabía usar ropas que resaltaran mis virtudes y ocultaran mis defectos. Pero de todas formas, gracias a ese desinterés de Mariano, la criatura insegura que habitaba en mí, estaba saliendo de nuevo a la superficie.
— ¡Me estás cagando con alguien! — afirmé una noche, después de que me sentara sobre su regazo casi desnuda, sólo vestida con una tanga, sin lograr el efecto esperado en él.
                Mariano me juró que no. Luego me acusó de loca. Luego rogó que recapacitara. Finalmente lo eché del departamento.
                No era la primera vez que lo sacaba en medio de la noche. Sabía que podía refugiarse en lo de sus viejos, o en lo de algunos amigos, los que no eran pocos. Pero de todas formas, en algún momento empezaba a darme lástima, y le decía que volviera. Eso hacía la mayoría de las veces. La minoría de ellas, lo dejaba que anduviera por ahí, y me rehusaba a contestarle los mensajes. Esa noche fue una de esas. Estaba convencida de que me traicionaba con alguna de sus compañeras de trabajo, o de la facultad. No era un chico que pasara desapercibido. Lindo, elegante, amable. Aunque podrían parecer características muy comunes, era muy difícil encontrar las tres en una sola persona.
                Cuando se me metían esas cosas en la cabeza, no había quién me las sacara. Hasta el día de hoy no sé si realmente me estaba engañando o no. Me inclino a creer que no. Pero entonces, la duda sigue sin respuesta ¿Por qué no me cogía?
                Me di un baño, me maquillé, me puse un pantalón negro que se ajustaba tanto a mi cuerpo que casi me sentía desnuda. Arriba un top blanco, y encima una camperita negra. El pelo suelto. Botas con plataforma enorme. Me miré al espejo. Estaba muy linda. Paula diría que estaba hecha una puta.
                Cuando bajé, Miguel, el hombre de seguridad salió disparado de su asiento, me abrió la puerta, y sin disimularlo mucho, me miró el culo.
                Me daba gracia Miguel. Decía estar enamorado de mí. Me conocía desde hacía menos de medio año. Habíamos conversado apenas un par de veces, pero juraba que estaba enamorado de mí. Una vez, en otras de las tantas ocasiones en la que estuve peleada con Mariano, encontró la excusa para seguirme hasta mi departamento. Me había llegado un paquete que había comprado en internet. Cuando vio que me resultaba muy pesado, se ofreció a ayudarme. Le dije que bueno. En el ascensor hubo un silencio que dejaba en evidencia la enorme tensión sexual que había en él. Cuando llegamos a mi departamento, lo dejé pasar para que colocara la caja sobre una mesa. Entonces me quiso comer la boca.
— Tengo novio —le dije, cuando aparté la cara. Pero el necio volvió a intentarlo. Le di un cachetazo y le dije que se fuera.
                Después de eso lo castigué con una fría indiferencia. Para alguien supuestamente enamorado como él, eso resultaba terrible. Me pidió disculpas mil veces, y de a poco, fue ganándose mi simpatía de nuevo. Pero todavía me quería coger, eso estaba claro.
                Fui en mi auto (que también me lo compró papá) a un bar que quedaba a media hora de mi casa. Mis amigas siempre se escandalizaban cuando les decía que iba a tomar un trago yo sola, pero realmente no era algo tan malo. Soy una persona solitaria, y disfruto mucho de mi soledad. Pedí en la barra una cerveza. No pasaron dos minutos y ya tenía a dos tipos medio borrachos queriendo chamuyarme.
— Qué lástima que vinieron juntos —les dije con ironía—. Si fuera solo uno, seguro que me ganaban. Pero no hago tríos.
                El barman se rió. Era un hombre de unos treinta años, con la mandíbula cuadrada, ojos azules, brazos fuertes. Bastó con que le devolviera la mirada para que decidiera ocupar el lugar de los tipos anteriores, y desplegar sus artes de seducción. Me preguntó que cómo me llamaba.
— Alexia.
— Lindo nombre —dijo él—. Sé que es lo que siempre se dice. Pero en tu caso es verdad. Además, es un nombre muy original. No conozco a nadie que se llame Alexia.
— Y no creo que conozcas a nadie como yo —respondí, haciéndome la interesante.
                 Hablamos un rato. Me invitó otra cerveza. Bromeé diciéndole que parecía que quería emborracharme para llevarme a la cama. Fui al baño. Le dije que ya volvía. Como esperaba, me había seguido por el pasillo oscuro. Me agarró del brazo, me puso contra la pared. Me dijo al oído que estaba muy buena. Me comió la boca. A él no se la esquivé. Tenía aliento a cerveza y a menta. Sus manos rudas fueron, como era obvio, por detrás. Más que acariciarme, me estrujó el culo. Sus dedos parecían hambrientos, y se frotaban en el lugar más profundo.
— Vení —dijo, dispuesto a sacarse la calentura en un mugroso baño.
— No —dije—. Tengo novio.
                Y me fui huyendo de ese lugar. No pude verlo, pues ya le daba la espalda, pero me imaginaba que se había quedado estupefacto, con la boca abierta, y la pija dura.
                Subí al auto y volví a casa, sintiéndome frustrada. Miguel me hizo conversación cuando llegué. Quiso saber que por qué había llegado tan pronto. Le dije que no quería hablar de eso. Apenas entré a mi departamento, sonó el intercomunicador.
— Quería preguntarte si me podías hacer un favor —dijo Miguel. Se lo notaba nervioso, así que decidí ponerlo un poquito más nervioso todavía.
— ¿A esta hora? —pregunté, con tono escandalizado, ya que era media noche—. ¿Qué querés? —agregué después, hoscamente.
— Es que… em… —dijo, sin poder terminar la frase—. Es que traje una vianda con comida. Pero… em… el microondas que tenemos acá, no funciona, y recién ahora me doy cuenta. Y la mayoría de los vecinos están durmiendo, así que no puedo molestarlos. ¿Vos podrías…?
— Subí —le dije, y corté.
                En cuestión de segundos escuché dos toques en la puerta. Miguel era un chico de veintiséis años (un par de años más que yo), bastante común y corriente. Piel marrón, pelo corto, con corte tipo militar, castaño oscuro. Anteojos de marco cuadrado. Ni delgado ni gordo. Me llevaba más de una cabeza, como la mayoría de los hombres. El uniforme azul, el cual intentaba ser similar al de la policía, le daba cierto atractivo, pero nada más.
                Realmente tendría que haberlo hecho esperar en el pasillo, mientras le calentaba la comida, pero no quería que alguna vecina chismosa lo viera, y se inventaran cosas sobre mí, así que lo hice pasar. Me siguió como un perrito hasta la cocina. Sonó mi celular. Era un mensaje de Mariano. Lo ignoré.
                Abrí el microondas. Estaba sobre una repisa que se encontraba demasiado alta para alguien como yo, así que siempre tenía que ponerme de puntas de pie para alcanzarla. Lo programé para funcionar por tres minutos. Entonces siento la mano de Miguel tocándome.
— ¿Qué hacés? —le pregunto, pero me quedo como estaba, dándole la espalda. Además, mi tono no sonó tan escandalizado como debería.
— Que hermoso culo que tenés — dice, y sigue manoseándome. Su hipotético enamoramiento fue reemplazado por una excitación primitiva. Había imaginado que iba a intentar besarme nuevamente, pero eso me tomó por sorpresa.
— Tengo novio —le recuerdo, y me alejo de él. Me apoyo en la mesada, para que no tenga acceso a mis nalgas. Pero él se arrima. Me hace sentir su semierección en las caderas. Me acaricia la mejilla con ternura. Desvío la mirada.
— Pero veo que tu novio no te cuida —dice. Me agarra de la barbilla. Me hace girar el rostro. Nuestras miradas se encuentran. Intenta besarme. Lo esquivo.
— Eso es problema mío —le contesto.
                Envuelve con sus manos mi cintura. Son manos grandes y ásperas. Se frotan en mí. Suben, hasta alcanzar mis tetas. Como no le digo nada, lo toma como consentimiento. Las frota.
— Sos perfecta —dice—. Sos perfecta por donde se te mire. Me encanta tu carita de nena —agrega, sin dejar de masajear mis tetas.
                A todos los hombres con los que estuve les gusta mi “carita de nena”. Algo que deberían tratar en terapia, sin dudas.
— Bueno, ya está lista tu comida —le digo, cuando el microondas hace un pitido que siempre odié, pero que en ese momento agradecí.
                Pero él hace de cuenta que no me escucha. Me distraigo, y él aprovecha, para por fin, juntar su boca con la mía. Su lengua babosea mis labios cuando intenta penetrarlos. Me rindo. Abro la boca. Masajea mi lengua. Me atrae hacia él, y otra vez tiene entre sus manos mi ansiado culo.
                Esto es más que suficiente como para que se convenza de que voy a dejar que me coja.
— No. Mariano puede venir en cualquier momento —digo, corriendo la cara otra vez. Pero él aprovecha eso para ahora chuparme el cuello—. No me dejes marcas —. Le pido.
                Se siente rico el cosquilleo y el masaje de su lengua. Sus manos parecen hábiles, pero están ensañadas con mi trasero. Sus dedos se frotan con la costura de la calza. Apoya una mano en mi hombro, y me empuja con mucha fuerza hacia abajo.
— No. Pará. No podemos. Vos estás trabajando. Y yo tengo novio —le digo. Pero hace oídos sordos. Empuja con más fuerza.
                Me veo obligada a ponerme en cuclillas. Él se baja el cierre del pantalón y libera su verga. Es una linda verga. Gruesa y totalmente firme. Me la acerca a la boca. Yo finjo una última resistencia, aunque en ese momento ya estoy derrotada. Me agarra de la cabeza y empuja su sexo hacia mí. Esta vez no encuentra resistencia. Si tanto quiere que se la chupe, se la voy a chupar, pienso. Además, a mí también me tentaba ese lindo instrumento. Las vergas en sí mismas me parecen hermosas. Hasta el momento no conocía muchas. Mariano había sido mi tercer hombre. Antes que él solo tuve un novio de adolescencia, y un vecino que me había desvirgado. En los próximos dos meses me cogería a más tipos multiplicaría ese número, pero me estoy adelantando.
                Lo escucho jadear mientras se la chupo sin descanso. Lo escucho felicitarme por lo bien que lo hago. Lo escucho decirme que soy una hermosa puta, una y otra vez. Luego descubriría que a la mayoría de los hombres les gusta decirnos puta. Ahora ese agravio es novedoso, y me resulta tan denigrante como morboso. Era cierto.  En ese momento me estaba comportando como una puta. Como castigo, dejo de chupársela. Ya es hora de que él me complazca. De que me apague el incendio que Mariano se rehúsa a sofocar.
                Lo llevo de la mano al dormitorio. Nos ayudamos a desvestirnos. La ropa queda en el piso, mezclada la mía con la suya. Me pongo en cuatro sobre la cama. Miguel me felicita por mi hermoso orto. Le da un beso, y mete su lengua en la parte más oculta de mi intimidad. Me hace cosquillas, pero también se siente relajante el masaje que recibo.
— ¿Tenés preservativos? —le pregunto. No quiero usar los que tengo en casa. Mariano no es muy observador. Dudaba que fuera a notar la ausencia de uno de ellos. Pero no quería correr riesgos.
— Claro —dice Miguel. Busca en el bolsillo de su pantalón que está en el suelo, y saca un paquete.
— ¿Tan seguro estabas de que me ibas a coger? —le pregunto sorprendida, ya que yo misma había decidido cogérmelo hacía apenas unos minutos.
— Seguro no. Pero siempre es mejor estar preparado —dice. Me da una nalgada. Se pone el preservativo. Me coje recordándome lo puta que soy. Le digo que no hagamos tanto ruido, porque los vecinos podrían escucharnos, y no quería que lleguen a oídos de mi novio chismes. Me agarra de las caderas. Se siente muy bien su verga penetrándome poco a poco. Yo misma soy la que termina rompiendo la regla de no hacer ruido. Mis gemidos salen descontrolados de mi garganta. Miguel me sacude y me coge con vehemencia.
                Acaba. Quedamos agitados sobre la cama. Se abraza a mí. Me agarra de la barbilla y me hace mirarlo.
— Sos increíble. Después de esto, estoy más enamorado que nunca —promete.
— No estás enamorado. Ni siquiera me conocés. Solo estás caliente —le digo.
                Estoy consciente de que hay algo en mí que genera en los hombres ternura en los mismos niveles que lujuria. Eso los hace confundirse. Los ingenuos e inmaduros como Miguel se dejan llevar por sus emociones. No soy de las que sólo ven como un objeto de deseo. Soy el objeto de deseo, sí, y también soy esa mujer que les gustaría presentarle a la familia. Una chica bien, que cuando no usa ropa sugerente parece muy modesta.
                Me da un tierno beso en los labios. Me acaricia la mejilla. Tiene una mirada de enamorado, eso es cierto, pero no lo veo como algo romántico, más bien me da miedo. Acaricia mi cuerpo, hasta que su arma se endurece otra vez. Al final agarro un preservativo de la mesa de luz. La determinación que tanto me enorgullece pierde fuerza en la cama.
— ¿No vas a tener problemas por ausentarte tanto tiempo de tu puesto de trabajo? —le pregunto, mientras se coloca el preservativo.
— No pasa nada —dice—. A esta hora todos están durmiendo. Sólo salen algunos pendejos, pero esos no molestan.
                Se monta sobre mí. Me coje de nuevo. Su ternura va desapareciendo de a poco, mientras mis gemidos se hacen más potentes. Muerdo la almohada. Él me da nalgadas. El teléfono suena. Supongo que es Mariano, pero en ese momento sólo quiero la verga de Miguel adentro mío. De todas formas dudaba de que apareciera en el departamento sin que yo se lo permitiera. Y en todo caso, el inminente peligro me calentaba muchísimo.
                Nunca hubiese imaginado que ese empleado de seguridad insulso me hubiese hecho alcanzar el clímax, pero así era. Acabo, y mientras lo hago me doy cuenta de por qué las cosas con Mariano están tan mal. ¿Hacía cuánto que no me hacía correr? Miguel arrima su verga en mi boca. La abro, se la chupo. Sé que está a punto de venirse. Pienso que está bien, que merece ese premio por su buena performance. Lo dejo acabar en mi boca, pero ni loca me trago el semen. Lo dejo mirarme con la boca abierta, mostrándole su leche. De la comisura de los labios se escapa un fino chorro. Voy al  baño. Escupo en el inodoro, y tiro de la cadena. Me enjuago la boca y vuelvo al cuarto.
                Miguel me abraza. Me siento diminuta a su lado. Le pregunto dónde dejó el preservativo. Lo envuelvo con un papel y lo voy a tirar también al inodoro. No quiero dejar ninguna prueba que me incrimine.
                Cuando vuelvo al cuarto Miguel se está vistiendo.
— La pasé increíble —me dice—. Cogés como una diosa.
                Pienso en decirle que esto fue una cosa de una sola noche. Un desliz. Pero no lo digo. De todas formas, ya debería saberlo.
— Te veo en estos días —me dice, dándome un beso en el ombligo.
— Claro —le contesto.
                Todavía desnuda, lo acompaño a la salida. Me doy una ducha. Tiro desodorante de ambiente en la habitación. Al otro día cambiaré las sábanas. Leo los mensajes de Mariano. Está durmiendo en lo de Fede. Me dice que me ama. Que me desea. Que simplemente no tiene las mismas energías sexuales que yo, pero me jura que estará a la altura. Lo dejo en visto.
                Pienso que va a ser muy incómodo encontrarme con Miguel de nuevo. Seguramente querrá cogerme otra vez. Decido volver con mi novio.
                Mariano se porta bien. Me complace. Me coge. Me hace acabar. Pero pasan las semanas, y parece haberse olvidado de su promesa. Vivimos en un absurdo círculo vicioso. Primero deja pasar un día sin cogerme. Nada anormal, aunque para alguien como yo es algo alarmante. Luego el tiempo entre polvo y polvo se va espaciando más y más. Cuando pasan cinco días sin que me la dé, sin decirle nada, le demuestro mi disgusto. Cualquier tontería es excusa perfecta para armar un escándalo. Miguel nos observa entrar y salir del edificio durante la noche, cuando Mariano vuelve del trabajo. Me da la sensación de que es un cuervo que intuye que muy cerca de él, hay un cadáver para alimentarse. Mi relación con Mariano está moribunda, y él lo sabe.
                Un día llego sola a eso de las ocho. No estoy peleada con Mariano, pero sí muy molesta. Me dijo que iba a salir a tomar unas birras con sus amigos, y que iba a llegar en un par de horas. Encima que no me coje se da el gusto de andar por ahí con sus amigotes. Estoy indignada. Miguel me pregunta que qué me pasa: le digo que nada, que no quiero hablar. Me sigue hasta el ascensor. Se mete adentro conmigo.
— ¿Qué hacés? — le pregunto.
— No sabés cómo te extraño —me dice.
                Me doy cuenta de que fue un error acostarme con él. Realmente se cree las mentiras que él mismo se inventa. ¿Cómo iba a extrañarme si apenas hablamos? Se abalanza hacia mí. Yo tengo las dos manos ocupadas con las bolsas de las compras que acababa de hacer en el chino de la esquina. Eso, sumado a mi cuerpo frágil de cuarenta y cinco kilos, me hacen una presa fácil para un tipo como él.
                Me pongo en un rincón. Él intenta besarme. Puedo esquivarlo, agachando la mirada.
— Mi novio está a punto de llegar—miento.
— No te creo  —dice.
                Sus manos se meten por debajo de la pollera. Me acaricia las nalgas con desesperación. El ascensor llega a mi piso. Me siento aliviada. Por fin el calvario termina. Pero me sigue hasta la puerta.
— ¡Basta! —le digo. Y por ridículo que suene, no quiero levantar la voz para hacer un escándalo, cosa que él aprovecha—. No quiero hacer nada.
                Meto la llave en la hendija. Cuando abro la puerta, él se mete en mi departamento junto a mí. Me agarra de la muñeca. Las bolsas se caen al piso.
— ¿Qué hacés? —le digo de nuevo, aunque sé muy bien lo que está haciendo. Me lleva a rastras al cuarto que ya conoce.
No tengo fuerzas para hacerle frente, y no quiero gritar y que las vecinas escuchen lo que está sucediendo. Suena estúpido, lo sé. Pero en ese momento (y en el futuro en muchos otros más) mi mente funciona de esa manera.
Me empuja hacia la cama con violencia. Caigo boca abajo. Levanta mi pollera y me quita la bombacha de un rápido movimiento. Es un profesional, alcanzo a pensar en ese instante. Me viola en esa posición, y lo peor de todo, es que yo lo disfruto.
Me da una nalgada. Entierra su dedo en mi trasero. Es la primera vez que alguien lo hace. Mariano lo tiene prohibido, pero Miguel no pide permiso. Descubro que no se siente nada mal. Probablemente ese sea el desencadenante que me convertiría en un futuro no muy lejano, en una amante del sexo anal.
No puedo evitar soltar gemidos cuando el dedo se entierra por completo. Me da nalgadas. Me dice que soy una puta hermosa. Yo estoy quieta, ya sin quejarme. Que haga lo que quiera, pienso. Después me coje en esa misma posición.
— Andate. Mariano va a llegar en cualquier momento —le digo cuando acaba, con el semen deslizándose por mi muslo—. Andate por favor —suplico, casi llorando.          
— No hace falta que mientas. Según me dijo, hoy salió con unos amigos, y no viene hasta tarde.
— ¿Te hablas con él? —pregunto sorprendida.
— Sí. Me cae bien. Es un buen pibe.
— Te cae bien… ¿Y te cojés a su novia? —digo, indignada.
— Así es la vida.
                Se limpia la pija y vuelve a su puesto. Estoy convencida de que no es la última vez que deberé lidiar con él.
 
 
 Fin

3 comentarios - Mi primera infidelidad

robby13 +1
Sos una calentona (y no es un reproche)
spartanjla +1
Wow ! Que redacción! Excelente relato
OrtelliN +1
EXCELENTE 😍😍😍😍