Me llamo Paula Margarita y soy natural de Cartagena, Colombia. Sin embargo, hace ya bastante tiempo que emigré a España en busca de trabajo y en la actualidad resido en las Islas Baleares. Les voy a contar algo importante que me sucedió el verano pasado en una playa de Ibiza, algo que, a la postre, cambiaría mi vida.
Aquel día, mi marido y yo fuimos, como tantas otras veces, a tomar el sol a la playa nudista d’es Cavallet. Solíamos ir después de echar un rato la siesta, para luego permanecer allí hasta última hora, las ocho, más o menos.
Buscamos un rincón que no estuviera muy concurrido y allí extendimos nuestras toallas. Mi marido, que es español, colocó metódicamente la sombrilla para guarecerse durante las horas de más calor. Irónicamente, yo, que soy por naturaleza de piel morena, me tumbé al sol.
Alfonso, mi marido, se echó boca abajo. Yo, sin embargo, me quedé boca arriba apoyada sobre los codos. Quería contemplar el mar y la gente que paseaba por la orilla, cuando entonces llegó aquel chico y se puso justo enfrente de nosotros. No estaba al lado, aunque sí bastante cerca. La cosa es que me extrañó dada la cantidad de sitio disponible, si bien en un principio no le di mayor importancia.
La verdad es que, sin ser una belleza de muchacho, yo lo encontré bien parecido. Era moreno, bastante alto y fornido. De modo que, cuando comenzó a desvestirse, no perdí detalle. Primero se quitó la camiseta, luego las bermudas y, claro, a mí me picó la curiosidad de saber si además estaría bien dotado. Cuando por fin se desprendió del bóxer me llevé una grata sorpresa. No estaba nada mal.
El chico se tumbó boca abajo en su toalla como si fuese a dormir la siesta a pleno sol.
Mientras mi marido dormitaba, yo permanecí boca arriba divisando la orilla y revisando de vez en cuando el cuerpo del muchacho. Tanto me embelesé una de esas veces que él levantó la cabeza y me pilló mirándole. ¡Qué vergüenza! Sentí como me ruborizaba, sabía que él se había dado cuenta y entonces, él me sonrió. Me quedé tan consternada que me retrasé unas décimas de segundo en devolverle la sonrisa. Me sentí estúpida, acababa de comportarme como una adolescente cuando, seguramente aquel muchacho era mucho más joven que yo.
Luego, el chico se puso unos auriculares, pero continuó boca abajo con la barbilla apoyada sobre sus manos entrelazadas. Yo miré hacia otro lado, pero poco después nuestras miradas volvieron a encontrarse y ambos sonreímos nuevamente, sólo que esta vez él permaneció mirándome. Sus ojos oscuros empezaron a ponerme nerviosa y, de repente, vi como me guiñaba uno de ellos y esbozaba una pícara sonrisa.
Yo me quedé muy cortada y debí abrir los ojos como platos porque entonces el chico sonrió divertido mostrándome su magnífica dentadura. Me sentí tan turbada que me giré de inmediato hacia abajo.
Con el brusco movimiento de mi cuerpo, mi marido pareció despertarse. Alfonso me pidió que le acercara un cigarrillo de la bolsa de playa. Se lo entregué junto con el mechero y le avisé que era el último de la cajetilla. Alfonso lo encendió y empezó a fumar despreocupadamente.
Aproveché su silencio para contarle en voz baja lo que me había pasado con el chico de enfrente, incluso lo de que me había guiñado un ojo. Lo hice con intención de evitar que mi marido se extrañase si aquel chico volvía a mirarme. Además, yo sabía que ese tipo de situaciones le divierten y hasta le excitan un poco. De hecho, Alfonso continuó fumando sin hacer comentario alguno.
Ocurre que, en nuestros ratos de intimidad, a veces fantaseamos con la infidelidad. Es un tema que nos excita, sobre todo a él. Le gusta imaginarse que es otro hombre, casi siempre uno de mis compañeros de trabajo de quien le he hablado en alguna ocasión. He de reconocer que a mí también me pone muchísimo que finja ser mi compañero, ya que es con diferencia el hombre más arrebatador que conozco.
Volviendo a lo que estaba contando, mi marido y yo permanecimos un rato en silencio. Después, al terminarse su cigarro, Alfonso anunció que iría al chiringuito a comprar más tabaco y que, de paso, aprovecharía para tomarse un café. Me preguntó si le acompañaba, pero a mí no me apetecía. Mi marido se puso las bermudas, cogió las chanclas y entonces se acercó a mí y, al oído, me sugirió que jugase un poco con el chico de enfrente para ver hasta dónde se atrevía a llegar.
Yo le miré como con incredulidad, no me esperaba una propuesta tan disparatada. Por supuesto le contesté que no me atrevería a hacer algo así, y menos estando sola.
Alfonso se alejó caminando por la orilla camino del chiringuito que quedaría a cincuenta metros o más de donde estábamos. Yo me quedé tumbada, pero mi imaginación echó a volar. Sin darme cuenta fantaseé con la posibilidad de que aquel chico se acercara a pedirme algo y se sentara a mi lado. Ese fue el comienzo de una lasciva elucubración que, naturalmente, acabó por provocarme un súbito sofoco. Horrorizada al percibir ese distintivo cosquilleo entre las piernas, opté por levantarme de inmediato e ir a darme un baño para despejarme.
No estoy segura de si fue buena idea, ya que tanto a la ida como a la vuelta no tuve más remedio que pasar junto a aquel chico. Por suerte, éste estaba boca abajo, así que pude echar tranquilamente un par de vistazos a su cuerpo desnudo. Además de en su bronceado trasero me fijé también en su ancha y fuerte espalda y en esos brazos musculosos que tanto habían llamado mi atención.
Intenté infundirme coraje, necesitaba demostrarme a mí misma que era capaz de jugar con aquel tigre y mantenerlo a raya. Con esa idea tracé un plan que lo atrajera hasta mi trampa y poder capturarlo.
Esa vez me tumbé en la toalla boca arriba, apoyada en los codos y de cara a la orilla. Después de tres o cuatro minutos, el chico levantó la vista, clavó en mí su intensa mirada y me regaló una nueva sonrisa. Me había pillado con las piernas ligeramente abiertas y no precisamente por casualidad. Su vista pasó directamente de mis ojos a mis piernas y a la zona que hay entre ellas. Me disgustó que el mar hubiera mojado mi sexo ya que, de no ser así, el muchacho hubiera podido adivinar fácilmente mi propia humedad.
No estaba dispuesta a dejarme amedrentar por su mirada, pero tampoco quería que el chico descubriera que estaba jugando con él. Intenté pues comportarme de la forma más natural posible, así que le sonreí y permanecí con las piernas ligeramente separadas tal y como estaba.
En ese momento recordé lo que me había dicho mi marido: “Juega un poco con él a ver hasta dónde se atreve a llegar”. La complicidad de mi esposo me brindó el valor necesario para separar un poco más las piernas y averiguar qué sucedía.
El muchacho esbozó una malévola sonrisa y en sus ojazos vi el inconfundible brillo de la complicidad. El tigre acababa de oler el cebo.
El muchacho miró con recelo en dirección al chiringuito. Me encantó saberle tan inquieto. Tras comprobar que mi esposo seguía sentado en la terraza y que además estaba ojeando un periódico, no dudó en alzarse sobre sus rodillas y ofrecerme una visión inmejorable de su torso y de su más que prometedora erección.
Aquel joven hombretón se limpió la arena de muslos y brazos con toda la parsimonia del mundo. Mientras lo hacía tuve ocasión de ver como su miembro iba ganando tamaño. Luego se quitó los auriculares y, para cuando quiso guardarlos y cerrar la mochila, su pollón estaba ya mirando al cielo como un misil listo para el lanzamiento. ¡Menuda barvaridad!
Después de echar otra ojeada al chiringuito, el muchacho me miró y sonrió con descaro. Parecía seguro de sí mismo y eso a mí me gustaba tanto o más que el monolito que tenía entre las piernas. Recuerdo que luego hizo algo muy gracioso. Sin que nadie lo tocara, su miembro comenzó a botar arriba y a abajo como si tuviera vida propia. Creo que esa ha sido la forma más divertida con la que un chico ha intentado ligar conmigo.
Riendo a carcajadas tuve que taparme los ojos para no ver más aquel grotesco espectáculo. “¡Qué risa, por Dios!” Se me saltaron las lágrimas. Luego, cuando me recuperé del ataque de risa, comencé a sacudirme la arena de los pies, de mis piernas y muslos. Entonces me fijé en mi pobre coñito que, con lágrimas de cocodrilo, me suplicaba una caricia.
Ver como me tocaba debió de excitarle muchísimo porque de pronto tomó su erección con una mano y me apuntó decididamente con ella. Estaba invitándome a comérsela, la tenía tan hinchada que parecía a punto explotar.
Yo no sabía que hacer. Por un lado pensaba que aquel juego estaba yendo demasiado lejos, pero por otro me lo estaba pasando genial. Me sentía súper excitada y, además, mi marido no levantaba la cabeza del maldito periódico.
Me dejé llevar y, mientras me mordía los labios de lujuria, comencé a frotar mi clítoris con un dedo. Lo peor de todo es que no podía dejar de mirar los ojos y la polla de aquel morenazo mientras me masturbaba. Brindamos aquel bochornoso espectáculo durante un buen rato, acariciándonos con pasión y cada vez más excitados. Parecíamos perros en celo. Yo estaba cada vez más caliente y mojada. El deseo no paraba de manar de mi interior humedeciendo mis muslos, aquello era una auténtica locura y, como era de esperar, acabé teniendo un orgasmo monumental.
Como mi esposo me había indicado claramente que averiguara hasta dónde era capaz de llegar aquel chico en su osadía y, yo seguía con ganas, decidí que había llegado el momento de subir de nivel. Me puse boca abajo con las piernas ligeramente separadas y eché mano de mi bolsa. Con una mano busqué la crema bronceadora y seguidamente me volví hacia él y mostrando el bote…
—¿Te importaría?
—¡Como me va a importar! Al revés, lo que estoy es deseando llenarte de crema—afirmó mostrando aquel rabo endemoniado y sonriendo de oreja a oreja.
—¿Cómo has dicho? —pregunté sin dar crédito.
—Nada, perdona —declinó amistosamente.
Lo que sucedió a continuación fue apoteótico. Al incorporarse, el muchacho exhibió su miembro como si fuera el bauprés de un galeón. De esa hilarante guisa recorrió, viento en popa, los dos o tres metros que separaban su toalla de la mía. Una pareja de edad avanzada, que eran las únicas personas que teníamos cerca, rieron ante semejante alarde de virilidad.
El muchacho se arrodilló a mi izquierda, supongo que para tener controlada la terraza del chiringuito donde seguía sentado Alfonso. Luego tomó el bote de crema y comenzó a extenderla. Con movimientos tan lentos como enérgicos, el chico fue recorriendo mis hombros, brazos y espalda, bajando poco a poco hasta llegar al culo. Allí se entretuvo masajeando mis nalgas a manos llenas.
A continuación, el muchacho bajó directamente hasta mis pies. “¡Qué manos tenía!” Casi me muero de gusto cuando se puso a estrujar cada centímetro de mis doloridos pies. He de aclarar que mi marido y yo regentamos un supermercado de barrio y me paso todo el día de pie. No sé porque lo hizo, pero en vez de ceñirse a extenderme crema se puso a darme un masaje en toda regla. Desde los pies fue aliviando la tensión de cada músculo de mis piernas, las pantorrillas, los gemelos en la parte de atrás y fue subiendo por mis muslos hasta llegar nuevamente a mis nalgas.
Pensé disgustada que ya se había acabado lo bueno. “¡Qué equivocada estaba!” De manera casi imperceptible, creí sentir que algo rozaba mi coñito. ¡A ver hasta dónde se atreve a llegar…! El arrojo del chico me hizo estremecer de alborozo, tal fue así que elevé sutilmente el trasero para facilitar su encomiable propósito.
Si esa muestra de descaro pasó desapercibida en un principio, no fue así poco después. Aquel hábil muchacho no sólo me magreaba el trasero, si no que cada tres por dos repasaba con un dedo desde mi sensible clítoris hasta mi no menos sensible orificio posterior. Aquel sinvergüenza me estaba poniendo cachondísima y pronto mi libidinoso contoneo se hizo más que evidente. Cada vez que su dedo acariciaba mi sexo, yo elevaba un poco más el culo, porque quería que siguiera, porque ya no era capaz de controlarme.
Lo que empezaron siendo roces se había transformado en una estimulación continua de mi clítoris, amén de un espectáculo para la pareja de al lado. Pero ya nada me importaba, había cruzado el punto sin retorno e iba directa hacia mi segundo clímax. Por el interior de mis muslos chorreaban jugos que él empleó para introducirme por el culo uno de sus dedos. “¡Guau!” Juraría que fue el pulgar.
No podía creer lo que estaba pasando. Yo, en medio de una playa, completamente desnuda, con gente a mí alrededor observando como era masturbada por un completo desconocido. La destreza de aquel chaval estaba haciendo que me derritiera. “¡Y mi marido dudando si sería capaz!”
El muchacho siguió dándome refriegas pacientemente cuando, en medio de todo aquello, vi su polla erguida tan cerca de mí que no pude resistir la tentación de agarrarla. La tenía tiesa como una vara, empecé de inmediato a sacudirla arriba y abajo.
Así continuamos hasta que llegó un momento en que ya no podía aguantar más. Apenas podía reprimir mis gemidos, chorreaba, me retorcía y me corrí. Estrujé sus dedos dentro de mí y súbitamente él empezó a disparar chorros de esperma que ardieron sobre mi espalda.
Me quedé exhausta, pero muy, muy a gusto. Él se tumbó a mí lado, pegado a mí, nos quedamos mirándonos a los ojos y lentamente nuestras bocas se fueron acercando hasta fundirse en un largo aunque tenue beso.
De pronto se escucharon unos aplausos. Era la pareja mayor que teníamos más cerca. Al muchacho le pareció divertido, pero yo escondí la cara muerta de vergüenza
El chico no dudó en esparcir su semen por toda mi espalda al tiempo que me preguntó cómo me llamaba.
—Paula —le dije— ¿y tu?
—Alberto.
—Encantada de conocerte —afirmé con una gran sonrisa.
—Igualmente —contestó él con educación, añadiendo— Espero que nos volvamos a ver.
—Es probable —resolví— La isla no es muy grande.
Nos dimos un último beso y entonces él se levantó, se vistió y se fue. Antes de alejarse, se dio media vuelta y con ojos pícaros me dijo:
—Te volveré a ver, Paula. Seguro.
Permanecí tumbada en mi toalla mirando como se marchaba aquel ángel caído del cielo. Recordé cada caricia, el tacto de boca sobre mis labios y luego empecé a pensar qué más me hubiera gustado hacer. En ésas estaba cuando oí llegar a mi marido.
—¿Qué tal? ¿Me he perdido algo?
—Bueno, no mucho —“por ahora”, pensé.
Alfonso sonrió y, tomando sus gafas de buceo y las aletas, se marchó en dirección a la orilla.
Permanecí en la playa un rato más. Estaba como en una nube, no podía quitarme de la cabeza lo sucedido. Sentía hambre, pero sobre todo necesitaba una buena polla.
En cuanto Alfonso regresó recogimos las cosas y nos vestimos para volver a casa. Estaba tan sensible que no me puse el bikini, únicamente el vestido. Cuando nos dirigimos caminando hacia el coche a mí me dio por pensar que todo el mundo sospechaba que iba sin bragas y, si ya estaba caliente, esa idea me hizo excitarme más todavía.
Al llegar al hotel lo primero que hice fue darme una ducha que disipase mi calentura, no sólo me vendría bien refrescarme, también necesitaba serenarme un poco. Cuando terminé no me sequé si no que salí del baño y me tumbé desnuda sobre las sábanas. Me reconfortó mucho sentir el frescor en mi piel, tanto que me quedé medio adormilada.
Cuando me desperté y llamé a mi marido, éste me contestó desde la terraza de atrás. Al asomarme por la ventana vi que Alfonso estaba recostado en su tumbona, desnudo y con un principio de erección. Me puse una camisa no más y me fui para abajo. Al pararme frente a él, sonrió.
Aunque soy bajita tengo buena figura, pues procuro contenerme con la cuchara y hacer algo de ejercicio. Cuatro días por semana salgo a caminar con Chico, mi perro. No lo hago solamente para no acumular calorías, si no porque me gusta, me hace sentir bien y me ayuda a dormir mejor. A los hombres les encanta mirar mis nalgas tanto como a mí lucirlas. Mis tetas, en cambio, son chiquitas, pero si me apetece alardear me pongo un push-up y el éxito de mi escote está más que garantizado.
Alfonso no estaba sonriente por mis pezoncitos marcados bajo la camisa, ni por mi contoneo al caminar, si no porque el muy canalla sabía que yo iba más salida que una gata en celo. Así que no me anduve con rodeos. Apoyé una rodilla entre sus piernas, justo en el borde de la tumbona, y sin dejar de mirarle me fui agachando poco a poco hasta que su ya firme erección terminó entrando en mi boca.
Empecé a chupar suavecito, animando a su miembro a adquirir todo su vigor. Me encantaba verle tan excitado por mi culpa. Irónicamente, yo empecé a imaginar que estaba con Alberto, el chico de la playa, y que era su alucinante miembro el que tenía dentro de la boca. Esa turbadora ilusión provocó que mamase tan intensa y apasionadamente la polla de mi marido que éste no tardó en correrse ni tres minutos.
Después, me recosté junto a él en la tumbona, nos fundimos en un cariñoso abrazo y disfrutamos en silencio de la dulce brisa que corría en la terraza. Sin darme cuenta volví a recordar lo sucedido en la playa aquella mañana, hasta que Alfonso empezó a roncar.
Un par de horas más tarde empezamos a arreglarnos para salir a cenar. Como era día laborable acordamos ir a un popular restaurante que los fines de semana está siempre lleno. Es un sitio con una inmensa terraza y magníficas vistas. A la hora de elegir qué me pondría, pensé en la posibilidad de encontrarme con el chico de la playa. Quería estar bien linda y sexy, así que opté por ponerme mi vestido preferido, un elegante modelo de Desigual color negro con una gran flor morada y rosa palo estampada en el costado derecho. De cuello redondo, no tenía escote ni mangas y el vuelo de la corta falda apenas sí alcanzaba la mitad de mis muslos. En fin, una monería que me encantaba ponerme pues me daba un aire chic y elegante que, lasciva, decidí contrarrestar con la ausencia total de ropa interior.
En el restaurante tenía que hacer verdaderos esfuerzos para seguir la conversación con mi marido, pues mi cabeza seguía en otra parte. No podía dejar de darle vueltas a lo sucedido esa tarde en la playa. “¿Había sido infiel? ¿Debería hablar con él sobre ello? ¿Qué pasaría si…?” Todas esas tormentosas preguntas no hacían si no excitarme y no llevaba bragas que retuvieran mis fluidos.
Confiando no enseñar nada a las personas sentadas enfrente decidí separar las piernas para ventilar y refrescar un poco mi sexo antes de que fuera demasiado tarde.
Después de cenar, fuimos a la zona chill-out del restaurante. Pedimos una copa y nos acomodamos en los grandes asientos de mimbre a la espera de que empezase a animarse el local. Ni que decir tiene que para entonces yo sólo pensaba en la posibilidad de volver a encontrarme con Alberto, de hecho estaba más pendiente de la puerta, que de otra cosa. Hube de echarle imaginación para que Alfonso no se percatara. Disimuladamente me situé de manera que mi marido estuviese de espaldas a la puerta, esperando ver entrar a alguien, que finalmente no apareció.
Una hora y dos mojitos después perdí la esperanza de que el chico apareciese por allí. Como soy pequeñita el alcohol se me sube pronto a la cabeza, pero el agua se me va toda a la vejiga y pronto necesité ir al servicio. Me sentía frustrada, me había hecho ilusiones de ver a Alberto y me iba a quedar con las ganas. Con todo, no pensaba quedarme sin follar, así que decidí provocar al único hombre a mi disposición. Al incorporarme, le guiñé un ojo a Alfonso y me levanté la falda. Fue sólo un instante, pero suficiente para que mi marido se pasmara.
No me entretuve, me estaba haciendo pis.
—¡Los perfunes de lujo vienen en envases chiquitos!
Cuando salí del baño, un chico que estaba cerca de la puerta me piropeó y, de manera sincronizada todo el grupo de amigos me rodeó impidiéndome que avanzar. Eran chicos jóvenes con una copa demás y no quise darle importancia. Entonces, saltó la chispa. El más audaz se plantó delante de mí invitándome a bailar y yo me dije: “¿Por qué no?” Quería demostrarle a aquel pipiolo cuanto vale mi sangre mestiza. Empecé a danzar con él, la verdad es que no lo hacía nada mal. Sin embargo, el corro se fue cerrando y de pronto note como alguno de ellos aprovechó para tocarme el culo. Me puse nerviosa, ya que en lugar de apartar la mano el muy sinvergüenza apretó mi nalga con fuerza. Azorada, a punto estuve de perder los nervios y empezar a repartir bofetadas. Todo el gentío se movía al compás de la música y nadie parecía darse cuenta de lo que sucedía.
—¡Paula! ¡Paula!
Fue justo entonces cuando oí su voz llamarme a gritos mientras se abría hueco a empujones. No me lo podía creer, era Alberto quien acababa de rescatarme.
No pude evitar abrazarle con todas mis fuerzas a causa de la alegría. Agarrada a su cintura sentí como aquel grandullón me acogía entre sus brazos. Puede incluso que se me escapase una lágrima de la emoción. Le conté lo sucedido y él me tranquilizó. Nos quedamos inmóviles mirándonos fijamente el uno al otro y entonces el se agachó y fundió mis labios con un intenso beso de su boca.
Alberto me ofreció tomar una copa, pero de pronto me acordé de mi marido. Entre lo de aquellos gamberros y mi encuentro con él, se me había ido el santo al cielo, Alfonso estaría preocupado por mi tardanza. Antes de marcharme le pregunté a Alberto si iba a estar más tiempo ahí, y me dijo que estaría el tiempo que hiciera falta. No sé de donde saqué el valor, si del deseo que vi en sus ojos o de las ganas que tenía de estar con él.
—¿Quieres pasar la noche conmigo? —le pregunté.
Él sonrió con incredulidad, eligiendo las palabras antes de responder.
—Me muero por pasar la noche contigo.
Sólo faltaba una cuestión por resolver. Respiré hondo y fui a buscar a mí marido.
No fue necesario, Alfonso estaba apenas tres metros más allá. Lo había presenciado todo, tanto lo de los gamberros como lo del chico de la playa, había reconocido a Alberto. Mi esposo confesó entonces que también había visto de reojo lo ocurrido en la playa aquella misma tarde.
Sentí gran alivio al comprender que Alfonso había sido mi aliado en todo momento. Eso me dio confianza para pedirle un último favor, uno muy importante para mí y que esperaba que él me lo pudiese conceder.
Estaba incomprensiblemente tranquilo cuando me preguntó cuál era ese favor.
Entonces tuve que tomar aire y sin más rodeos se lo dije: “Necesito pasar la noche con ese chico.”
Alfonso hizo una mueca al confirmar sus sospechas. Mi esposo entendió que si se oponía a mi deseo yo lo haría a escondidas cualquier otro día o, peor aún, me quedaría con las ganas y le guardaría rencor toda la vida. Aún así Alfonso tenía dos alternativas y hubo de escoger. Me miró a los ojos, tomó mi cara entre sus manos y besándome, dijo:
—Vete. Pásalo bien.
—No me esperes despierto —reí emocionada y le besé de forma compulsiva.
Cuando dejé de besarle, mi esposo apuró su copa, me miró por última vez y se marchó.
Desperté con los rayos de sol estrellándose contra la ventana. Me llevó algún tiempo tomar consciencia de dónde estaba, qué hora era y qué había sucedido. Habría dormido cuatro horas a lo sumo, me encontraba exhausta, agotada. Mi cuerpo protestó al primer intento de moverme, era su forma de advertirme de que necesitaba seguir durmiendo para recuperarse de la maratón de la noche anterior. Lo siguiente que noté fue la quemazón en mis partes íntimas haciéndome recordar el placer soportado tan sólo horas antes. Volví la cara y allí estaba él, dormido a mí lado, parcialmente tapado por las sábanas, pero tan desnudo como yo. Me quedé mirándole, rememorando cada momento vivido.
Estaba todavía aturdida, aletargada. Los recuerdos se confundían como si surgieran repentinamente entre la espesa niebla. Recordé lo torpe que era Alberto bailando. Había intentado enseñarle, pero me hube de conformar con que no me pisara. En cambio, yo no dudé en exhibir mi talento latino para bailar. Meneé la caderas con los brazos en alto, luciendo el sensual contoneo de mi cintura para hacerme hueco entre la gente. Evidentemente, yo bailaba para Alberto, él era mi hombre esa noche, pero de que quise darme cuenta todos me contemplaban a mi alrededor. Me henchí de satisfacción al ver que era capaz de generar tanta expectación como veinte años atrás. Estaba tan feliz que nada más terminar la canción me lancé a los brazos de Alberto en busca de su boca.
Nos marchamos enseguida abandonando nuestras copas casi llenas, pues en realidad la nuestra era otra clase de sed. Una de las veces que nos detuvimos a besarnos de camino a su apartamento, Alberto descubrió que no llevaba bragas. De no haberme resistido me hubiera follado allí mismo, en medio de la calle.
Nada más entrar, comprobé con la palma de mi mano cuan excitado estaba. Rápidamente me deshice de su cinturón y dejé caer sus pantalones al suelo. La hebilla metálica golpeó sonoramente contra el suelo de parqué y, al ver su miembro empujando bajo su bóxer quedé presa del deseo. Me lancé presurosa a morderlo sobre la tela, estaba durísimo. El chico dio un respingo al notar mis dientes y tuve que atraerlo de nuevo hacia mí. Yo le sabía bien dotado así que no me extrañó ver que la punta amenazaba con sobrepasar el elástico de su ropa interior. Acaricié a lo largo su sexo con más delicadeza, pero mis curiosos dedos no tardaron en desaparecer bajo la tela.
No pude aguantarme más, atrapé con mis dientes el borde de su bóxer y estiré de él hacia abajo. La erección de mi joven amante salió disparada hacia arriba como una vara verde. Me quedé maravillada, me mordí el labio inferior contemplando extasiada el vigor de aquel miembro viril.
Mi piel hervía en una mezcla de deseo y excitación, mi corazón latía desbocado. Deseaba tener su dura polla dentro de mi boca, chuparla toda, pasar mi lengua desde la base a la cumbre y, por qué no, intentar tragármela hasta tocar fondo. Antes de lanzarme a ello, miré a Alberto y adiviné en sus ojos que no se conformaría con menos.
Hice aflorar sus gemidos desde el primer lametón. Tanto le gustaba estar dentro de mi boca que en cuanto lo sacaba, él cogía mi cabeza y volvía a hacer que mis suaves labios enmarcasen su miembro. El húmedo calor de mi boquita y el roce de la cara interna de mis mejillas le hacían perder la compostura. Yo no era ajena al apremio del muchacho y me ensañé con él como una posesa. Se la chupé a conciencia hasta sentir el distintivo sabor que precede a la eyaculación y, no es que yo parara, es que él retuvo mi cabeza con sus manos y empezó a descargar semen a borbotones. Fue bestial, la mejor corrida es siempre la primera. Yo aguanté preguntándome cuándo su polla dejaría de escupir, pero no tuve más remedio que tragar su esencia. Es una pena que el semen de los hombres te deje ese regusto agrio tan desagradable en la boca. La sabia madre naturaleza sabe lo putas que somos y nos castiga así por no hacer que el hombre eyacule donde es debido.
Cuando su derrotado miembro se deslizó hacia afuera su mano lo hizo hacia abajo, por mi cuello y tan suavemente que me dejó sin respiración mucho antes de alcanzar mis pechos. Nada más despojarme del vestido, él los lamió y besó con pasión.
Alberto me ofreció ir al dormitorio, pero yo me negué. Lo quería ahí, de pie, contra la pared de la entrada y él tuvo que acatar. Le llegó pues el turno de bajar a los infiernos. Cruzó mi vientre, que no es ni plano ni perfecto pero que le encaminaba directamente hacia mi sexo. Pasó un dedo por la melosa piel de mi vulva y recogió unas extrañas gotas que después se llevó a la boca. Estaba excitada, no puedo negarlo.
Entonces la lengua de Alberto buscó refugio al abrigo de mis piernas y enseguida se puso a chapotear. Yo hundí mis dedos en su pelo y le apreté contra mí. Noté como mi sexo se abría al paso de su lengua y, avergonzada, quise tomarme la revancha. Llegado el momento haría que bebiese los fluidos de mi orgasmo tal y como él había hecho.
Alberto me miró con fauces resplandecientes, me dominó sin contemplaciones, me puso de cara a la pared. En esa tesitura miré al techo y di gracias a Dios por la resurrección de su polla. Ésta adoraba a su vez el fino cuero de mis nalgas, pero entonces Alberto se agachó y me la coló entre las piernas. Miré instintivamente hacia abajo y vi su ariete asomar entre mis muslos. Lo agarré y, sin pérdida de tiempo, lo situé en la puerta que debía echar abajo.
Yo era consciente de que ningún hombre osaría rechazar aquella invitación, lo que no esperaba es que Alberto la tomase como lo hizo, cargando contra mí con una violenta arremetida.
—¡Animal! —le espeté más alucinada que resentida.
El chico se quedó inmóvil unos segundos, arrepentido, y en ese instante de tregua empecé a frotar mi clítoris como hiciera Alí Babá con la lámpara maravillosa.
Yo, una mujer madura, estaba a merced de un muchacho que asió mis caderas y no para hacerme el amor. Alberto comenzó a follarme y mis jadeos resonaron con tanta fuerza como el golpeteo de su vientre contra mi trasero. Empujó y empujó hasta hacerme alcanzar mi segundo orgasmo.
Después me arrastró hasta su habitación y me tendió sobre la cama. Yo seguía aturdida y miré con inquietud su todavía soberbia erección. Entonces el chico se inclinó sobre mí, colocó mis pantorrillas sobre sus musculosos antebrazos y entró en mí tan hondo que casi me orino.
Aquella noche yo fui su puta y él mi amante, yo lo cabalgué y él me montó. Alberto era guapo como un demonio, fuerte como un toro, tenía una polla dura como el mármol y lubricante en un cajón. Sí, el muy canalla también me tomó por el culo, dilatándome con sus dedos, estimulando mi clítoris al tiempo que atravesaba mi esfínter y sodomizándome con paciencia, al menos al principio. En fin, desechamos hablar de amor y nos centramos en la práctica hasta caer rendidos.
A la mañana siguiente, salí de su cama sin hacer ruido. Me puse el vestido de la noche anterior y luego le escribí una nota que coloqué sobre la mesita de noche.
“Jamás te olvidaré, Alberto.”
Bajé las escaleras del apartamento y, al salir a la calle, me dí cuenta de que estaba cerca del paseo marítimo. Eché a andar buscando un taxi y esperando que nadie me reconociera. Con ese vestido y tacones altos, mi aspecto no era el más apropiado a esas horas de la mañana.
Cuando llegué al hotel, mi marido ya no estaba en la habitación, cosa que me alegró. Necesitaba imperiosamente una buena ducha y cambiarme de ropa. Luego me dispuse a prepararme algo de desayunar, tenía hambre. Sin embargo, no llegué a hacerlo, ya que me llegó un mensaje al teléfono:
“Si has vuelto para quedarte, te espero en la terraza del café que hay en la esquina del puerto antiguo. Si has vuelto a por tus cosas, te deseo lo mejor del mundo.”
Yo ya amaba a mi esposo con toda mi alma, sin embargo, después de leer aquella nota y vivir aquella experiencia, aprendí a amarle mejor. Tenía claro que lo de Alberto había sido una maravillosa aventura, lo que me descolocaba era que mi primera aventura no hubiera sido completamente extramatrimonial.
Aquel día, mi marido y yo fuimos, como tantas otras veces, a tomar el sol a la playa nudista d’es Cavallet. Solíamos ir después de echar un rato la siesta, para luego permanecer allí hasta última hora, las ocho, más o menos.
Buscamos un rincón que no estuviera muy concurrido y allí extendimos nuestras toallas. Mi marido, que es español, colocó metódicamente la sombrilla para guarecerse durante las horas de más calor. Irónicamente, yo, que soy por naturaleza de piel morena, me tumbé al sol.
Alfonso, mi marido, se echó boca abajo. Yo, sin embargo, me quedé boca arriba apoyada sobre los codos. Quería contemplar el mar y la gente que paseaba por la orilla, cuando entonces llegó aquel chico y se puso justo enfrente de nosotros. No estaba al lado, aunque sí bastante cerca. La cosa es que me extrañó dada la cantidad de sitio disponible, si bien en un principio no le di mayor importancia.
La verdad es que, sin ser una belleza de muchacho, yo lo encontré bien parecido. Era moreno, bastante alto y fornido. De modo que, cuando comenzó a desvestirse, no perdí detalle. Primero se quitó la camiseta, luego las bermudas y, claro, a mí me picó la curiosidad de saber si además estaría bien dotado. Cuando por fin se desprendió del bóxer me llevé una grata sorpresa. No estaba nada mal.
El chico se tumbó boca abajo en su toalla como si fuese a dormir la siesta a pleno sol.
Mientras mi marido dormitaba, yo permanecí boca arriba divisando la orilla y revisando de vez en cuando el cuerpo del muchacho. Tanto me embelesé una de esas veces que él levantó la cabeza y me pilló mirándole. ¡Qué vergüenza! Sentí como me ruborizaba, sabía que él se había dado cuenta y entonces, él me sonrió. Me quedé tan consternada que me retrasé unas décimas de segundo en devolverle la sonrisa. Me sentí estúpida, acababa de comportarme como una adolescente cuando, seguramente aquel muchacho era mucho más joven que yo.
Luego, el chico se puso unos auriculares, pero continuó boca abajo con la barbilla apoyada sobre sus manos entrelazadas. Yo miré hacia otro lado, pero poco después nuestras miradas volvieron a encontrarse y ambos sonreímos nuevamente, sólo que esta vez él permaneció mirándome. Sus ojos oscuros empezaron a ponerme nerviosa y, de repente, vi como me guiñaba uno de ellos y esbozaba una pícara sonrisa.
Yo me quedé muy cortada y debí abrir los ojos como platos porque entonces el chico sonrió divertido mostrándome su magnífica dentadura. Me sentí tan turbada que me giré de inmediato hacia abajo.
Con el brusco movimiento de mi cuerpo, mi marido pareció despertarse. Alfonso me pidió que le acercara un cigarrillo de la bolsa de playa. Se lo entregué junto con el mechero y le avisé que era el último de la cajetilla. Alfonso lo encendió y empezó a fumar despreocupadamente.
Aproveché su silencio para contarle en voz baja lo que me había pasado con el chico de enfrente, incluso lo de que me había guiñado un ojo. Lo hice con intención de evitar que mi marido se extrañase si aquel chico volvía a mirarme. Además, yo sabía que ese tipo de situaciones le divierten y hasta le excitan un poco. De hecho, Alfonso continuó fumando sin hacer comentario alguno.
Ocurre que, en nuestros ratos de intimidad, a veces fantaseamos con la infidelidad. Es un tema que nos excita, sobre todo a él. Le gusta imaginarse que es otro hombre, casi siempre uno de mis compañeros de trabajo de quien le he hablado en alguna ocasión. He de reconocer que a mí también me pone muchísimo que finja ser mi compañero, ya que es con diferencia el hombre más arrebatador que conozco.
Volviendo a lo que estaba contando, mi marido y yo permanecimos un rato en silencio. Después, al terminarse su cigarro, Alfonso anunció que iría al chiringuito a comprar más tabaco y que, de paso, aprovecharía para tomarse un café. Me preguntó si le acompañaba, pero a mí no me apetecía. Mi marido se puso las bermudas, cogió las chanclas y entonces se acercó a mí y, al oído, me sugirió que jugase un poco con el chico de enfrente para ver hasta dónde se atrevía a llegar.
Yo le miré como con incredulidad, no me esperaba una propuesta tan disparatada. Por supuesto le contesté que no me atrevería a hacer algo así, y menos estando sola.
Alfonso se alejó caminando por la orilla camino del chiringuito que quedaría a cincuenta metros o más de donde estábamos. Yo me quedé tumbada, pero mi imaginación echó a volar. Sin darme cuenta fantaseé con la posibilidad de que aquel chico se acercara a pedirme algo y se sentara a mi lado. Ese fue el comienzo de una lasciva elucubración que, naturalmente, acabó por provocarme un súbito sofoco. Horrorizada al percibir ese distintivo cosquilleo entre las piernas, opté por levantarme de inmediato e ir a darme un baño para despejarme.
No estoy segura de si fue buena idea, ya que tanto a la ida como a la vuelta no tuve más remedio que pasar junto a aquel chico. Por suerte, éste estaba boca abajo, así que pude echar tranquilamente un par de vistazos a su cuerpo desnudo. Además de en su bronceado trasero me fijé también en su ancha y fuerte espalda y en esos brazos musculosos que tanto habían llamado mi atención.
Intenté infundirme coraje, necesitaba demostrarme a mí misma que era capaz de jugar con aquel tigre y mantenerlo a raya. Con esa idea tracé un plan que lo atrajera hasta mi trampa y poder capturarlo.
Esa vez me tumbé en la toalla boca arriba, apoyada en los codos y de cara a la orilla. Después de tres o cuatro minutos, el chico levantó la vista, clavó en mí su intensa mirada y me regaló una nueva sonrisa. Me había pillado con las piernas ligeramente abiertas y no precisamente por casualidad. Su vista pasó directamente de mis ojos a mis piernas y a la zona que hay entre ellas. Me disgustó que el mar hubiera mojado mi sexo ya que, de no ser así, el muchacho hubiera podido adivinar fácilmente mi propia humedad.
No estaba dispuesta a dejarme amedrentar por su mirada, pero tampoco quería que el chico descubriera que estaba jugando con él. Intenté pues comportarme de la forma más natural posible, así que le sonreí y permanecí con las piernas ligeramente separadas tal y como estaba.
En ese momento recordé lo que me había dicho mi marido: “Juega un poco con él a ver hasta dónde se atreve a llegar”. La complicidad de mi esposo me brindó el valor necesario para separar un poco más las piernas y averiguar qué sucedía.
El muchacho esbozó una malévola sonrisa y en sus ojazos vi el inconfundible brillo de la complicidad. El tigre acababa de oler el cebo.
El muchacho miró con recelo en dirección al chiringuito. Me encantó saberle tan inquieto. Tras comprobar que mi esposo seguía sentado en la terraza y que además estaba ojeando un periódico, no dudó en alzarse sobre sus rodillas y ofrecerme una visión inmejorable de su torso y de su más que prometedora erección.
Aquel joven hombretón se limpió la arena de muslos y brazos con toda la parsimonia del mundo. Mientras lo hacía tuve ocasión de ver como su miembro iba ganando tamaño. Luego se quitó los auriculares y, para cuando quiso guardarlos y cerrar la mochila, su pollón estaba ya mirando al cielo como un misil listo para el lanzamiento. ¡Menuda barvaridad!
Después de echar otra ojeada al chiringuito, el muchacho me miró y sonrió con descaro. Parecía seguro de sí mismo y eso a mí me gustaba tanto o más que el monolito que tenía entre las piernas. Recuerdo que luego hizo algo muy gracioso. Sin que nadie lo tocara, su miembro comenzó a botar arriba y a abajo como si tuviera vida propia. Creo que esa ha sido la forma más divertida con la que un chico ha intentado ligar conmigo.
Riendo a carcajadas tuve que taparme los ojos para no ver más aquel grotesco espectáculo. “¡Qué risa, por Dios!” Se me saltaron las lágrimas. Luego, cuando me recuperé del ataque de risa, comencé a sacudirme la arena de los pies, de mis piernas y muslos. Entonces me fijé en mi pobre coñito que, con lágrimas de cocodrilo, me suplicaba una caricia.
Ver como me tocaba debió de excitarle muchísimo porque de pronto tomó su erección con una mano y me apuntó decididamente con ella. Estaba invitándome a comérsela, la tenía tan hinchada que parecía a punto explotar.
Yo no sabía que hacer. Por un lado pensaba que aquel juego estaba yendo demasiado lejos, pero por otro me lo estaba pasando genial. Me sentía súper excitada y, además, mi marido no levantaba la cabeza del maldito periódico.
Me dejé llevar y, mientras me mordía los labios de lujuria, comencé a frotar mi clítoris con un dedo. Lo peor de todo es que no podía dejar de mirar los ojos y la polla de aquel morenazo mientras me masturbaba. Brindamos aquel bochornoso espectáculo durante un buen rato, acariciándonos con pasión y cada vez más excitados. Parecíamos perros en celo. Yo estaba cada vez más caliente y mojada. El deseo no paraba de manar de mi interior humedeciendo mis muslos, aquello era una auténtica locura y, como era de esperar, acabé teniendo un orgasmo monumental.
Como mi esposo me había indicado claramente que averiguara hasta dónde era capaz de llegar aquel chico en su osadía y, yo seguía con ganas, decidí que había llegado el momento de subir de nivel. Me puse boca abajo con las piernas ligeramente separadas y eché mano de mi bolsa. Con una mano busqué la crema bronceadora y seguidamente me volví hacia él y mostrando el bote…
—¿Te importaría?
—¡Como me va a importar! Al revés, lo que estoy es deseando llenarte de crema—afirmó mostrando aquel rabo endemoniado y sonriendo de oreja a oreja.
—¿Cómo has dicho? —pregunté sin dar crédito.
—Nada, perdona —declinó amistosamente.
Lo que sucedió a continuación fue apoteótico. Al incorporarse, el muchacho exhibió su miembro como si fuera el bauprés de un galeón. De esa hilarante guisa recorrió, viento en popa, los dos o tres metros que separaban su toalla de la mía. Una pareja de edad avanzada, que eran las únicas personas que teníamos cerca, rieron ante semejante alarde de virilidad.
El muchacho se arrodilló a mi izquierda, supongo que para tener controlada la terraza del chiringuito donde seguía sentado Alfonso. Luego tomó el bote de crema y comenzó a extenderla. Con movimientos tan lentos como enérgicos, el chico fue recorriendo mis hombros, brazos y espalda, bajando poco a poco hasta llegar al culo. Allí se entretuvo masajeando mis nalgas a manos llenas.
A continuación, el muchacho bajó directamente hasta mis pies. “¡Qué manos tenía!” Casi me muero de gusto cuando se puso a estrujar cada centímetro de mis doloridos pies. He de aclarar que mi marido y yo regentamos un supermercado de barrio y me paso todo el día de pie. No sé porque lo hizo, pero en vez de ceñirse a extenderme crema se puso a darme un masaje en toda regla. Desde los pies fue aliviando la tensión de cada músculo de mis piernas, las pantorrillas, los gemelos en la parte de atrás y fue subiendo por mis muslos hasta llegar nuevamente a mis nalgas.
Pensé disgustada que ya se había acabado lo bueno. “¡Qué equivocada estaba!” De manera casi imperceptible, creí sentir que algo rozaba mi coñito. ¡A ver hasta dónde se atreve a llegar…! El arrojo del chico me hizo estremecer de alborozo, tal fue así que elevé sutilmente el trasero para facilitar su encomiable propósito.
Si esa muestra de descaro pasó desapercibida en un principio, no fue así poco después. Aquel hábil muchacho no sólo me magreaba el trasero, si no que cada tres por dos repasaba con un dedo desde mi sensible clítoris hasta mi no menos sensible orificio posterior. Aquel sinvergüenza me estaba poniendo cachondísima y pronto mi libidinoso contoneo se hizo más que evidente. Cada vez que su dedo acariciaba mi sexo, yo elevaba un poco más el culo, porque quería que siguiera, porque ya no era capaz de controlarme.
Lo que empezaron siendo roces se había transformado en una estimulación continua de mi clítoris, amén de un espectáculo para la pareja de al lado. Pero ya nada me importaba, había cruzado el punto sin retorno e iba directa hacia mi segundo clímax. Por el interior de mis muslos chorreaban jugos que él empleó para introducirme por el culo uno de sus dedos. “¡Guau!” Juraría que fue el pulgar.
No podía creer lo que estaba pasando. Yo, en medio de una playa, completamente desnuda, con gente a mí alrededor observando como era masturbada por un completo desconocido. La destreza de aquel chaval estaba haciendo que me derritiera. “¡Y mi marido dudando si sería capaz!”
El muchacho siguió dándome refriegas pacientemente cuando, en medio de todo aquello, vi su polla erguida tan cerca de mí que no pude resistir la tentación de agarrarla. La tenía tiesa como una vara, empecé de inmediato a sacudirla arriba y abajo.
Así continuamos hasta que llegó un momento en que ya no podía aguantar más. Apenas podía reprimir mis gemidos, chorreaba, me retorcía y me corrí. Estrujé sus dedos dentro de mí y súbitamente él empezó a disparar chorros de esperma que ardieron sobre mi espalda.
Me quedé exhausta, pero muy, muy a gusto. Él se tumbó a mí lado, pegado a mí, nos quedamos mirándonos a los ojos y lentamente nuestras bocas se fueron acercando hasta fundirse en un largo aunque tenue beso.
De pronto se escucharon unos aplausos. Era la pareja mayor que teníamos más cerca. Al muchacho le pareció divertido, pero yo escondí la cara muerta de vergüenza
El chico no dudó en esparcir su semen por toda mi espalda al tiempo que me preguntó cómo me llamaba.
—Paula —le dije— ¿y tu?
—Alberto.
—Encantada de conocerte —afirmé con una gran sonrisa.
—Igualmente —contestó él con educación, añadiendo— Espero que nos volvamos a ver.
—Es probable —resolví— La isla no es muy grande.
Nos dimos un último beso y entonces él se levantó, se vistió y se fue. Antes de alejarse, se dio media vuelta y con ojos pícaros me dijo:
—Te volveré a ver, Paula. Seguro.
Permanecí tumbada en mi toalla mirando como se marchaba aquel ángel caído del cielo. Recordé cada caricia, el tacto de boca sobre mis labios y luego empecé a pensar qué más me hubiera gustado hacer. En ésas estaba cuando oí llegar a mi marido.
—¿Qué tal? ¿Me he perdido algo?
—Bueno, no mucho —“por ahora”, pensé.
Alfonso sonrió y, tomando sus gafas de buceo y las aletas, se marchó en dirección a la orilla.
Permanecí en la playa un rato más. Estaba como en una nube, no podía quitarme de la cabeza lo sucedido. Sentía hambre, pero sobre todo necesitaba una buena polla.
En cuanto Alfonso regresó recogimos las cosas y nos vestimos para volver a casa. Estaba tan sensible que no me puse el bikini, únicamente el vestido. Cuando nos dirigimos caminando hacia el coche a mí me dio por pensar que todo el mundo sospechaba que iba sin bragas y, si ya estaba caliente, esa idea me hizo excitarme más todavía.
Al llegar al hotel lo primero que hice fue darme una ducha que disipase mi calentura, no sólo me vendría bien refrescarme, también necesitaba serenarme un poco. Cuando terminé no me sequé si no que salí del baño y me tumbé desnuda sobre las sábanas. Me reconfortó mucho sentir el frescor en mi piel, tanto que me quedé medio adormilada.
Cuando me desperté y llamé a mi marido, éste me contestó desde la terraza de atrás. Al asomarme por la ventana vi que Alfonso estaba recostado en su tumbona, desnudo y con un principio de erección. Me puse una camisa no más y me fui para abajo. Al pararme frente a él, sonrió.
Aunque soy bajita tengo buena figura, pues procuro contenerme con la cuchara y hacer algo de ejercicio. Cuatro días por semana salgo a caminar con Chico, mi perro. No lo hago solamente para no acumular calorías, si no porque me gusta, me hace sentir bien y me ayuda a dormir mejor. A los hombres les encanta mirar mis nalgas tanto como a mí lucirlas. Mis tetas, en cambio, son chiquitas, pero si me apetece alardear me pongo un push-up y el éxito de mi escote está más que garantizado.
Alfonso no estaba sonriente por mis pezoncitos marcados bajo la camisa, ni por mi contoneo al caminar, si no porque el muy canalla sabía que yo iba más salida que una gata en celo. Así que no me anduve con rodeos. Apoyé una rodilla entre sus piernas, justo en el borde de la tumbona, y sin dejar de mirarle me fui agachando poco a poco hasta que su ya firme erección terminó entrando en mi boca.
Empecé a chupar suavecito, animando a su miembro a adquirir todo su vigor. Me encantaba verle tan excitado por mi culpa. Irónicamente, yo empecé a imaginar que estaba con Alberto, el chico de la playa, y que era su alucinante miembro el que tenía dentro de la boca. Esa turbadora ilusión provocó que mamase tan intensa y apasionadamente la polla de mi marido que éste no tardó en correrse ni tres minutos.
Después, me recosté junto a él en la tumbona, nos fundimos en un cariñoso abrazo y disfrutamos en silencio de la dulce brisa que corría en la terraza. Sin darme cuenta volví a recordar lo sucedido en la playa aquella mañana, hasta que Alfonso empezó a roncar.
Un par de horas más tarde empezamos a arreglarnos para salir a cenar. Como era día laborable acordamos ir a un popular restaurante que los fines de semana está siempre lleno. Es un sitio con una inmensa terraza y magníficas vistas. A la hora de elegir qué me pondría, pensé en la posibilidad de encontrarme con el chico de la playa. Quería estar bien linda y sexy, así que opté por ponerme mi vestido preferido, un elegante modelo de Desigual color negro con una gran flor morada y rosa palo estampada en el costado derecho. De cuello redondo, no tenía escote ni mangas y el vuelo de la corta falda apenas sí alcanzaba la mitad de mis muslos. En fin, una monería que me encantaba ponerme pues me daba un aire chic y elegante que, lasciva, decidí contrarrestar con la ausencia total de ropa interior.
En el restaurante tenía que hacer verdaderos esfuerzos para seguir la conversación con mi marido, pues mi cabeza seguía en otra parte. No podía dejar de darle vueltas a lo sucedido esa tarde en la playa. “¿Había sido infiel? ¿Debería hablar con él sobre ello? ¿Qué pasaría si…?” Todas esas tormentosas preguntas no hacían si no excitarme y no llevaba bragas que retuvieran mis fluidos.
Confiando no enseñar nada a las personas sentadas enfrente decidí separar las piernas para ventilar y refrescar un poco mi sexo antes de que fuera demasiado tarde.
Después de cenar, fuimos a la zona chill-out del restaurante. Pedimos una copa y nos acomodamos en los grandes asientos de mimbre a la espera de que empezase a animarse el local. Ni que decir tiene que para entonces yo sólo pensaba en la posibilidad de volver a encontrarme con Alberto, de hecho estaba más pendiente de la puerta, que de otra cosa. Hube de echarle imaginación para que Alfonso no se percatara. Disimuladamente me situé de manera que mi marido estuviese de espaldas a la puerta, esperando ver entrar a alguien, que finalmente no apareció.
Una hora y dos mojitos después perdí la esperanza de que el chico apareciese por allí. Como soy pequeñita el alcohol se me sube pronto a la cabeza, pero el agua se me va toda a la vejiga y pronto necesité ir al servicio. Me sentía frustrada, me había hecho ilusiones de ver a Alberto y me iba a quedar con las ganas. Con todo, no pensaba quedarme sin follar, así que decidí provocar al único hombre a mi disposición. Al incorporarme, le guiñé un ojo a Alfonso y me levanté la falda. Fue sólo un instante, pero suficiente para que mi marido se pasmara.
No me entretuve, me estaba haciendo pis.
—¡Los perfunes de lujo vienen en envases chiquitos!
Cuando salí del baño, un chico que estaba cerca de la puerta me piropeó y, de manera sincronizada todo el grupo de amigos me rodeó impidiéndome que avanzar. Eran chicos jóvenes con una copa demás y no quise darle importancia. Entonces, saltó la chispa. El más audaz se plantó delante de mí invitándome a bailar y yo me dije: “¿Por qué no?” Quería demostrarle a aquel pipiolo cuanto vale mi sangre mestiza. Empecé a danzar con él, la verdad es que no lo hacía nada mal. Sin embargo, el corro se fue cerrando y de pronto note como alguno de ellos aprovechó para tocarme el culo. Me puse nerviosa, ya que en lugar de apartar la mano el muy sinvergüenza apretó mi nalga con fuerza. Azorada, a punto estuve de perder los nervios y empezar a repartir bofetadas. Todo el gentío se movía al compás de la música y nadie parecía darse cuenta de lo que sucedía.
—¡Paula! ¡Paula!
Fue justo entonces cuando oí su voz llamarme a gritos mientras se abría hueco a empujones. No me lo podía creer, era Alberto quien acababa de rescatarme.
No pude evitar abrazarle con todas mis fuerzas a causa de la alegría. Agarrada a su cintura sentí como aquel grandullón me acogía entre sus brazos. Puede incluso que se me escapase una lágrima de la emoción. Le conté lo sucedido y él me tranquilizó. Nos quedamos inmóviles mirándonos fijamente el uno al otro y entonces el se agachó y fundió mis labios con un intenso beso de su boca.
Alberto me ofreció tomar una copa, pero de pronto me acordé de mi marido. Entre lo de aquellos gamberros y mi encuentro con él, se me había ido el santo al cielo, Alfonso estaría preocupado por mi tardanza. Antes de marcharme le pregunté a Alberto si iba a estar más tiempo ahí, y me dijo que estaría el tiempo que hiciera falta. No sé de donde saqué el valor, si del deseo que vi en sus ojos o de las ganas que tenía de estar con él.
—¿Quieres pasar la noche conmigo? —le pregunté.
Él sonrió con incredulidad, eligiendo las palabras antes de responder.
—Me muero por pasar la noche contigo.
Sólo faltaba una cuestión por resolver. Respiré hondo y fui a buscar a mí marido.
No fue necesario, Alfonso estaba apenas tres metros más allá. Lo había presenciado todo, tanto lo de los gamberros como lo del chico de la playa, había reconocido a Alberto. Mi esposo confesó entonces que también había visto de reojo lo ocurrido en la playa aquella misma tarde.
Sentí gran alivio al comprender que Alfonso había sido mi aliado en todo momento. Eso me dio confianza para pedirle un último favor, uno muy importante para mí y que esperaba que él me lo pudiese conceder.
Estaba incomprensiblemente tranquilo cuando me preguntó cuál era ese favor.
Entonces tuve que tomar aire y sin más rodeos se lo dije: “Necesito pasar la noche con ese chico.”
Alfonso hizo una mueca al confirmar sus sospechas. Mi esposo entendió que si se oponía a mi deseo yo lo haría a escondidas cualquier otro día o, peor aún, me quedaría con las ganas y le guardaría rencor toda la vida. Aún así Alfonso tenía dos alternativas y hubo de escoger. Me miró a los ojos, tomó mi cara entre sus manos y besándome, dijo:
—Vete. Pásalo bien.
—No me esperes despierto —reí emocionada y le besé de forma compulsiva.
Cuando dejé de besarle, mi esposo apuró su copa, me miró por última vez y se marchó.
Desperté con los rayos de sol estrellándose contra la ventana. Me llevó algún tiempo tomar consciencia de dónde estaba, qué hora era y qué había sucedido. Habría dormido cuatro horas a lo sumo, me encontraba exhausta, agotada. Mi cuerpo protestó al primer intento de moverme, era su forma de advertirme de que necesitaba seguir durmiendo para recuperarse de la maratón de la noche anterior. Lo siguiente que noté fue la quemazón en mis partes íntimas haciéndome recordar el placer soportado tan sólo horas antes. Volví la cara y allí estaba él, dormido a mí lado, parcialmente tapado por las sábanas, pero tan desnudo como yo. Me quedé mirándole, rememorando cada momento vivido.
Estaba todavía aturdida, aletargada. Los recuerdos se confundían como si surgieran repentinamente entre la espesa niebla. Recordé lo torpe que era Alberto bailando. Había intentado enseñarle, pero me hube de conformar con que no me pisara. En cambio, yo no dudé en exhibir mi talento latino para bailar. Meneé la caderas con los brazos en alto, luciendo el sensual contoneo de mi cintura para hacerme hueco entre la gente. Evidentemente, yo bailaba para Alberto, él era mi hombre esa noche, pero de que quise darme cuenta todos me contemplaban a mi alrededor. Me henchí de satisfacción al ver que era capaz de generar tanta expectación como veinte años atrás. Estaba tan feliz que nada más terminar la canción me lancé a los brazos de Alberto en busca de su boca.
Nos marchamos enseguida abandonando nuestras copas casi llenas, pues en realidad la nuestra era otra clase de sed. Una de las veces que nos detuvimos a besarnos de camino a su apartamento, Alberto descubrió que no llevaba bragas. De no haberme resistido me hubiera follado allí mismo, en medio de la calle.
Nada más entrar, comprobé con la palma de mi mano cuan excitado estaba. Rápidamente me deshice de su cinturón y dejé caer sus pantalones al suelo. La hebilla metálica golpeó sonoramente contra el suelo de parqué y, al ver su miembro empujando bajo su bóxer quedé presa del deseo. Me lancé presurosa a morderlo sobre la tela, estaba durísimo. El chico dio un respingo al notar mis dientes y tuve que atraerlo de nuevo hacia mí. Yo le sabía bien dotado así que no me extrañó ver que la punta amenazaba con sobrepasar el elástico de su ropa interior. Acaricié a lo largo su sexo con más delicadeza, pero mis curiosos dedos no tardaron en desaparecer bajo la tela.
No pude aguantarme más, atrapé con mis dientes el borde de su bóxer y estiré de él hacia abajo. La erección de mi joven amante salió disparada hacia arriba como una vara verde. Me quedé maravillada, me mordí el labio inferior contemplando extasiada el vigor de aquel miembro viril.
Mi piel hervía en una mezcla de deseo y excitación, mi corazón latía desbocado. Deseaba tener su dura polla dentro de mi boca, chuparla toda, pasar mi lengua desde la base a la cumbre y, por qué no, intentar tragármela hasta tocar fondo. Antes de lanzarme a ello, miré a Alberto y adiviné en sus ojos que no se conformaría con menos.
Hice aflorar sus gemidos desde el primer lametón. Tanto le gustaba estar dentro de mi boca que en cuanto lo sacaba, él cogía mi cabeza y volvía a hacer que mis suaves labios enmarcasen su miembro. El húmedo calor de mi boquita y el roce de la cara interna de mis mejillas le hacían perder la compostura. Yo no era ajena al apremio del muchacho y me ensañé con él como una posesa. Se la chupé a conciencia hasta sentir el distintivo sabor que precede a la eyaculación y, no es que yo parara, es que él retuvo mi cabeza con sus manos y empezó a descargar semen a borbotones. Fue bestial, la mejor corrida es siempre la primera. Yo aguanté preguntándome cuándo su polla dejaría de escupir, pero no tuve más remedio que tragar su esencia. Es una pena que el semen de los hombres te deje ese regusto agrio tan desagradable en la boca. La sabia madre naturaleza sabe lo putas que somos y nos castiga así por no hacer que el hombre eyacule donde es debido.
Cuando su derrotado miembro se deslizó hacia afuera su mano lo hizo hacia abajo, por mi cuello y tan suavemente que me dejó sin respiración mucho antes de alcanzar mis pechos. Nada más despojarme del vestido, él los lamió y besó con pasión.
Alberto me ofreció ir al dormitorio, pero yo me negué. Lo quería ahí, de pie, contra la pared de la entrada y él tuvo que acatar. Le llegó pues el turno de bajar a los infiernos. Cruzó mi vientre, que no es ni plano ni perfecto pero que le encaminaba directamente hacia mi sexo. Pasó un dedo por la melosa piel de mi vulva y recogió unas extrañas gotas que después se llevó a la boca. Estaba excitada, no puedo negarlo.
Entonces la lengua de Alberto buscó refugio al abrigo de mis piernas y enseguida se puso a chapotear. Yo hundí mis dedos en su pelo y le apreté contra mí. Noté como mi sexo se abría al paso de su lengua y, avergonzada, quise tomarme la revancha. Llegado el momento haría que bebiese los fluidos de mi orgasmo tal y como él había hecho.
Alberto me miró con fauces resplandecientes, me dominó sin contemplaciones, me puso de cara a la pared. En esa tesitura miré al techo y di gracias a Dios por la resurrección de su polla. Ésta adoraba a su vez el fino cuero de mis nalgas, pero entonces Alberto se agachó y me la coló entre las piernas. Miré instintivamente hacia abajo y vi su ariete asomar entre mis muslos. Lo agarré y, sin pérdida de tiempo, lo situé en la puerta que debía echar abajo.
Yo era consciente de que ningún hombre osaría rechazar aquella invitación, lo que no esperaba es que Alberto la tomase como lo hizo, cargando contra mí con una violenta arremetida.
—¡Animal! —le espeté más alucinada que resentida.
El chico se quedó inmóvil unos segundos, arrepentido, y en ese instante de tregua empecé a frotar mi clítoris como hiciera Alí Babá con la lámpara maravillosa.
Yo, una mujer madura, estaba a merced de un muchacho que asió mis caderas y no para hacerme el amor. Alberto comenzó a follarme y mis jadeos resonaron con tanta fuerza como el golpeteo de su vientre contra mi trasero. Empujó y empujó hasta hacerme alcanzar mi segundo orgasmo.
Después me arrastró hasta su habitación y me tendió sobre la cama. Yo seguía aturdida y miré con inquietud su todavía soberbia erección. Entonces el chico se inclinó sobre mí, colocó mis pantorrillas sobre sus musculosos antebrazos y entró en mí tan hondo que casi me orino.
Aquella noche yo fui su puta y él mi amante, yo lo cabalgué y él me montó. Alberto era guapo como un demonio, fuerte como un toro, tenía una polla dura como el mármol y lubricante en un cajón. Sí, el muy canalla también me tomó por el culo, dilatándome con sus dedos, estimulando mi clítoris al tiempo que atravesaba mi esfínter y sodomizándome con paciencia, al menos al principio. En fin, desechamos hablar de amor y nos centramos en la práctica hasta caer rendidos.
A la mañana siguiente, salí de su cama sin hacer ruido. Me puse el vestido de la noche anterior y luego le escribí una nota que coloqué sobre la mesita de noche.
“Jamás te olvidaré, Alberto.”
Bajé las escaleras del apartamento y, al salir a la calle, me dí cuenta de que estaba cerca del paseo marítimo. Eché a andar buscando un taxi y esperando que nadie me reconociera. Con ese vestido y tacones altos, mi aspecto no era el más apropiado a esas horas de la mañana.
Cuando llegué al hotel, mi marido ya no estaba en la habitación, cosa que me alegró. Necesitaba imperiosamente una buena ducha y cambiarme de ropa. Luego me dispuse a prepararme algo de desayunar, tenía hambre. Sin embargo, no llegué a hacerlo, ya que me llegó un mensaje al teléfono:
“Si has vuelto para quedarte, te espero en la terraza del café que hay en la esquina del puerto antiguo. Si has vuelto a por tus cosas, te deseo lo mejor del mundo.”
Yo ya amaba a mi esposo con toda mi alma, sin embargo, después de leer aquella nota y vivir aquella experiencia, aprendí a amarle mejor. Tenía claro que lo de Alberto había sido una maravillosa aventura, lo que me descolocaba era que mi primera aventura no hubiera sido completamente extramatrimonial.
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