INFIDELIDAD PRECOZ
Nuestra boda se celebró a finales de marzo y por tanto apenas hacía dos meses que estaba casada. Antes yo vivía y trabajaba en una ciudad del norte de España, pero al casarme tuve que mudarme a la Costa Blanca donde trabaja mi marido. La verdad es que a mí no me importó cambiar de aires por una temporada.
Alfonso, mi marido, es informático y trabaja para una gran empresa de ingeniería. Al llevar poco tiempo en dicha empresa, sus condiciones laborales no son muy buenas, y con ello quiero decir que hace dos horas extras todos los días. Sin embargo a él le gusta mucho este trabajo y siempre dice que está aprendiendo un montón y claro, que ahora su sueldo es “la hostia”.
Aunque soy feliz junto a él, la triste verdad es que no veo a mi marido más que en el desayuno y en la cena. Esto ha hecho que nuestra sexualidad se haya resentido. Como de lunes a viernes él llega agotado a casa, ahora sólo follamos los fines de semana. Eso sí, los sábados por la mañana nos desquitamos y recuperamos el retraso acumulado durante la semana, incluso ha habido días de estar toda la mañana metidos entre las sábanas.
El resto de la semana “Hola y Adiós”. Menos mal que yo también conseguí trabajo como maestra de apoyo en un colegio concertado. Fue poco después de llegar y tuve mucha suerte, ya que lo conseguí gracias a que nuestro casero es precisamente el jefe de estudios de dicho colegio.
En Benidorm se está genial. En cuanto llego del trabajo lo primero que hago es cambiarme de ropa. Desde que llegué aquí, nunca llevo sujetador en casa, pues estoy mucho más fresca y cómoda sin él. Eso sí, no os equivoquéis, cuando salgo a la calle voy bastante discreta para cómo van aquí algunas mujeres. Aunque me guste arreglarme y combinar los complementos con la ropa, lo cierto es que procuro no llamar la atención ni dar que hablar en ningún sentido.
Recuerdo que aquel día me sentía especialmente “caliente”, no sé si sería debido al sofocante calor o a que me encontraba en esos días de efervescencia mensual. Ya era viernes y, durante mis ratos libres en el trabajo, había pensando en lo que iba a pedirle a Alfonso que me hiciera al día siguiente…
Esa tarde, después de tomarme el café, decidí bajar al supermercado a hacer el acopio para los próximos días. Me puse mona. Una falda vaporosa, una blusa blanca algo ajustada, unos zapatos de tacón y salí en busca de algún caprichito.
La verdad es que sólo me di un capricho, el vino. Sin embargo, tanto llené el carro que al colocar la compra sobre la cinta de la caja comprendí que no podría con todo. Serían al menos cuatro bolsas grandes, incluido el capricho de las dos botellas de vino. Dudé cómo organizarme para llevar todo a casa pues, aunque vivo cerca del súper, era mucho peso para mí.
Afortunadamente, en ese momento no había casi nadie comprando y el encargado ofreció que uno de los empleados me ayudara. Evidentemente, no me habría hecho ese, a la postre, gran favor si yo no hubiera sido clienta habitual de la tienda.
En fin, entre el empleado del súper y yo misma subimos la compra a casa en un solo viaje. Durante el trayecto hasta el portal, Alberto, que así se llamaba el muchacho, me preguntó por mi trabajo. Yo le conté cuál era mi “modus vivendi” y él me explicó que aunque había empezado a trabajar para poder independizarse, estaba en el ecuador de sus estudios de medicina.
Cuando se abrió la puerta del ascensor colocamos dentro todas las bolsas y entonces, le dije a Alberto que ya no hacía falta que me ayudase.
― ¡Ah, eso sí que no, señora! El servicio a domicilio es hasta la puerta ―dijo con una gran sonrisa.
Reí incapaz de llevarle la contraria a un chico tan simpático y porque no decirlo, tan “bien hecho”. Aunque apenas tendría veinte años, Alberto era un mulato bastante alto y fornido. Es más, entre el espacio que ocupaba él y el que ocupaban las bolsas, cuando yo entre en el ascensor quedamos apretujados.
Yo sería diez o doce años mayor que aquel muchacho, pero su imponente proximidad me puso algo tensa. Al verle frente a mí no pude evitar sonreír pensando que me había vuelto a casa con un capricho mucho mejor que dos botellas de vino. Los brazos de Alberto nada tenían que ver con los de mi marido, y sus ojos oscuros eran simplemente fascinantes.
― ¿Le das? ―dijo él.
― ¡Ah, claro, perdona!
Tuve que girarme para apretar el botón del ascensor y cuando éste arrancó perdí el equilibrio. Menos mal que Alberto estuvo atento, si no me hubiera caído de culo encima de las bolsas. El problema fue que al sujetarme el muchacho me agarró los pechos, y cuando digo los pechos quiero decir las tetas, ya que no llevaba sujetador.
― ¡Perdón! ¡No quería…! ―trató de disculparse cambiando rápidamente sus manos a mi cintura.
― Ha sido culpa mía. No debería haberme puesto estos zapatos ―subrayé.
El ascensor prosiguió su camino hacia el decimoséptimo piso sin más contratiempos, pero el muchacho me mantuvo pegada a él. En ese momento debí de haberle pedido que me soltara, pero me sentía a gusto así.
Un pequeño seísmo con epicentro entre mis piernas sacudió toda mi feminidad y, en lugar de apartarme, atusé mi larga melena para disimular y apreté discretamente mi trasero contra su entrepierna.
Yo no estoy muy delgada que digamos, así que mi culo envolvió su paquete. Entonces pude notar como su hombría comenzaba a desperezarse entre mis nalgas. “¡Qué morbo!”.
Aunque el ascensor paró de forma tan brusca como había arrancado, no ocurrió lo mismo con el incremento de mi temperatura corporal.
Aunque el muchacho me había pedido perdón, la contundencia de su erección detrás contradecía sus palabras. Además, la sonrisa del muchacho no dejaba lugar a dudas de que el muy sinvergüenza me había sobado con alevosía.
Le acompañé a la puerta y le ofrecí algo de propina. Él no quiso aceptarla, pero yo insistí con el billete en la mano.
― Cógelo y te tomas unas cañas con algún amigo o… con tu novia ―deje esa última palabra en el aire.
― Muchas gracias señora, pero no tengo novia y tampoco tiene porqué darme nada.
― Ya sé que no tengo porqué, pero quiero hacerlo, así que cógelo de una vez ―insistí para dejarle claro a aquel chico que estaba delante de una mujer con carácter.
Alberto me miró con intensidad. Él no quería coger el dinero, pero fue listo.
― Acepto su propina si usted acepta tomarse esa caña conmigo.
El descaro de Alberto no parecía tener fin. En otro tiempo, oír una oferta así de unos labios tan carnosos me habría hecho perder las bragas, pero ahora era una mujer casada, aunque sólo fuera desde hace un par de meses.
― De acuerdo ―respondí― Cuando tengas diez años más.
El resto de la tarde pasó sin pena ni gloria. Después de colocar la compra leí un rato y luego comencé a preparar la cena para esa noche.
Lamentablemente, Alfonso llegó de muy mal humor. Al parecer un cliente importante había sufrido un fallo en el sistema informático de su empresa y él tendría que ir a solucionarlo en persona a la mañana siguiente. Vamos que al final la cena no transcurrió ni mucho menos como yo había imaginado.
El lunes por la tarde hacía un calor horrible que una mujer del norte como yo sólo podría aguantar en una piscina olímpica.
No me gustaba ir a la piscina de mi urbanización, prefería la piscina de un club privado por dos razones. La primera es la tranquilidad, sobre todo entre semana, y la segunda razón es la discreción, ya que allí puedo tomar el sol en topless y tanga sin que mis vecinas me critiquen por ir semidesnuda.
Como digo, estuve tomando el sol, pero de vez en cuando tenía que bañarme para mitigar el sofocante calor. Cada vez que me levantaba de la tumbona un grupito de hombres, probablemente tan casados como yo, me devoraba con la mirada. Como toda “artista”, yo deseaba gustar a mi público y para ello no escatimaba contoneos de caderas ni posturitas sugerentes. Me encanta sentirme deseada, como a todo el mundo, y además me divierte ver como se les pone la polla dura bajo el bañador. Eso sí, siempre me uso unas grandes gafas de sol para evitar que mi mirada se cruce con la de alguno de mis admiradores y que eso pudiera dar pie a cualquier situación incómoda.
Al regresar a casa me dispuse a tomar una cerveza fría en la terraza. Por alguna razón, estando allí tumbada empezaron a venirme unas ideas un tanto inquietantes. Concretamente, me acordé de Alberto, el apuesto empleado del súper, y de la erección que tuvo en el ascensor.
En esos pensamientos estaba cuando de pronto empecé a acariciarme por encima del bikini. Me sorprendió mucho, masturbarme en la terraza no era algo que soliese hacer. De hecho, era la primera vez. Lo cierto fue que me excitó la idea de que alguien pudiese estar viéndome desde un edificio aun más alto. Me froté el coñito con fervor y recé para que aquella noche Alfonso me dedicase un poco de atención.
Por desgracia, Alfonso llegó tarde y de un humor insoportable, así que nuevamente me volví a quedar con las ganas.
Estaba empezando a hartarme de aquella situación. Aunque parezca inaudito, nunca me había masturbado tan amenudo como desde que me había casado con Alfonso.
Estuve intentando conciliar el sueño sin nada de éxito. Al final, el aburrimiento y el silencio hicieron volar mi imaginación. Me acordé nuevamente del muchacho del supermercado, de su cuerpo musculoso, de su pelo negro y su tez morena, de esas facciones marcadas y rasgos mestizos que realzaban su enigmática mirada. Alberto se estaba convirtiendo en el protagonista de mi recurrente fantasía de autocomplacencia. Cuanto más pensaba en él, más caliente me ponía. Al final, esa humedad tan familiar últimamente brotó espontáneamente de mi interior. Por segunda vez en ese mismo día, repetí los mismos movimientos circulares sobre mi clítoris incandescente. Me excitó muchísimo masturbarme imaginando cómo me follaría Alberto mientras mi marido no paraba de roncar.
La tarde siguiente salí en busca de una terraza donde poder tomarme un café mientras leía “El silencio de la ciudad blanca” de Eva Gª Sáenz de Urturi.
De regreso a casa entré en el súper a comprar algo. Obviamente, no es que necesitase nada, solo ver si Alberto estaba trabajando. Me apetecía muchísimo verle. Al verle reponiendo las estanterías, no lo pensé dos veces. Cargué el carrito con varias cajas cervezas con intención de que el chico me las llevase a casa.
Otra tarde más, llegué a la caja del súper con el carrito a tope, y después de pagar le pregunté a Manolo si me lo podían subir a casa. El hombre respondió amablemente que no me preocupase. Alberto lo llevaría en cuanto acabase de colocar el pedido que acababan de recibir del almacén
Salí de la tienda nerviosísima, preguntándome frenéticamente qué iba a hacer cuando el muchacho fuera a casa, qué ropa debía ponerme, qué actitud tenía que tomar. Me moría de ganas de follar, eso lo tenía claro, pero cómo reaccionaría él muchacho si yo tomaba la iniciativa… ¿Pesaría mal de mí…? ¡Y qué si lo hacía! ¡Yo sólo quería echar un polvo, por amor de Dios!
Estaba ahogándome en un mar de dudas y la verdad, en ningún momento me paré a pensar que estaba a punto de engañar a Alfonso.
Al llegar a casa me puse una camiseta blanca y un short vaquero muy cortito. Después, cogí una cerveza bien fría del frigorífico y salí a la terraza a esperar a que Alberto llegase con la compra.
Pasó un buen rato, la verdad, o al menos a mí así me lo pareció. De todas formas había tiempo de sobra, eran sólo las cuatro y cuarto. Faltaban por tanto casi cuatro horas para que Alfonso volviera del trabajo, y eso si no llegaba tarde. Sin embargo, dudaba que Alberto pudiera pasarse toda la tarde fuera sin que lo despidieran del Súper.
Cuando sonó el portero de la calle fue como si sonase la alarma de incendios, mi corazón se desbocó. Miré hacia abajo y allí estaba, mi repartidor favorito. Entonces respiré hondo y traté de calmarme, tenía claro lo que iba a hacer.
Cuando sonó el timbre abrí la puerta y allí estaba Alberto. Alto, moreno y guapísimo. Con ese cuerpazo hasta el uniforme del supermercado le quedaba de muerte. Sonreía de oreja a oreja.
Le acompañé hasta la cocina para que dejase allí las cajas que esta vez había traído con una especie de carretilla. Le indiqué el rincón donde debía dejarlas, y le observé lujuriosamente mientras lo hacía.
Saque de mi cartera un billete para dárselo de propina, pero el enseguida me dijo que no, que volverme a ver ya era suficiente propina. Me sentí halagada, no me esperaba un cumplido tan bonito. Le di las gracias por ser tan amable conmigo y me quedé mirándole de arriba a abajo apoyada sensualmente en la encimera de la cocina. Tenía los brazos y los hombros echados hacia atrás para realzar así la forma de mis pechos bajo la camiseta. Sin embargo, fueron las marcas de mis pezones las que se atrajeron todo el protagonismo y la atención del muchacho.
Alberto había mordido el anzuelo, pero yo debía continuar con mi plan. Le pedí disculpas por haber rechazado su invitación unos días antes y luego, le pregunté si le apetecía tomar una Coca-Cola o cualquier otra cosa.
Alberto sonrió de manera encantadora y finalmente dijo que si tenía una cerveza fría, mucho mejor.
Abrí la puerta del frigorífico y le pregunté si quería la cerveza con o sin alcohol. Apenas había terminado de formular esa pregunta cuando sus manos me tomaban por la cintura y sentí su respiración detrás de mí.
― Me da igual ―susurró.
Un escalofrío me recorrió entera. Hacía mucho tiempo que no sentía aquella sensación, pero entonces Alberto puso sus grandes manos bajo mis pechos y me los agarró con fuerza. Al final fue él quien tomó la iniciativa.
― ¡OOOGH! ― jadeé entre sus brazos.
La energía y la pasión de Alberto me paralizaron. El muchacho aprovechó que yo continuaba jadeando para meterme su dedo pulgar en la boca y, presa de la lujuria, empecé a chupárselo de forma lasciva.
Cuando me di la vuelta para verle, Alberto me sujeto de la barbilla y, muy lentamente, acercó su boca a la mía.
En cuanto sus labios rozaron los míos comprendí que aquel muchacho sabía muy bien lo que hacía. En ese mismo momento renuncié a tomar las riendas y opté por entregarme a él.
La mirada de Alberto atravesó mis ojitos asustados y de pronto retiró sus manos, me soltó. Entonces, volvió a acercar lentamente sus labios a los míos dándome esta vez la oportunidad de retirarme. Sin embargo, yo volví a abrir la boca para sentir por segunda vez como me devoraban sus labios. Aquel muchacho se había convertido de repente en el mejor amante que yo hubiera conocido.
Al principio me dejé besar, pero luego fui yo quien usó la lengua para saborear su boca y así, entre besos y caricias nos entregamos a aquel inexorable deseo mutuo.
Alberto me abrazó con tanto furor que aplastó mis pechos contra él. Sentí su mano se deslizarse por mi espalda, acariciándome poco a poco hasta agarrarme del culo, por fin. Naturalmente, yo le imité comprobando lo firme y redondito que él lo tenía.
Sin dejar de besarme en ningún momento, Alberto bajó la mano y la metió bajo mi pantaloncito. De esa forma, pudo acariciar directamente la piel de mi trasero. Siguió con esa hábil estrategia, comiéndome la boca a la vez que con su mano exploraba mi zona íntima.
Estaba fuera de mí. Ni recordaba la última vez que había estado tan “cachonda”. Dejé que Alberto introdujera un dedo dentro de mi sexo y se diera cuenta de lo mojada que estaba. Él sonrió con picardía y aún más excitado, si cabe.
Para no quedarme rezagada, desabroché la hebilla de su cinturón y le bajé la cremallera de los vaqueros. Metí la mano bajo su bóxer para poder hacerme con su polla y sacarla de su guarida. Su miembro me pareció impresionante, como era de esperar. Aquel alto y corpulento muchacho tenía un buen pollón que no desmerecía en nada al resto de su magnífica anatomía. No pude resistirme a menearla arriba y debajo de inmediato. El cabronazo la tenía dura como una piedra.
Por su parte, Alberto continuó acariciándome el chochito, encontró mi clítoris y comenzó a acariciarlo en pequeños círculos. A esas alturas mi sexo parecía ya un auténtico manantial. Tanto era así, que mi lubricante íntimo chorreaba y mojaba el interior de mis muslos.
Ya no podía más, me retorcía como una serpiente, separando las piernas para facilitar sus alborotadoras caricias. Estaba a punto de correrme.
Entonces Alberto me cogió de la cintura y me subió a la encimera de la cocina. Se deshizo de mis shorts sin ninguna delicadeza y entonces se relamió contemplando mi suculento sexo.
― ¡AAAAAAAAAGH! ―me estremecí apenas comenzó a pasarme la lengua. Me quedé alucinada, nunca había tenido un orgasmo así, tan de sopetón.
― ¡OOOOOOOOOGH! ―sollocé sin parar.
Alberto continuó devorándome. Menos mal que me había afeitado el coñito unos días antes, porque el muchacho lo relamía con ansia tanto mi inflamada vulva como el hipersensible clítoris.
― ¡AAAGH!
Estaba a punto de correrme cuando Alberto se incorporó, tomó su hermosa polla y, cogiéndome la cara con sus manos, me obligó a mirarle a los ojos mientras entraba en mí. El muy bribón se regocijaba en mi estupor.
Acabé mordiéndole en una mano presa de un fiero instinto de supervivencia y orgullo.
― ¡JODER! ―gritó de dolor.
La marca de mis dientes no quedo impune. Alberto me castigó clavándome su enorme pene con un furioso golpe que me dejó sin respiración.
― ¡AAAAAAH! ―no pude reprimir un intenso alarido de placer.
Entonces, el muchacho me sujetó en el borde de la encimera y comenzó a embestirme como un animal.
¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!
Siguió follándome sin detener sus acometidas en ningún momento, demostrando de lo que era capaz. Mi sexo rezumaba alrededor de su polla. Clavé mis uñas en sus brazos, pero él sabía que no debía parar, no antes de llevarme a mí al orgasmo, y así lo hizo.
― ¡OOOOOOOOOGH! ―jadeé al fin.
Gracias a Dios, Alberto se mantuvo inmóvil dentro de mí, permitiéndome disfrutar plenamente del intenso clímax. Permanecimos así, mirándonos, jadeando y empapados en sudor un buen rato. Entonces Alberto metió sus dedos entre mis cabellos con insólita ternura. Su rostro reflejaba un amor infinito, y en ese momento fue cuando Alberto me regaló sus mejores besos.
Al final estallamos en una carcajada simultánea que no era más que el reconocimiento de la locura que acabábamos de hacer.
Continuamos besándonos y acariciándonos libres de cualquier remordimiento. Tan sólo éramos una mujer y un hombre compartiendo un hermoso pedacito de nuestras vidas.
Aunque parezca increíble, apenas habrían transcurrido veinte minutos desde que entramos por la puerta, así que terminamos de desnudarnos y le conduje de la mano al cuarto de baño.
Afortunadamente la ducha de casa es lo bastante amplia para dos personas. Allí dentro le enjaboné de arriba a abajo. Mis manos repasaban la piel de mi primer y joven amante, restregando con meticulosidad cada centímetro de su imponente físico. Él aún no se había corrido, así que podéis imaginaros cual era el estado de su miembro.
Mientras el agua caía sobre nosotros, Alberto me amasó las tetas otra vez y empezó a chuparme los pezones. Yo nunca he sido una mujer pasiva, así que me puse a enjabonar su miembro con mis manos desnudas, y poco a poco el fuego fue reavivándose dentro de mí.
No hay mujer sobre la tierra capaz de resistir a una tentación así. Me moría de ganas de tener su tremenda polla en la boca, y me puse en cuclillas. Entonces miré a Alberto a los ojos y decidí jugar un poco con él. En lugar de metérmela en la boca, empecé a lamer, primero pasando la lengua a lo largo del tronco y luego chupando un poquito el hinchadísimo capullo.
― Cómetela ―dijo con desesperación.
Sonreí. “Te vas a enterar”, pensé. Primero, me la tragué hasta la campanilla y después, comencé a chupar adelante y atrás succionando con todas mis fuerzas.
¡SLUPS! ¡SLUPS! ¡SLUPS!
Se la mamé como una auténtica guarra, sorbiendo apropósito para hacer esos indecentes sonidos que tanto les gustan a los tíos. Lamí todo su pollón con deleite, desde la base hasta la punta de su hinchado capullo, chupando el glande como si fuese un gordo caramelo de cereza. También me la tragué, o mejor dicho, intenté tragármela, pero se me saltaron las lágrimas de las arcadas.
¡SLUPS! ¡SLUPS! ¡SLUPS! ¡SLUPS!
No sé exactamente en qué momento comencé a masturbarme, pero de repente el fulgor en mi propio coñito me incitó a chupar su polla con más gula todavía.
¡SLUPS! ¡SLUPS! ¡SLUPS!
De repente percibí el ligero amargor del líquido preseminal y comprendí que Alberto iba a correrse en cualquier momento. Había puesto tanto ímpetu en mi mamada que le había llevado al límite demasiado pronto. Siempre me había gustado chupársela a los tíos, pues esa práctica me parecía especialmente pecaminosa, y no hay mejor afrodisiaco para una mujer que hacer cosas indecentes. El morbo te conduce a la euforia, y la euforia te hace mamar pollas como una loca.
¡SLUPS! ¡SLUPS! ¡SLUPS!
Seguí chupando decidida a hacer que aquel dios descargase toda su furia en mi boca. No me hizo esperar, la verdad. Alberto se estremeció y comenzó a convulsionar adelante y atrás como si estuviese copulando en mi boca. Le mire fijamente a los ojos y espoleé mi clítoris con rabia. Mientras que él gesticulaba con espanto, yo en cambio saboreaba su semen con insano placer y entonces…
¡UMMM! ¡UMMM! ¡UMMM! ―me corrí con un agónico y sordo gemido,
― ¡TRÁGATELO, PRECIOSA! ―me invitó a la vez que vertía sus últimas y agónicas dosis.
Ciertamente, tenía la boca casi llena de semen. Alberto había bombeado una buena cantidad y, aunque normalmente no lo hago, me lo tragué todo para no disgustarle después del polvazo que acabábamos de echar. Tampoco iba a ser la primera vez.
Después de vestirnos nos tomamos esa cerveza que ni siquiera habíamos llegado a sacar del frigorífico. Saqué también algo de picar para que Alberto repusiera energías antes de volver al trabajo. Después, el muchacho se despidió de mí con un fuerte beso en los labios y se fue.
Me puse a hacer cosas para tratar de serenarme. Mientras planchaba, en mi cabeza se agolpaban los reproches. Sin embargo, aunque era consciente de que había engañado a mi marido, no me arrepentía de nada. Sinceramente, incluso me sentía pletórica por haber sido capaz de seducir a un muchacho tan atractivo.
Yo nunca había sido una mujer promiscua y tampoco pensaba serlo ahora que estaba recién casada. Por desgracia, una semana después, una compañera del cole se rompió un brazo y “por desgracia”, en cuanto conocí a su joven y atractivo sustituto algo me dijo que los cuernos de mi esposo no tardarían en crecer un poquito más.
FIN
Nuestra boda se celebró a finales de marzo y por tanto apenas hacía dos meses que estaba casada. Antes yo vivía y trabajaba en una ciudad del norte de España, pero al casarme tuve que mudarme a la Costa Blanca donde trabaja mi marido. La verdad es que a mí no me importó cambiar de aires por una temporada.
Alfonso, mi marido, es informático y trabaja para una gran empresa de ingeniería. Al llevar poco tiempo en dicha empresa, sus condiciones laborales no son muy buenas, y con ello quiero decir que hace dos horas extras todos los días. Sin embargo a él le gusta mucho este trabajo y siempre dice que está aprendiendo un montón y claro, que ahora su sueldo es “la hostia”.
Aunque soy feliz junto a él, la triste verdad es que no veo a mi marido más que en el desayuno y en la cena. Esto ha hecho que nuestra sexualidad se haya resentido. Como de lunes a viernes él llega agotado a casa, ahora sólo follamos los fines de semana. Eso sí, los sábados por la mañana nos desquitamos y recuperamos el retraso acumulado durante la semana, incluso ha habido días de estar toda la mañana metidos entre las sábanas.
El resto de la semana “Hola y Adiós”. Menos mal que yo también conseguí trabajo como maestra de apoyo en un colegio concertado. Fue poco después de llegar y tuve mucha suerte, ya que lo conseguí gracias a que nuestro casero es precisamente el jefe de estudios de dicho colegio.
En Benidorm se está genial. En cuanto llego del trabajo lo primero que hago es cambiarme de ropa. Desde que llegué aquí, nunca llevo sujetador en casa, pues estoy mucho más fresca y cómoda sin él. Eso sí, no os equivoquéis, cuando salgo a la calle voy bastante discreta para cómo van aquí algunas mujeres. Aunque me guste arreglarme y combinar los complementos con la ropa, lo cierto es que procuro no llamar la atención ni dar que hablar en ningún sentido.
Recuerdo que aquel día me sentía especialmente “caliente”, no sé si sería debido al sofocante calor o a que me encontraba en esos días de efervescencia mensual. Ya era viernes y, durante mis ratos libres en el trabajo, había pensando en lo que iba a pedirle a Alfonso que me hiciera al día siguiente…
Esa tarde, después de tomarme el café, decidí bajar al supermercado a hacer el acopio para los próximos días. Me puse mona. Una falda vaporosa, una blusa blanca algo ajustada, unos zapatos de tacón y salí en busca de algún caprichito.
La verdad es que sólo me di un capricho, el vino. Sin embargo, tanto llené el carro que al colocar la compra sobre la cinta de la caja comprendí que no podría con todo. Serían al menos cuatro bolsas grandes, incluido el capricho de las dos botellas de vino. Dudé cómo organizarme para llevar todo a casa pues, aunque vivo cerca del súper, era mucho peso para mí.
Afortunadamente, en ese momento no había casi nadie comprando y el encargado ofreció que uno de los empleados me ayudara. Evidentemente, no me habría hecho ese, a la postre, gran favor si yo no hubiera sido clienta habitual de la tienda.
En fin, entre el empleado del súper y yo misma subimos la compra a casa en un solo viaje. Durante el trayecto hasta el portal, Alberto, que así se llamaba el muchacho, me preguntó por mi trabajo. Yo le conté cuál era mi “modus vivendi” y él me explicó que aunque había empezado a trabajar para poder independizarse, estaba en el ecuador de sus estudios de medicina.
Cuando se abrió la puerta del ascensor colocamos dentro todas las bolsas y entonces, le dije a Alberto que ya no hacía falta que me ayudase.
― ¡Ah, eso sí que no, señora! El servicio a domicilio es hasta la puerta ―dijo con una gran sonrisa.
Reí incapaz de llevarle la contraria a un chico tan simpático y porque no decirlo, tan “bien hecho”. Aunque apenas tendría veinte años, Alberto era un mulato bastante alto y fornido. Es más, entre el espacio que ocupaba él y el que ocupaban las bolsas, cuando yo entre en el ascensor quedamos apretujados.
Yo sería diez o doce años mayor que aquel muchacho, pero su imponente proximidad me puso algo tensa. Al verle frente a mí no pude evitar sonreír pensando que me había vuelto a casa con un capricho mucho mejor que dos botellas de vino. Los brazos de Alberto nada tenían que ver con los de mi marido, y sus ojos oscuros eran simplemente fascinantes.
― ¿Le das? ―dijo él.
― ¡Ah, claro, perdona!
Tuve que girarme para apretar el botón del ascensor y cuando éste arrancó perdí el equilibrio. Menos mal que Alberto estuvo atento, si no me hubiera caído de culo encima de las bolsas. El problema fue que al sujetarme el muchacho me agarró los pechos, y cuando digo los pechos quiero decir las tetas, ya que no llevaba sujetador.
― ¡Perdón! ¡No quería…! ―trató de disculparse cambiando rápidamente sus manos a mi cintura.
― Ha sido culpa mía. No debería haberme puesto estos zapatos ―subrayé.
El ascensor prosiguió su camino hacia el decimoséptimo piso sin más contratiempos, pero el muchacho me mantuvo pegada a él. En ese momento debí de haberle pedido que me soltara, pero me sentía a gusto así.
Un pequeño seísmo con epicentro entre mis piernas sacudió toda mi feminidad y, en lugar de apartarme, atusé mi larga melena para disimular y apreté discretamente mi trasero contra su entrepierna.
Yo no estoy muy delgada que digamos, así que mi culo envolvió su paquete. Entonces pude notar como su hombría comenzaba a desperezarse entre mis nalgas. “¡Qué morbo!”.
Aunque el ascensor paró de forma tan brusca como había arrancado, no ocurrió lo mismo con el incremento de mi temperatura corporal.
Aunque el muchacho me había pedido perdón, la contundencia de su erección detrás contradecía sus palabras. Además, la sonrisa del muchacho no dejaba lugar a dudas de que el muy sinvergüenza me había sobado con alevosía.
Le acompañé a la puerta y le ofrecí algo de propina. Él no quiso aceptarla, pero yo insistí con el billete en la mano.
― Cógelo y te tomas unas cañas con algún amigo o… con tu novia ―deje esa última palabra en el aire.
― Muchas gracias señora, pero no tengo novia y tampoco tiene porqué darme nada.
― Ya sé que no tengo porqué, pero quiero hacerlo, así que cógelo de una vez ―insistí para dejarle claro a aquel chico que estaba delante de una mujer con carácter.
Alberto me miró con intensidad. Él no quería coger el dinero, pero fue listo.
― Acepto su propina si usted acepta tomarse esa caña conmigo.
El descaro de Alberto no parecía tener fin. En otro tiempo, oír una oferta así de unos labios tan carnosos me habría hecho perder las bragas, pero ahora era una mujer casada, aunque sólo fuera desde hace un par de meses.
― De acuerdo ―respondí― Cuando tengas diez años más.
El resto de la tarde pasó sin pena ni gloria. Después de colocar la compra leí un rato y luego comencé a preparar la cena para esa noche.
Lamentablemente, Alfonso llegó de muy mal humor. Al parecer un cliente importante había sufrido un fallo en el sistema informático de su empresa y él tendría que ir a solucionarlo en persona a la mañana siguiente. Vamos que al final la cena no transcurrió ni mucho menos como yo había imaginado.
El lunes por la tarde hacía un calor horrible que una mujer del norte como yo sólo podría aguantar en una piscina olímpica.
No me gustaba ir a la piscina de mi urbanización, prefería la piscina de un club privado por dos razones. La primera es la tranquilidad, sobre todo entre semana, y la segunda razón es la discreción, ya que allí puedo tomar el sol en topless y tanga sin que mis vecinas me critiquen por ir semidesnuda.
Como digo, estuve tomando el sol, pero de vez en cuando tenía que bañarme para mitigar el sofocante calor. Cada vez que me levantaba de la tumbona un grupito de hombres, probablemente tan casados como yo, me devoraba con la mirada. Como toda “artista”, yo deseaba gustar a mi público y para ello no escatimaba contoneos de caderas ni posturitas sugerentes. Me encanta sentirme deseada, como a todo el mundo, y además me divierte ver como se les pone la polla dura bajo el bañador. Eso sí, siempre me uso unas grandes gafas de sol para evitar que mi mirada se cruce con la de alguno de mis admiradores y que eso pudiera dar pie a cualquier situación incómoda.
Al regresar a casa me dispuse a tomar una cerveza fría en la terraza. Por alguna razón, estando allí tumbada empezaron a venirme unas ideas un tanto inquietantes. Concretamente, me acordé de Alberto, el apuesto empleado del súper, y de la erección que tuvo en el ascensor.
En esos pensamientos estaba cuando de pronto empecé a acariciarme por encima del bikini. Me sorprendió mucho, masturbarme en la terraza no era algo que soliese hacer. De hecho, era la primera vez. Lo cierto fue que me excitó la idea de que alguien pudiese estar viéndome desde un edificio aun más alto. Me froté el coñito con fervor y recé para que aquella noche Alfonso me dedicase un poco de atención.
Por desgracia, Alfonso llegó tarde y de un humor insoportable, así que nuevamente me volví a quedar con las ganas.
Estaba empezando a hartarme de aquella situación. Aunque parezca inaudito, nunca me había masturbado tan amenudo como desde que me había casado con Alfonso.
Estuve intentando conciliar el sueño sin nada de éxito. Al final, el aburrimiento y el silencio hicieron volar mi imaginación. Me acordé nuevamente del muchacho del supermercado, de su cuerpo musculoso, de su pelo negro y su tez morena, de esas facciones marcadas y rasgos mestizos que realzaban su enigmática mirada. Alberto se estaba convirtiendo en el protagonista de mi recurrente fantasía de autocomplacencia. Cuanto más pensaba en él, más caliente me ponía. Al final, esa humedad tan familiar últimamente brotó espontáneamente de mi interior. Por segunda vez en ese mismo día, repetí los mismos movimientos circulares sobre mi clítoris incandescente. Me excitó muchísimo masturbarme imaginando cómo me follaría Alberto mientras mi marido no paraba de roncar.
La tarde siguiente salí en busca de una terraza donde poder tomarme un café mientras leía “El silencio de la ciudad blanca” de Eva Gª Sáenz de Urturi.
De regreso a casa entré en el súper a comprar algo. Obviamente, no es que necesitase nada, solo ver si Alberto estaba trabajando. Me apetecía muchísimo verle. Al verle reponiendo las estanterías, no lo pensé dos veces. Cargué el carrito con varias cajas cervezas con intención de que el chico me las llevase a casa.
Otra tarde más, llegué a la caja del súper con el carrito a tope, y después de pagar le pregunté a Manolo si me lo podían subir a casa. El hombre respondió amablemente que no me preocupase. Alberto lo llevaría en cuanto acabase de colocar el pedido que acababan de recibir del almacén
Salí de la tienda nerviosísima, preguntándome frenéticamente qué iba a hacer cuando el muchacho fuera a casa, qué ropa debía ponerme, qué actitud tenía que tomar. Me moría de ganas de follar, eso lo tenía claro, pero cómo reaccionaría él muchacho si yo tomaba la iniciativa… ¿Pesaría mal de mí…? ¡Y qué si lo hacía! ¡Yo sólo quería echar un polvo, por amor de Dios!
Estaba ahogándome en un mar de dudas y la verdad, en ningún momento me paré a pensar que estaba a punto de engañar a Alfonso.
Al llegar a casa me puse una camiseta blanca y un short vaquero muy cortito. Después, cogí una cerveza bien fría del frigorífico y salí a la terraza a esperar a que Alberto llegase con la compra.
Pasó un buen rato, la verdad, o al menos a mí así me lo pareció. De todas formas había tiempo de sobra, eran sólo las cuatro y cuarto. Faltaban por tanto casi cuatro horas para que Alfonso volviera del trabajo, y eso si no llegaba tarde. Sin embargo, dudaba que Alberto pudiera pasarse toda la tarde fuera sin que lo despidieran del Súper.
Cuando sonó el portero de la calle fue como si sonase la alarma de incendios, mi corazón se desbocó. Miré hacia abajo y allí estaba, mi repartidor favorito. Entonces respiré hondo y traté de calmarme, tenía claro lo que iba a hacer.
Cuando sonó el timbre abrí la puerta y allí estaba Alberto. Alto, moreno y guapísimo. Con ese cuerpazo hasta el uniforme del supermercado le quedaba de muerte. Sonreía de oreja a oreja.
Le acompañé hasta la cocina para que dejase allí las cajas que esta vez había traído con una especie de carretilla. Le indiqué el rincón donde debía dejarlas, y le observé lujuriosamente mientras lo hacía.
Saque de mi cartera un billete para dárselo de propina, pero el enseguida me dijo que no, que volverme a ver ya era suficiente propina. Me sentí halagada, no me esperaba un cumplido tan bonito. Le di las gracias por ser tan amable conmigo y me quedé mirándole de arriba a abajo apoyada sensualmente en la encimera de la cocina. Tenía los brazos y los hombros echados hacia atrás para realzar así la forma de mis pechos bajo la camiseta. Sin embargo, fueron las marcas de mis pezones las que se atrajeron todo el protagonismo y la atención del muchacho.
Alberto había mordido el anzuelo, pero yo debía continuar con mi plan. Le pedí disculpas por haber rechazado su invitación unos días antes y luego, le pregunté si le apetecía tomar una Coca-Cola o cualquier otra cosa.
Alberto sonrió de manera encantadora y finalmente dijo que si tenía una cerveza fría, mucho mejor.
Abrí la puerta del frigorífico y le pregunté si quería la cerveza con o sin alcohol. Apenas había terminado de formular esa pregunta cuando sus manos me tomaban por la cintura y sentí su respiración detrás de mí.
― Me da igual ―susurró.
Un escalofrío me recorrió entera. Hacía mucho tiempo que no sentía aquella sensación, pero entonces Alberto puso sus grandes manos bajo mis pechos y me los agarró con fuerza. Al final fue él quien tomó la iniciativa.
― ¡OOOGH! ― jadeé entre sus brazos.
La energía y la pasión de Alberto me paralizaron. El muchacho aprovechó que yo continuaba jadeando para meterme su dedo pulgar en la boca y, presa de la lujuria, empecé a chupárselo de forma lasciva.
Cuando me di la vuelta para verle, Alberto me sujeto de la barbilla y, muy lentamente, acercó su boca a la mía.
En cuanto sus labios rozaron los míos comprendí que aquel muchacho sabía muy bien lo que hacía. En ese mismo momento renuncié a tomar las riendas y opté por entregarme a él.
La mirada de Alberto atravesó mis ojitos asustados y de pronto retiró sus manos, me soltó. Entonces, volvió a acercar lentamente sus labios a los míos dándome esta vez la oportunidad de retirarme. Sin embargo, yo volví a abrir la boca para sentir por segunda vez como me devoraban sus labios. Aquel muchacho se había convertido de repente en el mejor amante que yo hubiera conocido.
Al principio me dejé besar, pero luego fui yo quien usó la lengua para saborear su boca y así, entre besos y caricias nos entregamos a aquel inexorable deseo mutuo.
Alberto me abrazó con tanto furor que aplastó mis pechos contra él. Sentí su mano se deslizarse por mi espalda, acariciándome poco a poco hasta agarrarme del culo, por fin. Naturalmente, yo le imité comprobando lo firme y redondito que él lo tenía.
Sin dejar de besarme en ningún momento, Alberto bajó la mano y la metió bajo mi pantaloncito. De esa forma, pudo acariciar directamente la piel de mi trasero. Siguió con esa hábil estrategia, comiéndome la boca a la vez que con su mano exploraba mi zona íntima.
Estaba fuera de mí. Ni recordaba la última vez que había estado tan “cachonda”. Dejé que Alberto introdujera un dedo dentro de mi sexo y se diera cuenta de lo mojada que estaba. Él sonrió con picardía y aún más excitado, si cabe.
Para no quedarme rezagada, desabroché la hebilla de su cinturón y le bajé la cremallera de los vaqueros. Metí la mano bajo su bóxer para poder hacerme con su polla y sacarla de su guarida. Su miembro me pareció impresionante, como era de esperar. Aquel alto y corpulento muchacho tenía un buen pollón que no desmerecía en nada al resto de su magnífica anatomía. No pude resistirme a menearla arriba y debajo de inmediato. El cabronazo la tenía dura como una piedra.
Por su parte, Alberto continuó acariciándome el chochito, encontró mi clítoris y comenzó a acariciarlo en pequeños círculos. A esas alturas mi sexo parecía ya un auténtico manantial. Tanto era así, que mi lubricante íntimo chorreaba y mojaba el interior de mis muslos.
Ya no podía más, me retorcía como una serpiente, separando las piernas para facilitar sus alborotadoras caricias. Estaba a punto de correrme.
Entonces Alberto me cogió de la cintura y me subió a la encimera de la cocina. Se deshizo de mis shorts sin ninguna delicadeza y entonces se relamió contemplando mi suculento sexo.
― ¡AAAAAAAAAGH! ―me estremecí apenas comenzó a pasarme la lengua. Me quedé alucinada, nunca había tenido un orgasmo así, tan de sopetón.
― ¡OOOOOOOOOGH! ―sollocé sin parar.
Alberto continuó devorándome. Menos mal que me había afeitado el coñito unos días antes, porque el muchacho lo relamía con ansia tanto mi inflamada vulva como el hipersensible clítoris.
― ¡AAAGH!
Estaba a punto de correrme cuando Alberto se incorporó, tomó su hermosa polla y, cogiéndome la cara con sus manos, me obligó a mirarle a los ojos mientras entraba en mí. El muy bribón se regocijaba en mi estupor.
Acabé mordiéndole en una mano presa de un fiero instinto de supervivencia y orgullo.
― ¡JODER! ―gritó de dolor.
La marca de mis dientes no quedo impune. Alberto me castigó clavándome su enorme pene con un furioso golpe que me dejó sin respiración.
― ¡AAAAAAH! ―no pude reprimir un intenso alarido de placer.
Entonces, el muchacho me sujetó en el borde de la encimera y comenzó a embestirme como un animal.
¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!
Siguió follándome sin detener sus acometidas en ningún momento, demostrando de lo que era capaz. Mi sexo rezumaba alrededor de su polla. Clavé mis uñas en sus brazos, pero él sabía que no debía parar, no antes de llevarme a mí al orgasmo, y así lo hizo.
― ¡OOOOOOOOOGH! ―jadeé al fin.
Gracias a Dios, Alberto se mantuvo inmóvil dentro de mí, permitiéndome disfrutar plenamente del intenso clímax. Permanecimos así, mirándonos, jadeando y empapados en sudor un buen rato. Entonces Alberto metió sus dedos entre mis cabellos con insólita ternura. Su rostro reflejaba un amor infinito, y en ese momento fue cuando Alberto me regaló sus mejores besos.
Al final estallamos en una carcajada simultánea que no era más que el reconocimiento de la locura que acabábamos de hacer.
Continuamos besándonos y acariciándonos libres de cualquier remordimiento. Tan sólo éramos una mujer y un hombre compartiendo un hermoso pedacito de nuestras vidas.
Aunque parezca increíble, apenas habrían transcurrido veinte minutos desde que entramos por la puerta, así que terminamos de desnudarnos y le conduje de la mano al cuarto de baño.
Afortunadamente la ducha de casa es lo bastante amplia para dos personas. Allí dentro le enjaboné de arriba a abajo. Mis manos repasaban la piel de mi primer y joven amante, restregando con meticulosidad cada centímetro de su imponente físico. Él aún no se había corrido, así que podéis imaginaros cual era el estado de su miembro.
Mientras el agua caía sobre nosotros, Alberto me amasó las tetas otra vez y empezó a chuparme los pezones. Yo nunca he sido una mujer pasiva, así que me puse a enjabonar su miembro con mis manos desnudas, y poco a poco el fuego fue reavivándose dentro de mí.
No hay mujer sobre la tierra capaz de resistir a una tentación así. Me moría de ganas de tener su tremenda polla en la boca, y me puse en cuclillas. Entonces miré a Alberto a los ojos y decidí jugar un poco con él. En lugar de metérmela en la boca, empecé a lamer, primero pasando la lengua a lo largo del tronco y luego chupando un poquito el hinchadísimo capullo.
― Cómetela ―dijo con desesperación.
Sonreí. “Te vas a enterar”, pensé. Primero, me la tragué hasta la campanilla y después, comencé a chupar adelante y atrás succionando con todas mis fuerzas.
¡SLUPS! ¡SLUPS! ¡SLUPS!
Se la mamé como una auténtica guarra, sorbiendo apropósito para hacer esos indecentes sonidos que tanto les gustan a los tíos. Lamí todo su pollón con deleite, desde la base hasta la punta de su hinchado capullo, chupando el glande como si fuese un gordo caramelo de cereza. También me la tragué, o mejor dicho, intenté tragármela, pero se me saltaron las lágrimas de las arcadas.
¡SLUPS! ¡SLUPS! ¡SLUPS! ¡SLUPS!
No sé exactamente en qué momento comencé a masturbarme, pero de repente el fulgor en mi propio coñito me incitó a chupar su polla con más gula todavía.
¡SLUPS! ¡SLUPS! ¡SLUPS!
De repente percibí el ligero amargor del líquido preseminal y comprendí que Alberto iba a correrse en cualquier momento. Había puesto tanto ímpetu en mi mamada que le había llevado al límite demasiado pronto. Siempre me había gustado chupársela a los tíos, pues esa práctica me parecía especialmente pecaminosa, y no hay mejor afrodisiaco para una mujer que hacer cosas indecentes. El morbo te conduce a la euforia, y la euforia te hace mamar pollas como una loca.
¡SLUPS! ¡SLUPS! ¡SLUPS!
Seguí chupando decidida a hacer que aquel dios descargase toda su furia en mi boca. No me hizo esperar, la verdad. Alberto se estremeció y comenzó a convulsionar adelante y atrás como si estuviese copulando en mi boca. Le mire fijamente a los ojos y espoleé mi clítoris con rabia. Mientras que él gesticulaba con espanto, yo en cambio saboreaba su semen con insano placer y entonces…
¡UMMM! ¡UMMM! ¡UMMM! ―me corrí con un agónico y sordo gemido,
― ¡TRÁGATELO, PRECIOSA! ―me invitó a la vez que vertía sus últimas y agónicas dosis.
Ciertamente, tenía la boca casi llena de semen. Alberto había bombeado una buena cantidad y, aunque normalmente no lo hago, me lo tragué todo para no disgustarle después del polvazo que acabábamos de echar. Tampoco iba a ser la primera vez.
Después de vestirnos nos tomamos esa cerveza que ni siquiera habíamos llegado a sacar del frigorífico. Saqué también algo de picar para que Alberto repusiera energías antes de volver al trabajo. Después, el muchacho se despidió de mí con un fuerte beso en los labios y se fue.
Me puse a hacer cosas para tratar de serenarme. Mientras planchaba, en mi cabeza se agolpaban los reproches. Sin embargo, aunque era consciente de que había engañado a mi marido, no me arrepentía de nada. Sinceramente, incluso me sentía pletórica por haber sido capaz de seducir a un muchacho tan atractivo.
Yo nunca había sido una mujer promiscua y tampoco pensaba serlo ahora que estaba recién casada. Por desgracia, una semana después, una compañera del cole se rompió un brazo y “por desgracia”, en cuanto conocí a su joven y atractivo sustituto algo me dijo que los cuernos de mi esposo no tardarían en crecer un poquito más.
FIN
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