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¡Y todo por unas fotos de mamá en la playa! 2

Al levantarme para ir a pasarme un agua en la ducha del jardín y no enguarrar más la alberca, pisé algo húmedo sobre la hierba. Levanté el pie. No parecía agua, era algo más denso y menos transparente. Lo examiné de cerca y lo olí para confirmar mis sospechas. Era un lechazo de tío y reciente. Sólo podía ser de Carlos. ¡El muy cabrón se había hecho un pajote mientras yo me estaba preparando el culo para él!. Ahora entendía porque me había costado tanto volver a ponérsela dura. ¡Sería idiota!. Tenía a una tía dispuesta a dárselo todo y el muy gilipollas, va y se la menea hasta correrse. ¿En qué debía estar pensando?. En mí y mi culo, seguro que no.
Me duché cabreada y volví a estirarme en la tumbona sin secarme. Me quedé medio dormida y al rato, me desperecé y cogí el móvil para llamar a mi amiga Carmen. Vi que tenía mensajes nuevos, contesté alguno y pasé del resto. Al cerrar el WhatsApp, me di cuenta de que la galería de fotos estaba abierta y la pantalla mostraba una de las fotos que hice a mamá. Estaba segura de que yo no lo había dejado así. Trasteé por las aplicaciones, miré los logs y lo que vi, me cabreó un montón: Carlos había enviado las fotos de mi madre a su dirección de correo electrónico. Había borrado los mensajes de salida, pero como era un inútil con la informática y los cacharros electrónicos en general, había dejado un rastro que demostraba sin fisuras su fechoría.
Iba a levantarme para subir a pedirle explicaciones, obligarle a borrar las fotos y pegarle un broncazo de la ostia, pero me lo pensé mejor. Me acordé de lo que le dije a mamá hacía poco sobre que las decisiones importantes, no deben tomarse en caliente. Lo que había hecho Carlos, no era moco de pavo, así que decidí esperar y pensar bien como debía actuar. Más, cuando a pesar de haber violado mi intimidad y la de mi madre, estaba segura de que las fotos no iban a salir de sus manos. Lo que no podía ni imaginarme, era como iba a mirar a su suegra cuando volviese. O tal vez sí, y cuando pensaba en ello, a pesar del inmenso cabreo que tenía, me venía la risa tonta.
Entré en casa, cogí el libro de Álex Ravelo que estaba a medio leer y me tumbé de nuevo en la hamaca con una cervecita al lado. Intenté leer, pero las imágenes de Carlos masturbándose mirando a mi madre en pelotas en la playa, o peor, tocándose con la chirla bien abierta en primer plano, me venían a la cabeza una y otra vez. Eso me cabreaba un montón por lo que había hecho mi novio, pero os he de confesar que también me excitaba mucho. ¡Por Dios, cómo podían ponerme cachonda esas cosas!.
Entré en casa y me tomé otra cerveza, cosa poco habitual en mí. Me puse un delantal y empecé a preparar la comida. Tomates con mozzarella de búfala, unos filetes de lubina a la plancha con ajo y perejil, acompañados de verduritas al vapor y algo de fruta de postre bastarían.
Comimos como si no hubiese pasado nada, hablando de la partida de Carlos, del libro que estaba leyendo y de lo que haríamos el día siguiente. Eso sí, me conminó a ponerme algo encima para estar en casa. También insistió en que no podíamos seguir bañándonos y tomando el sol despelotados en el jardín, porque mis padres entrarían un momento u otro sin avisar. Le contesté que me importaba un comino. A mi padre le daría igual y a mi madre más, o a lo mejor, incluso iba a gustarle ver la polla de su yerno.
Al oírme, se puso rojo como un tomate y se levantó de la mesa. ¡Serás cabrón!, pensé. Iba a recoger la cocina y luego, tumbarme en la hierba a hacer media siesta y leer un poco, pero cambié de idea antes de salir.
- Carlos, recoge la cocina y ordena lo de la mesa. Yo voy a estirarme en el jardín.
A pesar de no ser un machista redomado, a mi novio, normalmente, le costaba ayudar en las cosas domésticas y más aún en casa de los suegros. En esa ocasión se fue a limpiar sin rechistar. No sé por qué sería…
Un rato más tarde, dejé de pensar en Carlos, mi madre y las dichosas fotos. El libro me cayó de las manos y me quedé frita, acurrucada en posición fetal, tendida sobre el toallón de baño que había extendido en la hierba. Así me encontró mi padre: roncando en medio del jardín con el culo al aire.
- Niña, pero ¿qué haces así, desnuda en medio del jardín?.
- Pues ya ves, papá, dormitar bajo el sol del verano.
Me levanté y le di un par de besos sin cortarme un pelo. Él me miraba disimuladamente, esforzándose con poco éxito, todo hay que decirlo, en no centrar la mirada exclusivamente en las tetas o el pubis. Quise chincharle un poco y saqué mi vena provocadora:
- Venga papá, deja de mirarme las tetas con esos ojos de viejo verde.
- Yo, yo… Lo siento Julia. Es que ya eres toda una mujer y…
- Y estoy muy buena, ¿no?.
- La verdad es que sí, hija, pero eso no son cosas en las que deba fijarse un padre.
- Será porque he salido a mamá.
- Será. Por cierto, ¿dónde está tu madre?.
- Estaba muy cabreada contigo y se ha ido un par de días a reflexionar sobre el futuro. Un pajarito me ha dicho que últimamente no la tratas como merece y además te follas a quien no debes.
- Subo a mi habitación. Haz el favor de ponerte algo encima. Verte así me altera.
- Ya lo veo, ya. ¿Haces tú la cena?. Carlos ya ha llegado, así que seremos tres.
- No me apetece quedarme en casa. Si te parece, iremos a cenar a El Refugio unas tapas y el pescado del día. Voy a llamar a Elena para que nos dé una buena mesa en la terraza. Luego podéis ir a bailar o tomar algo y cogéis un taxi para volver.
- Lo de la cena vale, papá, pero quiero volver pronto a casa. Hace dos semanas que no veo a Carlos y me debe unos cuantos polvos. Ya sabes: las deudas, cuanto antes se paguen, todos más contentos. Te ha salido una hija fogosa, papá. Casi tanto como mamá.
Entró en casa sin contestarme, visiblemente alterado. Yo me quedé veinte minutos más leyendo y subí a vestirme y ver qué estaba haciendo mi novio. Me lo encontré espachurrado en el sofá de la sala, jugando con la Play. Contestó a mis preguntas con poco más que monosílabos, sin atreverse a mirarme ni soltar el joystick. La culpa debía corroerlo por dentro y allí le dejé, expiando su pecado.
Pasé por el cuarto de la plancha para guardar la ropa que había dejado la señora que venía tres días a la semana a ayudar con lo de la casa. Recogí una blusa, unos shorts, tres camisetas y cuatro tonterías más. En una percha estaba colgado el vestido camisero que se puso mamá para ir a la playa de Rompeculos. Me vinieron a la cabeza las fotos que tomé allí a mamá, la conversación de la mañana y lo idiota que era papá. Con ese batiburrillo en mi cerebro, decidí ponerme ese vestido para provocar a mi padre, a ver si reaccionaba, o al menos, se sentía culpable.
Al llegar a mi habitación me encontré a Carlos vistiéndose para salir. Se ve que su suegro le había dicho que íbamos a cenar fuera. Busqué unas braguitas monas y me puse el vestido de mi madre. Me di un toque de maquillaje, me calcé unas alpargatas de esparto y me miré al espejo. Lo que vi me gustó, pero decidí que, si iba de niña mala, mejor no quedarse a medias. Tomé una cadenita tobillera que le regaló mi padre a mamá el día de su veinteavo aniversario de bodas. Mamá me la había dejado hacía poco para ir a una fiesta. Tenía unas figuritas eróticas de plata y oro engarzadas, vamos un Kamasutra muy explícito, aunque abreviado. Al levantar la pierna para abrochar el cierre, vi que a pesar de que el vestido era cortito, no quedaba mucho a la vista. Desabroche un botón de abajo, otro y ahora sí, a la mínima, enseñaba las bragas a quien quisiese verlas. Me reí de mi travesura y bajé corriendo al garaje, apremiada por las prisas de mi padre.
Papá encontró un hueco en la calle de las Arenas Gordas. Aparcó y recorrimos en silencio los poco más de cien metros que nos separaban del restaurante. Carlos me llevaba de la mano sin hacerme puñetero caso, supongo que abstraído pensando en las consecuencias de su imperdonable fechoría. Mi padre, avanzaba con los ojos fijos en la abertura de mi escote. Al andar, se me ahuecaba la botonadura del vestido y debía verme una generosa porción del pecho derecho. Miré abajo y me percaté que había dejado sin abrochar un botón más de la cuenta. Joder, seguro que, de lado, se me veía la teta entera. Y papá, relamiéndose con las vitas y sin avisarme.
Iba a abrochármelo, pero me lo pensé mejor. Si a mi padre le ponía cachondo el cuerpo de las jovencitas, que empezase por regodearse con el mío. A fin de cuentas, estaba más buena que la mayoría y así todo quedaba en casa. Viéndolo con perspectiva, me doy cuenta de que la razón de esa actitud impropia fue el despecho hacia mi novio y el cabreo por los estúpidos devaneos de mi padre. Tal vez también el calorcito que me subía de abajo al ver que mi padre perdía el norte por mis encantos…
Cenamos la mar de bien, como siempre en El Refugio. Aunque creo que, encerrados en nuestras cábalas, ninguno de los tres disfrutó de la comida como se merecía. Volvimos a casa sin hablar demasiado, tomamos una copichuela en el salón y subimos a las habitaciones.
Carlos y yo nos quitamos la ropa, pasamos por el baño y con los dientes y bajos limpios y la vejiga aliviada, nos metimos bajo la sábana. Normalmente era él quien se me echaba encima con la herramienta en ristre, besándome y metiéndome mano a saco para ir preparando el polvete. Esa noche, tuve que ser yo quien lo animase. Se dejó acariciar, pero parecía como si le costase besarme los morros con el vicio que le ponemos habitualmente. Estuvimos un rato tonteando: besito por aquí, carantoña por allá, muerdo pezonero, cosquillitas en los huevines,… Finalmente pasé a mayores. Le tomé el bálano con la mano, me sumergí en las profundidades del lecho y metí la cabezota de su instrumento en mi boca. Se lo cubrí de babitas y empecé a sorber y darle lengua, tragándome un trozo más de rabo en cada acometida. Estaba costándome más de la cuenta ponérsela dura, pero poco a poco la cosa iba tomando cuerpo. De pronto, me aparta los labios con la mano y me suelta:
- Lo siento, Julia. Hemos follado dos veces desde que he llegado. ¿Aún no tienes suficiente?. Ahora no tengo ganas.
¡Será capullo el tío!. Dos semanas sin vernos y cuando nos metemos en la cama, no quiere que se la coma. Habrase visto. Él, ese salido que siempre me busca, estemos en casa o en la facu, en la intimidad de su habitación o en medio de un parque. El que a veces me pide que vaya a recogerle al trabajo con faldita y sin bragas, para poder metérmela disimuladamente en el restaurante. Ese. Mira que sacarme la polla de la boca para tener que escucharle sus excusas culpables. Ahora no tengo ganas, ahora no tengo ganas. ¡Que te den!, pensé.
Cabreada como una mona, cogí una toalla de baño y bajé al jardín. Al llegar cerca de la alberca, no me lo pensé ni un segundo: La dejé en el suelo y me tiré de cabeza al agua. Mi padre debió oír el ruido, porque a los cinco minutos me lo encontré en gayumbos, con una camiseta vieja y roída, mirándome nadar de un extremo a otro.
- Hola papá. ¿Tampoco podías dormir?. ¿No será porque te escuece la conciencia?. Lo mío es otra cosa: me pica el coño y el gilipollas de Carlos no quiere follar. Venga, quítate estos andrajos y ven a bañarte. El agua está de muerte y como hoy es luna llena, podremos mirarla en remojo mientras me cuentas porqué eres tan idiota y haces sufrir así a mamá.
- Yo…
- Ven aquí a mi lado y cuéntame que te pasa.
Acabó metiéndose en la piscina. Con la luz de la luna llena, pude fijarme en el cipote que gastaba papá. No era una trompa de elefante, pero era muy bonito y se le estaba hinchiendo por momentos. Carlos lo tenía más grande, pero el de papá era un cilindro de carne liso, con el prepucio terso, adornado por unas venitas finas zigzagueando a lo largo del tronco. Todo un ejemplar, pensé. Una vez en el agua, nadó un poco y se acercó a mí. Yo estaba en el extremo menos hondo, con el agua por debajo de los pechos y los codos sobre el borde que corona la alberca. Cuando lo tuve cerca, di un par de brazadas, me senté en la escalera de piedra y le señalé con la mano el espacio que quedaba a mi izquierda.
- Hoy la luna está a tope. La tenemos justo delante. Aquí, en medio del campo, sin ruidos que molesten y casi sin contaminación lumínica, está preciosa. Un escenario como este, favorece las confidencias, así que ya sabes lo que toca, papá.
- Judit, debo ser un jodido idiota. Es algo superior a mí. Sigo queriendo a tu madre y sé que ella también me ama, pero no puedo remediarlo.
- Pues ya me contarás, porque yo no lo entiendo. Os queréis, mamá es una tía que disfruta un montón del sexo y, encima, está un rato buena. Y no lo digo porque sea mi madre. Ayer fuimos a la playa de Rompeculos y se la comían con los ojos.
- Mira, hija, desde que Amaia, la hija de Jürgen, ese colega alemán del trabajo que también conoce tu madre, me sedujo y acabamos acostándonos, no sé qué me pasa. Intento ligarme a todas las chiquillas que se me ponen a tiro. Lo peor es que ni tan siquiera consigo llegar al éxtasis con la mayoría de ellas. Últimamente ya me da lo mismo que sean un bombón, del montón o un cardo malayo. Lo único que me importa es…
- Ya. Metérsela a una jovencita casquivana para poder gravar una marca más en la culata de tu arma. Mira, papá, yo estudio Económicas, no soy loquera, ni he estudiado nunca Psicología, así que no puedo decirte si es un efecto colateral de la crisis que os viene a los tíos a los cuarenta, o es que eres un pichabrava desubicado, pero de lo que estoy segura, es de que necesitas ayuda profesional.
- Tu madre también me lo ha dicho. No lo sé, princesa. Tal vez sea que ella me abruma. Es una mujer muy sexual, ya lo sabes. Nunca tiene bastante y acaba por estresarme. Tal vez busque relaciones en las que sólo sea yo el empotrador. Ya no sé qué pensar.
- Deja de decir chorradas. Mamá no es ninguna ninfómana. Disfruta del sexo. Como yo, joder. Si fuese una estrecha, te quejarías porque no quiere follar y si es una mujer fogosa y sin prejuicios, te abruma. ¡Mira que llegáis a ser retorcidos los tíos!. Como sigas así, vas a cargarte la familia por gilipollas.
Seguimos hablando un rato de todo un poco. Al final le convencí para que pidiese hora cuanto antes a un buen sexólogo.
Al dar por acabadas las confesiones padre-hija, la intimidad del momento condujo a mi padre a preguntarme qué me gustaba hacer con mi novio en la cama. Ya sabéis que yo no soy de las que se cortan. Sin llegar a contarle los detalles que compartí con mamá, creo que le quedó bastante claro que ya era toda una mujer. Y bastante liberal.
Al levantarnos para salir de la alberca, ocurrió algo que entonces tomé por un hecho intrascendente, pero mirado con la perspectiva que da el tiempo, tal vez no lo fue tanto. Os cuento: Con la luz de la luna, todo quedaba a la vista y él, para variar, me miraba los pechos con una cara de vicio del copón. Dada la actitud de mi padre con las chicas, debió preocuparme, pero en vez de eso, me lo tomé a guasa.
Para más recochineo, le cogí el pene con la mano y le dije algo así como: ¿También te gustan tetas de tu hija?. No me digas que ha sido tu princesita la que te ha provocado esta erección tan guapa. Al notar como le crecía brutalmente la polla entre mis dedos, recapacité y se la solté. Mi padre subió la mirada a mis ojos y sin decir ni una palabra, me tomó por el talle bordeándome los senos y me besó. No fue el beso a una hija, tampoco un morreo. Se quedo en un piquito desenfadado. Su gesto me sorprendió. Le acaricié la puntita de la nariz con el índice y le devolví el pico con una sonrisa traviesa.
- Vámonos a dormir papá, que te veo muy suelto esta noche.
A la mañana siguiente no le perdoné el mañanero a mi novio. No le puso las ganas que hubiese querido, o tal vez me lo pareció, aunque no puedo quejarme. Le desperté con una sabrosa comidita de nabo. Me devolvió el favor y toqué el cielo. Quise cabalgarlo y se puso bien. La galopada acabó en corrida mutua. Eso me gustó. Conociéndole, sabía que él se había quedado a gusto, pero quería hacerle pagar el desaire de la noche y le pedí un último esfuerzo. Al explicarle lo que quería, me dijo que era una guarra, pero se volcó en la faena: Me dio lustre al ojete a base de dedo y lengua y lo disfruté un montón.
Con tanto arrumaco, se nos habían hecho las diez y media y bajé corriendo a desayunar mientras Carlos se duchaba. Matilde, la asistenta que venía a poner orden a la casa tres días a la semana, me había preparado el desayuno como sabía que a mí me gustaba: Zumito de naranja acabado de exprimir, pan con aceite y jamoncito del bueno, un poco de queso fresco con fruta y una bola de helado de higo. No estaba embarazada, pero era mi antojo, al menos esos tres días que venía ella.
Matilde me conocía desde pequeña y me quería mucho. La pobre mujer era muy pudorosa y a mí me encantaba escandalizarla un poquito siempre que se daba la ocasión. Ya fuese yendo en bolas por casa, dejando algún juguetito en la mesilla o con algún comentario procaz. Ese día tocó eso último. Veréis. Al verme bajar más tarde de lo que era habitual en mí, me dijo riendo:
- Buenos días, Julia. Parece que hoy se te han pegado las sábanas.
- Que va Matilde, lo que se me ha pegado, y bien adentro, es el rabo de Carlos. Llegó ayer y va a quedarse una semanita. Baja enseguida. Prepárale un desayuno potente y lo dejas en la mesa del jardín. Lo mío, ya lo llevo yo. Voy a hacerle trabajar duro y le quiero bien fuerte, ja, ja.
Murmuró algo que no entendí y se fue a preparar un desayuno de cuchillo y tenedor para Carlos sin poder disimular el color de su cara, más roja que un pimiento morrón. ¡Como me gusta provocar a esa mujer!.
Al parecer, mi padre se había quedado en su habitación trabajando, así que Carlos y yo desayunamos solos en el porche exterior, bajo la gran mata de buganvilias. Carlos es de esos que les cuesta callar, pero ese día estaba mudo. Costaba sacarle algo que no fuese un monosílabo, así que fui yo quien organizó el día:
- Si te parece, cogemos el coche y nos vamos a pasar la mañana a la playa. Nos llevamos unos bocatas, agua y un poco de fruta. Así, cuando hayan pasado las horas de más sol, podemos andar un rato.
- Vale. Pon también cervezas.
- De acuerdo, las cojo, pero las llevas en tu mochila. ¿Alguna cosa más?. Tenía pensado ir a Rompeculos. Antes de ayer fui con mi madre y estuvimos de coña. Poca gente, no tienes que llevar bañador, unas vistas a los riscos fantásticas, el mar limpísimo…
- Pero Julia, esa zona es nudista. ¿Fuiste con tu madre?. ¿Y las dos os desnudasteis?.
- Pues claro, capullo. ¿Algún problema?.
A punto estuve de añadir que él debía saberlo bien por las fotos que me había robado, pero callé de nuevo. Ya me cobraría su desvergüenza cuando llegase el momento.
- Si te parece, podemos subir desde la playa hasta encontrar el sendero que sale del Parador. Lo seguimos dirección al Pico del Loro, pasando por los acantilados de Médanos y volvemos andando por la playa hasta el coche. Total, tres horitas como mucho, no son más de diez kilómetros. Ponle veinte minutos más, si aprovechamos algún rinconcito cera del camping Doñana para relajarnos a medio camino. Ya sabes cómo me ponen los polvos al aire libre, cariño.
- Lo de la excursión, vale. Lo otro, ya veremos. Últimamente estás muy salida, Julia. Acabamos de follar y ya piensas en volver a hacerlo.
- ¡Pues claro!. Ya tendremos tiempo de matarnos a pajas cuando no estemos juntos.
Ese que hace quince días me perseguía para metérmela a todas horas, ahora me miraba como a un bicho raro. ¡No te jode!. Le dije a Matilde que iríamos de picnic y nos preparase algunos de sus exquisitos sándwiches y subimos a cambiarnos. Decidir tensar un poco más la cuerda con Carlos y delante suyo me puse el mentado vestido camisero de mamá directamente sobre la piel.
- Voy a ponerme este vestido de mi madre. Es el que llevó ella para ir a Rompeculos el otro día. Es muy cómodo. ¿A que me queda divino?.
- Te queda guapísimo, pero… ¿no vas a ponerte al menos las bragas del bikini debajo?.
- Para qué. Vamos a una playa naturista. Nos quedaremos en bolingas nada más llegar, así que cuanta menos ropa ensucie, mejor. Mamá el otro día también iba así.
Se lo dije con toda mi mala leche y el efecto fue el que me temía: una tienda de campaña en la zona inguinal. Yo creo que el ver a su suegra enseñando a saco todas sus intimidades, le había cortocircuitado las neuronas. No tenía que haber aceptado hacerle esas fotos a mamá, pero ya era tarde.
Al llegar a la playa, extendimos las toallas, nos quitamos la ropa y nos echamos de cabeza al mar. Bañarse en pelotas es genial. Si no lo has probado, no sabes lo que te pierdes. Tonteamos un poco, jugamos con las olas y volvimos a nuestro sitio cogidos de la mano. Nos estiramos un rato sobre las toallas, vuelta y vuelta, y empezó a hablar de chorradas. Yo le comentaba cosas sobre el día de playa con mi madre y las fotos, a ver si Carlos se sinceraba. Entraba al trapo preguntándome anécdotas picantes de mamá, si a ella le gustaba tal o cual pose, si siempre iba a playas de “estas”,… El muy idiota se delataba solo, pero era incapaz de confesarme el delito y cada vez lo empeoraba más.
Acabé cansándome de su cobardía y decidí aparcar el tema y disfrutar de la playa. Le daría un día más y basta. O me lo contaba y veíamos como arreglar la pérdida de confianza que me había causado al invadir mi intimidad y la de mi madre, o habría órdago. Y de los gordos.
Le di el bote de crema solar y le pedí que me lo aplicase.
- Anda, embadúrname con este mejunje, no sea que se me queme el culito.
Normalmente intenta aprovecharse y tocar todo lo que se puede. Más de una vez he tenido que llamarle la atención porque una playa familiar, no es sitio para expansiones de nítido carácter sexual en horario protegido. Ese día era diferente: no llevaba ni la braga del bikini y estábamos en una playa nudista, con poca gente y una cierta laxitud en las normas de convivencia no escritas del lugar. Aun así, no aprovechó para tocarme la rajita o el culete. Ni tan solo las tetas, más allá de una pasada lateral para aprovechar la leche solar. Y cuando le devolví el favor y quise untarle los huevos o el rabo, me apartó las manos, regañándome por mi actitud “impúdica”, creo que dijo.
- ¿Qué te pasa cariño?. Aquí nadie se va a escandalizar porque te sobe un poco el paquetorro. Además, estamos bastante separados de la otra gente y encima, los que están más cerca, son esa parejita que se está dando el lote. ¿Me lo vas a contar?.
- Estoy bien, sólo es que me da vergüenza que me sobes en público.
- Estas de un raro… Te recuerdo, Carlos, que eras tú al que le daba un morbo de la ostia hacerlo en sitios públicos. ¿Quieres que te refresque la de veces que hemos follado en un parque o alguna playa?. Incluso en el portal de casa de tus padres, detrás del ascensor, cuando empezamos a salir y aún vivías con ellos o en el lavabo de un restaurante. Y si había alguien mirando, aún se te ponía más dura.
- Déjame, por favor. Tengo la cabeza hecha un lío.
Comimos en la playa como podían haberlo hecho dos conocidos. Sin hablar de lo que de verdad importaba. Dormitamos una hora larga y a pesar de que aún hacía mucho calor, decidimos recoger e ir a andar. Saqué de la mochila un breve culotte deportivo de licra y un top a juego, me limpié el potorro y la raja del culete de arena y me los puse. Él se volvió a poner lo que traía al llegar: Una nostálgica camiseta de ACDC y el bañador bóxer de tela.
Dimos un paseo precioso, pero falto de sintonía entre los caminantes. Cuando me paré un poco antes de llegar al camping, en una zona con múltiples claros en el sotobosque, propicios a las expansiones intimas de las parejas, le señalé el sitio. A mi “¿quieres?”, él respondió con un “sigamos”. Frustrante. Continuando el sendero, bajamos a la playa del Pico del Loro. Llegamos sudados hasta las gónadas.  Dejamos las mochilas en la arena y nos bañarnos con toda la ropa, a ver si nos refrescábamos un poco. En el agua aproveché para darle un besote. Me lo devolvió, pero su rostro reflejaba una frustrante apatía.
Andamos por la arena de la playa hasta llegar de nuevo a la zona de Rompeculos. En cuanto vi el primer cuerpo desnudo, paré, me lo quité todo y me bañé. Estaba hasta el coño de ir con la ropa empapada de agua y, sobre todo, de sudor. Carlos se quedó pensando qué hacer. Finalmente me imitó. Al salir del agua, nos reímos, colgamos la ropa mojada en las mochilas y seguimos andando tomados de la mano. Abandonar de manera compartida las convenciones sociales que nos constriñen, une un montón.
No habíamos avanzado ni cien metros, cuando sonó mi móvil. Pasé, pero insistieron. Debía ser algo urgente. Paramos, saqué el teléfono del bolsillo interior de la mochila y vi que me llamaba Carmen, mi amiga del alma. En realidad, era Pili, su madre, la que me telefoneaba desde su terminal. Como podéis intuir, la llamada no presagiaba nada bueno. Carmen arrastra un trastorno alimentario desde la adolescencia y aunque hace ya unos años que lo tiene controlado, a veces tiene recaídas puntuales.
Pili me explicó que hacía dos días que Carmen estaba ingresada y no reaccionaba. Santi, su novio desde los primeros meses en la universidad, se había liado con otra y había cortado con ella hacía una semana. Una chica monísima, alta y muy delgada, según me había contado Carmen por teléfono, entre lágrimas, días antes. No hacía mucho que había vuelto a hablar con ella y a pesar de estar muy dolida, parecía que lo llevaba bien. Pero por lo que me decía su madre, sólo lo aparentaba. La pobre había entrado en una profunda espiral depresiva y desde el día que cortaron, no había probado bocado. Me llamaba para pedirme que fuera a verla, porque con ella y el resto de la familia no quería hablar. Obviamente le dije que contase conmigo. Carmen y su familia viven en Barcelona, así que tomaría el primer vuelo en Sevilla. Quedé que en cuanto llegase a casa, compraría un billete y la llamaría para decirle a qué hora aterrizaba.
- Por lo que he oído, mañana tienes que irte a Barcelona. Yo volveré a casa. No voy a quedarme aquí solo con tus padres.
- De eso nada, Carlos. Seguramente volveré a la noche o el día siguiente a más tardar. No cambiemos los planes. Me apetece mucho estar contigo, guapo.
Llegamos a casa en menos de media hora. Al ir a dejar el coche en el garaje, vimos que estaban las dos plazas ocupadas. ¡Mamá estaba en casa!. Me alegré un montón. Dejé a Carlos aparcando y me fui corriendo a buscar a mi madre.
- ¡Hola, mamá!. Si que has vuelto pronto. No sabes la alegría que me das. Carlos llegó ayer y hoy hemos ido a la playa y a hacer un poco de senderismo.
- Que tal, Julia. Tu padre ya me lo ha dicho. Me alegro de que estés feliz, cariño.
- Bueno, no mucho. Carmen ha vuelto a recaer y se ve que está fatal. Me acaba de llamar su madre. Mañana a primera hora iré a verla. Además, Carlos no se está portando como debiera. ¿Y tú?. ¿Has hablado con papá?. ¿Habéis decidido qué vais a hacer?.
- Aún no. Quiero darme un tiempo. Lo que si le he dicho es que, a partir de hoy y mientras yo esté aquí, él dormirá en la habitación de invitados. Siento lo de Carmen. Ya me contarás otro día qué pasa entre vosotros dos. No sabía que estabais tan distanciados. Saludo a Carlos y voy a preparar la cena.
- Tampoco es eso, mamá, pero…
- Otro día, cariño.
Parecíamos una familia convencional, cenando tranquilamente, hablando de la triste situación de mi amiga Carmen, de libros, teatro e incluso de política. Nadie hubiese dicho que compartía mesa con un padre que se follaba obsesivamente a toda niñata que se le abriese de patas, una madre a la que le gustaba tanto o más joder que comer y no sabía qué hacer con su matrimonio y un novio que prefería pajearse con las fotos de su suegra, antes que revolcarse conmigo.
Al acabar de cenar me puse a buscar billete. Elegí el de Vueling que salía de Sevilla a las 9:05 y papá puso la tarjeta de crédito. Llamé a la madre de Carmen para decírselo y quedamos en que Nacho, el hermano de mi amiga, me vendría a recoger al aeropuerto de Barcelona. Sólo faltaba ver cómo llegaba a Sevilla. Yo dije que como sobraban coches y seguramente volvería el día siguiente, cogería uno, lo dejaría aparcado en el aeropuerto y así iba y volvía sin molestar a nadie.
Mi madre se negó en redondo. Con buen criterio me dijo que según lo que me encontrase, a lo mejor me quedaba algún día más y, sobre todo, lo que más le preocupaba: yo conducía con el culo y saliendo, y seguramente volviendo, de noche o casi, no quería dejarme ir sola. Viendo lo que había, creí que Carlos me acompañaría, pero se hacía el remolón y fue papá quien se brindó:
- Yo te llevo, Julia. Tenemos hora y media, así que saldremos a las seis en punto, no sea que nos encontremos algún atasco y llegues tarde. Ya te vendrá a recoger Carlos cuando vuelvas.
El despertador del móvil sonó a las cinco y media. Di un besito a Carlos. Ronroneó algo ininteligible, dio media vuelta en la cama y siguió durmiendo. Yo salté a la ducha, me vestí con lo que me había dejado preparado a la noche, bajé a tomar un café con leche con galletas y una magdalena y a las seis menos cinco estaba en la puerta con una bolsa para tres días en la mano. Mi padre me dio un beso rasposo. Ni tan siquiera se había afeitado. Subimos al coche y durante dos horas largas él condujo y yo dormí plácidamente en el asiento del copiloto. Llegamos por los pelos, cuarenta minutos antes de la hora del vuelo. Suerte que papá es un hombre previsor, porque nos encontramos un atasco de narices en la circunvalación de Sevilla.
Mientras yo estaba arrebujada en el asiento del avión y mi padre conducía en dirección a Jerez con una chica italiana muy mona dos años menor que yo al lado, mamá estaba desayunando con Carlos en casa. Un par de horas después, yo había llegado a casa de Carmen sin novedad. Mi padre iba solo en el coche hacia ningún lado con los huevos recalentados. La chica italiana había llegado a casa de su novia una hora larga antes de lo previsto, riéndose del idiota al que tiró el anzuelo en el aeropuerto. Mamá llevaba aún el blusón que se había puesto al levantarse y Carlos se relamía viendo cómo se le transparentaban esas tetas que tan bien conocía en fotografía. Estaban planificando, entre risas y palabras con doble sentido, qué hacer esa mañana. Al final Carlos la convenció para ir a la playa. No le costó mucho y cuando mi madre le pregunto: ¿Y a cuál vamos?, ya os debéis imaginar la respuesta:
- Tu hija ayer me dijo que el otro día estuvisteis en una muy chula. Podríamos repetir.
- Y Julia, ¿qué más te dijo?.
- Bueno… Me parece que es de las nudistas, pero no hace falta que nos lo quitemos todo, claro.
- Venga, tunante, ve a arreglarte. Yo cojo toallas y una botella de agua. Tú, no te olvides el bloqueador. Te espero abajo en diez minutos. ¿Cogemos tu coche o el mío?.
Esa mañana acabó de desmoronarse mi familia. Papá había sembrado el mal, yo no metí en cintura a Carlos y mi madre, al sentirse ninguneada por su marido, sacó su lascivia del armario y abrió la caja de pandora.
Cuando Carlos vio bajar a mamá con una fina camisa de lino, de esas largas que llegan bajo la rodilla, con más botones sueltos que abrochados y sin nada debajo, su polla asumió que esa mañana iba a follar con su suegra. Estoy convencida que mamá lo daba por hecho desde que se levantó de la cama.
Al llegar a la playa, les sobraron las palabras y hablaron sus cuerpos. Retozaron en el mar como críos, se tostaron cual lagartos y, sobre todo, sobaron sus cuerpos como dos adolescentes con las hormonas desbocadas. Algunos de los habituales, saludaron a mi madre como si ya fuese de la familia. Se ve que la recordaban de la sesión de fotos con mucho cariño. Al oírlos, Carlos miraba a otro lado. Debía pensar que haberle robado las fotos a su novia era algo deleznable. Eso sí, ponerle cuernos a la novia follándose a la suegra, para él debía ser algo aceptable.
Antes de volver a casa para comer, se retiraron a la zona más discreta entre las dunas y se pusieron a fornicar como si no hubiese un mañana. Si conmigo a Carlos le costaba recuperar la erección después de eyacular, con mi madre se corrió tres veces, la última llenándole el culo hasta la bandera. Si yo tenía que suplicarle que me diese lengua después de llenarme el chichi, al acabar de empotrar a mamá y dejarle el chumino relleno como un buñuelo, se amorró al pilón y sorbió todo lo suyo y de paso, lo de su suegra. Si cuando se la chupaba, se corría en la boca sin avisar si no se la sacaba antes y luego no quería compartir ni un triste piquito, a ella le pidió permiso y encima, cuando eyaculó copiosamente entre sus labios, la morreó con ganas. ¡Lo que pueden hacer unas fotos guarras de la suegra!.
En Barcelona a mí, se me complicó la cosa. Carmen estaba realmente mal y sólo quería estar conmigo. Con ayuda de médicos, terapeutas, enfermeras y unas cuantas raciones de esos cócteles de poción mágica que meten en el suero, conseguimos convencerla de que debía cuidar su salud y que el idiota de Santi, no se merecía que ella sufriese ni un minuto más. Poco a poco empezó a comer de nuevo y aceptó la compañía y el apoyo de su familia, entre mil excusas por rechazarles al principio. ¡Como si fuese culpa suya!. Al cuarto día de mi llegada, ya tenía otra cara y decidí que era hora de volver a Mazagón. A pesar de su inexcusable fechoría, añoraba a mi novio y a su pollón.
Esos cuatro días, entre la dedicación que me exigía Carmen, las atenciones de su familia y el cabreo que aún tenía con Carlos, no hablé demasiado con la mía. Cuando les llamaba, notaba que no acababan de contarme las cosas de manera transparente. Con mi novio, todo eran evasivas. Con mamá, notaba cierta frialdad y poca cosa me decía, más allá de monosílabos. A papá le notaba triste y más de una vez, por la voz, parecía que había bebido.
No estaba preparada para lo que me encontré al aterrizar a media mañana en Sevilla y mucho menos, para lo que vino después. Carlos ni me vino a buscar, ni me llamó para decírmelo. En la puerta de llegadas me encontré a mi padre, demacrado, con barba de cuatro días y vestido de cualquier manera. Él, que se vanagloriaba de ser un dandi con buena percha, siempre impoluto y aun yendo de sport, conjuntado.
- Hola hijita. ¿Cómo te ha ido todo por Barcelona?. ¿Carmen ya está mejor?. Anda, dame un beso y subamos al coche.
- Ella está mejor, pero tú, ¿qué haces con esta pinta?. Pareces un pordiosero. Si no lo veo, no lo creo.
- En casa están pasando cosas que jamás hubiese pensado, ni en mis sueños más disparatados. Me he quedado sin fuerzas para vivir y todo me da igual.
- ¿Mamá te ha dejado?.
- Sí, pero hay más.
- Mira papá, vengo de hacer de niñera, amiga, enfermera, madre y psicóloga de Carmen y lo mío solo era la amistad. Así que no me jodas más y levanta el ánimo, porque yo no sé si seré capaz de soportar otra tanda de sesiones de cuidados intensivos. Además, si mamá te ha dejado, me perdonarás, pero te lo has buscado tú solito.
- Es mucho más gordo, cariño.
- ¿Alguien ha tenido un accidente o está enfermo?, porque si no es así, tú dirás.
- Cuando lleguemos a casa. Has de verlo con tus propios ojos, Julia.
- Vale, ya lo veré, pero como no pienso llegar a Mazagón con mi padre hecho una piltrafa, primero vamos a ir de tiendas y después a un hotel. Te comprarás algo decente, te afeitarás y ducharás y entonces podremos irnos a casa. Son las diez y media, así que date prisa porque, aunque sea tarde, quiero llegar a comer.
Se quejó y refunfuñó, pero no claudiqué hasta que entramos en una tienda de ropa, una perfumería y, ya puestos, una zapatería, porque el calzado que llevaba también estaba para tirar. Con las bolsas en la mano, le dije si conocía algún hotel o pensión para poderse asear y cambiar con tranquilidad. Primero me habló del antiguo Alfonso XIII, luego de un Meliá y otro que ya no me acuerdo. Todos lujosos y caros. Le dije:
- Todos esos son muy caros. Aunque pagues tú y nos lo podamos permitir, me parece un despilfarro pagar una habitación de cien o doscientos euros para utilizarla media hora. ¿No te suena algún otro más adecuado?. Si no, ya busco algo en Booking.
- No hace falta. Aquí cerca hay una casa que alquilan habitaciones por horas. Las habitaciones son muy cómodas, están limpias y no son caras. La decoración es un poco… Bueno ya puedes imaginarte.
- ¿Allí es donde destetas a tus ligues?.
- Oye, que yo nunca me he acostado con una menor. Alguna vez he venido con alguna chica de las que he contactado por las redes. A estas alturas, no te lo voy a ocultar.
- Y luego te quejas de mamá. Menudos huevazos tienes, papá.
Entramos a un parking público y avanzamos hasta un área privada, cerrada por una puerta opaca. Debía haber alguna cámara, porque en cuanto nos acercamos, se abrió. Al entrar un chico jovencito nos indicó dónde debíamos dejar el coche. En cuanto se apagó el motor, el valet corrió unas cortinas que colgaban de unas barras del techo y el coche quedó protegido de cualquier mirada. Nos hizo esperar un momento y cuando recibió el plácet de algún compañero, nos acompañó a un ascensor privado. Me quedó muy claro que, en ese negocio, la discreción era la norma.
El ascensor daba a una pequeña recepción. La mujer que la atendía me miró y si lo que vio le pareció extraño o improcedente, nada dijo. Le preguntó a papá si quería una habitación en especial o una suite y ante la indiferencia de la respuesta, cobró una cantidad, a mi entender, bastante razonable y le pasó una especie de menú, por si necesitaban algún servicio adicional. Como soy de naturaleza curiosa, le eché una mirada y vi que ofrecían desde condones de fantasía lubricados, hasta champán y caviar, pasando por pastillas de esas para enderezar los árboles caídos y también sándwiches y otra comida normal. Un buen servicio, adecuado a las necesidades de sus clientes, si señor.
Las habitaciones no tenían número, sino nombre. Nos asignaron la “Flor de Lis”. Supongo que la “Decamerón” o la “Kamasutra” eran más caras. El chico del parking nos abrió la puerta y nos indicó que para salir debíamos marcar el 9 y él nos acompañaría de vuelta al coche. También nos informó que, para cualquier petición al servicio de habitaciones, marcásemos el 6 y nos pasarían el pedido a través del torno que había sobre un anaquel. Vamos, como en un convento de clausura, pero dedicado al fornicio mayormente adúltero. ¡Lo que aprendí esa mañana!.
Allí se venía a lo que se venía, así que la ducha era muy amplia y estaba en medio de la habitación, protegida de salpicaduras únicamente por un cristal transparente. Eso sí, la zona del váter y el bidet tenía puerta: No nos debía haber tocado una habitación dedicada a las perversiones más líquidas. Al darse cuenta de la falta de intimidad, mi padre dudó y tuve que darle un último empujón:
- Venga, papá. Hace pocos días que te vi en bolas. No me seas crio y dúchate de una puta vez. Aunque ya me he bañado esta mañana en casa de los padres de Carme, si tienes vergüenza, me ducho contigo, como hacen los niños pequeños con sus padres.
- Voy, voy. Es que…
- Mira, a casi todos se os levanta, y te puedo asegurar que he estado con unos cuantos hombres, así que, por una pija trempada más, no voy a asustarme.
Se encogió de hombros, se quitó los andrajos que llevaba y entró en la pecera de cristal. Yo aproveché para vaciarle los bolsillos y tirar toda la ropa a la basura. Debía estar muy jodido el pobre, porque incluso hacía varios días que no se había cambiado los calzoncillos. Lo atestiguaban unos buenos lamparones amarronados. Los tiré igualmente al cubo, a pesar de que no habíamos comprado otros. Quité las etiquetas de la ropa que acabábamos de comprar y se la dejé ordenadita sobre un sillón, al lado de la puerta de la ducha.
Con los deberes hechos, me senté en la cama y miré los detalles de la habitación. A mí, toda esa parafernalia de espejos, doseles y demás, no me ponía nada. Lo que molaba era el rabo de mi padre. Para enjabonarse la cabeza, tuvo que cerrar los ojos y yo no perdí la oportunidad de mirárselo a fondo. Creo que se percató de mi interés por sus genitales, porque la cosa empezó a crecer y crecer, hasta quedarse en una impúdica posición horizontal.
- Joder papá, cómo se te ha puesto la minga. Tendrás que hacerte un pajote, si quieres que te quepa en el pantalón.
- Contigo mirando, verdad.
- Por mi…
Aquí acabó la cosa. Se enjuagó, se secó y la cosa le bajó. Con la toalla enrollada en la cintura, se afeitó, se peinó y finalmente, se vistió. Recibí alguna queja por tener que ir sin gayumbos, pero eso es peccata minuta. Tanto él como yo sabemos que ni era su primera vez, ni la mía.
Llamamos al “9”. La mujer de recepción se mostró extrañada. Nos informó que aún nos quedaban cuarenta minutos de la hora que habíamos pagado y nos sugirió aprovechar ese tiempo para jugar un poco más y alargar el placer compartido. Cuando le informamos que nos íbamos muy satisfechos, claudicó y llamo al chico del parking.
Durante la hora y media que nos quedaba hasta llegar a casa intenté sonsacar a mi padre, pero a la tercera vez que me dio la callada por respuesta, desistí. Así que escuchamos música, las promesas que no cumplirían los políticos, la previsión del tiempo,… pero no cruzamos ni una palabra sobre nosotros y nuestras parejas.
Por fin llegamos a nuestro chalé de veraneo. Mi padre accionó el mando a distancia, se abrió la cancela de la valla y entramos con el coche. Tuvo que aparcarlo al lado de seto que hay frente al garaje, porque Carlos había ocupado la plaza de su suegro por la patilla. Dejé la mochila que llevaba en el salón y salimos al jardín.
Lo que nos encontramos allí, al lado de la alberca, cambió mi rol en esa familia de forma irreversible. Carlos y mi madre estaban despelotados sobre una gran sábana hindú con dibujos de elefantitos, metiéndose mano como si se acabase el mundo, revolviéndose uno sobre otro sin dejar de morrearse, como si fuesen los planos iniciales de los protas en la más viciosa de las películas para adultos. De una porno guarra, vaya. Al ver aquella barbarie, me quedé bloqueada. Más todavía al ver como papá miraba al suelo con cara de resignación. Tuvieron que pasar unos cuantos minutos hasta que pude reaccionar:
- Carlos, mamá, ¿qué coño hacéis?.
-¡Ya ha llegado mi niña!. Pues lo que ves, montármelo con Carlos. Ahora somos muy buenos amigos. Con derecho a roce, je, je. Tu ex es un primor, por no hablar de lo bien que usa eso que le cuelga entre los muslos, je, je.
- ¡Ni ex, ni leches!. ¡Es mi novio, coño!. O al menos lo era hasta hace cuatro días. Estás como un cencerro, mamá. A punto de separarte de papá por sus historias y ahora resulta que eres tú la que montas un órdago sideral. ¡Y con Carlos, joder!. Y tú, gilipollas, ¿no tienes nada que decir?.
- Lo siento mucho, cariño, pero es que desde que la vi, vivo sin vivir en mí. Con Laura he descubierto lo que puede haber entre un hombre y una mujer. Hacer el amor con ella es…
- ¡Que eres economista, Carlos!. No parafrasees a la Santa, que no te va. Así que con tu suegra haces el amor y con tu novia follabas. Pues sabes que te digo: ¡Que te den!. Podéis iros los dos a la mierda. No quiero saber nada más de vosotros.
- Cariño, eres mi hija…
- ¡Ni hija, ni pollas!. No sé cómo te atreves.
Cogí a papá de la mano y entramos en casa. Ellos se quedaron hablando distendidamente, como si el encontrarse a tu novio enrollándose con tu madre, fuese una anécdota que había acabado en una discusión de familia intrascendente. Acalorada, eso sí.
Nos sentamos en el sofá de la sala. Estuvimos un buen rato sin decir nada. Uno mirando fijamente a un punto indeterminado del suelo y yo, al infinito, concretado en la litografía del Gran Masturbador de Dalí que colgaba de la pared del fondo. Una obra surrealista nacida de la disparatada imaginación de un genio. La situación real a la que me han abocado mis padres, lo es mucho más, pensé.
No podía creerme lo que estaba pasando. Carlos tenía veinticuatro años, pero mi madre, la brillante catedrática, la madre de familia ejemplar, estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta. A pesar de ello, se permitía despreciar tabús muy arraigados y enviar a su familia al garete. Y todo por un capricho vaginal, nacido para vengarse subconscientemente de un marido casquivano y asaltacunas.
Finalmente, papá empezó a contarme lo que había pasado en casa esos cuatro días. Sabéis que soy una tía abierta de miras, pero lo que oía, superaba con creces mi baremo de lo aceptable.
Cuando Carlos y mi madre llegaron de la playa, bajaron del coche como una pareja acaramelada, cogidos de la manita, dándose besos y magreándose sin descanso. Se ducharon juntos, comieron y se encerraron en la habitación matrimonial a descansar. Entendámonos: a continuar con los arrumacos hasta ponerse a tono para el polvo de media tarde.
Después de dejarme en el aeropuerto y del desaire de la italiana, papá condujo sin rumbo hasta la hora de comer. Acabó en El Puerto de Santa María y almorzó en la terraza de un restaurantito frente al mar como un zombi, enfrascado en sus reflexiones. Apurado el café, decidió volver a casa con el firme propósito de afrontar la situación e intentar encauzar de nuevo su matrimonio. Un poco después de las cinco, llegó al chalé. Se extrañó al ver los dos vehículos en el garaje y no encontrar a nadie en el jardín, ni en la planta baja.
Subió a su antigua habitación para coger algo de ropa y al abrir la puerta, el mundo se le vino encima: Su mujer estaba comiéndole la polla al novio de su hija, mientras él le acariciaba las nalgas mirando al techo. Los dos desnudos, espatarrados sobre “su” cama. ¿Pero qué coño hacéis?, les chilló. La respuesta de mi madre acabó de hundirlo: ¿Es qué no lo ves?. Anda, ve a follarte a tus niñatas y déjanos en paz.
Se ve que la cosa siguió por los mismos derroteros hasta que yo llegué. Se enganchaban como perros a todas horas y en todas partes, sin respetar nada. Parecía como si el resto del mundo no existiese para ellos. Carlos estaba enchochado con mamá y ella sólo quería satisfacerse compulsivamente con mi novio. Exnovio, vamos. Entretanto, mi padre casi no salía de la habitación de invitados. Comía cuando ellos se encerraban arriba o de noche y no se cuidaba en absoluto. Sabiendo lo que había pasado, no me extraña que me lo encontrase con ese aspecto en el aeropuerto.
A la mañana del segundo día, después de desayunar, salieron al jardín a bañarse y tomar el sol. Pero la cosa fue a más, para variar. Empezaron por tontear despelotados en las tumbonas y acabaron con el rabo de Carlos partiéndole el ojete a mi madre. Ella, estirada de espaldas, con un cojín bajo el lomo, los muslos plegados sobre el torso y cogiéndose las torvas con las manos para ofrecerse completamente. Él, tomándole las nalgas desde atrás, para poder taladrarle sin descanso los esfínteres con toda la fuerza de su pollón.
Así los encontró Matilde. La pobre mujer, se giró horrorizada y sin dirigirles ni una palabra, envió un mensaje a mi padre diciéndole que lo que estaba pasando en esa casa era vergonzoso, una aberración. Se iba y no pensaba volver.
Papá me contó varios episodios más de la desconcertante actitud de esos dos. Todo parecía sucio, perverso y sin sentido, aunque por lo que me explicaba, ellos dos lo disfrutaban y no lo veían como tal. Al fin le dije que no quería saber nada más y le hice la pregunta clave:
- ¿Y qué haremos ahora, papá?. Yo no quiero seguir compartiendo la casa con ellos ni un día más.
- Te entiendo perfectamente, princesa. Yo tampoco. Vamos a dar una vuelta, cenamos por ahí y lo hablamos sin que tengamos que aguantar a esos dos copulando encima nuestro.
Cogimos el coche y aparcamos cerca del Faro del Picacho. Paseamos un buen rato por calles frente al mar y acabamos en el puerto. Íbamos hablando de la situación que nos encontramos y de cómo encararíamos el futuro. Mi padre, el malo de la película con quien tan cabreada estaba días antes, se había convertido en mi apoyo y confidente.
En un momento dado, me miró a los ojos y me dijo que él me quería mucho y pasase lo que pasase, me seguiría queriendo. También yo, papá, le contesté. Lo besé en la mejilla como una niña buena, me lo pensé mejor y con una sonrisa traviesa le di un piquito cariñoso y le tomé la mano.
- Vamos a cenar, papá. Anda, estírate y llévame al Mesón de Marisa. Luego te llevo yo a un antro que me recomendó una amiga de aquí. La noche es joven y no quiero oír los berridos de mamá mientras el desgraciado de Carlos la ensarta como a una aceituna.
- Hija…
Cenando cositas buenas, acompañadas de un vinito guapo, nos fuimos olvidando del despropósito que habían montado nuestras parejas. Al llegar a los postres, ya nos reíamos abiertamente, contándonos anécdotas divertidas y cotilleos de conocidos. Con los cafés y el orujo, invitación de la casa, empezaron las confidencias de cama. Aquí decidí que era hora de cambiar de ambiente. Mi padre dejó un billete de cien y nos levantamos, justo cuando venía el camarero con la cuenta. Esa noche estaba generoso, pero al ir a decirle que se quedase la vuelta, miró de refilón la dolorosa y tuvo que meter mano a la cartera para poner veinte euros más sobre la mesa. Puede oír un “joder, ¡cómo se pasan!” que le salió del alma.
Aunque era temprano para que hubiese ambiente, me lo llevé al pub que me había recomendado Sole, una amiga de hacía años que vivía en el pueblo. No estaba mal. Buena música, mucho guiri con ganas de ligoteo y copas a buen precio, gente de Madrid como nosotros y también de la zona. La mayoría por debajo de los treinta. Mi padre era de los maduritos del lugar, pero más de una niñata lo provocaba discretamente, o no tanto. No sé si fueron celos o el querer protegerlo de los excesos juveniles de su bragueta, pero tiré de él y lo saqué a bailar.
A papá le gusta bailar y lo hace bastante bien, así que la cosa fue fácil. Empezamos como si fuésemos compañeros del curro, pero cuando sonó un tema sabrosón, de esos que van poniendo de tanto en tanto para que las parejitas puedan pillar cacho, la cosa se fue caldeando. Mi padre me tomó del talle, yo le pasé los brazos detrás del cuello y pecho con pecho, el baile se tornó sensual. A media pieza, noté su erección sobre el pubis. Me reí y mirándole los ojos, le di un piquito y apreté mi sexo contra su cuerpo para sentir mejor sus atributos.
Él acercó sus labios a mi orejita y me susurró: Hija, nos estamos pasando de frenada. Moví la cabeza afirmativamente y le devolví el gesto: Llevé mis labios a la suya, se la reseguí con la lengua y le contesté: Creo que sí. Salgamos a airearnos un poco, porque creo que te está gustando tanto como a mí, tontorrón.

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