Me llamo Ernesto aunque los amigos me llaman Nesto. Un estúpido juego de palabras que inició uno de ellos, ya no recuerdo cual, pronunciando mi nombre imitando el acento andaluz. A partir de ahí comencé a ser “el Nesto” y Nesto me quedó.
Ya sé que no viene al caso, pero es una curiosidad como otra cualquiera. Tengo 35 años y llevo siete casado con una mujer bellísima y más puta que las gallinas.
Cuando me casé yo era gilipollas. Estaba perdidamente enamorado de ella y creí que ella también lo estaba. Fuí siempre un marido cariñoso y atento. Mi trabajo me proporciona un buen salario a cambio de una jornada de ocho horas sin necesidad de hacer horas extras ni tener que viajar. Un salario que permite que mi mujer, Bea, no tenga necesidad de trabajar y pueda hacer lo que quiera durante todo el día.
Hace un par de años me comentó que sentía la necesidad de trabajar. Hacer algo para no sentirse una rémora. Por supuesto yo la apoyé como siempre hice. Juntos buscamos ofertas de trabajo para ella y confeccionamos su curriculum para que lo pudiese presentar con un mínimo de opciones. Finalmente al cabo de un mes encontró algo a media jornada en un despacho de abogados como telefonista y archivera. Yo también soy abogado pero decidimos que no trabajaríamos en el mismo bufete. No ganaba mucho pero como decía ella, se sentía realizada. Ella era feliz, así que yo también.
En la cama nos entendíamos de maravilla. Al menos tres o cuatro veces por semana caía un polvo o a veces dos. Yo era feliz y según Bea, ella tambien.
Todo cambió una tarde cuando llegué del trabajo. Bea tenía un ojo amoratado y su gesto era de tristeza. Preocupado le pregunté qué había pasado y me dijo que había sido un estúpido accidente en la calle por ir pendiente del móvil. Por lo visto había tropezado con una farola y se había lastimado con la montura de las gafas. Por la forma del moratón me pareció extraño pero no dije nada, aunque una duda comenzó a rondarme la cabeza.
Desde ese día se volvió más distante, estaba como distraida, siempre con gesto serio. Cuando llegábamos a casa siempre dejábamos el móvil sobre la mesita de la sala e incluso usábamos el mismo pin para bloquearlo. Pero de repente su móvil se quedaba en el bolso. Un día lo cogí y probé. Había cambiado el pin. Yo ya empezaba a tener la mosca detrás de la oreja y me temía que tuviese un amante.
Cansado ya de esa situación un día salí de casa como siempre. Pero en lugar de ir a trabajar llamé diciendo que me había surgido un imprevisto y que no podía ir a trabajar. No me pusieron problemas y me escondí en una cafetería desde la que veía el portal. Pedí un café y esperé. Poco después salió Bea, la seguí a distancia y ví que no iba en dirección a donde trabajaba. En lugar de eso a los diez minutos estaba esperando en la puerta de un hotel que tenía todo el aspecto de ser un picadero disfrazado de hotel. Me escondí para espiar y no tardó en aparecer un tipo medio calvo de traje que la abrazó bajando la mano hasta el culo mientras le daba un morreo. Ella correspondió al morreo y aunque sin abrazarlo antes de perderse cogidos de la mano en el interior del hotel. Era oficial: yo era un cornudo. Cojonudo.
Aquello no podía ser. Tenía que haberme confundido. Pero sabía que no. Era Bea entrando en un hotel para montárselo con otro. Con un viejo baboso. Estaba furioso y me daban ganas de entrar y estrangularlos a los dos. No sabía que hacer y estuve allí como un imbécil cinco minutos tirado, pensando que hacer. Al final entré en la cafetería del propio hotel sin pensarlo. Me tomé un café mirando hacia la recepción esperando verlos salir. Al final decidí marcharme y me llevé una servilleta con el anagrama del establecimiento como “recuerdo”.
Salieron al cabo de un par de horas. El tipo pasaba el brazo por los hombros de Bea como si ella fuese una propiedad suya. Bea bajaba la cabeza mirando al suelo y se dejaba conducir mansamente. Pagué y salí dispuesto a seguirlos. El destino resultó ser el despacho de abogados donde trabajaba. Al comienzo de la manzana el tipo soltó a Bea y entraron como dos conocidos que hubiesen coincidido de camino al trabajo.
Ahora sí que me había surgido un imprevisto y no estaba yo para ir a trabajar. Estaba indispuesto de verdad. Tenía ganas de vomitar después de comprobar como mi esposa, esa mujer de la que estaba perdidamente enamorado me corneaba a placer mientras yo bebía los vientos por ella. Me sentí el hombre más estúpido sobre la faz de la tierra. ¿Cómo podía haber estado tan ciego?
Decidí volver a casa. De camino tenía la sensación de que todo el mundo me miraba admirando el tamaño de mis cuernos, partiéndose de risa al ver mi cara de gilipollas. Quería escapar de allí, perderme donde nadie pudiese encontrarme jamás. Cuando llegué a casa me derrumbé en un sillón y lloré como un niño. Me dije que yo no merecía ese trato. Había intentado ser un buen marido. ¿Había fallado en algo? ¿Había hecho algo que mereciese semejante castigo? Si no estaba a gusto conmigo, ¿por qué no decirlo a la cara? ¿Por qué no me mandó a paseo antes de liarse con otro? No. No era justo. Y estaba furioso. Tanto que me daba miedo mi propia reacción cuando la tuviese delante. Tal vez fuese mejor que cogiese mis cosas y me largase sin despedirme siquiera. Al menos así evitaría la tentación de golpearla hasta verla hecha un guiñapo a mis pies. Porque era así como yo me sentía en ese momento, un guiñapo de mierda, un pedazo de mierda.
Me agarré a una botella de licor. Que estupidez, ¿verdad? Ya sé que parece un tópico. Pero es verdad. ¿Qué tendrá el alcohol que cuando las cosas van mal acabamos recurriendo a el? El caso es que me bebí unos cuantos vasos seguidos hasta que mis sentidos comenzaron a embotarse un poco.
No me sentía mejor aunque eso ya lo sabía antes de empezar. Creo que pensé que sería un buen atenuante cuando me detuviesen por partirle la cara a mi mujer.
Curiosamente el licor me hizo pensar con más claridad. Decidí que me divorciaría. Al estar casados en régimen de separación de bienes ella se quedaría con una mano delante y otra detrás. Bueno, pensé, detrás puede tener la del calvo asqueroso, ya que tanto le gusta.
Cuando llegó la hora en que ella debería salir del trabajo y volver a casa yo seguía tirado en el sillón. Oí las llaves en la puerta a mi espalda. Oí como las dejaba en el mueble de la entrada y sus tacones en dirección a nuestro dormitorio. En ese momento me pregunté si también allí se había tirado al calvo y sentí asco.
Poco después la escuché salir del dormitorio en dirección a la cocina. Cuando pasó por mi lado me descubrió en el sillón, más tirado que sentado, esperando no sabía muy bien el qué. Soltó un grito por la sorpresa y se llevó una mano al pecho. Resultó hasta cómico.
—¡Nesto! ¿Qué haces en casa? ¿Ha sucedido algo? —preguntó angustiada.
—Dímelo tú —la miré con odio.
—No entiendo —su gesto de sorpresa era genuino.
—Pues a ver si esto te ayuda a entender —dije tirando sobre la mesa la servilleta del hotel.
Se llevó las manos a la boca para ahogar un grito de sorpresa. Su rostro perdió el color y sus ojos se abrieron como platos al comprobar que había sido descubierta.
—No te molestes en decirme que esto no es lo que parece. Esa excusa está ya muy gastada —más que decírselo, se lo lancé a la cara.
—Yo… yo… —no era capaz de articular palabra. Si antes se había venido abajo mi mundo, ahora era el suyo el que se derrumbaba.
—¿Tú? ¿Tú qué? Dilo claramente. Tú te estás follando a un tipo gordo y calvo porque por lo visto tu marido no te llega. ¿No es así?
—Nesto, no lo entiendes.
—¡Anda coño! Que no lo entiendo, dice la muy puta. Pues hazme un croquis, joder. A ver si así lo pillo. Porque para mi es muy sencillo: te estás follando a otro. Punto —yo no me había levantado del sillón. Pero mi voz sí que había subido un par de octavas.
Bea avanzó un par de pasos para intentar acercarse a mí pero se lo impedí.
—Ni te muevas —advertí en voz baja y pausada—. No intentes acercarte ni mucho menos tocarme. Porque no respondo de mis actos. En este momento me está costando mucho trabajo no levantarme y reventarte a hostias. Zorra asquerosa —le escupí.
—Perdóname Nesto. Sé que no merezco tu perdón, pero yo te quiero. Por favor te lo pido. Haré lo que quieras. Pero perdóname.
—¿Me quieres? —pregunté con sorna—. Hay que joderse. Bonita manera de demostrar tu amor. Apártate de mi vista o no respondo.
Ella reculó unos pasos cuando vio que me incorporaba. En su mirada vi el miedo a mi reacción. Seguía llorando y tenía los brazos delante del cuerpo en un gesto típico de protección. Y hacía bien en tener miedo. Yo mismo no estaba seguro de ser capaz de contenerme. Así que en un momento de lucidez decidí marcharme de allí. Necesitaba enfríar mi cabeza o haría una locura. Y ni ella ni nadie valía la pena de acabar en la cárcel.
—Me largo —ella me miró como preguntándose si alguna vez volvería, pero se lo aclaré enseguida—. Cuando vuelva espero no verte aquí. En este edificio no se admiten animales. Y las zorras entran dentro de esa categoría.
Sin esperar respuesta salí de casa sin rumbo. Necesitaba despejar mi mente. Estaba dolido como nunca creí que podría estarlo. La persona en la que más confiaba, la que más daño podía hacerme, me había acuchillado sin compasión por la espalda. Vagando sin rumbo acabé sentado en un banco de un parque viendo como paseaba la gente. Parejas felices de novios que estaban empezando llenos de ilusión, matrimonios ancianos que seguían juntos después de muchos años a pesar de todas las dificultades que habían encontrado. Los ancianos me daban envidia y los jóvenes pena. Ya verían como acabarían sus vidas. Al igual que a mi, uno de los dos apuñalaría al otro por la espalda. Me daban ganas de gritarles que todas las promesas de amor eterno eran mentira. Y para mi desesperación, yo seguía amando a Bea a pesar de todo. Debía odiarla y de hecho lo hacía. Pero seguía enamorado de ella. ¿Se podía ser más desgraciado?
Comenzaba anochecer. Miré el reloj y vi que habían pasado más de cinco horas. Tiempo más que suficiente para que Bea cogiese sus cosas y se marchase. Si quedaba algo ya se lo enviaría a donde quisiese. Decidí volver a casa con miedo. Tenía miedo a no reconocer mi hogar cuando faltasen las cosas de Bea. Cuando viese su armario vacio o la ausencia de sus cepillos en el tocador. Pero tocaba enfrentar al futuro en soledad. Decidí que a partir de ese momento no quería a ninguna mujer en mi vida. Cuando tuviese ganas de sexo me buscaría una puta o me pajearía viendo porno por internet. Estaba decidido y más calmado.
Abrí la puerta de mi casa y la vi. No se había marchado. Seguía llorando, estaba arrodillada en el suelo mirando a la puerta, humillada, esperándome.
—Por favor, Nesto. Escúchame un momento y si después quieres me marcharé para siempre. Solo te pido un minuto. Solo eso. Por favor —su voz se convirtió en un hilo.
—De acuerdo. Tienes un minuto. Después cogerás tus cosas y te marcharás de esta casa. Lo que no te puedas llevar te lo mandaré a la dirección que me digas.
—Te lo prometo. ¿Pero me escucharás?
—Habla.
—Todo empezó hace un mes. Una compañera y yo estábamos hablando en los baños sobre sexo. Yo le confesé que me excitaba mucho ser dominada y golpeada. Creía que estábamos solas. Pero un minuto después de salir nosotras, vi salir a Don Antonio. Recé para que no nos hubiese oído...
—Espera —dije sin poder creer lo que escuchaba—. ¿Me estás diciendo que te gusta sentir dolor? ¿Que te pone cachonda?
—Sí —reconoció bajando la cabeza avergonzada.
—Joder con la mosquita muerta —dije asombrado— continúa.
—Por desgracia Don Antonio lo había oído todo. Al día siguiente me llamó a su despacho. Yo creí que se trataba solo de trabajo. Que me daría algún expediente para archivar o algo así. Pero me mandó sentarmeante la mesa. Yo lo hice y él salió de detrás y se puso delante de mí. Me agarró de los pelos sin decir nada y acercó mi cara a su entrepierna. Yo estaba aterrorizada pero reconozco que me calentó. Entonces se sacó el pene y me obligó a chupárselo. Practicamente me lo metió en la boca a empujones.
—¿Te obligó? —pregunté excéptico.
—Sí. Debí negarme, pero debo reconocer que la situación me excitaba —dijo bajando la voz.
—A él casi no se le pone dura. Necesita viagra para poder hacer algo, pero no puede usarla por culpa del corazón. Mientras me obligaba a chuparla me sacó una foto con el móvil. Cuando acabó me mandó volver al trabajo. Yo estaba asustada. Y me asusté más cuando me envió la foto. El siguiente mensaje era para decirme que me esperaba al día siguiente en el hotel o te enviaría la foto a tí.
—Ya. Por eso cambiaste el pin del teléfono —supuse mientras intentaba procesar la información que estaba recibiendo.
—Sí —reconoció ella llorando—. Yo esperaba que se cansase. Pero no fue así. Se convirtió en una rutina diaria. Cada día me hacía un par de fotos y luego me las enviaba para amenazarme.
—Quiero ver ese móvil —le ordené con voz ronca. No estaba muy seguro si de verdad quería ver las fotos. Pero necesitaba comprobar lo que decía.
Se levantó y cogió su bolso. Sacó el móvil y tras desbloquearlo me lo tendió. Abrí la galería de imágenes y ahí estaba, en la carpeta de archivos recibidos. Un montón de fotografías en las que aparecía desnuda. En alguna estaba siendo follada por detrás, en otras se veía de frente con la cara y la boca llena de lefa de su jefe. En varias incluso se llegaba a ver al satisfecho hijo de puta dándole con ganas. Sentí ganas de vomitar. Pero las seleccioné todas y las envié a mi móvil sin pensar. Después tiré el móvil en el sofá.
—Por lo que veo tú tampoco te lo pasabas mal —la acusé para humillarla.
Ella bajó la voz para contestar, hundido su amor propio, sin dejar de llorar.
—Sí —reconoció con un hilo de voz.
—¿Te gusta que te humillen? ¿Qué te peguen? —pregunté asombrado.
—Sí. Me excita mucho —confesó con voz apagada por la vergüenza.
—¿Y por qué nunca me lo dijiste? ¿No te parece que hubiese sido más honesto? Creí que no teníamos secretos entre nosotros —yo me iba calmando y mi mente estaba cada vez más despejada.
—Tenía miedo de como ibas a reaccionar. Me daba vergüenza. Tú eras… eres —corrigió— tan bueno que temía perderte. Te quiero demasiado y siento mucho haberte fallado. Sé que no merezco tu perdón —las lágrimas volvieron a aflorar a sus ojos, abundantes. Corrían por sus mejillas emborronando el rimel dándole un aspecto grotesco.
—Tengo una curiosidad. ¿Para qué te enviaba a tí las fotos?
—Para humillarme más al mostrarme como me follaba y demostrarme que me tenía en sus manos. Siempre me amenazaba con enviártelas si me negaba a sus caprichos.
—Pero en alguna se le reconoce perfectamente.
—Dijo que esas antes las editaría para borrar su cara.
—Entiendo. Pues creo que ya ha pasado el minuto. De hecho ha pasado más tiempo.
Eso arrancó nuevos sollozos por su parte. Reconozco que en ese momento sentí pena por ella. Había ocultado su verdadera personalidad y un hijo de puta la había descubierto por casualidad y había aprovechado eso para convertirla en su puta particular. La tenía totalmente a su merced. Su llanto me partía el alma, pero quería ser inflexible. Antes ella había roto mi corazón y no tenía derecho a que yo me apiadase de ella. Me levanté para marcharme. Ella seguía arrodillada en el suelo, sentada sobre sus talones. En cuanto me levanté se tiró acurrucada en el suelo, llorando sin consuelo después de haber perdido todo, su vida, su dignidad, su futuro.
Entré en la cocina para coger una cerveza de la nevera. La abrí y me apoyé en la meseta de la cocina a beber mientras la veía levantarse. Cogió su móvil y entró en el dormitorio para hacer la maleta. Dejó la puerta abierta y pude oír su llanto mientras guardaba su ropa y sus enseres de aseo. Abrí mi móvil y decargué las fotos. Estuve ojeándolas de nuevo y no pude evitar que mi miembro comenzase a ponerse duro. A fin de cuentas eran pornografía pura y dura. Cuando me percaté pensé que no debería ser ese el efecto, pero a fin de cuentas no podemos luchar contra las reacciones de nuestro cuerpo.
Acabé la cerveza y volví al salón. Me senté en un sillón y esperé a que acabase. Cinco minutos después, Bea salió del dormitorio arrastrando un troley con sus cosas. Me miró un instante y al ver mis ojos clavados en ella bajó la mirada. Yo me mantuve en silencio viéndola dirigirse a la puerta. Cogió sus llaves.
—Ya no las necesitas —le dije. Las soltó como si quemasen.
—Perdón —dijo avergonzada dejándolas de nuevo.
Abrió la puerta y se dispuso a salir, pero se quedó parada un instante antes de salir. Se giró hacia mí mirándome con una pena infinita en sus preciosos ojos.
—No te imaginas cuanto siento el daño que te he causado. Tú no merecías esto. Me he portado muy mal contigo y sé que no merezco tu perdón. Pero daría mi vida porque solo me comprendieses un poco. Por poder quedarme para intentar reparar el daño que te hice. Si así pudiese reparar el daño que te causé me quitaría la vida por ti. Porqué aunque ahora mismo no lo creas, te amo más que a mi vida.
Se quedó mirándome como intentando saber si sus palabras me habían conmovido tan siquiera un poco. Pero mi rostro era una máscara de piedra, aunque por dentro sí me había herido su discurso. Se giró para marcharse definitivamente.
—Espera —le ordené. Ella se quedó quieta en el sitio, sin girarse siquiera. Como si esperase un milagro—. Entra un segundo.
—¿Sí? —preguntó con un brillo de esperanza en los ojos.
—¿De verdad quieres quedarte? Sabes que no puedo perdonarte.
—Lo sé. Pero aun así me gustaría.
—¿Y qué estarías dispuesta a hacer?
—Lo que tú me pidas —su voz decía que esperaba el milagro.
—¿Cualquier cosa?
—Lo que sea —aseguró mirando al suelo pero decidida.
—No te voy a pedir nada. Te lo voy a ordenar —amenacé para ver hasta donde estaba dispuesta a llegar.
—Aun así.
La vi tan decidida que estuve tentado a perdonarla. Pero necesitaba saber si de verdad era sincera. Me puse en pie.
—Deja la maleta y ven conmigo —dije entrando en la cocina.
Me detuve junto a la encimera esperándola. Enseguida apareció enjuagándose las lágrimas. Encendí la cocina. Al instante el cristal de la vitro se puso al rojo vivo.
—Pon ahí la mano —ordené.
Me miró solo un instante. No vi odio en su mirada. Ni siquiera reproche por pedirle algo tan loco y salvaje. Bajando la mirada pero sin dudarlo adelantó el brazo dispuesta a poner la mano sobre el abrasador cristal mientras sus ojos volvían a llorar. Creí que iba a dudar o pedirme que le pusiese otra prueba, pero lo hizo tan decidida que casi no pude detenerla a tiempo. Agarré su mano y sentí como aun así seguía intentando hacerlo.
—Está bien —la tranquilicé—. No es necesario. No soy tan malnacido.
—Gracias —dijo bajando la mirada, aliviada.
—Pero no creas que las cosas volverán a ser como antes. Después de descubrir tu verdadera personalidad creo que te voy a hacer muy feliz. Pero que muy feliz. Ven conmigo —ordené apagando la cocina.
Volví al salón y me senté. Ella iba a hacer lo propio en el sillón de enfrente.
—No. Los animales no se suben a los sillones. Y tú eres una perra. ¿Está claro?
—Sí —dijo mirando al suelo.
—Sí, amo. A partir de ahora Nesto murió. Ahora soy el amo. Y así te dirigirás a mi. ¿Queda claro?
—Sí, amo.
—Muy bien. Los animales no usan ropas. Desnúdate.
Obedeció inmediatamente. No intentó que resultase sugerente. Simplemente se desnudó como si fuese a darse una ducha. Cuando su cuerpo quedó totalmente desnudo intentó curbrir su sexo con las manos cruzadas delante.
—Las manos en los costados. No tienes necesidad de ocultar nada. No tienes derecho a ocultarme nada. Aquí solo estamos tú y yo. Así que a partir de ahora estarás siempre así en casa. La ropa solo la usarás para salir o si llama alguien a la puerta. Y mañana quiero ese coño sin un solo pelo. ¿Entendido?
—Sí, amo.
—Así me gusta, buena perra. Creo que tendré que ir a una tienda de animales para comprar unas chuches para darte tu premio cuando lo merezcas.
Me oía hablar y yo mismo no me reconocía. El día anterior yo era un tipo cariñoso que solo tenía palabras dulces para su mujer y ahora era un animal que la trataba como a un trapo. Peor que a un trapo. La humillaba y la denigraba y lo hacía a sabiendas. Y aunque me sentía mal por ello, me gustaba esa sensación. Así era como debían sentirse los señores feudales o los reyes de la antigüedad. En aquella casa yo era un dios.
—Ven aquí y lame mis pies. Una perra debe estar contenta de recibir a su dueño en casa.
Sin dudarlo, Bea se puso de rodillas y se acercó hasta mi. Inmediatamente comenzó a lamer mis zapatos. Aquello tenía que resultarle asqueroso, pero aun así lo hizo sin dudar.
—Vale. Ya está bien —dije al cabo de un minuto. No me quedaba duda de que lo haría durante todo el día si no le ordenaba detenerse.
Cuando paró se abrazó a mis piernas mientras me daba las gracias y me pedía perdón por el daño que me había hecho. La aparté bruscamente.
—¿Quién te ha dado permiso para hacer eso? Mereces un castigo —le dije. Ella, avergonzada, bajó la cabeza, sumisa.
La llevé agarrada por el pelo hasta la mesa de comedor que había detrás del sofá. Allí la obligué a echarse sobre la mesa apoyando sus tetas en el tablero mientras dejaba su culo expuesto. Saqué el cinturón dispuesto a castigarla. Esperé unos segundos mientras calculaba la fuerza que emplearía en al castigo. Tampoco pretendía lastimarla demasiado. Vi que su respiración de aceleraba esperando el primer golpe. Levanté el brazo y descargué la correa sobre sus nalgas que se estremecieron ante el castigo. De su boca salió un gemido que no tuve muy claro si era de dolor o de placer. Volví a golpear, esta vez un poco más fuerte. Su gemido fue más intenso esta vez. Sus puños estaban crispados aguantando el dolor. Volví a golpear aumentando la fuerza un poco más. Esta vez salió un grito de su garganta.
—¿Te gusta, zorra?
—Sí, amo.
—¿Quieres más?
—Sí, amo —su respiración era entrecortada.
Seguí golpeando su culo que pronto comenzó ponerse rojo por las marcas que el cinturón dejaba en su suave piel. Miré su vagina y vi que estaba encharcada. Pues resultaba que sí le gustaban los golpes. Seguí golpeando espaciando los golpes para que no supiese cuando llegarían. Su respiración era cada vez más agitada.
—¿Eres capaz de correrte solo con golpearte?
—No lo sé, amo. Nunca he probado.
—¿Te gustaría probar?
—Me encantaría, amo.
Yo estaba como un burro. Dudé si complacerla. Como siguiese un poco más acabaría levantándole la piel y tampoco quería herirla así que opté por parar. Me saqué el rabo y lo metí de un solo empujón en su húmedo coño que estaba tan mojado que no opuso resistencia a mi avance. Ese movimiento la pilló por sorpresa y no pudo evitar un grito de sorpresa que se transformó enseguida en gemidos de placer. La follé como un animal. De vez en cuando le daba una sonora palmada en las enrojecidas nalgas consiguiendo arrancarle nuevos gritos de dolor. La follé como un loco.Como si ella no estuviese allí. Me estaba masturbando usando su cuerpo.
Cuando estaba a punto de correrme la tomé por el pelo y la obligué ponerse de rodillas ante mí.
—Abre la boca —ordené. Ella obedeció al instante.
Unos segundos después estaba vaciando mis huevos en su boca, en su cara, dejándola perdida de lefa hasta que no quedó nada dentro. No le había soltado el pelo ni un momento.
—Limpiala —le ordené.
Sin dudarlo se metió mi polla en la boca y chupó como si su vida dependiese de ello hasta que yo mismo la detuve. Me aparté un par de pasos y la miré desde arriba.
—Así va a ser tu vida desde ahora —le dije con calma—. Tú decides si lo quieres o no. Tu maleta sigue en la puerta. Eres libre de elegir. Yo me voy a acostar. Si decides quedarte, dormirás a los pies de la cama. Si tienes frío, ya sabes donde hay mantas. Buenas noches.
—Buenas noches, amo.
—Una pregunta —me asaltó la duda cuando iba a marcharme—. ¿Te has corrido? Me importa una mierda que lo hayas hecho o no, pero quiero saberlo.Sé sincera.
—Sí, amo. Mientras me follabas. Perdón por hacerlo sin permiso —confesó con la cabeza gacha.
—¿Y te gustó?
—Sí, amo. Mucho.
—Bien. Me alegro —dije sin pensar. Me di cuenta tarde, pero había arrancado un tímido asomo de sonrisa en su rostro.
No dije nada más. En silencio me marché dejándola tirada en el salón. Me acosté pero no lograba conciliar el sueño. No me reconocía en lo que acababa de suceder y dudaba si deseaba que viniese a dormir o prefería que se fuese. ¿Había sido una buena idea someterla como una esclava para que se quedase? Dos minutos después la puerta se abrió en silencio. Me hice el dormido, pero en realidad estaba en tensión. En cierto modo temía que me atacase para vengarse de la humillación sufrida. Sentí como tímidamente me besaba los pies por encima de la colcha y después se acostaba en la alfombra cubierta por una manta. No pude evitar son
reír.
Ya sé que no viene al caso, pero es una curiosidad como otra cualquiera. Tengo 35 años y llevo siete casado con una mujer bellísima y más puta que las gallinas.
Cuando me casé yo era gilipollas. Estaba perdidamente enamorado de ella y creí que ella también lo estaba. Fuí siempre un marido cariñoso y atento. Mi trabajo me proporciona un buen salario a cambio de una jornada de ocho horas sin necesidad de hacer horas extras ni tener que viajar. Un salario que permite que mi mujer, Bea, no tenga necesidad de trabajar y pueda hacer lo que quiera durante todo el día.
Hace un par de años me comentó que sentía la necesidad de trabajar. Hacer algo para no sentirse una rémora. Por supuesto yo la apoyé como siempre hice. Juntos buscamos ofertas de trabajo para ella y confeccionamos su curriculum para que lo pudiese presentar con un mínimo de opciones. Finalmente al cabo de un mes encontró algo a media jornada en un despacho de abogados como telefonista y archivera. Yo también soy abogado pero decidimos que no trabajaríamos en el mismo bufete. No ganaba mucho pero como decía ella, se sentía realizada. Ella era feliz, así que yo también.
En la cama nos entendíamos de maravilla. Al menos tres o cuatro veces por semana caía un polvo o a veces dos. Yo era feliz y según Bea, ella tambien.
Todo cambió una tarde cuando llegué del trabajo. Bea tenía un ojo amoratado y su gesto era de tristeza. Preocupado le pregunté qué había pasado y me dijo que había sido un estúpido accidente en la calle por ir pendiente del móvil. Por lo visto había tropezado con una farola y se había lastimado con la montura de las gafas. Por la forma del moratón me pareció extraño pero no dije nada, aunque una duda comenzó a rondarme la cabeza.
Desde ese día se volvió más distante, estaba como distraida, siempre con gesto serio. Cuando llegábamos a casa siempre dejábamos el móvil sobre la mesita de la sala e incluso usábamos el mismo pin para bloquearlo. Pero de repente su móvil se quedaba en el bolso. Un día lo cogí y probé. Había cambiado el pin. Yo ya empezaba a tener la mosca detrás de la oreja y me temía que tuviese un amante.
Cansado ya de esa situación un día salí de casa como siempre. Pero en lugar de ir a trabajar llamé diciendo que me había surgido un imprevisto y que no podía ir a trabajar. No me pusieron problemas y me escondí en una cafetería desde la que veía el portal. Pedí un café y esperé. Poco después salió Bea, la seguí a distancia y ví que no iba en dirección a donde trabajaba. En lugar de eso a los diez minutos estaba esperando en la puerta de un hotel que tenía todo el aspecto de ser un picadero disfrazado de hotel. Me escondí para espiar y no tardó en aparecer un tipo medio calvo de traje que la abrazó bajando la mano hasta el culo mientras le daba un morreo. Ella correspondió al morreo y aunque sin abrazarlo antes de perderse cogidos de la mano en el interior del hotel. Era oficial: yo era un cornudo. Cojonudo.
Aquello no podía ser. Tenía que haberme confundido. Pero sabía que no. Era Bea entrando en un hotel para montárselo con otro. Con un viejo baboso. Estaba furioso y me daban ganas de entrar y estrangularlos a los dos. No sabía que hacer y estuve allí como un imbécil cinco minutos tirado, pensando que hacer. Al final entré en la cafetería del propio hotel sin pensarlo. Me tomé un café mirando hacia la recepción esperando verlos salir. Al final decidí marcharme y me llevé una servilleta con el anagrama del establecimiento como “recuerdo”.
Salieron al cabo de un par de horas. El tipo pasaba el brazo por los hombros de Bea como si ella fuese una propiedad suya. Bea bajaba la cabeza mirando al suelo y se dejaba conducir mansamente. Pagué y salí dispuesto a seguirlos. El destino resultó ser el despacho de abogados donde trabajaba. Al comienzo de la manzana el tipo soltó a Bea y entraron como dos conocidos que hubiesen coincidido de camino al trabajo.
Ahora sí que me había surgido un imprevisto y no estaba yo para ir a trabajar. Estaba indispuesto de verdad. Tenía ganas de vomitar después de comprobar como mi esposa, esa mujer de la que estaba perdidamente enamorado me corneaba a placer mientras yo bebía los vientos por ella. Me sentí el hombre más estúpido sobre la faz de la tierra. ¿Cómo podía haber estado tan ciego?
Decidí volver a casa. De camino tenía la sensación de que todo el mundo me miraba admirando el tamaño de mis cuernos, partiéndose de risa al ver mi cara de gilipollas. Quería escapar de allí, perderme donde nadie pudiese encontrarme jamás. Cuando llegué a casa me derrumbé en un sillón y lloré como un niño. Me dije que yo no merecía ese trato. Había intentado ser un buen marido. ¿Había fallado en algo? ¿Había hecho algo que mereciese semejante castigo? Si no estaba a gusto conmigo, ¿por qué no decirlo a la cara? ¿Por qué no me mandó a paseo antes de liarse con otro? No. No era justo. Y estaba furioso. Tanto que me daba miedo mi propia reacción cuando la tuviese delante. Tal vez fuese mejor que cogiese mis cosas y me largase sin despedirme siquiera. Al menos así evitaría la tentación de golpearla hasta verla hecha un guiñapo a mis pies. Porque era así como yo me sentía en ese momento, un guiñapo de mierda, un pedazo de mierda.
Me agarré a una botella de licor. Que estupidez, ¿verdad? Ya sé que parece un tópico. Pero es verdad. ¿Qué tendrá el alcohol que cuando las cosas van mal acabamos recurriendo a el? El caso es que me bebí unos cuantos vasos seguidos hasta que mis sentidos comenzaron a embotarse un poco.
No me sentía mejor aunque eso ya lo sabía antes de empezar. Creo que pensé que sería un buen atenuante cuando me detuviesen por partirle la cara a mi mujer.
Curiosamente el licor me hizo pensar con más claridad. Decidí que me divorciaría. Al estar casados en régimen de separación de bienes ella se quedaría con una mano delante y otra detrás. Bueno, pensé, detrás puede tener la del calvo asqueroso, ya que tanto le gusta.
Cuando llegó la hora en que ella debería salir del trabajo y volver a casa yo seguía tirado en el sillón. Oí las llaves en la puerta a mi espalda. Oí como las dejaba en el mueble de la entrada y sus tacones en dirección a nuestro dormitorio. En ese momento me pregunté si también allí se había tirado al calvo y sentí asco.
Poco después la escuché salir del dormitorio en dirección a la cocina. Cuando pasó por mi lado me descubrió en el sillón, más tirado que sentado, esperando no sabía muy bien el qué. Soltó un grito por la sorpresa y se llevó una mano al pecho. Resultó hasta cómico.
—¡Nesto! ¿Qué haces en casa? ¿Ha sucedido algo? —preguntó angustiada.
—Dímelo tú —la miré con odio.
—No entiendo —su gesto de sorpresa era genuino.
—Pues a ver si esto te ayuda a entender —dije tirando sobre la mesa la servilleta del hotel.
Se llevó las manos a la boca para ahogar un grito de sorpresa. Su rostro perdió el color y sus ojos se abrieron como platos al comprobar que había sido descubierta.
—No te molestes en decirme que esto no es lo que parece. Esa excusa está ya muy gastada —más que decírselo, se lo lancé a la cara.
—Yo… yo… —no era capaz de articular palabra. Si antes se había venido abajo mi mundo, ahora era el suyo el que se derrumbaba.
—¿Tú? ¿Tú qué? Dilo claramente. Tú te estás follando a un tipo gordo y calvo porque por lo visto tu marido no te llega. ¿No es así?
—Nesto, no lo entiendes.
—¡Anda coño! Que no lo entiendo, dice la muy puta. Pues hazme un croquis, joder. A ver si así lo pillo. Porque para mi es muy sencillo: te estás follando a otro. Punto —yo no me había levantado del sillón. Pero mi voz sí que había subido un par de octavas.
Bea avanzó un par de pasos para intentar acercarse a mí pero se lo impedí.
—Ni te muevas —advertí en voz baja y pausada—. No intentes acercarte ni mucho menos tocarme. Porque no respondo de mis actos. En este momento me está costando mucho trabajo no levantarme y reventarte a hostias. Zorra asquerosa —le escupí.
—Perdóname Nesto. Sé que no merezco tu perdón, pero yo te quiero. Por favor te lo pido. Haré lo que quieras. Pero perdóname.
—¿Me quieres? —pregunté con sorna—. Hay que joderse. Bonita manera de demostrar tu amor. Apártate de mi vista o no respondo.
Ella reculó unos pasos cuando vio que me incorporaba. En su mirada vi el miedo a mi reacción. Seguía llorando y tenía los brazos delante del cuerpo en un gesto típico de protección. Y hacía bien en tener miedo. Yo mismo no estaba seguro de ser capaz de contenerme. Así que en un momento de lucidez decidí marcharme de allí. Necesitaba enfríar mi cabeza o haría una locura. Y ni ella ni nadie valía la pena de acabar en la cárcel.
—Me largo —ella me miró como preguntándose si alguna vez volvería, pero se lo aclaré enseguida—. Cuando vuelva espero no verte aquí. En este edificio no se admiten animales. Y las zorras entran dentro de esa categoría.
Sin esperar respuesta salí de casa sin rumbo. Necesitaba despejar mi mente. Estaba dolido como nunca creí que podría estarlo. La persona en la que más confiaba, la que más daño podía hacerme, me había acuchillado sin compasión por la espalda. Vagando sin rumbo acabé sentado en un banco de un parque viendo como paseaba la gente. Parejas felices de novios que estaban empezando llenos de ilusión, matrimonios ancianos que seguían juntos después de muchos años a pesar de todas las dificultades que habían encontrado. Los ancianos me daban envidia y los jóvenes pena. Ya verían como acabarían sus vidas. Al igual que a mi, uno de los dos apuñalaría al otro por la espalda. Me daban ganas de gritarles que todas las promesas de amor eterno eran mentira. Y para mi desesperación, yo seguía amando a Bea a pesar de todo. Debía odiarla y de hecho lo hacía. Pero seguía enamorado de ella. ¿Se podía ser más desgraciado?
Comenzaba anochecer. Miré el reloj y vi que habían pasado más de cinco horas. Tiempo más que suficiente para que Bea cogiese sus cosas y se marchase. Si quedaba algo ya se lo enviaría a donde quisiese. Decidí volver a casa con miedo. Tenía miedo a no reconocer mi hogar cuando faltasen las cosas de Bea. Cuando viese su armario vacio o la ausencia de sus cepillos en el tocador. Pero tocaba enfrentar al futuro en soledad. Decidí que a partir de ese momento no quería a ninguna mujer en mi vida. Cuando tuviese ganas de sexo me buscaría una puta o me pajearía viendo porno por internet. Estaba decidido y más calmado.
Abrí la puerta de mi casa y la vi. No se había marchado. Seguía llorando, estaba arrodillada en el suelo mirando a la puerta, humillada, esperándome.
—Por favor, Nesto. Escúchame un momento y si después quieres me marcharé para siempre. Solo te pido un minuto. Solo eso. Por favor —su voz se convirtió en un hilo.
—De acuerdo. Tienes un minuto. Después cogerás tus cosas y te marcharás de esta casa. Lo que no te puedas llevar te lo mandaré a la dirección que me digas.
—Te lo prometo. ¿Pero me escucharás?
—Habla.
—Todo empezó hace un mes. Una compañera y yo estábamos hablando en los baños sobre sexo. Yo le confesé que me excitaba mucho ser dominada y golpeada. Creía que estábamos solas. Pero un minuto después de salir nosotras, vi salir a Don Antonio. Recé para que no nos hubiese oído...
—Espera —dije sin poder creer lo que escuchaba—. ¿Me estás diciendo que te gusta sentir dolor? ¿Que te pone cachonda?
—Sí —reconoció bajando la cabeza avergonzada.
—Joder con la mosquita muerta —dije asombrado— continúa.
—Por desgracia Don Antonio lo había oído todo. Al día siguiente me llamó a su despacho. Yo creí que se trataba solo de trabajo. Que me daría algún expediente para archivar o algo así. Pero me mandó sentarmeante la mesa. Yo lo hice y él salió de detrás y se puso delante de mí. Me agarró de los pelos sin decir nada y acercó mi cara a su entrepierna. Yo estaba aterrorizada pero reconozco que me calentó. Entonces se sacó el pene y me obligó a chupárselo. Practicamente me lo metió en la boca a empujones.
—¿Te obligó? —pregunté excéptico.
—Sí. Debí negarme, pero debo reconocer que la situación me excitaba —dijo bajando la voz.
—A él casi no se le pone dura. Necesita viagra para poder hacer algo, pero no puede usarla por culpa del corazón. Mientras me obligaba a chuparla me sacó una foto con el móvil. Cuando acabó me mandó volver al trabajo. Yo estaba asustada. Y me asusté más cuando me envió la foto. El siguiente mensaje era para decirme que me esperaba al día siguiente en el hotel o te enviaría la foto a tí.
—Ya. Por eso cambiaste el pin del teléfono —supuse mientras intentaba procesar la información que estaba recibiendo.
—Sí —reconoció ella llorando—. Yo esperaba que se cansase. Pero no fue así. Se convirtió en una rutina diaria. Cada día me hacía un par de fotos y luego me las enviaba para amenazarme.
—Quiero ver ese móvil —le ordené con voz ronca. No estaba muy seguro si de verdad quería ver las fotos. Pero necesitaba comprobar lo que decía.
Se levantó y cogió su bolso. Sacó el móvil y tras desbloquearlo me lo tendió. Abrí la galería de imágenes y ahí estaba, en la carpeta de archivos recibidos. Un montón de fotografías en las que aparecía desnuda. En alguna estaba siendo follada por detrás, en otras se veía de frente con la cara y la boca llena de lefa de su jefe. En varias incluso se llegaba a ver al satisfecho hijo de puta dándole con ganas. Sentí ganas de vomitar. Pero las seleccioné todas y las envié a mi móvil sin pensar. Después tiré el móvil en el sofá.
—Por lo que veo tú tampoco te lo pasabas mal —la acusé para humillarla.
Ella bajó la voz para contestar, hundido su amor propio, sin dejar de llorar.
—Sí —reconoció con un hilo de voz.
—¿Te gusta que te humillen? ¿Qué te peguen? —pregunté asombrado.
—Sí. Me excita mucho —confesó con voz apagada por la vergüenza.
—¿Y por qué nunca me lo dijiste? ¿No te parece que hubiese sido más honesto? Creí que no teníamos secretos entre nosotros —yo me iba calmando y mi mente estaba cada vez más despejada.
—Tenía miedo de como ibas a reaccionar. Me daba vergüenza. Tú eras… eres —corrigió— tan bueno que temía perderte. Te quiero demasiado y siento mucho haberte fallado. Sé que no merezco tu perdón —las lágrimas volvieron a aflorar a sus ojos, abundantes. Corrían por sus mejillas emborronando el rimel dándole un aspecto grotesco.
—Tengo una curiosidad. ¿Para qué te enviaba a tí las fotos?
—Para humillarme más al mostrarme como me follaba y demostrarme que me tenía en sus manos. Siempre me amenazaba con enviártelas si me negaba a sus caprichos.
—Pero en alguna se le reconoce perfectamente.
—Dijo que esas antes las editaría para borrar su cara.
—Entiendo. Pues creo que ya ha pasado el minuto. De hecho ha pasado más tiempo.
Eso arrancó nuevos sollozos por su parte. Reconozco que en ese momento sentí pena por ella. Había ocultado su verdadera personalidad y un hijo de puta la había descubierto por casualidad y había aprovechado eso para convertirla en su puta particular. La tenía totalmente a su merced. Su llanto me partía el alma, pero quería ser inflexible. Antes ella había roto mi corazón y no tenía derecho a que yo me apiadase de ella. Me levanté para marcharme. Ella seguía arrodillada en el suelo, sentada sobre sus talones. En cuanto me levanté se tiró acurrucada en el suelo, llorando sin consuelo después de haber perdido todo, su vida, su dignidad, su futuro.
Entré en la cocina para coger una cerveza de la nevera. La abrí y me apoyé en la meseta de la cocina a beber mientras la veía levantarse. Cogió su móvil y entró en el dormitorio para hacer la maleta. Dejó la puerta abierta y pude oír su llanto mientras guardaba su ropa y sus enseres de aseo. Abrí mi móvil y decargué las fotos. Estuve ojeándolas de nuevo y no pude evitar que mi miembro comenzase a ponerse duro. A fin de cuentas eran pornografía pura y dura. Cuando me percaté pensé que no debería ser ese el efecto, pero a fin de cuentas no podemos luchar contra las reacciones de nuestro cuerpo.
Acabé la cerveza y volví al salón. Me senté en un sillón y esperé a que acabase. Cinco minutos después, Bea salió del dormitorio arrastrando un troley con sus cosas. Me miró un instante y al ver mis ojos clavados en ella bajó la mirada. Yo me mantuve en silencio viéndola dirigirse a la puerta. Cogió sus llaves.
—Ya no las necesitas —le dije. Las soltó como si quemasen.
—Perdón —dijo avergonzada dejándolas de nuevo.
Abrió la puerta y se dispuso a salir, pero se quedó parada un instante antes de salir. Se giró hacia mí mirándome con una pena infinita en sus preciosos ojos.
—No te imaginas cuanto siento el daño que te he causado. Tú no merecías esto. Me he portado muy mal contigo y sé que no merezco tu perdón. Pero daría mi vida porque solo me comprendieses un poco. Por poder quedarme para intentar reparar el daño que te hice. Si así pudiese reparar el daño que te causé me quitaría la vida por ti. Porqué aunque ahora mismo no lo creas, te amo más que a mi vida.
Se quedó mirándome como intentando saber si sus palabras me habían conmovido tan siquiera un poco. Pero mi rostro era una máscara de piedra, aunque por dentro sí me había herido su discurso. Se giró para marcharse definitivamente.
—Espera —le ordené. Ella se quedó quieta en el sitio, sin girarse siquiera. Como si esperase un milagro—. Entra un segundo.
—¿Sí? —preguntó con un brillo de esperanza en los ojos.
—¿De verdad quieres quedarte? Sabes que no puedo perdonarte.
—Lo sé. Pero aun así me gustaría.
—¿Y qué estarías dispuesta a hacer?
—Lo que tú me pidas —su voz decía que esperaba el milagro.
—¿Cualquier cosa?
—Lo que sea —aseguró mirando al suelo pero decidida.
—No te voy a pedir nada. Te lo voy a ordenar —amenacé para ver hasta donde estaba dispuesta a llegar.
—Aun así.
La vi tan decidida que estuve tentado a perdonarla. Pero necesitaba saber si de verdad era sincera. Me puse en pie.
—Deja la maleta y ven conmigo —dije entrando en la cocina.
Me detuve junto a la encimera esperándola. Enseguida apareció enjuagándose las lágrimas. Encendí la cocina. Al instante el cristal de la vitro se puso al rojo vivo.
—Pon ahí la mano —ordené.
Me miró solo un instante. No vi odio en su mirada. Ni siquiera reproche por pedirle algo tan loco y salvaje. Bajando la mirada pero sin dudarlo adelantó el brazo dispuesta a poner la mano sobre el abrasador cristal mientras sus ojos volvían a llorar. Creí que iba a dudar o pedirme que le pusiese otra prueba, pero lo hizo tan decidida que casi no pude detenerla a tiempo. Agarré su mano y sentí como aun así seguía intentando hacerlo.
—Está bien —la tranquilicé—. No es necesario. No soy tan malnacido.
—Gracias —dijo bajando la mirada, aliviada.
—Pero no creas que las cosas volverán a ser como antes. Después de descubrir tu verdadera personalidad creo que te voy a hacer muy feliz. Pero que muy feliz. Ven conmigo —ordené apagando la cocina.
Volví al salón y me senté. Ella iba a hacer lo propio en el sillón de enfrente.
—No. Los animales no se suben a los sillones. Y tú eres una perra. ¿Está claro?
—Sí —dijo mirando al suelo.
—Sí, amo. A partir de ahora Nesto murió. Ahora soy el amo. Y así te dirigirás a mi. ¿Queda claro?
—Sí, amo.
—Muy bien. Los animales no usan ropas. Desnúdate.
Obedeció inmediatamente. No intentó que resultase sugerente. Simplemente se desnudó como si fuese a darse una ducha. Cuando su cuerpo quedó totalmente desnudo intentó curbrir su sexo con las manos cruzadas delante.
—Las manos en los costados. No tienes necesidad de ocultar nada. No tienes derecho a ocultarme nada. Aquí solo estamos tú y yo. Así que a partir de ahora estarás siempre así en casa. La ropa solo la usarás para salir o si llama alguien a la puerta. Y mañana quiero ese coño sin un solo pelo. ¿Entendido?
—Sí, amo.
—Así me gusta, buena perra. Creo que tendré que ir a una tienda de animales para comprar unas chuches para darte tu premio cuando lo merezcas.
Me oía hablar y yo mismo no me reconocía. El día anterior yo era un tipo cariñoso que solo tenía palabras dulces para su mujer y ahora era un animal que la trataba como a un trapo. Peor que a un trapo. La humillaba y la denigraba y lo hacía a sabiendas. Y aunque me sentía mal por ello, me gustaba esa sensación. Así era como debían sentirse los señores feudales o los reyes de la antigüedad. En aquella casa yo era un dios.
—Ven aquí y lame mis pies. Una perra debe estar contenta de recibir a su dueño en casa.
Sin dudarlo, Bea se puso de rodillas y se acercó hasta mi. Inmediatamente comenzó a lamer mis zapatos. Aquello tenía que resultarle asqueroso, pero aun así lo hizo sin dudar.
—Vale. Ya está bien —dije al cabo de un minuto. No me quedaba duda de que lo haría durante todo el día si no le ordenaba detenerse.
Cuando paró se abrazó a mis piernas mientras me daba las gracias y me pedía perdón por el daño que me había hecho. La aparté bruscamente.
—¿Quién te ha dado permiso para hacer eso? Mereces un castigo —le dije. Ella, avergonzada, bajó la cabeza, sumisa.
La llevé agarrada por el pelo hasta la mesa de comedor que había detrás del sofá. Allí la obligué a echarse sobre la mesa apoyando sus tetas en el tablero mientras dejaba su culo expuesto. Saqué el cinturón dispuesto a castigarla. Esperé unos segundos mientras calculaba la fuerza que emplearía en al castigo. Tampoco pretendía lastimarla demasiado. Vi que su respiración de aceleraba esperando el primer golpe. Levanté el brazo y descargué la correa sobre sus nalgas que se estremecieron ante el castigo. De su boca salió un gemido que no tuve muy claro si era de dolor o de placer. Volví a golpear, esta vez un poco más fuerte. Su gemido fue más intenso esta vez. Sus puños estaban crispados aguantando el dolor. Volví a golpear aumentando la fuerza un poco más. Esta vez salió un grito de su garganta.
—¿Te gusta, zorra?
—Sí, amo.
—¿Quieres más?
—Sí, amo —su respiración era entrecortada.
Seguí golpeando su culo que pronto comenzó ponerse rojo por las marcas que el cinturón dejaba en su suave piel. Miré su vagina y vi que estaba encharcada. Pues resultaba que sí le gustaban los golpes. Seguí golpeando espaciando los golpes para que no supiese cuando llegarían. Su respiración era cada vez más agitada.
—¿Eres capaz de correrte solo con golpearte?
—No lo sé, amo. Nunca he probado.
—¿Te gustaría probar?
—Me encantaría, amo.
Yo estaba como un burro. Dudé si complacerla. Como siguiese un poco más acabaría levantándole la piel y tampoco quería herirla así que opté por parar. Me saqué el rabo y lo metí de un solo empujón en su húmedo coño que estaba tan mojado que no opuso resistencia a mi avance. Ese movimiento la pilló por sorpresa y no pudo evitar un grito de sorpresa que se transformó enseguida en gemidos de placer. La follé como un animal. De vez en cuando le daba una sonora palmada en las enrojecidas nalgas consiguiendo arrancarle nuevos gritos de dolor. La follé como un loco.Como si ella no estuviese allí. Me estaba masturbando usando su cuerpo.
Cuando estaba a punto de correrme la tomé por el pelo y la obligué ponerse de rodillas ante mí.
—Abre la boca —ordené. Ella obedeció al instante.
Unos segundos después estaba vaciando mis huevos en su boca, en su cara, dejándola perdida de lefa hasta que no quedó nada dentro. No le había soltado el pelo ni un momento.
—Limpiala —le ordené.
Sin dudarlo se metió mi polla en la boca y chupó como si su vida dependiese de ello hasta que yo mismo la detuve. Me aparté un par de pasos y la miré desde arriba.
—Así va a ser tu vida desde ahora —le dije con calma—. Tú decides si lo quieres o no. Tu maleta sigue en la puerta. Eres libre de elegir. Yo me voy a acostar. Si decides quedarte, dormirás a los pies de la cama. Si tienes frío, ya sabes donde hay mantas. Buenas noches.
—Buenas noches, amo.
—Una pregunta —me asaltó la duda cuando iba a marcharme—. ¿Te has corrido? Me importa una mierda que lo hayas hecho o no, pero quiero saberlo.Sé sincera.
—Sí, amo. Mientras me follabas. Perdón por hacerlo sin permiso —confesó con la cabeza gacha.
—¿Y te gustó?
—Sí, amo. Mucho.
—Bien. Me alegro —dije sin pensar. Me di cuenta tarde, pero había arrancado un tímido asomo de sonrisa en su rostro.
No dije nada más. En silencio me marché dejándola tirada en el salón. Me acosté pero no lograba conciliar el sueño. No me reconocía en lo que acababa de suceder y dudaba si deseaba que viniese a dormir o prefería que se fuese. ¿Había sido una buena idea someterla como una esclava para que se quedase? Dos minutos después la puerta se abrió en silencio. Me hice el dormido, pero en realidad estaba en tensión. En cierto modo temía que me atacase para vengarse de la humillación sufrida. Sentí como tímidamente me besaba los pies por encima de la colcha y después se acostaba en la alfombra cubierta por una manta. No pude evitar son
reír.
1 comentarios - Me hizo cornudo, así que la convertí en esclava 1