Vivo en Alce Viejo con mi novia, y ya se sabe lo que eso significa, ¿no?, lo habrán escuchado. Acá el que tiene novia o esposa de seguro es cornudo. Ya sé que no es así, que son exageraciones y leyendas de pueblo, que hay un montón de mujeres decentes… pero también es cierto que este lugar tiene el porcentaje de infidelidades femeninas más alto del mundo, especialmente con las mujeres más hermosas.
Y miren a mi Mariela, es la más hermosa de todas. Por suerte no es de las otras, ella me ama.
Me ama tanto que hasta se siente insegura de nuestro amor. Ustedes vieron cómo son algunas mujeres con esas cosas. Quiere que seamos uno solo para toda la vida. Y no lo dice por el matrimonio, que ya llegará a su tiempo. Cuando ella dice para toda la vida, se refiere a nuestro amor y nuestra unión.
Para asegurarse arregló que vayamos a lo de un brujo. En los pueblo siempre hay uno o dos brujos. Para el amor, para la mala suerte, ya saben. Yo no creo en nada de eso, para mí son tonterías, pero Mariela es devota.
Así que allí íbamos, por el medio del campo, rumbeando para la casucha de Matanga, a que nos hiciera un “amarre”. Porque de eso se trataba. Un amarre brujo que mantenga nuestro amor y nuestros cuerpos unidos para siempre. ¿Y cómo decirle que no? Mírenla. No solo es hermosa. Así con un jean y una camisa simple se le destaca toda su belleza. Una cola perfecta, una cintura exquisita, un cabello suave y una sonrisa de la que es imposible no enamorarse. No hacía falta ningún amarre para que yo no me vaya de ella. Podía hacer cualquier cosa, que nunca la dejaría. Bueno, cualquieeer cosa no. Si hiciera algo que cruzara los límites del respeto, la dejaría. Como hacerme cornudo, por ejemplo. Eso es algo que no toleraría. Que nadie toleraría, en realidad. Excepto los de este pueblo, que a decir verdad, no entiendo por qué soportan tanto y tan bien las guampas que sus mujeres les ponen.
Eso me hizo pensar en Matanga, el viejo brujo al que íbamos a visitar, que además de viejo era zambo, y del que se decía era un viejo hijo de puta que engatusaba a las mujeres y a sus maridos para beneficiarse de ellas. Cuentos de pueblo, ya sé; pero de pronto y sin motivo —quizá porque ya estábamos a solo doscientos metros de su guarida—, me dio mala espina la desbordada felicidad de mi novia, campaneante como un cascabel y entusiasmada por conocer a este tal Matanga. Iba caminando a los saltitos, casi bailando con el aire.
Y aparecieron las sospechas. Irracionales sospechas.
—¿Por qué tanta alegría? ¿Qué hablaste con el viejo?
—¿Qué? No hablé nada, Guampablo, ¿qué decís?
—Yo sé por qué estás tan contenta...
—Nunca hablé. Hice que mi tía arreglara la cita.
—¿Tu tía? ¿Tu tía Coca?
—Sí, mi tía Coca…
—Es la tía que hace cornudo a tu tío, no?
—Mis dos tías hacen cornudo a mis dos tíos, ¿qué tiene que ver?
—¿Tu tía Coca no es la que este Matanga se sigue cogiendo, y tu tío lo sabe y no dice nada?
—Mi amor, ¿te estás poniendo paranoico otra vez?
—Mejor volvamos.
—No seas tonto, lo que haga o deje de hacer mi tía es asunto de ella. Era la única persona que me podía contactar con Matanga. El viejito no usa teléfono.
—Muy viejito no debe ser si le sigue dando al camión de tu tía.
—Guampablo, no seas ordinario, ¿qué te pasa? Parecés un nene celoso, vos no sos así.
—Tenés esa felicidad porque vas a conocer a Matanga.
—Vamos a pedirle que nos haga un amarre para que estemos siempre juntos, y vos te comportás como un idiota. Me parece que no querés que esta relación dure tanto como yo pensaba.
Se me había secado la boca y me costaba hablar con claridad. La casucha del viejo estaba a una sombra de distancia.
—Esperá —le supliqué tomando sus manos y frenando su marcha—. Escuché cosas. Ya sé que son tonterías sin sentido, y no les di importancia, hasta me reí, pero escuché cosas. Y ahora que estamos acá me agarró miedo. ¿Y si son ciertas?
—¿Qué cosas? ¿De qué hablás?
—Me dijeron que el viejo hace los amarres, y que los amarres funcionan, pero que el ritual hay que hacerlo en ropa interior, y que manosea un poco...
Me reí de inmediato por la tontería que había dicho, como cuando la escuché de boca de mi amigo. Solo que ahora me reía de nervios.
Mariela giró su cabeza, decepcionada, y me soltó. Aplaudió hacia la casa a modo de llamado.
—No te va a manosear en bombacha y corpiño, ¿no? —volví a preguntar sin que me bajara la ansiedad.
Ladraron dos perros, y se escuchó el recorrido de una cadena.
—Lo importante acá es que nos hagan un amarre para estar siempre juntos, Guampablo. No importa lo que cueste. ¿O vos no me amás para toda la vida?
—Mi amor… —le supliqué. La tenía dándome el perfil, erguida de enojo contra mi poco compromiso a largo plazo. Una puerta con mosquitero hizo ruido al abrirse—. Mi amor… Me contaron cosas del viejo… Tiene una… Es zambo. Ya sabés lo que dicen de los zambos, ¿no? No quiero que te decepciones… —mentí.
Salió Matanga en una camisa blanca, sucia y agujereada, y abajo un pareo que alguna vez supo ser colorinche, cubriéndolo a modo de pollera. Se rascó la cabeza como si se hubiera levantado de una siesta. Se masajeó groseramente los huevos y la pija, o se acomodó, y nos miró.
—¿Sos la hija de la Coca?
Mariela me susurró entre dientes, solo para mí.
—Ya sé lo que tiene, me contó mi tía —Y luego habló más fuerte, para el viejo—: La sobrina, don Matanga. No sabe lo que le agradezco que nos pueda recibir.
—No te preocupes —bostezó el viejo—, ya me vas a agradecer…
Mariela sonrió como si el comentario hubiera sido inocente, en vez de desubicado. Pasamos a la casa, el viejo acompañó el paso de mi novia tomándola de los hombros, pero a medida que entrábamos él fue corriendo su mano por al espalda y la cintura de mi novia, y finalmente estuvimos adentro con la mano del viejo directamente sobre las ancas de mi novia. Fue por demás humillante, porque Mariela no dijo absolutamente nada ni se movió un milímetro para quitarse al viejo de encima.
—¿Es tu novio?
¿Por qué no me preguntaba a mí? Me ignoraba aunque estuviera junto a Mariela, tomándola de la mano.
—Sí. El amarre es para los dos.
—Ah, como con tu tía Coca.
—¿Mi tía vino con mi tío?
—Eran novios, como ustedes… ¿No te dijo? Hace treinta y pico de años. Vinieron juntos, a punto de romper.
—¿Mi tía y mi tío, separándose? No puede ser.
—Tu tía lo venía haciendo cornudo con los amigos de tu tío y con la mitad del vecindario, y tu tío se enteró. Él la iba a dejar y a tu tía se le ocurrió venir a verme. Yo soy bueno con los amarres…
—¡Increíble!
—Siguen juntos.
—Nunca se separaron.
—Le dije que iba a funcionar
—Sí, pero su tío sigue siendo cornudo.
—El amarre es para que vivan felices juntos, no para que a los maridos les dejen de salir cuernos.
—Mariela, vámonos, esto no me gusta.
—Yo no soy como mi tía, Guampablo! Nunca te engañé, me estás haciendo enojar con todas tus acusaciones.
—Es importante que diga la verdad, señorita —intervino el viejo con seriedad acusadora—. Para el amarre les voy a hacer varias preguntas y si lo que me responden no es cierto de corazón, el amarre va a fallar. Y esa va a ser una de las preguntas. ¿De verdad nunca engañó a su novio?
—¡Nunca! —dijo con firmeza mi novia, con tal convicción que les juro, me volvió el alma al cuerpo.
—¿Y usted, mocito? —me habló por primera vez.
Me puse nervioso. ¿Todo esto era real? ¿Era cierto que debía decir la verdad o el amarre no funcionaría? No creía nada de todas estas patrañas, pero ¿y si era cierto? Yo también quería estar para siempre con mi novia. No podía mentir. Pero no me convenía decir la verdad.
Mariela leyó mis dudas y mis nervios.
—¿Me engañaste, Guampablo?
—Yo…
—Pareciera que sí —dijo el brujo.
Mariela me soltó de las manos y arrugó el gesto, a punto de llorar.
—Creo que no... Bueno, un poquito… No sé. Una vez me besé con una chica. En un boliche. Pero recién empezábamos a salir vos y yo, no sabía que íbamos a ser novios.
—¿Solo un beso? —azuzó Matanga—. Mire que no va a poder mentir.
—Bueno, varios besos. Nos besamos toda la noche, ¡pero nunca cogimos, mi amor! Fue solo eso, y nunca más la vi.
Mariela agachó la cabeza y comenzó a sollozar silenciosamente, y les juro que hubiera preferido que me puteara o me tirara algo por la cabeza en lugar de verla así, vulnerable de verdad. El viejo la acompañó hasta una silla, primero tomándola de la cintura y ya el último metro, mientras ella tomaba la silla y se iba sentando, la mano le acarició franca y totalmente el orto, en ese jean ajustadísimo que lo mostraba como dibujado.
—Muchas gracias —dijo mi novia, con la mano del viejo saliéndose de su culo para no quedar atrapada en la silla.
El viejo aprovechó la vulnerabilidad y se inclinó sobre ella como en una reverencia de agradecimiento, pero yo lo vi: le espió el corpiño y las tetas por entre la apertura que formaba la camisa. Y lo hizo con tanta impunidad que me sentí pequeño, apichonado. Pero entonces el viejo zambo dijo algo que me hizo cambiar mi manera de verlo. Seguramente fue porque me sentía en falta por aquellos beses sacados a la luz. Como fuere, él se puso de mi lado y eso me aflojó por completo con él y sus intenciones sospechosas.
—No culpe a su novio. Todo lo que sucedió hasta ahora y lo que va a suceder aquí tendrá que quedar en el pasado, si quieren que esto funcione. Aunque te haya engañado, si no perdonás de corazón, el amarre nace débil y se romperá en la primera pelea.
Mariela dejó de sollozar y giró hacia mí, desesperada.
—¡No! Yo lo amo, lo perdono con tal de que estemos juntos para siempre.
Y me sonrió, y ya no tuve más defensas. Esa mujer que ya era mía, iba a serlo aún más y hasta la eternidad, aunque tuviéramos que pagar el asqueroso precio de que la manoseara un poco o la viera en ropa interior.
—Hagámoslo —dije—. ¡Hagámoslo ya!
Mariela sonrió con todo su rostro todavía en lágrimas, se puso de pie, volvió a tomarme de las manos y me besó brevemente los labios.
—Mi amor, me llenás de felicidad —dijo.
Y el viejo nos separó con sus manos, a la altura del pecho. Y de los pechos.
—Claro, pero primero te voy a llenar yo —dijo—. Es parte del amarre.
—¡Sí! —estalló Mariela.
En ese momento no entendí el comentario. Sabía por mi amigo que el ritual era con la solicitante del amarre en ropa interior, y calculaba que en este caso, que el amarre lo pedíamos los dos, yo también me tendría que quitar algo de ropa. ¿Tenía algún sentido?
Nos hizo pasar a un cuartucho oscuro, de mal gusto y pobretona de limpieza, como toda la casa. Era una habitación, la suya, con seguridad. La cama estaba hecha, con el acolchado barato encima, y sobre él, una manta que parecía india. La persiana iba cerrada, pero las tablillas estaban tan viejas, rotas y vencidas que había hendijas y grietas que tajeaban de sol todo el cuarto.
—Quítense la ropa —dijo con simpleza el viejo.
Nos miramos un segundo con mi novia. En mi fuero íntimo tenía la esperanza de que ella se arrepintiera llegado ese momento, pero sonrió con entusiasmo y comenzó a desabotonarse la camisa. Yo la seguí. Si había que hacer esto en ropa interior, que fuera rápido y ya.
Mariela quedó en corpiño y enseguida fue a desabrocharse el jean. Al viejo se le caía la baba de los ojos.
—Qué hermosa… qué hermosa… —murmuraba como un pajero frotándose las manos.
El jean de mi novia se arrolló abajo, se zafó de los pies y en un segundo estuvo en sus manos. Ya estaba en bombacha y corpiño mientras yo aún me peleaba con los botones de mi pantalón.
—Más hermosa que tu tía a tu edad, chiquita… —la pajereó con lujuria. Aprovechó para acariciarla desde el hombro hasta la cintura, por el costado—. Aunque tu tía era muy estrechita… Sigue siendo bastante estrecha, me pregunto si eso será de familia…
—Los amigos de Guampablo decían que sí.
—¡Mariela! —le recriminé herido.
—Sáquense el resto.
Yo ya estaba en calzoncillos.
—¿Cómo el resto? —me asusté.
Mariela comenzó a quitarse el corpiño.
—Sí, Maestro —se rindió fácil.
¿Ahora le decía Maestro?
—Mariela, ¿qué hacés?
—Es para el amarre, no te asustes, no va a pasar nada…
Se terminó de sacar la tanguita y giró hacia Matanga, ofreciéndose a él de frente, erguida, y mostrándome sin pretenderlo su culo hermoso, apretadito, perfecto. Si verla en jean me la hacía parar un poco, imagínense así desnuda.
El viejo y mi novia estaban parados al pie de la cama, uno frente al otro. A mí me hicieron arrodillar junto a ella, de modo que quedé a su izquierda (y a la derecha de él).
—Con la cabeza gacha —me ordenó Matanga.
Obedecí de inmediato.
El viejo comenzó a recitar algo ininteligible entre dientes, como una oración santa, y tomó la mano derecha de mi novia, llevándola hacia sí. Él seguía en camiseta y pareo —ni mi novia ni yo sabíamos qué había debajo, si un calzoncillo, un pantalón o nada. La mano fue llevada directamente allí, a la oscuridad que el pareo formaba en la entrepierna del viejo.
—¡Oh! —Mariela.
Yo quise ver qué le hacía agarrar a mi novia ese brujo sinvergüenza.
—¡La cabeza gacha, dije! —me increpó con autoridad. Y luego más dulce, a mi novia—: Agarrá con fuerza, sin miedo…
Se ve que Mariela le hizo caso porque enseguida el viejo gimió y retomó las oraciones.
—¿Quién es el gravitante de la pareja? —preguntó Matanga, con los ojos cerrados.
—¿Que qué? —Mariela.
—El dominante. En un amarre tiene que haber uno que ejerza el poder del amarre y otro que sea el amarrado. Uno que lleve en su puño el amarre con firmeza, para los momentos de dudas y crisis, y otro que vaya de la correa de ese amarre.
—Yo quiero ser la del poder. Que él sea el perrito de la correa.
—¡Mi amor…!
—Muy bien. Entonces llevá tu mano izquierda a su cabeza, sin soltarme acá con tu mano derecha. Apoyale dos dedos en la frente y frotá, como si estuvieras frotándole dos cuernos a punto de salir…
—Sí, Maestro…
Comenzó a masajearme la frente mientras a su vez masajeaba lo que hubiera dentro del pareo del viejo. No quise ni pensar qué cosa estaba agarrando con su otra mano, por miedo a ponerme a llorar. Los dedos de mi novia sobre mi frente se hicieron dulces, el masajeo me fue calentando los dos puntos en los que hacía presión. Era comos si de verdad me estuviera cultivando un par de cuernos.
El viejo siguió recitando lo suyo y de pronto mi novia, entre nerviosa, divertida y orgullosa, levantó su cabeza y le preguntó:
—¿Y ahí lo estoy frotando bien?
—Sí, mi amor, me la estás haciendo perfecto…
El viejo vociferó unos minutos más y en un momento se salió del trance.
—Muy bien —le dijo a mi novia—. Ahora vos vas a recostarte sobre la cama, boca abajo…
Mariela obedeció dócil y con una sonrisa. Giró hacia la cama y su cola perfecta quedó frente a mi rostro. Se me volvió a parar. Rodeó la cama y comenzó a acomodarse. Matanga me señaló con un índice que me ubicara a un costado del catre.
—¿Ya hicieron el amor, no? Ya se conocen íntimamente…
Yo me puse rojo como un pimiento. Y Mariela respondido feliz.
—Lo vamos a hacer por primera vez en veinte días, en nuestro aniversario de novios.
—Oh, perfecto, perfecto… —se deleitaba el viejo, que acomodó a mi novia en una posición determinada: toda a lo largo y con una almohadilla debajo, a la altura de la pelvis—. Son vírgenes, entonces…
—Él sí, pero yo no. Yo fui… “conociendo” a todos sus amigos, antes de salir con él y enamorarme…
—¿Eras el juguetito del grupo de sus amigos?
—¡No, no! Bueno, tal vez un poco… Es que les gustaba a todos y nunca les podía decir que no… Eran mis amigos. Aún son mis amigos. Nuestros amigos. Pero eso fue hasta que empecé a salir con Guampablo. Por él cambié.
Matanga se subió a la cama y se arrodilló detrás de ella, a mitad de sus piernas, con una rodilla a cada lado, dejando a mi novia desnuda y con su culito parado en el medio.
—Claro, hasta que diste con el indicado.
—Es el novio perfecto para mí.
Permaneció sobre sus rodillas unos segundos, manoseando con lujuria la cola y los muslos de mi novia, que no decía nada. Luego se irguió, reacomodó su pareo para que no le molestara y de entre sus ropas apareció un miembro enorme, oscuro y ancho como un bate de criquet.
Abrió con delicadeza las carnecitas blancas y casi vírgenes de mi Mariela, se ensalivó el glande y se lo apoyó en el huequito.
—No me caben dudas que es el novio perfecto para vos…
Y llevó el cuerpo hacia abajo, con todo su peso.
—¡Ahhhhhhh…!!
—¡Mariela! ¿Estás bien? —pregunté. Nunca había cogido ni visto coger a nadie. Ni siquiera en videos.
—Sí, mi amor, no te preocupes, esto es parte del amaaaaaaahhhh por Dios qué gruesa!!!
—¡Mariela!
—Ella está bien, cuerno, calmate y disfrutá.
Dejé de observar el rostro de mi novia, que descansaba sobre la manta india con expresión de dolor indoloro, mirándome, y llevé los ojos de nuevo hacia la penetración. El hijo de puta del brujo fue hacia atrás, la abrió abajo con sus dos manos y volvió a clavar.
—¡Ahhhhhhhh…! ¡Madre mía cómo se siente…!
Yo seguía arrodillado a un costado, desesperado, sin saber qué hacer.
—¿Se siente qué, mi amor? ¿Qué tenés?
—El amarre, Guampablo, se siente el amarre… —Otra estocada del viejo—. ¡¡Ahhhhhhhhh…!!
Esta vez la clavada empujó la cabeza de mi novia un poco más fuerte.
—¡Pare de hacerle eso, por favor! ¡La va a lastimar!
—Dejá de mariconear, cuerno. ¿No querías amarrarla para toda la vida?
El viejo hijo de puta sonreía sobrándome, cada vez que estaba arriba, pero al momento de bajar a clavar, solo tenía ojos para el culazo de mi novia, y su cintura y su espalda.
—¡Ohhhh por Dios cómo le siento el amarre, Maestro!
El pedazo de pija de ese cretino era tan grande y la enterraba con tanta lentitud que parecía que no me la terminaba de clavar nunca.
—¡Pero qué amarre, te está cogiendo!
—No, mi amor, esto es distinto, después preguntale a tus amigos, cuando me cogían, vas a ver que te cuentan otra cosa.
Era difícil darme cuenta en ese momento si me estaba tomando el pelo o hablaba de verdad. El viejo no paraba de clavarle estocadas cada vez más profundas, amasándole la cola que yo tantas veces le había tocado y que tantas pajas me había inspirado. Y ella tenía cara de dolor pero ahora me daba cuenta, no solamente no le dolía nada sino que sentía placer.
Me acerqué a su rostro y casi le murmuré, para lograr un ruego más íntimo y convincente.
—Mi amor, esto está mal, tiene que haber otra manera…
La cabeza ya comenzaba a bamboleársele con una cadencia rítmica. El viejo turro ya se la había enterrado casi toda y ahora bombeaba suave, con reluctancia.
—Lo hacemos por nosotros… —Mariela—. Es para que nuestro amor sea para siempre, ¿sí? —Yo estaba desconcertado y más frustrado que nunca. De pronto ella, entre jadeos, abrió los ojos y me tomó de una mano—. Agarrame, mi amor. Fuerte, que me viene.
—¿Q-que te viene qué…?
—Pedile que bombee con todo, que ya estoy… —La miré sin entender. ¿Debía pedirle al viejo?— ¡Dale, cuerno, que estoy a punto!
Miré hacia atrás, al viejo que ya estaba todo el tiempo sobre ella, a lo largo, usando sus manos y brazos para sostenerse a distancia y cogerla de punta a base.
—Señor… Dice mi novia que si la puede bombear con todo, que ya está… —Y miré a mi novia y le pregunté—. ¿Qué ya estás qué, mi amor?
Ella cerró los ojos y lanzó un suspiro pesado, casi un jadeo.
—Por favor no podés ser tan cornudo…
El viejo hijo de puta se frenó un segundo, la acomodó a mi novia hasta ponerla de costado y le hizo levantar una pierna, que terminé sosteniendo yo con uno de mis brazos. Meses después sabría que hizo eso porque en la otra posición no había manera de bombearla fuerte. El giro de los cuerpos me mostró a mi novia casi de frente a mí, con el zambo detrás, bombeándola sin parar, y por primera vez en mi vida vi su conchita breve y angosta taladrada por una verga.
Era como la biela de un motor, una imagen hipnótica. Entrando y saliendo, entrando y saliendo…
—¿Te gusta, cuerno? —me chuzó Matanga.
—¡N-no, no!
Pero yo también estaba desnudo, y ellos también podían verme. Mi novia abrió los ojos y vio mi erección, a pesar de que la estaban empalando. Eso le desencadenó el orgasmo.
—¡¡Aaaaaaaaaahhhhhhhssssííííííí…!!!!
—Cómo te gusta el amarre, putita… —decía el zambo—. Sos igual que tus dos tías.
—¡¡Ahhhhhhhhhhh…!!! ¡Nunca acabé tan rápido en mi vida! ¡Ahhhhh!!
—¡Ella no es como sus tías!
—Mi amor… Ahhhh… Vení conmigo que te necesito… Ooohhh…
—Te estoy sosteniendo la pierna para que te pueda dar más fuerte…
El brujo la seguía bombeando con todo.
—Andá, cuerno, que para que sea más efectivo el amarre tienen que estar tomados de la mano cuando te la llene de leche.
—¿Que qué!!??
—Mi amor, vení conmigo… —me rogó nuevamente Mariela.
Dejé la pierna de mi novia, que la recogió y quedó en una especie de posición fetal, con el viejo hijo de puta tomándola de las ancas y bombeándola por detrás.
—¿Qué dijo de la leche?
—Nada, Guampa —Me tomó de las dos manos con la suya, y nos pusimos rostro contra rostro—, cosas del amarre.
La cabeza se le movía como si fuera andando en un auto por una calle poceada. Tuve que recostarme yo también para quedar como ella, con los bufidos de motor del viejo, de fondo.
—Ya me viene la leche, putita… Ya la siento.
Esta vez lo escuché claro.
—¿Qué? ¡No, señor Matanga! ¡No le puede echar la leche adentro a mi novia!
—Es así el amarre, cuerno… —Subió la mano de la cola a la cintura para hacer más palanca y comenzó a clavar más fuerte y profundo.
—Ohhhhhhh… —volvió a gemir mi novia.
Desde mi posición solo veía la silueta recostada de Mariela, igual a la silueta de una guitarra, y la garra oscura de Matanga, su sombra detrás y, acá más cerca, su rostro respirando y besuqueando el cuello de mi novia.
—Pero es que todavía no lo hicimos… —comencé a sollozar—. Por favor… por favor…
—Jodete, cuerno. No me voy a privar de acabarle adentro porque me lo pida el novio.
Amagué levantarme pero Mariela me retuvo con las manos.
—Dejalo hacer, mi amor. Él sabe lo que es mejor para nosotros…
El movimiento de su cabeza no me dejaba pensar con claridad. Todo el cuerpo se le movía y la manaza del zambo le estrujaba la cintura cada vez más fuerte.
—Te suelto la leche, putita… ¡Ahhhhhh…! ¡Te la dejo adentro para tu novio!
—Sí, Maestro. Haga que el amarre funcione.
—¡Mi amor, no se lo permitas!
—¡Acá viene! ¡Acá viene!
—¡Guampa, mirame a los ojos!
—Sí, sí…
Mi rostro apuntaba a ella pero mis ojos iban hacia la cogida furiosa. Mariela me chocó con su nariz para que regrese con ella.
—Mirame a los ojos y pensá en nosotros. Esto lo hacemos por nosotros, ¿no…?
—¡Besala, cuerno! —me gritó de desesperado Matanga—. ¡Besala ahora que ya estoy por acabarle!
Me quedé desconcertado un instante. Mariela me tomó de la cara y me acercó para besarme a las apuradas.
—Besame, tonto, que el amarre es más fuerte si me besás mientras me llenan de leche.
Y nos besamos.
Y Matanga empezó a acabar:
—¡¡Ahhhhhhhhh síiiii!! ¡Te lleno, putita! ¡Ahhhhhhh…! —El movimiento de la cabeza y cuerpo de mi novia pasó a ser lento. Como tenía los ojos cerrados y nunca había visto acabar a un hombre en medio de una cogida, no supe hasta después que Matanga estaba dando a mi novia clavadas profundas, largas, interminables, y que en cada una de ellas le mandaba un chorro de leche directo al útero. Y a mi corazón—. Te lleno esa conchita estrecha hasta rebalsártela, bebé… ¡Ahhhhhhh seeeeeee…! ¡Aaahhhh…!
Mariela me mantuvo besándola un minuto largo, quizá dos, hasta que el viejo hijoputa aflojó los latigazos, los gemidos se hicieron jadeos y las estocadas se aquietaron. Recién entonces abrió los ojos, me soltó, y sonrió con una boca y unos ojos tan llenos de felicidad como jamás antes le había visto.
—Mi amor, ya está hecho —me dijo orgullosa.
Atrás, el viejo se incorporó un poco y escurrió su vergón sobre la silueta de la cola de mi novia. Un último gotón de semen se le descolgó del glande y terminó sobre la piel delicada y perfecta de mi novia.
—Casi —dijo Matanga, y se levantó con un resoplido por el esfuerzo recién hecho—. Quedate acá, volvé a ponerte en posición de amarre.
Me volvió el desconcierto, aunque esta vez hasta mi novia lo estaba. Me miró sin entender. Matanga se asomó a una de las grietas más grandes de la ventana y pegó un grito.
—¡Toto! ¡Totoooo! —dejó pasar unos segundos y escuchamos una puerta mosquitero cerrándose y una voz agitada diciendo “¡Voy!”—. ¡Ya está el tajito, dale, qué esperás?
Mariela me miró como preguntándome qué pasaba. Antes de que siquiera pudiera responderle con los ojos, se escuchó la puerta de la casa de Matanga abrirse.
—Vamos, mocito —me dijo el viejo brujo rodeando la cama como para salir—. Le tengo que dar las instrucciones de cómo asegurar el amarre y arreglar el pago.
Me hizo señas de que me levante, y cuando Mariela amagó hacer lo mismo le dijo que ella no, que se quedara como él le indicó. Obediente, mi novia retomó su posición boca abajo y a lo largo.
Estábamos a punto de salir de la piecita, el brujo y yo, cuando la puerta se abrió y apareció un gordo grandote de unos 45 años, en cuero y con un pantalón de fútbol de Boca, viejo y raído.
—¿Qué…? ¿Qué está pasando…? —atiné a preguntar.
—Matangaaaa… —saludó el nuevo, con una festividad fuera de lugar, como si se hubieran encontrado en un burdel.
—Totooo… —le respondió el zambo.
Mariela se había quedado en posición, salvo por la cabeza, que había girado para ver. Pero se la veía dócil y en silencio.
—¿Me va a decir qué está pasando?
El gordo rodeó la cama y se bajó el pantalón. Una tripa gorda y retacona asomó entre sus piernas, como un aerosol de carne. Se subió a la cama y apoyó sus rodillas a cada lado de mi novia. Se tomó la verga, se pasó saliva por el glande y lo direccionó hacia la conchita, como un rato antes había hecho el brujo hijo de puta.
La pasividad de Mariela me desconcertó aún más. Gracias a la luz que entró al abrirse la puerta, pude por un segundo apreciar el cuadro: el gordo desagradable empezó a penetrar a mi novia, ante su pasividad, con reluctancia, o quizá con la dificultad que le ofrecía tener una verga tan gruesa.
—Es el tramo final del amarre —mintió descaradamente el brujo—. Vení que tenemos que arreglar lo nuestro.
—¡Ahhhhhhhh…! —volví a escuchar a mi novia, ahora con la cabeza hacia abajo.
—¡Me la va a coger ese otro hijo de puta! —me quejé al borde de un ataque de impotencia.
—No es sexo, son copulancias cósmicas, cuestiones que tienen que ver con las energías y los chakras, para unirlos para siempre.
Fui de salida mirando hacia atrás, hacia la cama, al gordo empezando a bombear impunemente a mi novia, como si fuera un pedazo de carne, como si fuera una muñeca inflable comprada en un galpón, por monedas, para su egoísta satisfacción.
Salí con esa imagen en mis retinas y escuchando otra vez a mi novia:
—¡Oooohhhhhhhhh Dioooossssantoooo…!
Me la estuvo cogiendo durante veinte minutos. Ahí adentro, conmigo y Matanga al otro lado de la puerta, arreglando lo del pago y las instrucciones del amarre. Hasta para un novato imbécil como yo se hizo evidente que lo del gordo fue un invento, una inclusión de último momento que quién sabe si saldaba alguna deuda o era algo que hacían siempre por diversión, para joder cornudos.
A la media hora regresábamos Mariela y yo por el mismo camino de tierra en el que comenzaron mis dudas. Ella igual o más feliz que entonces, y yo con más angustia, sospechas y celos que en toda mi vida.
—Ay, cambiá la cara, mi amor… —me quiso animar con mohínes y besitos al voleo—. Hicimos lo mejor para nuestra pareja, vas a ver…
—No puedo cambiar la cara. Ese Matanga hijo de puta te dejó la leche adentro, y el otro gordo grasiento que no sabemos ni quién es, te cogió como si fueras su puta.
—Bueno, pero si sabés que no soy una puta. Ya pasó, cambiá la cara…
—¿Ya pasó? ¡No pasó nada! Escuchaste las inducciones. Para que el amarre se mantenga firme tenemos que venir acá una vez al mes y que te hagan lo mismo...
—Es un año, nada más. Y es por nosotros, es por nuestro amor… Vas a ver que desde ahora vamos a estar más unidos que nunca. Y mirá, ya está funcionando: a mí ya se me pasó lo de ese incidente en el que estuviste besándote con una chica —Me miró a los ojos como si su acto fuera de valor humanitario, como si hubiera salvado a una especie en extinción. Me dio dos besos en la frente y agregó—: No importa lo que suceda, nunca nos vamos a separar.
Suspiré desde mis pulmones y la tomé de la mano mientras encaramos hacia el atardecer.
—Sí, eso es por lo único que tolero todo esto —dije.
Y me acomodé disimuladamente la erección que tenía en el pantalón.
—FIN—
fuente: https://rebelde-buey.blogspot.com/
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