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Clases de verano con Sarita IV

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Encima de la mesa del comedor seguían las libretas y apuntes de matemáticas, intactos desde que mi joven alumna interrumpiera la lección esa misma mañana para que le ayudara con su supositorio. Sarita corrió hacia la cocina en busca de un par de vasos de agua que colocó encima de la mesa.
—¿Listo para continuar con la clase, entonces? —preguntó risueña.
—¡Claro! ¡Estas funciones polinomiales no se van a resolver solas…! —respondí con ironía.
Nos sentamos juntos, otra vez Sarita muy pegada a mí, dejándome sentir el contacto de su pierna izquierda contra la mía. Hacía mucho calor, y gotas de sudor resbalaban por la superficie de su piel. Noté cómo el roce constante de su muslo contra el mío provocaba que esa zona de contacto se empapara, lubricando ese frote que parecía no molestarle en absoluto.
Su pequeño polo de marca, que ya venía bastante mojado desde el entreno de tenis, dejaba entrever el color rosáceo de sus pezones. La forma de sus pequeños y puntiagudos pechos se hacía patente gracias a que la telita de esa prenda se pegaba a ella como una segunda piel.
En más de una ocasión, intentando concentrarme en la lección, tuve que apartar la mirada de su faldita, que con el constante movimiento de sus piernas, casi revelaba lo que escondía bajo ella. Ya había podido comprobar que Sarita había salido esa mañana sin ropa interior. Como sospechaba, no se había puesto nada más ahí abajo después del entreno, a parte de esa mínima faldita de deporte.
Quise imaginar que lo hacía adrede, e iba abriendo y cerrando sus muslos provocando que la minifalda se fuera enrollando en su cintura. A veces pasaban un par de minutos antes de que se diera cuenta de que, al quedarse con los muslos tan abiertos, se dejaba insinuar bajo sus ropas el más sagrado de sus tesoros. Entonces agarraba un extremo de la tela blanca e intentaba volver a colocarla para cubrirse, aunque no siempre de forma muy efectiva.
—Bueno Sarita… esto es todo lo que tenía preparado para hoy —dije al fín, después de casi una hora de esa dulce tortura.
—¡Genial! Gracias de nuevo por ayudarme… —dijo ella tímidamente, antes de regalarme otro de sus cálidos abrazos.
Se levantó de su silla y me rodeó con sus brazos mientras yo la sostenía con mis manos puestas en su espalda sudada. Por encima de sus hombros, me fijé que sobre su asiento había quedado un rastro de humedad. Puede que fuera el sudor, o puede que fuera otro charquito de ese néctar divino que su sexo desprendía.
No tuve que esperar demasiado a comprobarlo; mientras amablemente Sarita fue a la cocina a rellenar unos vasos de agua, aproveché para recoger una muestra de ese fluido transparente. Lo manipulé con la punta de mis dedos y lo acerqué a mi rostro inspirando profundamente. Un aroma embriagador me transportó al séptimo cielo por un instante, y no pude evitar llevarlo entre mis labios para saborearlo.
Para cuando volvió mi joven alumna con el agua fresca, ya me había puesto malo imaginándome a mí mismo devorando ese manjar directamente de entre sus muslos. Le agradecí el gesto y nos miramos a los ojos mientras consumimos cada uno con ansia su vaso de agua. A decir verdad, me la tendría que haber echado por encima a ver si me bajaba el calentón, que no hacía más que incrementar a cada minuto que pasaba cerca de Sarita.
—Estaba pensando… no sé… —empezó a decir tímidamente la chica—, como es tarde, si quieres puedes quedarte a comer…
—Sí, bueno… es que… —empecé a balbucear.
—Si tienes que irte, lo entiendo —continuó ahora disculpándose—. Has venido muy temprano, y tendrás otras cosas que hacer…
—¡No! Bueno sí, pero no es eso… es más por tí, no quiero molestarte más. Tu madre ya me ha dicho que tienes un horario muy apretado…
—¡Ah! No, si a mí me gusta estar contigo… —entonces Sarita se enrojeció como si se le hubiera escapado algo—. Quiero decir… que no me molestas… que por mí te puedes quedar a comer si quieres…
No respondí y se hizo un silencio algo raro. Sarita bajó la vista hacia su vaso de agua, ya vacío, e intentó rescatar las últimas gotas que se habían quedado pegadas en el fondo. Me fijé en su cuerpo, y en sus diminutas ropas pegadas a su figura. Se la veía tan frágil e inocente y, al mismo tiempo, tan provocadoramente sexy.
—Bueno pues me quedo un rato más… si no te importa —dije al fin.
Sarita volvió a levantar la vista, y con una gran sonrisa se acercó y me regaló otro abrazo. Recogimos en un momento todas las libretas y libros de la mesa y después le ayudé a preparar una pequeña ensalada y unos sándwiches. Pronto nos sentamos otra vez a la mesa, esta vez para comer juntos.
—¿Tienes alguna clase más ésta tarde? —pregunté.
—Sí, natación, de aquí a una hora más o menos… y luego ya nada más para hoy… —respondió mientras masticaba un trozo de su emparedado.
—¿Natación después de comer? ¿No te va a dar un corte de digestión? —pregunté.
—Jajaja… ¿En qué siglo vives, abuelo? —me contestó, burlándose de mí—. Eso ya se sabe que es no es verdad, está demostrado.
—Vaya… pues a mí siempre me lo han dicho… —repliqué algo avergonzado.
Sarita estaba super relajada conmigo, y me agradó poder sentarme a charlar con ella como simples amigos, distendidamente, a pesar de haber compartido esos días algunos momentos tan íntimos, embarazosos en cierta manera.
Cuando terminamos de comer ella tuvo que ir al baño, y yo me quedé recogiendo y limpiando los platos que habíamos utilizado. Tardó bastante rato, y me pregunté si estaría relacionado con ese tratamiento que estaba siguiendo. Me acordé de esa mañana, de la increíble sensación de penetrar su prieto esfínter con mi dedo al aplicarle ese bendito supositorio.
Hubiera vendido mi alma para volver a tener su tierno culito entre mis manos otra vez, gozar de esos delicados y privados orificios que Sarita no tenía ningún reparo en ofrecerme con la excusa de su oportuno tratamiento. Recordaba la sensación que su ano ejercía sobre mi anular mientras presionaba hacia su interior, y el tacto de sus labios mayores, hinchados y despreniendo su calor y humedad.
El sonido de la cisterna del inodoro me sacó de mis pensamientos. Acabé de poner el último plato en el escurridor y me sequé las manos. Fui al salón y esperé, pero como Sarita no volvía asomé mi cabeza hacia el pasillo y la llamé.
—¡Estoy en mi habitación! —respondió a la distancia— ¡Puedes venir si quieres…!
Me aventuré prudentemente por ese corredor hasta llegar a su cuarto que había dejado con la puerta abierta de par en par. Al entrar, pude ver a Sarita en frente de su armario, justo terminaba de acomodarse las tiras de un bañador de una pieza sobre sus hombros. Viéndola de espaldas, pude apreciar que le quedaba muy apretado y la tela le marcaba las dos nalgas haciendo resaltar ese precioso culito que tiene.
—Así ya estoy lista para luego —dijo al girarse y verme observándola desde la puerta.
De frente, la fina tela de ese bañador color azul celeste también se le marcaba considerablemente, haciendo que sus abultados labios vaginales sobresalieran de forma bien definida.
Estos rozaban el borde de esa prenda que dejaba expuesta mucha piel a la altura de sus ingles. Me había quedado embobado mirándola, cosa que a ella no le pasó desapercibido.
—¿Te gusta? —preguntó dibujando una pose de modelo con sus delicadas caderas.
—Ehem… —carraspeé—. Sí, te queda bien.
—Gracias… —respondió sonrojándose ligeramente.
Con la excusa de su pregunta la había vuelto a repasar de arriba a abajo. Me di cuenta de que andaba descalza, dejando sus graciosos pies desnudos. Me excitó pensar que la única ropa que llevaba puesta era ese bañador, que encima le quedaba algo pequeño. Era una delicia verla, aún con el pelo recogido en una coleta, tal como se lo había dejado esa mañana para ir a su clase de tenis.
—¿A qué hora te tienes que ir? ¿Quieres que te lleve? —pregunté generoso.
—En media hora más o menos… —dijo algo triste, y entonces sonriendo preguntó—. ¿En serio? ¿No te importa llevarme?
—Claro que no, es un placer, y además con el coche es un momento… —contesté intentando que sonara de lo más normal, a pesar de mi excitación.
—Al final parecerá que somos novios… Jajaja… —dijo entonces con una risita tonta— Acompañándome a todas partes con el coche, y bueno… por otras cosas también, supongo… jejeje…
Como respuesta tan solo reí nerviosamente, pensando en cómo la había visto y tocado esa misma mañana. La volví a recordar estando ella desnuda de cintura para abajo y a cuatro patas sobre su cama. Sarita lentamente se acercó allí de nuevo y se sentó, acostándose ligeramente hacia atrás y apoyando sus codos sobre el colchón. Eso provocó que su monte de Venus sobresaliera aún más y que su vulva quedara aún más apretada contra la tela del bañador.
—Bueno… supongo que sí… —dije al fín.
—Sí… Aunque… si fuéramos novios… seguro que mi mamá no te dejaría quedarte a solas conmigo en mi casa… hehehe… —dijo Sarita con una vocecita fingiendo inocencia.
—Supongo que no… —contesté, sudando a gotarrones— y mucho menos en tu habitación… jejeje…
Sarita volvía a abrir y cerrar sus piernas, y hacía que el espacio entre sus muslos se contrajera y expandiera repetidamente. A cada vez que las cerraba, la fina tela del bañador se acomodaba entre sus labios vaginales y su sexo quedaba perfectamente definido.
—Si fuéramos novios no nos pasaríamos tanto tiempo estudiando… o al menos no estudiando mates… jejeje…
—Supongo que no… —contesté una vez más.
—¡Oh! ¿Y sabes qué? —dijo sobresaltándose—, si fuéramos novios, nos podríamos ir en coche a la playa, y pasar el día juntos…
—Claro, siempre que quisieras…
—Y no pasaría nada si tomara el sol en topless… porque mi madre nunca me deja… —dijo con un suspiro.
Sus pezoncitos también se notaban a través de la tela, y sus pechos de prometedor tamaño quedaban apretujados con firmeza por la limitada elasticidad de esa prenda que sin lugar a dudas era de una talla ya obsoleta, de cuando Sarita era más pequeña.
—¿Y qué más podríamos hacer si fuéramos novios…? —dijo con un tono muy mimoso y juguetón al mismo tiempo.
—Pues… Sarita… —balbuceé con la voz trémula—, no sé…
Sarita se levantó y se acercó a mí mirándome a los ojos.
—Si fuéramos novios, te podría abrazar todo el tiempo…
Se fundió en un largo abrazo que saboreé con toda mi alma. Sus sedosos cabellos quedaban a la altura de mi rostro, y respiré su fragancia una y otra vez mientras deslizaba mis manos por su espalda. Al cabo de un buen par de minutos, me miró otra vez a los ojos.
—Pero no somos novios… qué pena… —soltó con una mueca burlona, simulando tristeza.
Tomando mis manos, me invitó a sentarme sobre su cama, quedándose ella de pie frente a mí. Se acercó con una mirada firme, como si tuviera algo en mente.
—Si fuéramos novios… me pondría encima tuyo, así… —dijo mientras se colocaba sobre mis piernas, quedando sentada sobre mis muslos.

Se me quedó mirando, algo desafiante, y yo me concentré en sentir el contacto de su culito sobre mis muslos, parcialmente expuestos por el pantalón corto que llevaba.
Cruzó sus manos detrás de mi nuca, apoyando sus brazos sobre mis hombros. La tenía encima mío, tan cerca que podía sentir su aliento al hablarme, ahora ya casi susurrando.
—Es una lástima, porque si fuéramos novios, podríamos…
No dejé que acabara la frase, y con ímpetu me abalancé sobre sus labios. Los dos succionamos y mordimos nuestras respectivas bocas con tal intensidad que casi dolía.
Poco tardé en caer de espaldas sobre la cama, y Sarita cayó encima mío sin despegarse ni un segundo de mis labios.
Sentía su cuerpo rozarse contra el mío, los dos sudorosos y arropados por el penetrante calor de ese verano.
Arriesgé desplazando mis manos hacia sus nalgas, suavemente deslizándome por tacto sintético de su bañador que ahora empezaba a sentirse húmedo.
El sabor de su boca era un manjar de dioses, y sus labios carnosos, aunque me parecieron algo inexpertos, envolvían con eficacia los míos y jugaban con ellos.
Sin dejar de besarnos, Sarita fue posicionándose naturalmente encima mío, de manera que su monte de Venus quedó perfectamente encima del prominente bulto de mi pantalón.
Yo la ayudé empujando su trasero con mis manos, y aprovechando para estrujar sus deliciosas nalgas una vez más entre mis dedos.
Debió sentir la dureza sobre la que su sexo se apoyaba, y tomando una pausa de nuestro morreo, me miró intensamente a los ojos. Su rostro, enrojecido y transpirando, denotaba su extrema excitación.
Como tanteando e intentando sopesar aquello sobre lo que su sexo se estaba apoyando, Sarita inició un movimiento de cadera que provocó un respingo en mi miembro.
Más duro de lo que nunca había estado, a su vez hizo que mi pequeña alumna se sobresaltara de sorpresa, y exhalando un gemido que intentó controlar entre sus dientes.
Entonces abrió su boca ampliamente, y volvió a por la mía amenazando con su lengua. Nos fundimos de nuevo en un largo e intenso beso en el que ahora nuestras lenguas eran protagonistas. El ajetreo de Sarita sobre mí se fue descontrolando, y asistida por la presión que yo ejercía sobre su culito, empezamos a gozar de un masaje que bien podía desembocar en un derramamiento inesperado en cualquier momento.
Al cabo de pocos minutos, ese frote a través de nuestra ropa centró toda nuestra atención. Temí no poder durar demasiado en esa situación. Después del calentón que llevaba desde bien pronto esa mañana, sentía una presión en mis testículos que no me veía capaz de contener.
La lengua de Sarita era ágil y perversa, no limitándose a buscar el contacto con la mía propia, sino que exploraba libremente allí donde a la chica se le antojaba.
Con su abultada entrepierna, mi alumna me estaba masturbando con pericia aún a través de las tres capas de ropa que separaban nuestros sexos. Se dejaba guiar por su instinto, y era buscando su propio placer que conseguía de manera sublime proporcionarme el mío.
Con algo de dificultad, dado lo estrecho que le quedaba su bañador, probé de pasar una mano bajo la tela para alcanzar la raja de su blando culito. Sarita lo aceptó sin más, y sin casi poder creérmelo, por tercera vez le estaba tocando su prieto esfínter anal. Aunque esta vez no había ningún tratamiento como excusa de por medio, y por pura lujuria presionaba ese agujerito intentando que cediera.
Sin la ayuda que proporcionaba el lubricante de los supositorios, pude ver que no sería tan fácil como pensaba, pero entonces se me ocurrió lo obvio.
Descendí mi dedo hacia su vulva, que me recibió con tal viscosa y abundante humedad que sin casi pretenderlo mi dedo se hundió en ella, penetrando su intimidad.
Sarita gritó, se contrajo y me estrujó entre sus brazos presionando más fuerte su monte de Venus sobre mi polla a punto de explotar.
Juraría que estaba teniendo un orgasmo, había tensado cada músculo de su cuerpo y desde su garganta emitía unos gemidos graves e inacabables.
Clavé ese dedo tan adentro como pude, y parte de un segundo le acompañó dilatando más la entrada de su vagina.
Ella respondió moviendo violentamente sus caderas buscando penetrarse intermitentemente con mis dedos.
Ese vaivén acabó por descorchar la poca resistencia que mi miembro aún ejercía para no terminar prematuramente con ese increíble momento. Sentí un río salvaje y desbocado emerger desde mis huevos y culminando en el mejor orgasmo que recordaba. Sarita se quedó clavada sobre mí, y aplastó su rostro contra mi cuello mientras yo gruñía de puro placer.
No sé cuánto tiempo pasó, quizá un minuto o quizá diez, y no nos movimos ni un ápice disfrutando de la paz de ese momento. Poco a poco volví a ser consciente del calor que hacía allí, y el cuerpo sudado de Sarita sobre mí aún se sentía más ardiente. Poco a poco deslicé mis dedos fuera de su sexo, y con delicadeza giré hacia un lado depositando su delicado cuerpo sobre su cama.
—Nunca había sentido algo así… —dijo casi en un suspiro.
—Honestamente, yo tampoco —sentencié.
La observé sonreír mientras recuperaba su aliento, con sus ojos cerrados, y viendo como su caja torácica aumentaba de tamaño provocando que sus pechos se aplastaran contra la fina tela del bañador. Fijé mi vista sobre su entrepierna y pude ver como el color azul celeste de la prenda había oscurecido notablemente, formando una capa de humedad que se expandía lentamente.
Miré hacia abajo y observé el mismo panorama en mis pantalones. Parecía que había vaciado el cargamento de toda una semana. Me pregunté cómo me las arreglaría para limpiarme. Aparentemente mi alumna se preguntó la misma cosa, y riéndose y dirigiendo la mirada hacia mi entrepierna me lo hizo saber.
—Vaya, cómo te has puesto… jajaja —dijo alegre, risueña.
—Hehehe… pues anda que tú… —repliqué, señalándola a ella.
—Bueno, al menos lo mío es un bañador y se secará fácil… jajaja.
Finalmente se levantó y hurgando en su armario sacó un pantaloncito corto que se puso en un par de ágiles saltitos. Se puso a preparar entonces su bolsa de deporte para asistir a su clase de natación.
—Nos tenemos que ir… —dijo—. Puedes lavarte en el baño si quieres, aunque me temo que no puedo dejarte nada que te vaya para que te lo pongas…
—Bueno… no te preocupes, ya me las apañaré.
Me dirigí al baño y me desnudé de cintura para abajo. Como pude me limpié en el lavadero con algo de jabón de manos. Tenía mi vello púbico hecho un pastizal de semen. Ni siquiera me fijé que había dejado la puerta entreabierta, y solamente me di cuenta de ello cuando oí la risita de Sarita al otro lado, observándome.
Me hubiera chocado más si no acabáramos de hacer lo que acabábamos de hacer, y simplemente le sonreí de vuelta mientras me manipulaba la polla con el jabón, delante suyo. Era la primera vez que me veía, y disfruté de exhibirme, por una vez, yo delante suyo.
—Ves, ahora sí que parecemos novios… jejeje —dijo ella, que ya sin pudor había abierto la puerta y me osbervaba con descaro.
Con toda la confianza se dirigió al inodoro y por el reflejo del espejo pude ver cómo con mucha habilidad descendió su bañador de una pieza y su short hasta sus rodillas, en un solo movimiento. Se puso a hacer pis dejando que la mirara, prácticamente desnuda, sin que ella a su vez dejara de mirar mi propia desnudez.
Terminé de enjuagarme y me giré hacia ella. Me miró descarada, en una postura que favorecía que sus pechos se vieran bien erguidos, en todo su esplendor. No pareció intimidada a pesar de tener mi polla a escasa distancia delante suyo, no completamente erecta pero sí morcillona y decentemente hinchada.
—¿Puedo usar tu toalla para secarme? —pregunté desafiante.
Sarita simplemente me pasó una toalla rosa de un toallero que quedaba al alcance de su mano. El chorrito de orín que salía de su vulva empezó a disminuir de caudal y luego tan solo salieron unas gotitas. Abrió más las piernas y separó sus labios vaginales con las manos. Un último reguero chocó contra la porcelana, y acto seguido se secó con un trozo de papel que ya había preparado enrollándolo en sus dedos.
Una vez acabé de secarme le devolví la toalla. Sin levantarse aún, y dejándome ver su coñito apenas cubierto de una fina capa de vello, recogió la toalla y la colgó de nuevo a su sitio. Me gustó pensar que usaría la misma más tarde después de su baño.
—Al final voy a llegar tarde… —dijo con cierta ironía.
Se levantó y dando por concluido ese momento se volvió a vestir. Hice lo mismo y con cierto reparo me puse de nuevo mis calzoncillos y mis shorts aún pringados de mi propia simiente.
Ya en el coche nos pusimos en marcha hacia las piscinas. Una gorra que guardaba en el asiento de atrás me sirvió para tapar la mancha. No nos dirigimos demasiado la palabra, pero a Sarita la notaba muy excitada y me miraba constantemente sin dejar de sonreír.
El lugar quedaba a apenas cinco minutos de su casa, y pronto llegamos, aparcando cerca de la puerta de entrada.
—¡Gracias! —dijo risueña, y sin más me abrazó y me plantó un simple beso en los labios.
—De nada, Sarita…
—¿Nos vemos mañana? ¿A qué hora tenemos clase?
—A la hora que me digas…
—Vale, luego hablo con mi madre y te confirmo —dijo con toda naturalidad—. ¡Adiós!
Parado como un tonto la observé bajar del coche. En la puerta la esperaban un par de chicos, compañeros de natación supuse, y efusivamente la saludaron cuando la vieron llegar. Sarita, fiel a ella misma, se abalanzó sobre ellos para darles sendos abrazos. Vistiendo tan solo ese bañador apretado a su piel, a parte de los shorts, no dudé en que los chicos pudieron disfrutar del tacto de sus tetas contra sus torsos al estrujarla entre sus brazos.
Sarita de quedó pegada a uno de los chicos, el más alto y más musculoso, y agarrados de la cintura se fueron para adentro del edificio, y ya no la ví más ese día.
Turbado conducí de vuelta a mi casa, atormentado y al mismo tiempo emocionado. Sin saber a qué puerto llevaría todo lo que estaba aconteciendo, me pasé el resto de la tarde mirando el teléfono, esperando ansioso su mensaje y la confirmación de que pronto volvería a verla para una nueva clase de matemáticas

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