Capítulo IX: Perforar
Ver a Luciana derretirse de gozo fue exquisito. Pero la velada no iba a terminar con un empate a uno en orgasmos. Nada que ver. Esta era una mujer sedienta de gozo, y yo, todavía desconociendo todo su potencial, iba a pagar caro ese atrevimiento de querer ponerme a su par. Luciana se rehízo rápidamente, apoyó su cuerpo contra uno de los espejos, giró su cara y, con su mirada desafiante, me invitó a explorarla una vez más con mi pene aún erecto.
Ni corto ni perezoso me acerqué a ella, pasé suavemente la palma de mi mano por su vulva, y acto seguido separé esos labios de apariencia sonrosada y le introduje mi falo.
Le besaba el cuello mientras me movía suavemente en su interior. Ella apenas apartaba su cabeza para permitirme mayor movilidad en su tatuado cuello. Pasó una de sus manos por detrás de su cabeza y de la mía, para posteriormente sujetarme y regalarme uno de sus suculentos besos.
Una vez mis labios se distanciaron de los suyos, bajé levemente la mirada, como para supervisar la diversión de mi pene entre su coño. Y fue ahí que sucumbí a la mayor de sus tentaciones, fue en ese momento que empecé a ver su ojete saludando, como pidiendo unirse a la fiesta.
No sabía si ella estaba dispuesta, no sabía cómo podría reaccionar, pero a mí sinceramente se me antojaba explorarle esa cavidad hasta ahora desconocida para mí.
No solo la de Luciana, en general la de cualquier otro ser humano, pues jamás, hasta ese entonces me había dado el gusto de penetrar a alguien por el culo. Ni a mi mujer ni a nadie.
Sin embargo, una intromisión abusiva de ese tipo podía inquietar a la mismísima Luciana, reina de la transgresión, de lo sucio, de lo prohibido y de lo bizarro.
Preferí entonces tantear el terreno. Retiré mi miembro de su coño y posteriormente le metí un par de mis dedos. No duraron mucho tiempo allí, pues la intención no era masturbarla, sino humedecerles un poco con ese líquido viscoso que pululaba de su ardiente vagina.
Una vez recubiertos, los dirigí hacia su ojete. Quería lubricarle el culo con los propios fluidos de su concha. Quizá con un escupitajo si se hacía necesario, pero especialmente quería hacerle manifiesto mi deseo de poseer ese culo.
Para mí fortuna, Luciana dio el visto bueno. No solo con uno de sus provocativos gestos, sino tomando mi mano y siendo ella misma quien la dirigiera hacia su ojete.
La estimulé por escaso par de minutos con mis dedos, aunque durante ese tiempo me di el gusto de volver a penetrarle por la vagina. Sentía mi glande con los dedos al otro lado del muro y viceversa, sentía el pene en mis dedos, obviamente recubierto por las carnes de Luciana.
Y al ver mis dedos cada vez más autónomos en su exploración rectal, fui entendiendo que el momento del debut de mi miembro por caminos de pavé había llegado.
Penetrar un culo no es como penetrar una vagina. Es más, diría que no se trata de penetrar sino de perforar. El miembro erecto, deseoso y ansioso se encuentra contra una muralla, que poco a poco, que paso a paso, va ir cediendo; pero hay que ser paciente, hay que saber cómo y cuándo hacer fuerza para no lastimar, para abrir camino de a poquito.
El transitar es lento, pero sumamente gustoso. Las paredes del recto se van a ir abriendo, y va a llegar un punto en el que empezarán a segregar un fluido único en su especie, una sustancia viscosa, que seguramente tendrá una función más relacionada con la excreción que con otra cosa.
Mi miembro se enterraba de a pocos, mientras ella retorcía su bonito rostro. Sus ojos adquirían esa tonalidad blancuzca, desapareciendo su pupila y su iris; su boca dejaba escapar unos gemidos con cierto rasgo gutural; y su culo era cada vez más permisivo en mi primera incursión.
El ano genera una sensación particular al momento de penetrar, está rodeado por más músculos y todos estos estrujan inconscientemente al intruso. Sentir mi miembro aprisionado por sus nalgas fue suficiente para hacerme estallar de placer por segunda vez en la noche.
Debo admitir que no fue una relación anal de larga duración, con muy poco alcancé el climax. Pero ver, segundos después, mi esperma chorreando y cayendo de su culo, sería estímulo suficiente para animarme a buscar el tercer orgasmo de la jornada.
Capítulo X: Derrota en el embalaje
Antes de continuar, Luciana me ofreció tomarnos un descanso. Pedimos una botella de vino a la habitación y una vez nos la entregaron, la consumimos en la pequeña sala, acompañada con un cigarrito de cannabis, que obviamente tuvo a Luciana a cargo de su armado. Ella lucía algo despeinada, quizá un poco colorada, pero en líneas generales no aparentaba el desgaste que se supone causa el más exigente de los ejercicios. Yo, a diferencia, me sentía ciertamente agotado. Estaba recubierto de sudor, de lo que, en su momento, y para darme valor, catalogué como ‘las perlas del guerrero’.
Claro que aún me quedaban reservas en el tanque. Es más, así me sintiera al borde del colapso, estaba dispuesto a entregar más de lo necesario por amanecer fornicando con esta diosa de los placeres de la carne. Pero con el paso de las horas y del frote de mi cuerpo con el suyo, fui entendiendo que iba a ser imposible ponerme a la par.
Luciana entró de nuevo a la habitación, mientras que yo permanecí por unos instantes más en la sala, mientras terminaba el porro y mientras me mentalizaba para disfrutar y sacar provecho de la hasta entonces mejor noche de mi existencia.
Cuando entré no la encontré en la habitación sino en el baño. Allí estaba ella, mirándose su hermosa silueta ante el espejo, contemplando su divinidad antes de tomar una ducha.
Le pedí que me regalara una foto de ese instante, que posara para mí y me permitiera tener un recuerdo de esa noche. Ella posó, me regaló esa bonita postal y entró a la ducha.
Teniendo su cuerpo humectado por el agua, sus poros abiertos por el vapor que invadió el ambiente, y su generoso culo apoyado contra las frías baldosas, me invitó a ducharme con ella.
Luciana se mantuvo recostada en las baldosas, exponiendo sus senos, su abdomen, su vagina, sus piernas y su rostro para mi completo deleite. Decidí entonces agacharme y saborearle su entrepierna una vez más. Ella lo merecía. Aparte esto era una forma de ganar tiempo para recuperar algo de la líbido que se me había ido minutos atrás entre sus nalgas.
Claro que el agua que bajaba por su torso y por su entrepierna terminó distorsionado el exquisito sabor de sus fluidos. No fue una extensa incursión de mi lengua entre su coño, pero fue suficiente para hacerle encender motores, para provocar de nuevo el ardor de esa vagina que parecía insaciable.
Me puse en pie, de nuevo cara a cara con la bella Luciana. Mirarla directamente al rostro era toda una fruición, era una experiencia mística perderse en la profundidad de sus hermosos y oscuros ojos; era una exquisitez contemplar esos labios húmedos y tentadores, y era especialmente reconfortante encontrar complicidad y perversión en cada uno de sus gestos.
Antes de penetrarla por enésima vez en la noche, lancé mi mano hacia su vulva, para experimentar de nuevo sus ardores en mis manos, para constatar que estuviera lista para la acción. Acto seguido conduje mi pene con mi otra mano hacia su entrepierna.
Se nos dificultó un poco el coito por la humedad del suelo, pues fueron varios los conatos de caída, aunque siempre logramos mantener el equilibrio.
A esta altura de la noche no hubo contemplación o delicadeza alguna. Mi penetración fue profunda y sin ningún tipo de miramiento. Claro que yo ya no contaba con la misma energía que en un comienzo, el cansancio me invadía, y esto se iba a manifestar minutos después con calambres en mis piernas.
Pero allí seguí yo, soportando como un auténtico campeón de los fornicarios, exigiendo a mi cuerpo a algo para lo que no estaba preparado.
Este coito fue sumamente extenso, pues sinceramente tuve cierto tipo de dificultad para llegar al orgasmo. Pero Luciana no llegó a fastidiarse jamás por ello, es más, expresó su disfrute a cada instante. No tuvo reclamos o reparos hacia mí por el exceso de frote entre mi pene y las carnes vivas de su concha.
Tan largo fue que me di la oportunidad de reflexionar en medio del polvo. Me puse a pensar en lo maravilloso que habría sido encontrarme a Luciana 15 años atrás. No solo por conocer una versión mucho más joven de ella, sino por haber puesto a prueba mi fogosidad en el máximo de su esplendor. Claro que habría sido algo que habría jugado en doble sentido, pues seguramente Luciana en su juventud había sido muchísimo más activa de lo que era ahora.
Luciana, evidenciando algo de cansancio por estar allí de pie, me invitó a cogerla en cuatro. Seguimos allí, bajo el inclemente chorro de agua, pero ahora en esta posición que tanta fascinación me causaba; ver ese descomunal culo era un gozo en todo el sentido de la palabra.
En esta ocasión me di el lujo de azotarle esa magistral par de nalgas. Lo hice con toda la desfachatez del caso, sin importarme nada. Tanto así que no me detuve hasta que las dejé del todo coloradas. Luciana acompañó mis azotes con estruendosos gritos, y fue esto lo que logró llevarme al éxtasis por tercera vez en la velada.
Mi agotamiento era evidente. Admití, a esa altura de la noche, que no iba a poder cumplir con el reto que me había impuesto antes de llegar el motel, aquel de causarle tanto placer como el que ella me provocaría a mí.
Claro que tampoco podía darse por mal servida, pues con esos tres polvos le había generado el gozo que posiblemente no conseguía en casa a lo largo de todo un año. La había visto retorcerse del gusto, había sentido las contracciones de su culo y los espasmos de sus piernas sobre mí, había sido testigo de sus fluidos escapando de su entrepierna, había sido un espectador de lujo de los ardores de su coño. Pero con todo y eso iba a ser imposible que Luciana sintiera todo el placer que ella me había hecho sentir a mí.
Salimos de la ducha, secamos nuestros cuerpos, y nos sentamos de nuevo a beber un poco más de vino, a rellenar el silencio con una charla sensata entre dos adultos que entendían como un fracaso sus matrimonios.
Luciana me preguntó si estaba listo para una nueva cópula, a lo que le respondí con completa sinceridad, admitiendo mi absoluto agotamiento. Pero ella no aceptaría un no como respuesta. “Déjame, ya vas a ver como yo te reanimo”, dijo ella antes de tomarme de la mano y llevarme a la cama.
Me tumbó allí, y empezó a acariciar mi pene, comenzó a masturbarme, a mirarme con esa picardía tan propia de su ser mientras agitaba mi convaleciente miembro entre sus manos. Se ayudó de su coqueta lengua y de sus hermosos labios, y lo consiguió, de nuevo tuvo a mi pene listo para ingresar una vez más en su ser.
Ese fue un coito que comandó Luciana de principio a fin, me montó y me cabalgó hasta sentirse satisfecha, y obviamente hasta verme doblar de placer una vez más en la noche.
No sabía qué hora era, ni me importaba. De hecho, lo único relevante para mí a esa hora era descansar. Por fin vi a esta máquina sexual encontrar el sueño. Fue todo un alivio, pues mantenerle el paso a esta ninfómana era como disputarle un embalaje a Peter Sagan.
Amanecimos en el Rocamar, lo que nos significó pagar el doble de la tarifa, pues cuando se excede la estancia de seis horas cuenta como un nuevo servicio. De todas formas, no me arrepiento en lo más mínimo por lo que me costó nuestra estancia allí, mucho menos al amanecer junto a ella y verle esa sonrisa de complacencia y de satisfacción.
Capítulo XI: “Déjalo que escurra”
Ver su rostro al despertar es verdaderamente satisfactorio. Aunque he de aceptar que al momento de ponerme en pie he sido muy sigiloso. No quería despertar abruptamente a esta fiera insaciable de los placeres de la carne. No podía, en un aspecto espiritual y físico, tener más sexo...
La continuación de esta historia en https://relatoscalientesyalgomas.blogspot.com/2021/04/la-profe-luciana-capitulo-xi.html
Ver a Luciana derretirse de gozo fue exquisito. Pero la velada no iba a terminar con un empate a uno en orgasmos. Nada que ver. Esta era una mujer sedienta de gozo, y yo, todavía desconociendo todo su potencial, iba a pagar caro ese atrevimiento de querer ponerme a su par. Luciana se rehízo rápidamente, apoyó su cuerpo contra uno de los espejos, giró su cara y, con su mirada desafiante, me invitó a explorarla una vez más con mi pene aún erecto.
Ni corto ni perezoso me acerqué a ella, pasé suavemente la palma de mi mano por su vulva, y acto seguido separé esos labios de apariencia sonrosada y le introduje mi falo.
Le besaba el cuello mientras me movía suavemente en su interior. Ella apenas apartaba su cabeza para permitirme mayor movilidad en su tatuado cuello. Pasó una de sus manos por detrás de su cabeza y de la mía, para posteriormente sujetarme y regalarme uno de sus suculentos besos.
Una vez mis labios se distanciaron de los suyos, bajé levemente la mirada, como para supervisar la diversión de mi pene entre su coño. Y fue ahí que sucumbí a la mayor de sus tentaciones, fue en ese momento que empecé a ver su ojete saludando, como pidiendo unirse a la fiesta.
No sabía si ella estaba dispuesta, no sabía cómo podría reaccionar, pero a mí sinceramente se me antojaba explorarle esa cavidad hasta ahora desconocida para mí.
No solo la de Luciana, en general la de cualquier otro ser humano, pues jamás, hasta ese entonces me había dado el gusto de penetrar a alguien por el culo. Ni a mi mujer ni a nadie.
Sin embargo, una intromisión abusiva de ese tipo podía inquietar a la mismísima Luciana, reina de la transgresión, de lo sucio, de lo prohibido y de lo bizarro.
Preferí entonces tantear el terreno. Retiré mi miembro de su coño y posteriormente le metí un par de mis dedos. No duraron mucho tiempo allí, pues la intención no era masturbarla, sino humedecerles un poco con ese líquido viscoso que pululaba de su ardiente vagina.
Una vez recubiertos, los dirigí hacia su ojete. Quería lubricarle el culo con los propios fluidos de su concha. Quizá con un escupitajo si se hacía necesario, pero especialmente quería hacerle manifiesto mi deseo de poseer ese culo.
Para mí fortuna, Luciana dio el visto bueno. No solo con uno de sus provocativos gestos, sino tomando mi mano y siendo ella misma quien la dirigiera hacia su ojete.
La estimulé por escaso par de minutos con mis dedos, aunque durante ese tiempo me di el gusto de volver a penetrarle por la vagina. Sentía mi glande con los dedos al otro lado del muro y viceversa, sentía el pene en mis dedos, obviamente recubierto por las carnes de Luciana.
Y al ver mis dedos cada vez más autónomos en su exploración rectal, fui entendiendo que el momento del debut de mi miembro por caminos de pavé había llegado.
Penetrar un culo no es como penetrar una vagina. Es más, diría que no se trata de penetrar sino de perforar. El miembro erecto, deseoso y ansioso se encuentra contra una muralla, que poco a poco, que paso a paso, va ir cediendo; pero hay que ser paciente, hay que saber cómo y cuándo hacer fuerza para no lastimar, para abrir camino de a poquito.
El transitar es lento, pero sumamente gustoso. Las paredes del recto se van a ir abriendo, y va a llegar un punto en el que empezarán a segregar un fluido único en su especie, una sustancia viscosa, que seguramente tendrá una función más relacionada con la excreción que con otra cosa.
Mi miembro se enterraba de a pocos, mientras ella retorcía su bonito rostro. Sus ojos adquirían esa tonalidad blancuzca, desapareciendo su pupila y su iris; su boca dejaba escapar unos gemidos con cierto rasgo gutural; y su culo era cada vez más permisivo en mi primera incursión.
El ano genera una sensación particular al momento de penetrar, está rodeado por más músculos y todos estos estrujan inconscientemente al intruso. Sentir mi miembro aprisionado por sus nalgas fue suficiente para hacerme estallar de placer por segunda vez en la noche.
Debo admitir que no fue una relación anal de larga duración, con muy poco alcancé el climax. Pero ver, segundos después, mi esperma chorreando y cayendo de su culo, sería estímulo suficiente para animarme a buscar el tercer orgasmo de la jornada.
Capítulo X: Derrota en el embalaje
Antes de continuar, Luciana me ofreció tomarnos un descanso. Pedimos una botella de vino a la habitación y una vez nos la entregaron, la consumimos en la pequeña sala, acompañada con un cigarrito de cannabis, que obviamente tuvo a Luciana a cargo de su armado. Ella lucía algo despeinada, quizá un poco colorada, pero en líneas generales no aparentaba el desgaste que se supone causa el más exigente de los ejercicios. Yo, a diferencia, me sentía ciertamente agotado. Estaba recubierto de sudor, de lo que, en su momento, y para darme valor, catalogué como ‘las perlas del guerrero’.
Claro que aún me quedaban reservas en el tanque. Es más, así me sintiera al borde del colapso, estaba dispuesto a entregar más de lo necesario por amanecer fornicando con esta diosa de los placeres de la carne. Pero con el paso de las horas y del frote de mi cuerpo con el suyo, fui entendiendo que iba a ser imposible ponerme a la par.
Luciana entró de nuevo a la habitación, mientras que yo permanecí por unos instantes más en la sala, mientras terminaba el porro y mientras me mentalizaba para disfrutar y sacar provecho de la hasta entonces mejor noche de mi existencia.
Cuando entré no la encontré en la habitación sino en el baño. Allí estaba ella, mirándose su hermosa silueta ante el espejo, contemplando su divinidad antes de tomar una ducha.
Le pedí que me regalara una foto de ese instante, que posara para mí y me permitiera tener un recuerdo de esa noche. Ella posó, me regaló esa bonita postal y entró a la ducha.
Teniendo su cuerpo humectado por el agua, sus poros abiertos por el vapor que invadió el ambiente, y su generoso culo apoyado contra las frías baldosas, me invitó a ducharme con ella.
Luciana se mantuvo recostada en las baldosas, exponiendo sus senos, su abdomen, su vagina, sus piernas y su rostro para mi completo deleite. Decidí entonces agacharme y saborearle su entrepierna una vez más. Ella lo merecía. Aparte esto era una forma de ganar tiempo para recuperar algo de la líbido que se me había ido minutos atrás entre sus nalgas.
Claro que el agua que bajaba por su torso y por su entrepierna terminó distorsionado el exquisito sabor de sus fluidos. No fue una extensa incursión de mi lengua entre su coño, pero fue suficiente para hacerle encender motores, para provocar de nuevo el ardor de esa vagina que parecía insaciable.
Me puse en pie, de nuevo cara a cara con la bella Luciana. Mirarla directamente al rostro era toda una fruición, era una experiencia mística perderse en la profundidad de sus hermosos y oscuros ojos; era una exquisitez contemplar esos labios húmedos y tentadores, y era especialmente reconfortante encontrar complicidad y perversión en cada uno de sus gestos.
Antes de penetrarla por enésima vez en la noche, lancé mi mano hacia su vulva, para experimentar de nuevo sus ardores en mis manos, para constatar que estuviera lista para la acción. Acto seguido conduje mi pene con mi otra mano hacia su entrepierna.
Se nos dificultó un poco el coito por la humedad del suelo, pues fueron varios los conatos de caída, aunque siempre logramos mantener el equilibrio.
A esta altura de la noche no hubo contemplación o delicadeza alguna. Mi penetración fue profunda y sin ningún tipo de miramiento. Claro que yo ya no contaba con la misma energía que en un comienzo, el cansancio me invadía, y esto se iba a manifestar minutos después con calambres en mis piernas.
Pero allí seguí yo, soportando como un auténtico campeón de los fornicarios, exigiendo a mi cuerpo a algo para lo que no estaba preparado.
Este coito fue sumamente extenso, pues sinceramente tuve cierto tipo de dificultad para llegar al orgasmo. Pero Luciana no llegó a fastidiarse jamás por ello, es más, expresó su disfrute a cada instante. No tuvo reclamos o reparos hacia mí por el exceso de frote entre mi pene y las carnes vivas de su concha.
Tan largo fue que me di la oportunidad de reflexionar en medio del polvo. Me puse a pensar en lo maravilloso que habría sido encontrarme a Luciana 15 años atrás. No solo por conocer una versión mucho más joven de ella, sino por haber puesto a prueba mi fogosidad en el máximo de su esplendor. Claro que habría sido algo que habría jugado en doble sentido, pues seguramente Luciana en su juventud había sido muchísimo más activa de lo que era ahora.
Luciana, evidenciando algo de cansancio por estar allí de pie, me invitó a cogerla en cuatro. Seguimos allí, bajo el inclemente chorro de agua, pero ahora en esta posición que tanta fascinación me causaba; ver ese descomunal culo era un gozo en todo el sentido de la palabra.
En esta ocasión me di el lujo de azotarle esa magistral par de nalgas. Lo hice con toda la desfachatez del caso, sin importarme nada. Tanto así que no me detuve hasta que las dejé del todo coloradas. Luciana acompañó mis azotes con estruendosos gritos, y fue esto lo que logró llevarme al éxtasis por tercera vez en la velada.
Mi agotamiento era evidente. Admití, a esa altura de la noche, que no iba a poder cumplir con el reto que me había impuesto antes de llegar el motel, aquel de causarle tanto placer como el que ella me provocaría a mí.
Claro que tampoco podía darse por mal servida, pues con esos tres polvos le había generado el gozo que posiblemente no conseguía en casa a lo largo de todo un año. La había visto retorcerse del gusto, había sentido las contracciones de su culo y los espasmos de sus piernas sobre mí, había sido testigo de sus fluidos escapando de su entrepierna, había sido un espectador de lujo de los ardores de su coño. Pero con todo y eso iba a ser imposible que Luciana sintiera todo el placer que ella me había hecho sentir a mí.
Salimos de la ducha, secamos nuestros cuerpos, y nos sentamos de nuevo a beber un poco más de vino, a rellenar el silencio con una charla sensata entre dos adultos que entendían como un fracaso sus matrimonios.
Luciana me preguntó si estaba listo para una nueva cópula, a lo que le respondí con completa sinceridad, admitiendo mi absoluto agotamiento. Pero ella no aceptaría un no como respuesta. “Déjame, ya vas a ver como yo te reanimo”, dijo ella antes de tomarme de la mano y llevarme a la cama.
Me tumbó allí, y empezó a acariciar mi pene, comenzó a masturbarme, a mirarme con esa picardía tan propia de su ser mientras agitaba mi convaleciente miembro entre sus manos. Se ayudó de su coqueta lengua y de sus hermosos labios, y lo consiguió, de nuevo tuvo a mi pene listo para ingresar una vez más en su ser.
Ese fue un coito que comandó Luciana de principio a fin, me montó y me cabalgó hasta sentirse satisfecha, y obviamente hasta verme doblar de placer una vez más en la noche.
No sabía qué hora era, ni me importaba. De hecho, lo único relevante para mí a esa hora era descansar. Por fin vi a esta máquina sexual encontrar el sueño. Fue todo un alivio, pues mantenerle el paso a esta ninfómana era como disputarle un embalaje a Peter Sagan.
Amanecimos en el Rocamar, lo que nos significó pagar el doble de la tarifa, pues cuando se excede la estancia de seis horas cuenta como un nuevo servicio. De todas formas, no me arrepiento en lo más mínimo por lo que me costó nuestra estancia allí, mucho menos al amanecer junto a ella y verle esa sonrisa de complacencia y de satisfacción.
Capítulo XI: “Déjalo que escurra”
Ver su rostro al despertar es verdaderamente satisfactorio. Aunque he de aceptar que al momento de ponerme en pie he sido muy sigiloso. No quería despertar abruptamente a esta fiera insaciable de los placeres de la carne. No podía, en un aspecto espiritual y físico, tener más sexo...
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