Todos los diciembre en Totoras, pequeña ciudad en la que vivo, se festeja la fiesta de la leche. Con reina, recitales, feria y gente de otros pueblos que se acerca.
Siempre me gustaron las multitudes. Lo que no me iba a imaginar es que en el medio del discurso del presidente comunal, un bulto duro, curioso, se iba a topar con mi culito de adolescente.
En el momento de los aplausos empecé a sentir el aliento fuerte en mi cuello, y la presión era cada vez más. La bestia empezó a sacar a relucir su miembro.
Yo tenía miedo de que me vieran mis primos, había ido con ellos y estaban a dos personas de la acción.
Pero nada de eso pasó. Se golpeaba en mi culo. Llevaba pollerita corta y musculosa con corpiño armado. La sentía en mi espalda, en mis muslos, empezó a sacudirse violenta.
Yo veía sachets de leche y pensaba en la que se iba a derramar en mí. Por favor que acabe, que le dé esta dicha a la jovencita virgen que era.
Nunca le ví la cara. Mientras la banda de folklore se apostaba y la gente se hacía pañuelos con la prenda que tuviera cerca, me bajó la tanguita y en un movimiento rápido entró.
Miento. Primero fueron sus dedos. Tenía los dedos gordos, rugosos, de trabajador. Uno, dos, tres.
Y sin piedad me metió la verga hirviendo. Se me aceleró el corazón. Me estaba cogiendo y no sabía siquiera su nombre, su cara.
Solamente el aliento. La pollerita intacta. La bombacha baja. La pija feroz, dándomela duro entre la gente, cómo si estuvieramos solos. Sin romanticismo, simple calentura de verano, 3 2 1, me dolía pero la excitación de estar ¡por fin!, haciendo lo prohibido, y en un secreto lleno de almas alrededor.
Nunca me voy a olvidar de esa fiesta de la leche. Por la del escenario y por la que se derramó, en un instante, pegajosa, sobre mí.
Siempre me gustaron las multitudes. Lo que no me iba a imaginar es que en el medio del discurso del presidente comunal, un bulto duro, curioso, se iba a topar con mi culito de adolescente.
En el momento de los aplausos empecé a sentir el aliento fuerte en mi cuello, y la presión era cada vez más. La bestia empezó a sacar a relucir su miembro.
Yo tenía miedo de que me vieran mis primos, había ido con ellos y estaban a dos personas de la acción.
Pero nada de eso pasó. Se golpeaba en mi culo. Llevaba pollerita corta y musculosa con corpiño armado. La sentía en mi espalda, en mis muslos, empezó a sacudirse violenta.
Yo veía sachets de leche y pensaba en la que se iba a derramar en mí. Por favor que acabe, que le dé esta dicha a la jovencita virgen que era.
Nunca le ví la cara. Mientras la banda de folklore se apostaba y la gente se hacía pañuelos con la prenda que tuviera cerca, me bajó la tanguita y en un movimiento rápido entró.
Miento. Primero fueron sus dedos. Tenía los dedos gordos, rugosos, de trabajador. Uno, dos, tres.
Y sin piedad me metió la verga hirviendo. Se me aceleró el corazón. Me estaba cogiendo y no sabía siquiera su nombre, su cara.
Solamente el aliento. La pollerita intacta. La bombacha baja. La pija feroz, dándomela duro entre la gente, cómo si estuvieramos solos. Sin romanticismo, simple calentura de verano, 3 2 1, me dolía pero la excitación de estar ¡por fin!, haciendo lo prohibido, y en un secreto lleno de almas alrededor.
Nunca me voy a olvidar de esa fiesta de la leche. Por la del escenario y por la que se derramó, en un instante, pegajosa, sobre mí.
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