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Nippur I - Caída de Lagash

Nunca me había alegrado tanto de ver las blancas murallas de mi ciudad como esa mañana. Siempre es un placer volver a casa después de una extenuante campaña en las pedregosas tierras de Elam. Llevabamos semanas sufriendo el intenso sol cayendo sobre nuestras espaldas, respirando el asfixiante aire (y polvo) que nos rodeaba al caminar, y sintiendo el calor del metal de las armaduras recalentado. Todo esto nos hacía sentir enfermos de sol y tierra, bañados de pie a cabeza de sudor. Claro está, llevar casi un mes sin disfrutar de las carnes de una mujer no hacía más que empeorar la situación. Debo confesar que, secretamente, llegué a considerar tener un desahogo junto al imponente Ur-El, aunque nunca antes (ni después) me habían atraído los hombres.

¿Y quién era ese tal Ur-El? Bueno, él era la razón por la que nos metimos en ese viaje horroroso. Buscabamos a un hombre gigantesco, un guerrero poderoso con el cual se había encaprichado nuestro rey. Después de muchas penurias y peleas con los salvajes habitantes de esa tierra, lo encontramos. Y vimos que los rumores no mentían: era el hombre más grande que ví en mi vida. Alto como un carro de batalla, espalda ancha como un escudo de esos que te cubren el cuerpo entero. Su voz grave, pelo rubio y ojos azules completaban una imagen imponente y que destacaba mucho respecto al resto de hombres de Sumer.
Yo mismo soy un hombre bastante corpulento, más alto de lo normal, muy fuerte, ágil e inteligente. Pocos me igualan en batalla y ninguno en inteligencia. Soy capitán y favorito del rey, y mis hombres me respetan. Pero aún así, no pude evitar sentirme impresionado cuando vi al gigante rubio.

Bueno, volvemos al inicio del relato. Me presenté ante el trono del rey Urukagina. Era viejo, gordo y quizás un poco tonto, pero no era mal tipo. En cambio, su consejero y mano derecho, Sumur, sí que lo era. Nos odiabamos mutuamente y luchabamos por el favor del rey. En esa charla les mostré al gigante rubio y después el rey me contó que había conflictos fronterizos con nuestro vecino, Lugal-Zagizi. Yo le propuse ir a la guerra y expulsar a sus hombres de nuestro territorio, mientras que Sumur aconsejaba buscar la paz. Todo terminó en una fuerte discusión que el rey zanjó con unas pocas órdenes:
- Sumur, lleva al gigante a su nueva habitación. Nippur, date al baño que apestas como mierda de caballo. Y dale saludos de mi parte a tu Gerien.


Pero no fui en ese momento a ver a Gerien. Me tomé un baño y me afeité, hasta quitarme toda la suciedad de mi cuerpo. Después fui a ver al gigante rubio. Lo encontré en una celda apestosa, lo que me enfureció. Le dije que le iba a encontrar una nueva habitación. Conseguí un lugar en la torre, un lugar hermoso y bien amueblado que era el favorito del asqueroso Sumur. Allí se retiraba a descansar y a recibir a sus prostitutas. La idea de arruinarle las noches de pasión me encantó.

Después de eso, el gigante comenzó a verme con mejores ojos. Entrenabamos juntos y poco a poco nos fuimos haciendo amigos. Compartiamos la pasión por las armas y la batalla, el vino y las mujeres; así cómo el odio a Sumur. Después de días de intenso ejercicio físico, por las noches nos íbamos a los bares y burdeles. Allí descubrí la mejor arma de mi amigo:
Ur-El tenía un amigo gigantesco ahí abajo. Yo no me considero poco dotado en ese aspecto, pero el pene de mi amigo era impresionante. Largo como un brazo, ancho como una copa de vino. Las mujeres de los prostíbulos alucinaban y se peleaban por acostarse con él. Se armaban auténticas orgías espontáneas. Mientras el rubio penetraba a una mujer, otra le chupaba los huevos, una tercera el culo, mientras las restantes se peleaban por besar sus labios, su pecho peludo, su ancha espalda. El gigante podía con todas las mujeres que se le plantaran, y su semen alcanzaba para llenar las bocas de todas. Esa bestia acababa a toneladas, si quisiera podía llenar todos los canales de la ciudad con una sola de sus corridas.
¿Y qué hacía yo en medio de todo eso? Bueno, me quedaba en un costado, observando. Muchas de las chicas que no conseguían trparse a los fuertes brazos de Ur-El venían a buscarme, a descargar su calentura conmigo. Pero yo me negaba, me quedaba en un costado, luchando con todas mis fuerzas contra la tentación. Porque estaba casado, y lo último que quería era traicionar a mi esposa. Así que después de observar impávido las hazañas sexuales de mi nuevo amigo, volvía al palacio y descargaba toda mi calentura acumulada en mi querida Gerien.


Gerien era una mujer hermosísima, una obra de arte de los dioses. Su rostro era hermoso como el de una diosa y su risa era dulce como el canto de los pájaros. Pero lo mejor eran sus ojos, oscuros y profundos como la noche. No había nada más linda que la mirada de Gerien.
Las noches que yo volvía de un burdel, Gerien ya me esperaba preparada para la acción. Vestía un ligero vestido de noche, que apenas si llegaba a cubrir su dulce cuerpo. No era una mujer muy voluptuosa, pero sus formas estaban proporcionadas. Sus pechos eran pequeños pero hermosos, su cintura era muy delgada y su cola era chiquita y bien parada. Sus piernas eran impresionantes, largas y delicadas, bien formadas y suaves al tacto. Al verla tendida seductoramente sobre nuestra cama, me abalanzaba sobre ella como una bestia.

La calentura me controlaba por completo. Me desnudaba en segundos y lo mismo hacía con ella. A veces incluso rompía su vestido, lo desgarraba y hacía añicos. Cuando Gerien quedaba completamente desnuda me lanzaba como un bebé contra sus pechos. Estos tenía el tamaño justo para agarrarlos entre mis manos, y sus pezones erectos eran el más tentador de los dulces. Chupaba, apretaba y agitaba, hasta que escuchaba sus ligeros gemidos de dolor y placer. Y ahí perdía totalmente el control.
La penetraba como una yegua en celo. Fuerte, duro, sin advertencia previa. Con un ritmo frenético, costante. Su vagina estaba siempre húmeda y lista para recibirme. Y muy apretada, por los dioses, que apretada que estaba!! Mi pene entraba y salía sin parar, llevandome al extasis instantaneamente. Teníamos mucha química en la cama, y ambos podíamos disfrutar del otro por horas antes de acabar. Y cuando lo hacíamos siempre llegábamos al orgasmo juntos, con unos gritos que retumbaban en todo el palacio y terminaban manchando nuestras sábanas de semen, sudor y demás líquidos. No podía evitar sentir un poco de remordimiento por los sirvientes que debían lavar nuestras sábanas a la mañana siguiente.


Toda esta vida idílica terminó el día de la Gran Fiesta, en honor a la diosa Ninkarsag. Miles de personas de toda la región llegaron a la ciudad y yo, como capitán real, me encargaba de controlar que no hubiera conflictos. Acompañado de Ur-El, por supuesto. Además, el mismo Lugal-Zagizi había venido, en un gesto que esperaba ser de paz.

Todo parecía ir de maravillas al caer la noche. El pueblo bailaba por las calles, la música sonaba en cada rincón de la ciudad y todo el mundo tomaba cervezas. La gente estaba deshinibida y por todos lados se veían mujeres semidesnudas y hombres calientes. Varias señoritas se habían acercado a buscar a Ur-El, y a él cada vez le costaba más mantenerse en guardia. Para evitar yo mismo caer en la tentación, busqué otra cosa para distraerme. Y entonces los ví: un grupo de hombres de la guardia de Lugal-Zagizi, molestando a una muchacha. Una chica de pelo negro y ojos oscuros como la noche: mi Giriel. Lancé un alarido animal y fui corriendo hacia ellos, espada en mano. Ur-El vino tras de mí y juntos cargamos contra los rufianes. 
Fue una pelea muy desigual. Eran duros y violentos, pero no eran rivales para mí y Ur-El. Le clavé la espada en el riñón a uno, mientras Ur-El golpeó con un pesado martillazo en la cabeza a dos juntos. Yo giré y alcancé a protegerme de un golpe por sorpresa, y tras pararlo con mi escudo le clave mi puñal en las costillas. Cuando saqué mi cuchillo de su cuerpo, ví que Ur-El tenía su lanza clavada en el cuerpo del último enemigo que seguía de pie.

En ese momento comencé a buscar desesperadamente a Giriel. No la encontré, supongo que había huido espantada de la pelea. En cambio, ví que la gente corría desesperadamente por las calles. No veía la causa de ese pánico, no creo que fuera nuestra pelea. El único que mantenía la calma era Sumur, que salía tranquilamente del palacio, acompañada de un grupo de soldados y prisioneros.

¡El palacio! Ahí entendí todo: el ataque de esos infelices a mi esposa había sido una distracción. Nos sacaron del medio y fueron por el verdadero objetivo: el rey. Seguramente había sido un plan entre Sumur y el enemigo. Entre los (pocos) asistentes a la fiesta que seguían sobrios, varios eran soldados de Lugal-Zagizi infiltrados. Cuando yo me fui, rápidamente se reunieron y atacaron el palacio, esparciendo el miedo y el caos entre la gente.

Entré al palacio sin que nadie me prestara atención, porque todos corrían sin sentido por aquí y por allá. Busqué por todos lados hasta que encontré al rey: estaba tirado contra una pared, con un puñal clavado en un costado. Todavía respiraba, y me dijo con un hilo de vos:
-Sumur... Giriel...

Esas palabras me sacaron de quicio. Salí a toda velocidad del palacio. Me encontré con varios soldados enemigos, pero junto a Ur-El nos los sacamos de encima fácil. Busqué a mi esposa en cada esquina, en cada casa. Me fui alejando cada vez más del palacio sin encontrarla.

Hasta que llegué al pie de la torre(donde vivía Ur-El) y escuché un grito que me sonaba muy conocido. Era el gritito de dolor de Giriel que tanto me excitaba cuando hacíamos el amor. Pero este era un poco diferente, no había rastro de placer. Giré a mi izquierda y ví la horrible escena: el precioso culito de mi esposa estaba expuesto, rojo, y dentro suyo estaba la raquítica pija del despreciable Sumur. Mi esposa no era amante del sexo anal, pero este infeliz la estaba violando por el trasero. Giriel estaba casi inconsciente, y tenía una herida en la espalda (un puñsl, tal vez). L sangre inundaba toda la escena. Cegado por la furia, encaré contra Sumur y le asesté todoslos golpes de espada que pude. Él no nos había visto, así que no pudo reaccionar. A los pocos segundos, ya estaba desangrandose en el suelo, aún con su miembro erecto. Mi último golpe le rebanó el pene, y Sumur dejó de moverse para siempre.

Giré hacia donde estaba mi esposa, pero su imagen me destrozó el corazón. Tenía dos heridas muy graves y estaba lastimada en todo el cuerpo. No tenía fuerzas para levantarse y respiraba entrecortadamente. Con muchas dificultades, levantó su cabeza hacia mí y me dijo:
- Te quiero, mi amor. Sálvate, huye, ya no puedes salvarme. Nos veremos en los jardines de Inanna...

Esas fueron sus últimas palabras. Pasé mucho tiempo junto a ella, no recuerdo cuánto. Hasta que Ur-El me alertó: se acercaban soldados de Lugal-Zagizi, que ya habían tomado la ciudad. No quería dejar a Giriel, pero el rubio se echó su cuerpo a la espalda y me guió a las alcantarillas. Yo lo seguí en shock hasta que salimos de la ciudad. Caminamos hasta que cayó la noche y en ese momento miramos hacia atrás. A lo lejos, bajo la luz de la luna, estaban las blancas murallas de la que había sido mi ciudad. Allí enterramos a la bella Giriel.

A la mañana siguiente nos alejamos, sin volver la mirada atrás. Pero me juré que volvería a mi bella ciudad perdida, y vengaría a los asesinos de mi esposa.

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